Cuando la ficción describe una futura sociedad autoritaria nacida de un desastre generalizado o causada por la mera decadencia de la especie humana, suele hacer hincapié en la inequívoca condena moral de la opresión. Es fácil prever quiénes son los villanos y quiénes las víctimas. Quienes ejercen el poder tienen como único fin la conservación de ese poder, y para ello recurren al mal: aplastan la libertad y la vida de los sufridos ciudadanos, cometiendo todo tipo de abusos sin freno. Esta inclinación condenatoria de la ficción distópica es lógica y comprensible; en el mundo real, a nadie con dos dedos de frente le atrae la idea de vivir bajo una dictadura. Aversión que, como no podía ser menos, se refleja en el ámbito de la ciencia ficción.
De vez en cuando, no obstante, aparece un relato que con mayor o menor intención desvía nuestra atención desde la condena moral inmediata hacia los matices y los tonos grises intermedios. Lo que parecía darnos pie a una condena moral automática se convierte en una aterradora pregunta: ¿y si resulta que, en determinadas circunstancias, un sistema autoritario pudiere ser necesario? La primera temporada de Silo, serie de Apple TV que adapta las exitosas novelas del escritor estadounidense Hugh Howey, permite, a lo largo de sus diez episodios, que la audiencia se formule esa pregunta. Primero nos describe un sistema autoritario relativamente razonable o, por lo menos, alejado de los aterradores excesos de otros sistemas similares de la ficción. Después nos muestra las grietas y puntos negros de ese sistema, pero siempre con la inquietante posibilidad de que se nos esté describiendo una situación en la que ese sistema indeseable es, en realidad, el único posible.
El Silo es una estructura vertical subterránea donde viviendas, comercios y plantaciones se distribuyen en torno a una escalera central de ciento cuarenta y cuatro pisos. Lo habitan diez mil personas, un número fijo que ha de ser mantenido mediante estrictos controles de natalidad. Todas esas personas han nacido en el Silo y morirán en el Silo, al igual que varias generaciones de antepasados. No recuerdan cuándo fue construido ni quiénes fueron sus autores, pero sí saben que es el último refugio de la humanidad. Nunca han pisado la superficie, nunca han salido al exterior, que únicamente pueden contemplar mediante una cámara de televisión que muestra una Tierra devastada por una catástrofe indeterminada. Allá fuera, en lo que antes fue un mundo habitable, la atmósfera es tan tóxica que nadie puede sobrevivir más de un par de minutos, incluso vistiendo un traje de protección. El lema del Silo es: «No sabemos qué día podremos salir de aquí, pero sabemos que ese día no es hoy». La desolación que ven mediante la cámara exterior es la confirmación de que salir es una mala idea.
El Silo se rige por un sistema legal llamado el Pacto, establecido ciento cuarenta años atrás, después de que la sociedad hubiese sido sacudida por una revolución. Una facción rebelde, convencida de que la existencia del Silo estaba fundamentada en un engaño, había intentado abrir la puerta para que entrase la atmósfera exterior que, según ellos, sería inocua. Los rebeldes fracasaron y los gobernantes del Silo decidieron que no permitirían otra intentona revolucionaria. Desde entonces, el mayor crimen en el sistema legal del Silo es mencionar la posibilidad de salir. Quien habla de pisar el exterior es condenado precisamente a eso: pisar el exterior. Se le da un traje, se le abre la puerta —con la precaución de que la atmósfera exterior no entre—, y se le deja salir. Los demás habitantes pueden ver, mediante la cámara, cómo el condenado abandona el Silo y muere en un par de minutos.
El «sentido común», el acuerdo general de la población del Silo, dicta que abandonarlo equivale al suicidio, y que la aplicación del Pacto es una necesidad para garantizar la supervivencia de todos. Los revolucionarios se han convertido en un recuerdo. Los ciudadanos ya no sienten una particular nostalgia de un mundo exterior habitable que jamás han conocido. Además, el Pacto ha eliminado toda información sobre el pasado; está prohibida la posesión de «reliquias» de tiempos anteriores a la Revolución, y es especialmente castigada la posesión de reliquias provenientes de tiempos anteriores a la propia construcción del Silo. Así, los habitantes del Silo no saben qué aspecto tenía el mundo antes del cataclismo y viven en la ignorancia. Por ejemplo, no saben qué son las estrellas, esas «luces en el cielo» que ven ocasionalmente en las imágenes de la cámara exterior pero cuya naturaleza desconocen por completo. Como no recuerdan una Tierra verde y confortable, no saben lo que se están perdiendo. Algunos pueden sentir curiosidad (¿qué hay más allá de lo que nuestra la cámara exterior?), pero casi nadie está tan desesperado como para salir a comprobarlo.
Nuestra sociedad, la del mundo real, tiende a la dicotomía política y moral. Están los míos y están los demás, están los que piensan como yo y están los equivocados. Los buenos y los malos. Todos caemos en las tentadoras trampas de estas dicotomías aunque al mismo tiempo sepamos que el maniqueísmo reduce nuestra capacidad de análisis porque elimina los matices. Pero no podemos evitarlo. Todos nos sentimos más seguros refugiándonos en una trinchera, la que sea, que nos permita creernos poseedores de la superioridad moral.
Lo interesante de la serie Silo, o al menos de la primera temporada (está por rodar la segunda), es que nos confronta directamente con una situación donde el maniqueísmo no es un defecto del pensamiento colectivo, sino un reflejo de la situación en la que viven. En ese mundo no caben los matices —o el exterior del Silo es habitable, o no lo es— y, de manera paradójica, el mundo maniqueísta del Silo nos obliga a nosotros, los espectadores, a empezar a considerar los matices de nuestro propio mundo real.
Veamos. Si, como sospechaban los rebeldes, el mundo exterior es habitable, entonces el Silo es simplemente una cárcel y el Pacto es un sistema opresivo impuesto por mero capricho para mantener a diez mil personas bajo un yugo sin sentido. Pero existe otra opción: si el exterior es realmente peligroso, entonces el Pacto es una aplicación sensata de medidas necesarias para la supervivencia y la estabilidad de los últimos seres humanos. La ingeniería social del Pacto cercena, entre otras cosas, el progreso y la expansión del conocimiento, pero eso lo sabemos los espectadores. Desde la perspectiva de los habitantes del Silo, el Pacto produce una sociedad estable cuyos miembros, dada la ausencia de alternativas, asumen su destino con relativa paz de espíritu. Dicho con otras palabras: el Silo tiene una puerta, y esta puede permanecer cerrada o puede ser abierta para siempre con las consecuencias que ello pudiere conllevar. Abrirla o mantenerla cerrada. No hay término medio. Los matices nos corresponden a nosotros, quienes vemos la historia desde fuera.
El dilema ético consiste en que, dependiendo de que el exterior sea habitable o no, los villanos pueden ser unos o pueden ser los otros. No hay una moralidad absoluta e indiscutible basada en principios universales, sino una moralidad que depende de las circunstancias. Dicho de otro modo: los espectadores tenemos difícil anteponer nuestras ideas aparentemente inamovibles a las realidades del Silo. Los partidarios del Pacto defienden la supervivencia por sobre la libertad, fundamentándose en hechos que consideran probados: el exterior es tóxico. Los antiguos rebeldes defendieron la libertad a despecho de la posible pérdida de sus vidas (y de las vidas de todos los demás), fundamentándose no en certezas demostradas, sino en sospechas. Si el exterior es tóxico, el Pacto es un sistema deseable, y los rebeldes, unos criminales inconscientes. Pero ¿y si las sospechas de los rebeldes resultasen ciertas? Entonces los rebeldes serían los héroes que pretendieron liberar al pueblo. Sin una respuesta concreta sobre las auténticas condiciones del exterior resulta imposible determinar quién tiene razón y quién no, así que, como espectadores, todas nuestras preconcepciones morales penden de un hilo.
Con todo, la serie no toma partido claro. Nos permite simpatizar con los personajes (o no), pero nos recuerda que ambas posturas tienen motivos para pensar como piensan. Por ejemplo, nos permite conocer los motivos que pudieron llevar a los rebeldes hacia el escepticismo, pese a que, cuando todo va bien, la sociedad del Silo funciona. La faceta autoritaria del Pacto no invade, ni mucho menos, todos los aspectos de la vida cotidiana. El grado de opresión es el justo para que la ciudadanía no se desmadre, pero tampoco se sienta innecesariamente oprimida; incluso existen en el Pacto ciertos resortes democráticos. Hay separación de poderes (al menos sobre el papel). El Silo es como una sociedad medieval basada en estamentos, pero donde la movilidad social es posible gracias a un apreciable grado de meritocracia. La ley se suele aplicar de la manera más sensata posible —evitando, cuando se puede evitar, la violencia policial— y, en general, no hay motivos para que el ciudadano piense que el sistema está diseñado para fastidiarle la vida. Pero todo esto no impide que los ciudadanos más avispados puedan detectar pautas sospechosas. La primera y principal es el secretismo, la obsesión del Pacto por controlar incluso fragmentos de información que podrían parecer triviales. Incluso en una sociedad conformista e ingenua como la del Silo, la censura puede provocar que algunos crean percibir un intento de encubrir algún engaño. Y, una vez se piensa en cuál podría ser el engaño, emerge la pregunta inevitable: ¿y si nos han mentido con respecto al exterior? ¿Y si el mundo exterior es habitable?
Es ahí, en el momento en que una ciudadana empieza a albergar dudas, cuando el sistema comienza a mostrar su verdadera cara, aunque de manera insidiosa. Silo, la serie, funciona en muchos momentos como un thriller de espionaje. Cuando la protagonista comienza a mostrar sus dudas sobre el sistema —al principio solamente son dudas sobre el sistema de adjudicaciones de maternidad, pero no tardan en extenderse a toda la naturaleza del sistema en su conjunto—, empiezan a suceder cosas raras a su alrededor. Alguna parte del sistema, no sabemos muy bien cuál, ha detectado las dudas y entre algunos estamentos han empezado a cundir los nervios. El sistema, hasta entonces tan estable y funcional, no puede tolerar las dudas. Aparecen las disfunciones de manera no muy distinta, cabe decir, a como pueden aparecer en una democracia a la que no se ha cuidado lo suficiente. Se producen muertes misteriosas, suicidios aún más misteriosos. Individuos que parecían completamente centrados en sus vidas de buenos ciudadanos empiezan a comportarse de manera extraña en cuanto entran en contacto directo con la duda. La estabilidad del Silo depende de la certidumbre colectiva. Lo que dice la tradición, lo que afirma la propaganda y lo que dicta la ley, todo ello necesita ser tenido como verdad absoluta.
El espectador sabe algunas cosas que los personajes de la serie ignoran, pero en casi todo está tan a ciegas como los habitantes del Silo. ¿Quién miente? ¿Sobre qué? ¿Y por qué? Sospechamos, casi sabemos, que hay algún tipo de engaño, pero no podemos juzgar a nadie hasta no saber si existe el engaño y en qué consiste. Para ponérnoslo más difícil, los villanos no son tan villanos como podríamos empeñarnos en creer. No vemos en acción a dictadores sedientos de sangre, sino a administradores y tecnócratas, unos más celosos de sus funciones que otros, pero todos entregados a su particular concepto del deber. Incluso aquellos personajes que nos tenían engañados y se nos revelan como algo distinto a lo que creímos en un principio han tenido sus motivos para mentir, traicionar o manipular. La Verdad con mayúsculas no es una antorcha luminosa en posesión de la heroica protagonista, ni de sus aliados, ni de nadie en concreto. La Verdad con mayúsculas es inalcanzable la mayor parte del tiempo. Y así de inalcanzable es nuestra seguridad al emitir un juicio moral definitivo sobre todo lo que está sucediendo.
Al final, aparte de las preguntas sin responder —la resolución de la primera temporada responde, eso sí, una de las principales preguntas sobre el exterior del Silo, ¡y de qué manera!—, Silo nos hace reflexionar sobre la importancia de la información veraz para el correcto funcionamiento de una sociedad democrática. Los ciudadanos que viven a ciegas deciden a ciegas y actúan también a ciegas. Y lo más divertido: el espectador que juzga a ciegas, puede atarse el cinturón y prepararse para las sorpresas.
El problema es que la serie (no he leído las novelas) toma un partido claro por el lado de los rebeldes. No veo tan respaldado eso de que la historia y su desarroll tome partido por ambos bandos puesto que el lado del poder oficial es corrupto, violento y opresor. Te explican sus motivos y por qué hasta cierto punto hacen las cosas pero el tono de los villanos es demasiado de opereta, sin profundidad alguna más allá de mantener el control y a la gente a raya.
Y los «buenos» son mostrados siempre como gente que experimenta, que busca descubrir la verdad, y que, con sus fallos, buscan brindarle el conocimiento al pueblo. Tienes dos escalaras de valores totalmente diferentes para cada facción en esta historia y claramente toman partido por una.