Viene de «La marcha sobre Roma fue un bluff (1)»
La iglesia y el delito Matteoti
En 1922, el partido socialista —degastado tras el Bienio Rojo y dividido en socialdemócratas y comunistas— se resquebraja. Cuenta solo con sesenta mil inscritos al partido por más de setecientos mil al fascismo. El país está débil. Hay un fuerte contraste entre reformistas y revolucionarios. Por su parte, el ejército (que simpatiza con Benito Mussolini) está con la monarquía, pero el rey duda. El gobierno Facta cae mediante un golpe de estado, y Mussolini se presenta como guía del gobierno siempre ayudado por su mano derecha: Italo Balbo. Es inteligente, porque por un lado ejerce de emperador instigando a la violencia cuando es necesario; por el otro es táctico, pues convence a socialistas a aceptar la alianza con democráticos y populares. Por un lado, aspira a dominar el mundo; por el otro tiene miedo de perder todo. Está lleno de fragilidades, inseguridades. Es cuando, en enero del 22, decide acercar posturas con la Iglesia tras la muerte de Benedetto XV.
Será su sucesor, Pío XI, quien frene a los populares. Esto allanó aún más el camino al fascismo, en realidad un marco político de la rabia, un cruce de frustraciones y aspiraciones, un mixto de sangre, escuadrismo, frivolidad, asalto a cámaras de comercio, de ayuntamientos y centros culturales, de bastones, hipocresía, de política y de culto sin fe. «Solo osando, los fascistas tendrán derecho a la historia del mañana». «Nuestra violencia debe ser generosa, caballeresca y quirúrgica», llegó a pronunciar Mussolini, que siempre concibió el partido como un medio y no como un fin.
Un medio que impuso su brazo de hierro en las elecciones de 1924. Con once millones de personas acudiendo a las urnas, el fascismo obtuvo una mayoría absoluta con casi la mitad de los votos.
Esa campaña electoral de abril (la 27ª legislatura), quince meses después del golpe de Estado que llevó el fascismo al poder, fue la última antes de aniquilar los partidos políticos. Y es que el régimen —con la milicia armada a su lado— absorbió la administración pública y obtuvo la carta blanca para cometer impunemente cualquier atropello. Por ejemplo, el de Montecitorio, donde el 30 de mayo el diputado socialista Giacomo Matteoti pronunció su último discurso denunciando unas elecciones violentas que debían repetirse por el bien de la democracia italiana. No sabía que eso le costaría la vida.
El 10 de junio de 1924 salió de su casa en Roma a eso de las 16:30. Recorrió via Manzini dirigiéndose hacia el Tíber. Un coche Lancia con cinco personas a bordo —conducido por el espía fascista Amerigo Dumini— le secuestró llevándoselo al campo. Nadie pagó por ese delito que supuso el fin de la democracia y el inicio oficial de veinte años de hegemonía mussoliniana.
Al día siguiente, los principales diarios italianos se hicieron eco del secuestro y el asesinato de Matteoti. Il Popolo tituló «Pregunta a la justicia. ¿Quién asesinó a Matteoti?»; Il Messaggero, por su parte, fue más suave: «Matteoti secuestrado y desaparecido en un automóvil». También La Stampa o el Corriere della Sera mencionaron la noticia, que por supuesto obligó al Duce a hablar echando balones fuera: «Este delito lo hizo algún enemigo mío. El gobierno tiene la conciencia tranquila», apostilló en su púlpito lleno de sangre mientras la opinión pública, la política con la famosa secesión del Aventino y la prensa pedían una dimisión que no llegó. Es más, normalizó la situación con la violencia e hizo firmar al rey un decreto que sofocaba la libertad de prensa.
Una Italia joven y mancillada perdía su virginidad. El cuerpo de Matteoti se buscaba en lugares equivocados para mitigar la presión mediática y una gente desconcertada. Finalmente, tras sesenta y siete días, se encontró el cuerpo desnudo en el kilómetro 16 de la Via Flaminia. No volvió jamás a Roma; le subieron en la estación de Monterotondo en un carro de mercancía y arribó a Fratta Polesine en el Veneto. Volvió a su casa muerto y ultrajado. Una metáfora de cómo estaba el país en ese momento.
¿Fascismo eterno?
Ha pasado mucho tiempo desde que el embrión comenzara a gestarse en las trincheras italianas de la Gran Guerra. El fascismo cabalgó sobre el odio, el rencor, la frustración y las ganas de vendetta, pero también sobre un antifascismo inoperante, autodestructivo y excesivamente ideológico.
Mussolini —a medida que seguía destruyendo almas— bonificaba terrenos fangosos como el de Latina, fundaba universidades e inauguraba los estudios de Cinecittà. También llenó de arquitectura racionalista —basada en la pintura metafísica de Giorgio De Chirico— un buen puñado de barrios y ciudades. Se unió a Hitler, y tuvo también su ego imperialista y colonizador en África, con la toma de Libia, Eritrea, Somalia y Etiopía. Aprobó las ignominiosas leyes raciales en Trieste con el beneplácito del monarca y llevó al país a la II Guerra Mundial, donde terminó agonizando con la República Socialista de Saló. Fue presidente del Consejo desde 1922 hasta 1943. Murió en abril del 45, asesinado junto a otros jerarcas fascistas cerca de Como. Le colgaron después por los pies junto a su amante Clara Petacci. Italia se convirtió, a partir de entonces, en la espía norteamericana en el corazón de Europa.
Murió Mussolini, pero no el fascismo. Al menos ese fue uno de los debates en el país, y el mundo entero, a partir de los setenta y ochenta. Un tema espinoso que dura hasta hoy día. Si el poeta, cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini dijera que el nuevo fascismo se encontraba en el consumismo o en la manera de hacer y operar de los antifascistas, el filósofo Umberto Eco dejó un ensayo para la historia (Il Fascismo eterno), extraído de un simposio que tuvo lugar en 1995 en la Universidad de Columbia. Eco decía que «si por totalitarismo se entiende un régimen que subordina cada acto individual al Estado y su ideología, entonces el nazismo y el estalinismo eran regímenes totalitarios. El fascismo fue una dictadura, pero no totalitaria porque no tenía ideología ni filosofía sino solo retórica». Por lo tanto, no pensaba que estuviera muerto sino todo lo contrario. «Mussolini quería que le llamaran el hombre de la providencia. Se puede decir que fue la primera dictadura de derecha que dominó en un país europeo, y que todos los movimientos análogos que vinieron después encontraron un arquetipo en ese régimen». Así lo recoge un libro que habla del nazismo pagano, politeísta y anticristiano, y de un fascismo que, sin embargo, se podría adaptar a cualquier cosa. «Quitadle el imperialismo y tendréis Franco o Salazar, eliminad el colonialismo y tendréis el balcánico. Añadid un anticapitalismo y aparecerá Ezra Pound. Incluid también el culto de la mitología céltica o el misticismo del Grial (extraño al fascismo oficial) y aparecerá un gurú como Julius Evola… La nebulosa fascista sigue entre nosotros». Algo que sin embargo no comparte el profesor y escritor Emilio Gentile, autor del libro ¿Quién es fascista?, un manual para comprender que la obra del Duce tuvo principio y final, de lo contrario ya no tendría sentido celebrar en Italia el Día de la Liberación del nazifascismo (25 de abril). «Es una tontería lo que dice Eco. Muchas de las características del fascismo hoy día son atribuidas a movimientos antifascistas. El fascismo usaba la tradición, pero no tenía el culto de la tradición. Mussolini despreciaba el pasado y estaba obsesionado por crear un futuro», explica Gentile en exclusiva para Historia de la Guerra. «Churchill, De Gaulle, Reagan, Berlusconi, Trump, Meloni, Salvini, Grillo, Putin… El fascismo se usa despóticamente. Por esa regla de tres, Caín y Dios deberían ser fascistas. Esta palabra no tiene un significado en sí. Fue usada para indicar un enemigo común (algo así hicieron los cristianos con los paganos). Comenzaron a pronunciarla comunistas como Palmiro Togliatti… Luego, tras el 48, siguió De Gasperi», espeta.
No hay fin, y la solución no está abusar del término. Como explica Emilio Gentile, el problema de hoy está dentro de la democracia, donde todos los partidos usan el método democrático, que sin embargo no es la garantía para asegurar el ideal democrático: reducir la discriminación y ayudar a las minorías. Lejos de la realidad, hoy la democracia es muy costosa: para participar hay que ser rico. Pierde sus raíces fundamentales. «Las urnas terminarán por enterrar la democracia». Un sistema político que precisamente acogió durante cincuenta años al Movimiento Social Italiano, reconocidamente de inspiración fascista. «Participó en el gobierno con casi un diez por ciento del electorado. El fascismo deja de ser algo cuando se aplica a todo. La xenofobia y el racismo existen antes que el fascismo. Surgieron en Inglaterra, Francia o EE. UU. Es obvio que el antifascismo no ha sabido quitar la mentalidad que cultiva el desprecio por la democracia parlamentaria», afirma el historiador Emilio Gentile. Tampoco ha sabido explicar que no nació del miedo a las migraciones, porque fue precisamente él —Mussolini— quien se trajo a Italia a muchos eslovenos y alemanes para trabajar.
Mussolini marchó sobre Roma, pero no amó su pasado sino su futuro, cerca del mar con una nueva ciudad metafísica que jamás vio. No tuvo ideología más allá del afán de conquista y la avidez de poder. Sedujo a todos jugando con dos o más barajas. Fue todo y se redujo a la nada. Como nada fue esa marcha sobre Roma en busca de un trono que ya tenía. Necesitaba un marco para su obra. En realidad, su obra fue siempre el marco, el aura dorada en torno a él, un dictador que se creía inmortal y divino. No le gustaba el fútbol, pero orquestó un Mundial en el 34 en Italia para legitimarse (victoria final contra Checoslovaquia) y cubrirse de gloria; tampoco era católico, pero sabía de la importancia de los Pactos Lateranenses del 29.
El 24 de octubre más de cuarenta mil escuadristas marcharon por Nápoles. Cuando Mussolini llegó a Roma días después valiéndose del telegrama del Rey tenía solo treinta y nueve años. El más joven del quadrunvirato (Italo Balbo) solo veintiséis. Entró por la Plaza del Popolo, recorrió la Via del Corso hasta el Altar de la Patria. Después marchó con diligencia hacia el Quirinal, donde le acogió en olor de multitudes un rey escorbútico y acomplejado que le escuchó decir: «Majestad, le traigo la Italia de Vittorio Veneto». El Passo Romano, al son de su banda sonora Vincere! Vincere! Vincere!, se alargó durante dos décadas negras. Fue una música sórdida e inquisidora. De calaveras y matanzas.
La marcha sobre Roma, un carnaval satánico, fue el minuto cero de la revolución fascista. El primer día que se socavó la democracia parlamentaria en beneficio de una revolución gallarda. Esto dijo el Duce en su discurso de investidura en la Cámara de Diputados. Era el 16 de noviembre. Han pasado poco más de cien años: «Podría haber destruido el Parlamento y construir un gobierno exclusivamente de fascistas. Podía hacerlo, pero de momento no he querido».
El historiador francés Henri-Irénée Marrou escribió que la historia es una batalla del espíritu que conoce solo éxitos parciales. Quizás inspirado en él, el profesor Renzo de Felice publicó en 1978 esta frase inmortal: «El fascismo se nos escapa. No sabemos si existe o no porque jamás comprendimos su cultura antropológica». Esto dejó anotado del fascismo un periódico soviético (Boris Vaks para Izvestija) el 19 de diciembre de 1922: «Las medidas sociales y económicas prometidas por Mussolini solo son humo. Busca los intereses del gran capital». Efectivamente, quizás nunca lo hemos comprendido.
Si todos son fascistas nadie lo es. Abuso de un adjetivo…, desidia intelectual. Una de sus características esenciales es un pragmatismo exacerbado, son lo que dicen que son…, hoy una cosa, mañana otra. Geográficamente, vino del Norte, hoy en día la Liga idem, materialmente vino del capital. Los sufridos italianos del mezzogiorno suelen decir que la capital de Italia no es Roma sino Milán. El dinero manda.
Tampoco es tan raro el abuso del término. Hay alguno (muchos) que vive agitando este fantasma y presentándose como dique frente a él.
‘Buscan los intereses del gran capital» + «Discurso vacio». Me suena.
República Socialista de Saló, no.
República Social Italiana.
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Seguramente los camisas negras apestavan pero Mussolini entraría en loor de multitudes no en olor de multitudes.
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