The Bear. Imagen: Disney+.
Es como lo describió Christopher Storer, creador, director y guionista de The Bear, cuando el 23 de junio de 2022 estrenaba la serie que se ha convertido en uno de los mayores hitos culinarios —por no decir el único— del panorama audiovisual de los últimos años. Y es que la historia que nos propuso Storer, más allá de la ansiedad y el ritmo narrativo —señas de identidad— que prodiga, se mantiene intacta y fiel a sí misma. Su escenario, las cocinas en estado puro, continúa siendo espejo de una realidad y una vida entregada a la gastronomía, con sus luces, sombras y entresijos.
Storer no se ha dejado arrastrar por la corriente, ni se ha rebajado, ni se ha vendido. Al contrario, ha fortalecido sus principios y su objetivo, pues cuando uno tiene claro hacia dónde se dirige, no hay atajos ni desvíos. Ni siquiera concesiones para contentar a la audiencia. Y aunque muchos se muestren reticentes ante la crudeza que expone, como un entorno y un ambiente de trabajo excesivamente tóxicos, severos traumas, enfermedades mentales, adicciones o relaciones personales disfuncionales, lo cierto es que su intención nunca fue la de contar algo que no hubiese vivido —sesiones de Al-Anon incluidas—, ni algo que no fuese veraz ni honesto. O que no hubiesen vivido familiares y amigos cercanos.
Él mismo, años antes de embarcarse en este proyecto, soñó con convertirse en chef. Su hermana Courtney Storer, sin ir más lejos, es una reconocida chef con más de quince años de experiencia, que ha trabajado en garitos, locales y bares de poca monta así como en la denominada alta cocina o cocina de estrella, y es además la creadora y productora culinaria de la serie, encargada de asesorar y orientar tanto a los actores como a los guionistas para que la historia resultase todavía más fidedigna. Como curiosidad, los dos hermanos crecieron en hogares diferentes. Christopher vivía con su padre y ella con su madre, pero su relación —con independencia de la de sus padres— a pesar de la distancia que les separaba, no hizo sino estrecharse y consolidarse gracias a la cocina y a la comida. Ambos, aunque sobre todo Christopher, querían contar con minucioso detalle lo que ocurre en las tripas de todo restaurante que se preste a convertirse en un establecimiento respetado, seguro, decente… construido sobre pilares lo suficientemente rígidos y consistentes como para soportar vendavales; peleas, golpes, resbalones, desconchones, desprendimientos e incluso incendios con el objetivo de alcanzar el éxito asegurado: mantenerse abierto año tras año.
Para eso, había que meterse de lleno. Llamar a las puertas del Hades y que sus custodios ya no solo nos las abriesen, sino que nos invitasen a entrar. Y una vez dentro, ser testigos de la locura. De la cuerda floja por la que caminan los cocineros y los camareros. Pero también de esos demonios de los que no podemos desprendernos, de las pesadillas que nos persiguen estando despiertos o en trance de sueño. Basta con que cerremos los ojos unos segundos —como Carmen «Carmy» (Jeremy Allen White) en algunos momentos de la primera temporada— para sentir cómo el fuego nos envuelve y se apodera de nosotros. Cómo ardemos en llamas. Y a pesar de ello, no salimos huyendo. No nos sentimos amenazados ni nos asusta correr el riesgo de abrasarnos. Preferimos quedarnos en esa especie de limbo onírico donde el caos y el calor, lejos de inquietarnos o abrumarnos, nos reconfortan. Y aun así, lo único que puede salvarnos, o sacarnos de ahí, es una voz amiga. Alguien que se arriesgue a entrar y tirar de nosotros hacia arriba.
Con el estreno de The Bear (Parte II) el pasado 16 de agosto en Disney+ España, Storer se ha vuelto a reafirmar. En lo suyo, es un maestro. El mejor a la hora de congregar un pedazo de la humanidad en los fogones de su particular infierno culinario, y poner encima de la mesa cuestiones sobre las que todavía no tiene respuesta: ¿por qué sacrificar la vida por un trabajo, por un sueño o una pasión? ¿Qué sentido tiene ser el mejor? ¿Cuál es el mérito, cuáles los premios, independientemente del reconocimiento? Consigue que te replantees, al igual que a sus personajes, por qué eligieron ese maldito trabajo pudiendo haber hecho cualquier otra cosa. Pudiendo haber tirado la toalla, el delantal o la chaquetilla y largarse —portazo incluido— del restaurante que no era más que un boceto, una vaga idea y una ilusión familiar; un intento desesperado por construir un templo de serenidad, alejado del averno custodiado por mamá-Satán, Donna (Jamie Lee Curtis), que en esta segunda parte del proyecto llamado The Bear hace una aparición estelar al más puro estilo de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia (Cassavetes, 1974) en uno de los episodios más aplaudidos al unísono por crítica y público: «Peces». La cena de Navidad que saca de quicio al más estoico y hace que le entren a uno ganas de meterse en la pelea, coger un plato y reventarlo contra las paredes, contra el suelo e incluso que, como Mike (Jon Bernthal), se debata entre tirar o no el tenedor al sin vergüenza del tío Lee (Bob Odenkirk). El tipo que se cree el rey de la casa, el más estable, cuerdo o menos tarado, que lo ha hecho todo bien en la vida y nunca se ha equivocado, y se siente, además, con la potestad suficiente como para recordarnos y echarnos en cara el fracaso que somos.
Es un hecho, todos tenemos a un familiar que en fechas señaladas, bajo el escrutinio de su cínica mirada, no hace sino encender la mecha y desencadenar una batalla campal donde todos son el objetivo a batir, nadie sale indemne, y no solo vuelan tenedores, platos, vino tinto o blanco, sino algún que otro puñetazo que va directo al ego, al orgullo o al ojo; donde se airean y salen a relucir los trapos sucios, los traumas y los errores cometidos que tratamos de disimular por nuestro propio bienestar o salud mental. Y, al igual que Mike, también somos conscientes de lo que hicimos en el pasado, de las cimas que no alcanzamos, de lo que dejamos a medio camino o lo cerca que estuvimos de lograrlo. De todo lo que todavía arrastramos y hacemos en el presente, de esa piedra con la que seguimos tropezando. El vicio o la adicción que, aun sabiendo que no nos hace bien, no podemos dejar de consumir pues forma parte de nosotros, de nuestra rutina, y el resultado de todo ello —junto a sus efectos—, nos guste o no, define lo que somos: la prolongación y reflejo vivo del monstruo en el que nos hemos convertido.
Sabedores de la lucha interna que libramos, lo último que necesitamos es que, sin haber llegado todavía el día de nuestro juicio y sentencia final, nos tienten de tal forma que la única salida de semejante encerrona sea liberando los males de Pandora que nos hemos obstinado en esconder y encerrar durante años. Y esto solo ocurre en el capítulo seis —marca de la casa—, el único de los diez que nos saca a modo de flashback de la deconstrucción y remodelación del ‘The Original Beef of Chicagoland’, y la próxima inauguración y ansiada apertura de ‘The Bear’.
Cenas de Navidad aparte, Storer logró acelerar las pulsaciones de nuestro corazón hasta límites solo equiparables a un severo ataque de ansiedad a lo largo de la primera temporada desarrollada, casi por entero, en el microcosmos de la desorganizada tienda de sándwiches familiar —ubicada en los suburbios de Chicago— que Carmen recibe como herencia de Mike, convirtiéndose al instante en el cabeza de familia y cabeza pensante, respecto a la reestructuración y nuevo funcionamiento del local. En cambio, en esta segunda entrega, el director parece haberse relajado; haber echado el freno de mano en favor de la prudencia e inevitable respeto hacia los tempos que todo ser vivo ha de cumplir y considerar. Principalmente porque es una cuestión natural, aunque también de supervivencia. Pocas son las personas que puedan aguantar y mantener un nivel de exigencia, tan exhausta como frenética, veinticuatro horas seguidas, siete días de la semana. Otros, por el contrario, al quinto u octavo día, no les queda más remedio que abandonar, pegarse un tiro o saltar por la ventana. Pero por alguna razón existen los adictos al trabajo, o los trabajadores obsesivos. Yonquis enganchados a la droga que más les estimula, que no siempre es la que más ni mejor paga, y por la que se desviven; un psicoactivo parecido al speedball, mezcla de cocaína y heroína, que tanto te sube como te baja, y por el que no tienen reparo en cortar de raíz toda vida social o relación sentimental.
Sin embargo, así funciona la ley de la sabana, así se sobrevive en la cocina. ¿Y cuál es el peligro, o dónde se encuentra la auténtica amenaza de todo esto? En que cualquiera, por muy sano que esté, por muy precavido o prudente que sea, puede cruzar esa línea. No solo Carmy o Richie (Ebon Moss-Bachrach), sino también Sydney Ademu (Ayo Edebiri), Marcus (Lionel Boyce) e incluso Natalie «Sugar» (Abby Elliot), Tina (Liza Colón-Zayas) o Ebraheim (Edwin Lee Gibson). Todos ellos llegan a sentirse tan tentados como atrapados. Es lo que Storer quiso contar desde el principio y cómo lo ha contado es lo que justifica el porqué esta serie no se ha venido abajo.
Otra cosa que encontré en común con muchos cocineros fue el tiempo que les quita un restaurante. No puedo decirte cuántos cocineros me decían: «Tío, salía y no tenía ni idea de la hora que era. No tenía ni idea de lo que pasaba en el mundo exterior. Y mi vida personal era un caos. Pero cuando estaba en el restaurante, estaba obsesionado con el tiempo». Por eso se convirtió en un tema importante en la serie. Todos los cocineros, camareros o lavaplatos están siempre bajo tanta presión en su interior que, en el momento en que salen, es difícil incluso relacionarse con la vida que se están perdiendo.
(Christopher Storer)
No cabe duda de que en The Bear (parte I) acompañamos a Carmen en su desventura personal: en su duelo tras haber perdido a un hermano, en echarse a las espaldas la responsabilidad de reparar un negocio desorganizado, desestructurado y descompuesto e ir reajustando y ensamblando cada una de sus piezas. Depurándolas, puliéndolas y exprimiéndolas hasta sacarles el jugo de calidad que tienen y pueden dar. Carmy aprendió a dirigir, a solventar los problemas y conflictos que se le plantearon, a contratar nuevo personal y lidiar con el antiguo, que llevaba trabajando ahí desde el principio, cuya admiración, respeto y obediencia se debían a Mike, y a la memoria y recuerdo de este. Por eso la llegada de Carmen fue vista como una suplantación e intrusión, que en términos de guion respecto a la construcción de argumentos y personajes universales se denomina «intruso destructor», aunque al final de la primera temporada esa visión se torna en lo que Carmen realmente es, pese a la negativa de la mayoría: un «intruso benefactor».
Apreciamos el arco de transformación de Carmy hasta el punto de sentirlo nuestro. Como si nosotros nos transformásemos con él. Sintiendo como él, respirando como él, temblando como él. Es un personaje hacia el que sentimos no solo aprecio, sino, sobre todo, identificación y reconocimiento. Es como El lobo estepario de Hesse, que identificó en la soledad la independencia, y viceversa, pues «la había deseado y conquistado en el transcurso de los años. Resultaba fría, ¡oh, sí!, pero también quieta, maravillosamente quieta y grande como el espacio frío en el que giran las estrellas»; sin muchos amigos e infancia truncada, que no tiene por qué rendirle cuentas a nadie sobre lo que hace o deja de hacer, y por eso es el mejor en lo suyo. No hay nadie como él. Sabe lo que es el trabajo duro y, más aún, la excelencia. Es un chef respetado y reconocido fuera de Chicago. El tipo de chico que ni se inmuta con los decibelios ensordecedores de la alarma antiincendios. Un hombre que, como Talia al Ghul (Marion Cotillard) y Bane (Tom Hardy), a su manera, en The Dark Knight Rises (Nolan, 2012), ha nacido en la oscuridad, en una de las bocas del infierno y su razón de ser no es temer la destrucción ni el caos ni la muerte, sino abrazarlos. Como debe abrazar, asimismo, su naturaleza y su condición antropomorfa, casi mitológica: mitad humana, mitad bestia.
Por lo que a Carmy no le queda más remedio que ir aprendiendo a domar, poco a poco, su tótem: el Oso, The Bear, destino y auténtica herencia de los Berzatto. El animal espiritual en cuya mente, cuerpo, y alma entraña todo su potencial, todo su poder. Esa es la fiera a la que Carmen deja salir en circunstancias cruciales donde no hay tiempo ni espacio para el pensamiento, sino para la acción. Carmy cuando cocina, cuando se pone la chaquetilla, cuando se pasea por las cocinas al grito de behind!, corner! y YES, Chef!, se siente en su hábitat natural. Él es el rey de ese espacio forestal colmado de cuchillos, vajillas y pinzas; de técnicas, estilos y calidad gastronómica. Porque sabe lo que es rozar el cielo con la yema de los dedos, alcanzar a tocarlo y hasta posar por completo en él las palmas de las manos. Sabe lo que es sentirse bendecido con el don; sentirse divino o descendiente directo de la divinidad pues, en lo que al arte culinario se refiere, solo él es el artista y el creador, aunque también ángel caído. Como todos los demás personajes. Como tú y como yo. Capaces de lo mejor y lo peor. De balancearnos inevitablemente en la ambigüedad que no solo está delimitada por los extremos que hacen distinguir la luz de la oscuridad, sino que además permite que nos movamos resuelta y libremente por las sombras que nos definen como personas. Como seres humanos que descienden constantemente a los infiernos y a los que se les permite —o nos permitimos— ascender, provisionalmente, a los cielos. Transformado ahora en pequeñas dosis de silencio y armonía. Fotogramas demasiado breves que nos atrapan y nos calman. Que nos ayudan a coger aire, respirar hondo, para sosegar el corazón y su ritmo cardíaco. Momentos en los que tenemos la sensación de que el reloj se ha parado solo para deleitarnos y hacernos sentir, si no inmortales, al menos un poco eternos.
Basta con un puñado de conversaciones sinceras, íntimas, casi susurradas, y caricias debajo de las sábanas. Y, sin embargo, son esos instantes los que nos mantienen en vilo por miedo a romper la magia o el hechizo; por miedo a que el mínimo roce o situación forzada nos lleve de vuelta a la sima de la que nunca debimos escapar, y mucho menos intentar salir. Aun así, Carmy no necesita que un grupo de voces exaltadas le coree «deshi basara» como a Bruce Wayne, solo necesita una nota arrugada y manchada que ponga «I love you dude. Let it rip», para remontar y seguir adelante. Ese es su bálsamo y su cura. Esa, su salvación y salida.
En The Bear (Parte II) sigue habiendo drama y comedia, tensión, enfados, golpes, lágrimas y desesperación, pero, sobre todo, hay más control. O, por lo menos, un intento de autocontrol. De contar hasta diez antes de gritar, saltar a la yugular o dar un golpe; de —en lenguaje de señas— llevarse la mano o el puño al pecho, al corazón, y moverlo en círculos para expresar un «lo siento», «perdona, lo solucionaremos y hablaremos luego». Cada personaje libra su conflicto, bien sea externo o interno, en su propio campo de batalla y nosotros, como espectadores, no hacemos más que seguirles. Sintiendo compasión, y reconociendo en ellos una parte de nosotros. Sin ir más lejos, la frustración y el desconcierto que se siente al no tener claro si nos equivocamos o no de oficio y de pasión, pues la relación que mantenemos con ambos es tanto de odio como de amor; la constante demostración a nuestros familiares de que estaban equivocados, que éramos nosotros quienes teníamos razón; la importancia y necesidad de ponernos a prueba forzándonos a salir ahí fuera, solos o acompañados —lo que ahora llaman «salir de tu zona de confort», pero que en época de nuestros abuelos consistía en echarle coraje y garra a la vida, por no utilizar otra expresión. Meterse de lleno, embarrarse, mancharse, ensuciarse, y ver y sentir y vivir algo diferente, aspirar una bocanada de aire fresco, de algo verdadero, además de catar nuevos platos, nuevos olores, nuevos aromas, aunque lo hagamos cada día y cada noche. Recibir, en toda la cara, una bofetada de humildad para darnos cuenta de que no lo sabemos todo; que seguimos y seguiremos siendo unos ignorantes, eternos aprendices. Y que cuando encontramos un propósito en la vida, «every second counts». Razón de más para hacer lo imposible porque valga pena.
¿Se ha convertido The Bear en una de las mejores propuestas de los últimos dos años? Pues sí. Porque esta historia no solo va de la superación o de la motivación hacia una profesión, de lo jodido que es salir adelante cuando todo a tu alrededor se confabula para ir en tu contra, sino de la mera existencia —supervivencia en realidad— del ser humano. En debate, contienda y hostilidad, infatigablemente consigo y con los demás, pues no es fácil hacer amigos (de los que valen la pena) cuando se llega a cierta edad, empezar de cero, y menos aún encajar donde no se es bienvenido. Y, sin embargo, la mayoría de las veces hay que echarle un par de huevos, y de ovarios, porque no nos queda más remedio. A eso hemos venido. A mantenernos vivos, o lo más vivos posible, dentro de los estadios de este infierno terrenal parecido al cuadro de Botticelli, y, con un poco de suerte, de vez en cuando, acariciar un pedazo de cielo.
Me estoy haciendo mayor para este tipo de propuestas, está claro… Aguanté, creo, tres capítulos de la primera temporada y tuve que abandonar por salud mental, Llegaron a entrarme picores al ver el espacio donde se manufacturaban esos platillos y a sus artífices. El ritmo era absolutamente demencial, creando un estado de nerviosismo en el espectador que tarda un tiempo en darse cuenta de que no lo necesita. Además, el protagonista me pareció repulsivo, hubiera pagado por una milagrosa evaporación de su personaje; al instante, caí en la cuenta de que para eso estaba el mando a distancia y me largué a otros barrios televisivos.
La segunda temporada baja el nivel ahondando en psicologismos baratos y traicionando a la clase obrera, convirtiendo un restaurante auténtico, histórico y para todos los bolsillos, en un restaurante para pijos con ínfulas de estrellas Michelin.
La serie está bien, pero me temo que en España no podamos apreciar mucho más que el virtuosismo del ritmo y de las interpretaciones. Su visión está demasiado enraizada en el ethos de los Estados Unidos, donde sí que esta siendo un fenómeno, y desde Europa es difícil verla más que «desde fuera», sin llegar a sentir como los personajes. Por otra parte, me parece que el artículo es demasiado insípido, limitándose a divagar y elogiar, sin dar en la clave del éxito de The Bear entre el público americano. Una tendencia que es sospechosamente habitual en las reseñas de Jot Down sobre productos Disney, como ya he comentado en alguna ocasión.
El problema de estas series es verlas habiendo estado dentro. Vi los primero episodios y le faltaba realismo. Además: ¿Qué demonios tiene que ver con la cocina y garito de sangüiches, pijo? Es más, un chef no permitiría ese desmadre que se ve en toda la serie. No es serio, no es creíble. Así te comen en dos días y el resto lo sirven como sangüiche. Tal cual.
Siempre estoy esperando una película o una serie que refleje la realidad de las cocinas y comedores y me temo que el único que ha estado a la altura hasta ahora ha sido Steven Seagal en Alerta Máxima. Tal vez porque ha trabajado en el negocio.
He disfrutado muchísimo el articulo, gracias!!
En casa ya habíamos visto las dos temporadas y coincidimos que es una obra maestra.
Gracias por darle un poco de aliño a este «bocato de cardinale» :)
Imposible disfrutar de lo que me provoca estrés y ansiedad. No pasé de los primeros capítulos porque no entiendo este ritmo frenético tan de moda y es más, me parece aterrador que haya quien lo disfrute.
¿Estamos ante una sociedad que cada vez disfruta más del estímulo exarcebado?
Esta serie me la recomendó mucha gente, pero sinceramente, me pareció penosa.
Insufrible. Solo aguanté 15 minutos. Buena elección si quieres sufrir un brote psicótico.