Arte y Letras Filosofía

Fértil y fecunda diosa europea

Alegoría de Europa, de Jean-Baptiste Oudry. europea
Alegoría de Europa, de Jean-Baptiste Oudry. europea

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 43 «Europa»

Solo la verdad es eterna, 

la verdad de la realidad libre de locura.

(La muerte de Virgilio, Hermann Broch)

Por sanguinaria que haya sido la guerra, intensa la masacre, despiadada la crueldad, cuantioso el matadero, bestial la carnicería, brutal la destrucción, masiva la hecatombe, resignada la mortandad, impune el sacrificio de la población civil hostigada y amparada la matanza de los soldados reclutados a la fuerza, los ajedrecistas de la geoestrategia que han sostenido el conflicto bélico acaban contratando a los gramáticos y retóricos encargados de redactar los tratados de paz.

Los escribientes que en 1658 dieron forma a los preámbulos de la Paz de Westfalia, finiquitando la guerra de los Treinta Años en Alemania y la guerra de los Ochenta Años en Flandes, dieron fe de los buenos sentimientos que conmovían el corazón de los monarcas contrincantes. Según el protocolo que puso fin a las feroces batallas se acordó «una paz cristiana y universal, una amistad sincera, auténtica y perpetua entre todos y cada uno». Las dinastías enfrentadas juraron «cultivar la paz con sinceridad y celo», garantizar «la amnistía y el perdón» y enterrar los daños en el «olvido eterno».

Con mayor o menor desparpajo se firmaron los tratados que precedieron y sucedieron al ceremonial de Westfalia: el Tratado de Lyon, que en 1504 puso fin a la segunda guerra de Nápoles; el Tratado de Vervins, que en 1598 reconcilió a los reyes de España y Francia; el Tratado de Londres, que en 1604 acabó con la guerra anglo-española; el Tratado de paz de los Pirineos, que en 1659 acabó de nuevo con las trifulcas entre España y Francia; el Tratado de Lisboa, que en 1668 puso fin a la guerra entre España y Portugal; el de Utrecht, que en 1715 zanjó la guerra de Sucesión; el armisticio de Cormons, que en 1866 decretó el fin de las escaramuzas entre Italia y Austria; el Tratado de Versalles, que sentenció el final de la Primera Guerra Mundial; el Tratado de París, que veintiocho años después dio por acabada la Segunda Guerra Mundial, el Tratado de Kumanovo, que en 1999 puso el cerrojo a las guerras balcánicas…

A pesar de su historial de agravios, venganzas y emboscadas, nuestra querida Europa, al modo de los emblemas alegóricos de Cesare Ripa, se representa en la historia del arte como una bella matrona lujosamente vestida y coronada, con los atributos de su magnificencia, los libros y pinceles de su cultura, el cetro de la monarquía universal y el cuerno de la abundancia.

Animados por la esperanza de la conciencia europea, forjada por los mejores que hubo entre nosotros, y conociendo bien las cláusulas de los tratados de paz perpetua firmados durante los mil años anteriores, Bertrand Russell y Albert Einstein publicaron en 1955 una seria advertencia sobre la tentación que anida en el oscuro subconsciente de nuestra historia.

Desafiando la paranoia de la Guerra Fría y la difamación que acosaba a los disidentes, Russell y Einstein actuaron con un valor digno de elogio: «Tenemos que aprender a pensar de una nueva manera». No se trata de saber qué medidas deben tomarse para asegurar la victoria del grupo que prefiramos; según dice el manifiesto, la cuestión es: «¿Qué hacer para evitar una contienda militar cuyo resultado será desastroso para todas las partes?».

El arsenal nuclear que las potencias militares han acumulado, perfeccionado e implementado en estos últimos setenta años hace más actual la advertencia de los intelectuales que denunciaron la fatalidad suicida de la locura. Russell y Einstein lo subrayaron en su llamamiento: «Ni el público ni los gobiernos del mundo son suficientemente conscientes del peligro».

El silencio de los que se reservan su opinión sobre la guerra —en contraste con Edgar Morin, Jürgen Habermas, Noam Chomsky o, entre nosotros, el periodista y escritor Juan Luis Cebrián—, el activismo bélico de algunos intelectuales —Bernard-Henri Lévy, que ya en su día glosó las campañas napoleónicas de Sarkozy en Libia—, la irrelevancia del movimiento pacifista, la imposibilidad de distinguir entre propaganda e información, el inusitado fervor belicista de los diplomáticos, la narcolepsia de una opinión pública adocenada por la industria del esparcimiento, el trastorno causado por el artificio psicótico de las redes sociales hacen todavía más alarmante el diagnóstico de Russell y Einstein: no somos conscientes del peligro.

¿Acaso será cierto entonces, como dijo hace dos mil años el primero en desvelar la desarbolada conducta de la voluntad humana, que no sabemos lo que hacemos?

El gabinete del doctor Caligari puso magistralmente en escena la pulsión que distorsiona el proceder de los hombres. La película muda del cine expresionista alemán nos contó la historia del hipnotizador que con sus artes de hechicero ordena a un sonámbulo cometer diversos asesinatos. La fábula de Robert Wiene y Hans Janowitz vino a presagiar en 1920 el surgimiento de Adolf Hitler y el sometimiento de la nación alemana a sus conjuros. Es aquella obra de arte la que hoy nos ayudará a vislumbrar los caóticos impulsos de la absurda inmolación guerrera. El poder hipnótico de las cantinelas, la influencia soporífera de la propaganda, el murmullo letárgico que enmudece la conciencia cívica nos han convertido en funámbulos felizmente encantados. Haciendo equilibrios en la cuerda floja como un saltimbanqui hipnotizado.

Es desconcertante constatar que nuestra querida Europa haya perdido de vista la lección del escarmiento. Como si el recuerdo de las guerras europeas del siglo XX y su rastro de destrucción, abatimiento, miseria, hambre, ruinas, angustia y muerte, genocidio, matanza y exterminio hubiera sido extirpado de la memoria colectiva. Resulta enigmático que la guerra declarada entre Ucrania y Rusia no excite el pánico a las bombas, el horror por los cadáveres sumergidos en el charco de la sangre derramada, el espanto por la carne gangrenada. En algún momento tendremos que averiguar el motivo por el cual el miedo a los desastres de la guerra no ha penetrado en la opinión pública europea.

Quizá se haya incubado en la costumbre una confianza desmedida en la providencia y se dé por cierto que el incendio de la frontera ucraniana no se extenderá al resto de Europa. 

Quizá se haya agotado la energía escéptica que pone en duda el relato concertado de los hechos y el deseo de evitarse dolores de cabeza haga más cómodo mirar hacia otro lado. 

Quizá pueda imputarse la somnolencia contemporánea a ese ciudadano que frecuenta las representaciones virtuales de las cosas y cree que las imágenes de la pantalla son el eco ficticio de una fantasía. 

Quizá la población europea anda tan ocupada en sus asuntos propios que no consigue recordar lo que sus padres y sus abuelos prometieron de una vez para siempre. Ese nunca más que hasta hace poco sonaba en los libros, en las canciones, las películas, los brindis y los teatros. 

No son conjeturas que deban caer en saco roto. Si uno repasa el trivial argumento criminal reiterado por las plataformas televisivas que proyectan sus ficciones en la mentalidad de las audiencias, y enumera por su cuenta los disparos, asesinatos, combates, homicidios, asaltos, bombardeos, explosiones, violaciones, torturas y secuestros emitidos a todas horas durante todo el año y ejecutados por sicarios, narcotraficantes, mercenarios, esbirros y matones, presentados por la industria del entretenimiento como los héroes mórbidos del actual ciclo distópico; si hace acopio de los impactos cerebrales que golpean la trémula conciencia de los espectadores, quizá pueda entender el errático funambulismo de nuestra época, la atrofia moral de una imaginación intoxicada, la eficacia del entrenamiento conductista y la minusvalía psicológica que impide visualizar, ser consciente y temer las amenazas cerneadas sobre Europa.

No estará de más rescatar a los clarividentes de otros tiempos, los visionarios, los enérgicos intérpretes del destino, los que asumieron el desafío humanista y su alianza con la inteligencia, la astucia y la fuerza de los pacíficos.

William Faulkner publicó en 1954 la novela que puede ayudarnos a entender la disyuntiva de nuestra encrucijada y la importancia de tomar a tiempo las decisiones que requiere una Europa consciente de su historia, su legado y su deber.

En su amarga sátira antibelicista, Una fábula, Faulkner cuenta la historia del cabo Stefan, el aguerrido soldado enviado a batallar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Abrumado por el espectáculo de la matanza, el cabo Stefan convence a los tres mil soldados del ejército inglés, y todos, como un solo hombre, se niegan a disparar. En respuesta, los soldados alemanes interrumpen su tiroteo y la guerra se detiene. Los generales de ambos bandos se reúnen para ver cómo podrían emprenderse de nuevo las hostilidades. El cabo Stefan es fusilado y así los soldados reclutados a la fuerza pueden ser lanzados de nuevo a la carnicería.

El escritor francés Víctor Hugo (1802-1885) alentó con su vigoroso nervio literario el deseo que latía impetuosamente en el alma de Europa. En la Ville Lumière da testimonio de cómo fue concebido el proyecto europeo y a dónde nos llevaba su camino.

Víctor Hugo anunció a sus contemporáneos: 

En el siglo xx descollará una nación extraordinaria, grande y libre, rica, pensadora, pacífica y cordial para las demás. Será tiernamente grave como una hermana mayor. Tendrá por inútil el derramamiento de sangre humana y no admirará los montones de hombres muertos en el campo de batalla. Hará un efecto raro que en el siglo xix por el afán de destruir un arrabal de Sebastopol se haya sacrificado la vida de ochenta y cinco mil hombres. 

Esta nueva nación será justa y bondadosa; será púdica y le indignarán las barbaries. Le causará rubor la vista de un cadalso. El hambriento y el desarrapado, venerables e infelices hermanos nuestros, a despecho de Malthus, podrán sentarse a su mesa. 

Se extenderá por toda la tierra la idea de considerarse ciudadano y obrero del mundo, y el gran derecho humano, esa libertad suprema, esa supremacía del espíritu, esa soberanía del hombre, se democratizará y será universal. 

La paz, diosa fecunda, se sentará majestuosamente entre los hombres, no explotarán los pequeños a los grandes ni los grandes a los pequeños; se comprenderá la dignidad humana; la idea del trabajo quedará expurgada de la idea de servidumbre; de la igualdad saldrá la perfecta instrucción gratuita y obligatoria; la enseñanza reemplazará al castigo; la ignorancia quedará abolida; quedará eliminado el lado ficticio de los hechos; no habrá otro motín que el de las inteligencias hacia el progreso. Esta nación se llamará Europa en el siglo xx y en los siguientes, transfigurada otra vez, se llamará Humanidad. La Humanidad será la nación definitiva entrevista por los pensadores. Esto, que parece un prodigio, es una ley.

Víctor Hugo supo ver cómo se han trenzado en Europa los anhelos del ser humano soliviantado por el despotismo de los tiranos, humillado por el miserable negocio de la guerra e ilustrado por la sofisticación estética de la inteligencia. Como usufructuaria de su soberbio patrimonio, Europa ha custodiado el legado grecolatino, la herencia egipcia, persa, hebrea y árabe volcadas por el tiempo en el crisol de una cultura que ha sabido destilar las más refinadas esencias de la sabiduría antigua y del conocimiento moderno. Esta formidable hacienda de arquitectura, arte, literatura, religión, filosofía y espíritu, conversación y fraternidad es la que está en peligro de ser banalizada, subastada o secuestrada. 

Como todo heredero sabe, va implícita en el testamento del legador la obligación de proteger los bienes recibidos: a Europa le corresponde reanudar su proyecto histórico, recuperar la vigorosa conciencia de la inspiración original, desplegar su astucia diplomática y salir de una vez para siempre de su aturdimiento.

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