Viernes 23 de mayo de 1980. En las carteleras de diez cines selectos de Estados unidos se anuncia un film dirigido por Stanley Kubrick, protagonizado por Jack Nicholson y Shelley Duvall, y basado en el best seller que un emergente Stephen King había parido tres años antes. En los despachos, los ejecutivos de la Warner, que habían pagado más de lo esperado por sacar adelante el proyecto, no las tenían todas consigo a la hora de prever la eficacia de la película entre la crítica y el público. Frente a las puertas de los cines, todo el mundo andaba con muchas ganas de contemplar la primera incursión en el género del horror del mismo tío que había firmado cosas como 2001: Una odisea del espacio o La naranja mecánica. Y lo que ocurrió tras las primeras proyecciones lo sabe todo el mundo: El resplandor se convirtió instantáneamente en un clásico incontestable del séptimo arte ¿no?
Pues no. La crítica la puso a caer de un burro, los fans del terror la recibieron entre bostezos quejándose de la ausencia de sustos, Shelley Duvall se deprimió al ver que nadie mentaba su sufrida interpretación, Stephen King se defecó profusamente en la adaptación, y un tal Steven Spielberg acudió a una sesión y salió de la sala diciendo que aquello no le había gustado nada. Los ejecutivos de Warner estaban más sosegados, eso sí, porque en taquilla funcionó bien de manera moderada, no se convirtió en un éxito tremendo pero hizo buenos números. Lo que quizás nadie podía imaginar durante aquel estreno limitado, al que sucedería otro lanzamiento a mayor escala unas semanas después, es que la película acabaría convirtiéndose en un clásico.
The Shine
En 1974, tras escribir Carrie, El misterio de Salem’s Lot y una Carretera maldita que aún tardaría varios años en ser publicada, Stephen King se encontraba seco de inspiraciones y completamente atascado en un nuevo texto, titulado Darkshine y protagonizado por un niño con poderes psíquicos que trotaba por un parque de atracciones. Tras llegar a la conclusión de que, para evitar repetirse, lo mejor sería cambiar de aires y alejarse durante un tiempo de su Maine natal, donde transcurrían sus anteriores libros, King desplegó un mapa de los Estados Unidos en la mesa de la cocina y dejó caer el dedo en un punto al azar del mismo. El lugar señalado resultó ser Boulder, en Colorado. Una ciudad a los pies de las Montañas Rocosas a la que el hombre se mudaría, así a lo loco, junto a su esposa, Tabitha Jane King, y sus dos hijos, Naomi King y Joe Hill. La decisión de aquel retiro autoimpuesto de varios meses sonaba arriesgada, pero el autor, que acaba de estrenarse en la novela con Carrie, consideraba que se lo podía permitir. En el fondo, los adelantos monetarios editoriales, tanto por los escritos ya entregados como por sus obras futuras, le habían otorgado cierta estabilidad financiera, y una fuente de ingresos que le permitió dejar su curro como profesor para dedicarse por completo a lo de juntar letras.
La familia residió de alquiler en la villa de Boulder durante casi un año, pero las musas asaltaron definitivamente al escritor cuando él y Tabitha decidieron escaparse una noche a un edificio de aspecto neocolonial llamado The Stanley Hotel. Al registrarse en el lugar, la parejita descubrió que ellos eran los únicos huéspedes de un hotel que se preparaba para bajar la persiana durante la temporada invernal. Tras cenar con Tabitha en el restaurante del Stanley, rodeados de sillas colocadas sobre las mesas, deambular por los pasillos vacíos y visitar el bar en solitario, en la cabeza de King ya se habían fraguado los mimbres de una novela. Una pesadilla nocturna le dio el empuje definitivo a la idea y el hombre despachó el libro a lo bestia, escribiendo cinco mil palabras al día durante varias semanas. En menos de cuatro meses King ya tenía un libro listo, uno cuya escritura había exorcizado ciertos demonios internos de manera inconsciente: en aquella historia, el exprofesor y aspirante a escritor Jack Torrance, una persona de carácter abusivo y pasado alcohólico, aceptaba el puesto de vigilante durante el invierno del Hotel Overlook. Una edificación aislada en las montañas de Colorado donde el hombre se instalaba, junto a su esposa Wendy y su hijo Danny, un chaval con superpoderes psíquicos. Desgraciadamente, el hotel estaba repleto de fantasmas y movidas paranormales turbias, que acaban volviendo tarumba al escritor wanna be, convirtiéndolo en un psicópata emperrado en amochar a su propia familia.
Con el texto definitivo sobre la mesa, el editor Bill Thompson recomendó a King no publicar el manuscrito, temiendo que, dado su currículum previo como novelista, aquello lo encasillase como un autor de terror. King, en lugar de amilanarse, se lo tomó como un cumplido, y a la larga ya ves tú que problema le ha dado eso para vender como churros. El relato fue bautizado inicialmente como The Shine, un título inspirado por la canción «Instant Karma» de John Lennon que contenía los versos «Well, we all shine on / Like the moon and the stars and the sun / Yeah, we all shine on». Hasta que un ejecutivo sugirió cambiarlo porque la palabra «shine» era utilizada en ocasiones de manera derogatoria contra la comunidad negra. Algo que el escritor, natural de un Maine que con su 96 % de habitantes blancos podría considerarse la población más lechosa de Norteamérica, desconocía en aquel momento. Tras la advertencia, el libro se renombró como The Shining (El resplandor).
El resplandor se publicó en 1977 entre opiniones divididas de la crítica literaria, pero vendiendo por toneladas y afianzando la firma del escritor de manera definitiva. Y entonces llegó Kubrick.
The other Shining
A finales de los setenta, Stanley Kubrick andaba algo encabronado. Su última película, Barry Lyndon, había sido una empresa costosa que no rindió bien en taquilla, y el realizador era consciente de que necesitaba producir una cinta que funcionase comercialmente si quería seguir en el negocio. Ocurría también que en aquella década la película El exorcista, la adaptación cinematográfica de una novela que Kubrick rechazó dirigir, lo había petado bastante, evidenciando que el horror de autor resultaba rentable.
El libro Stanley Kubrick, a Biography, de Vincent LoBrutto, asegura que el director se encerró en su despacho con una montaña de novelas de miedo en busca de una buena historia que llevar a las salas. Y también que durante ese tiempo su secretaria se acostumbró a escuchar, desde la habitación contigua, el ruido que hacían los libros descartados al ser arrojados contra la pared por un Kubrick furioso. Suena a exageración fantasiosa, pero es que eso mismo es lo que tienen los mitos. Entretanto, un productor mandamucho de la Warner llamado John Calley se tropezó con el borrador de un escrito que estaba a punto de publicarse en librerías. Un relato sobre hoteles muy remotos con fantasmas muy cercanos titulado The Shine. A Calley no le hacía mucha gracia el título, él fue la persona que sugirió cambiarlo para no herir sensibilidades afroamericanas, pero le veía un gran potencial cinematográfico a la historia. El hombre le deslizó el libreto a su colega Kubrick, a quien había ayudado a sacar adelante cintas como La naranja mecánica o Barry Lyndon, y el especialito director confirmó tras leerlo que aquellas páginas contenían una película que quería filmar. En realidad a Kubrick, gruñón como nadie, lo que le había flipado no era tanto el libro como su premisa: «La novela no era de ninguna manera una obra literaria seria», explicaría más tarde, «pero la trama en su mayor parte estaba extremadamente elaborada, y eso es a menudo todo lo que de verdad importa para una película». King, fascinado por colaborar con un cineasta que admiraba, redactó un guion cinematográfico adaptando su propia obra. Un libreto que Kubrick arrojó diligentemente a la papelera por considerarlo demasiado fiel al material original. El director optó en su lugar por fichar a la novelista Diane Johnson (The Shadow Knows) para realizar un nuevo tratamiento del texto. Y la escritora se instaló en el domicilio de Kubrick para rematar junto a aquel un texto de tintes freudianos, inspirados por el libro The Uses of Enchantment de Bruno Bettelheim. El guion definitivo del film rebajó el volumen de incidentes paranormales, eliminó gran parte del trasfondo de Jack Torrance y se centró en Danny y sus desavenencias junto a Wendy huyendo de un padre de familia muy zumbado. Un enfoque bastante alejado del de la novela, la cual orbitaba en torno al padre de familia. En el fondo, Johnson siempre había afrontado aquella adaptación con condescendencia: «El resplandor no es alta literatura. Da miedo, es efectiva y funciona, pero por eso precisamente es interesante: por descubrir cómo un libro muy malo puede ser también muy efectivo. [… ] También es verdad que así uno tiene menos escrúpulos a la hora de destrozarlo, porque se es consciente de que no se está llevando por delante una obra de arte», explicaba la escritora al mismo tiempo que subía el precio del pan.
Jack Nicholson aceptó el papel de Jack Torrance sin pensárselo ni un milisegundo y antes de haber leído el libro original. El hombre confiaba a ciegas en el director y años atrás había sido reclutado para protagonizar un Napoleón que Kubrick nunca llegó a rodar, así que se podía decir que tenían una cuenta pendiente. A King el fichaje no le hacía mucha gracia, porque creía que el público tenía muy en mente la interpretación del actor en Alguien voló sobre el nido del cuco, y que eso mismo alertaría subconscientemente a los espectadores de los problemas mentales que iba a sufrir Jack en la historia, dinamitando el factor sorpresa. Pero el escritor no podía ni pinchar ni cortar sobre el asunto, porque al ceder los derechos del libro había firmado un contrato donde se especificaba de manera «no negociable» que no podía meter mano en el casting de Torrance.
Shelley Duvall fue seleccionada por el realizador al considerar que su perfil se ajustaba al de la Wendy del guion, un personaje bastante sufrido y vulnerable, a diferencia de su homólogo en la novela. A la hora de cubrir el rol del pequeño Danny, Kubrick intentó fichar a Cary Guffey, el chaval de Encuentros en la tercera fase, pero a los padres de la criatura no les hacía gracia que su peque participase en una película de terrores. El papel recaería finalmente en un chico llamado Danny Lloyd, seleccionado tras entrevistar durante seis meses a unos cuatro mil zagales aspirantes al puesto.
Room 237
La preproducción de El resplandor fue bastante laboriosa e implicó mucha chapa, pintura y espíritu bricomaniaco. Los gigantescos interiores y exteriores del Overlook Hotel se construyeron desde cero en los estudios ingleses EMI Elstree en Borehamwood, conformando el decorado más grande que alguien se había atrevido a erigir en aquel lugar. Y el diseño arquitectónico de las entrañas del Overlook se planteó como una fotocopia de la estructura interior de un edificio real, el californiano Ahwahnee Hotel. Steven Spielberg, cuando se enteró de la que estaba montando Kubrick, solicitó visitar el set para conocer en persona a aquel creador tan megalomaníaco al que admiraba. En aquella época Kubrick ya era un autor veterano y venerado, mientras que Spielberg tan solo tenía un par de éxitos gordos en el currículo, Tiburón y Encuentros en la tercera fase. Aun así, el realizador legendario aceptó reunirse con el director prometedor, un momento que Spielberg recuerda bastante bien: «Me encontré por primera vez con Stanley en 1979, en la sala de estar principal con la gran chimenea del Overlook […] El decorado estaba ya terminado, exactamente como se vería en la película, y todavía no estaban filmando. Stanley tenía un modelo en miniatura del propio plató en la mesa donde estaba colocada la máquina de escribir. Y le estaba sacando fotos a la maqueta con una cámara Nikon y una lente de periscopio invertida, tomando fotografías fijas con unas diminutas figuras de palitos. Estaba buscando planos. Yo lo miré y le dije: “¿Tienes todo el set ya construido y estás planificando las escenas en un cuarto de pulgada de esa maqueta a escala?”. Y Stanley me contestó: “Sí, ¿qué hay de malo en esto?”». Desde entonces, y hasta la muerte en 1999 de Kubrick, ambos fueron buenos amigos.
Decorados inmensos aparte, en el metraje definitivo también se utilizarían algunos breves planos exteriores del hotel Timberline Lodge de Oregón para rellenar huecos. Y todo esto no le hacía mucha gracia a un Stephen King que ya tenía un moscardón del tamaño de un puño acampando tras su oreja. Porque en opinión del escritor hubiese sido mucho más adecuado rodar, o tomar como referencia, el mismo The Stanley Hotel que le inspiró la historia en su momento.
Nicholson se plantó en Londres en mayo del 78, hospedándose en un hotel de la ciudad con la intención de afrontar veinticinco semanas de producción sobre tierras inglesas. Pero cuando vio que la cosa iba para largo, decidió alquilar un casoplón a la orilla del Támesis para intentar sobrellevar la experiencia con calma. Porque, como es de conocimiento popular, rodar El resplandor fue una empresa infernal, complicada y agotadora para todo aquel implicado que no estuviera sentado en la silla del director. Kubrick no era el tipo de cineasta que solicita las cosas por favor, rueda tres tomas, da las gracias a los actores y pide un aplauso para todo el equipo. En realidad, era un maniático obsesivo capaz de desesperar al más templado con sus formas. Alguien con un perfeccionismo inhumano que le llevaba a exigir a sus actores repetir centenares de veces la más insignificante de las escenas. Un autor extraordinario, sí, pero también una criatura espantosa con la que lidiar durante una de sus producciones. En el plató, Kubrick acostumbraba además a reescribir las escenas y los diálogos constantemente. Hasta llegar a un punto en el que Nicholson ni siquiera se molestaba en estudiar cada nuevo guion que le entregaban, a sabiendas de que era cuestión de tiempo recibir otra nueva reescritura completamente diferente. Al final, el actor optó por limitarse a aprender los textos unos minutos antes de comenzar a filmar, para evitar dolores de cabeza.
Lo curioso es que el director de La naranja mecánica permitió durante el rodaje de El resplandor algo que no era habitual en su forma de trabajar: dejar algo de margen para la improvisación de sus actores. Y de ese modo, Nicholson consiguió deslizar en el film unas cuantas ocurrencias propias ideadas sobre la marcha. Entre ellas se encontraba el mítico «Heeeeere’s Johnny!», una frase muy popular en la cultura estadounidense por tratarse del modo en el que Ed McMahon presentaba a Johnny Carson en el programa de televisión The Tonight Show. Y un saludete que al no tener ningún sentido fuera de norteamérica fue sustituido por «¡Aquí está Jack!» en España, por «Hier ist Jackie!» («¡Aquí está Jackie!») en Alemania, y por «Coucou Chérie!» en Francia. Ocurría que Kubrick no solo era cojonero con los retoques y los detalles, sino también en el trato general con sus actores. Se dice que ordenó alimentar durante dos semanas a Nicholson exclusivamente con sándwiches de queso, que el intérprete odiaba, solo para tenerlo portando la mala hostia que requería su papel.
En el caso de Shelley Duvall la cosa fue mucho más grave y psicópata. Kubrick se dedicó a vejarla y exprimirla durante toda la producción, la obligó a repetir sin parar secuencias muy exigentes donde ella debía mostrarse histérica, la humilló en público, e incluso demandó al resto del equipo que no tratasen con la actriz para tenerla desquiciada 24/7. Una presión constante que acabó provocando en la mujer ataques de ansiedad, la demolición de su autoestima e incluso la pérdida del cabello por culpa de los nervios. La actriz llegaría a confesar que en aquellas jornadas de doce horas llorando delante (y detrás) de las cámaras acabó quedándose sin lágrimas, y viviendo amarrada a botellas de agua para hidratarse. En el libro Stanley Kubrick, a Biography, el cronista Lobrutto lo dejaba bastante claro: «Según se iban encadenando las tomas, Jack Nicholson y Shelley Duvall comenzaron a transitar por un abanico de emociones que iban desde la catatonia hasta la histeria».
El resto del equipo también sufrió bastante. El actor Scatman Crothers acabó completamente desesperado tras repetir más de un centenar de veces la misma secuencia. Una experiencia tan traumática como para llevarle a casi llorar de felicidad cuando en su posterior película, Bronco Billy, descubrió que el director, Clint Eastwood, acostumbraba a filmar tres tomas y tirar para adelante sin mirar atrás ni tocar los huevos. Garrett Brown, el inventor y operario de la revolucionaria Steadicam utilizada en el film, aceptó participar en la producción cuando le aseguraron que el rodaje no se alargaría más de seis meses. Pero terminó correteando, cámara al hombro, durante más de un año entre los pasillos del Overlook, y viajando en avión cada semana para cumplir con otro rodaje, el de Rocky II, en el que se había embarcado suponiendo que tendría la agenda más libre. El actor Philip Stone recordaba su escena con Nicholson como un auténtico dolor de cabeza: «Rodamos esa secuencia unas cincuenta o sesenta veces. Tras cada toma, Jack, Stanley y yo nos sentábamos para revisar en vídeo cómo había quedado. Jack solía decir “Esta ha sido bastante buena ¿no crees, Stanley?”, y él le respondía “Sí que lo ha sido, ahora hacedlo otra vez”». Hasta el extraordinario diseñador Saul Bass padeció lo suyo al aceptar encargarse del cartel de la película. Porque el pobre tuvo que parir cerca de trescientas versiones diferentes del cartel antes de que Kubrick le diera el visto bueno. Otros estuvieron más avispados y optaron por esquivar la bala de antemano: Slim Pickens fue seleccionado personalmente por el director para interpretar un papel en la película, pero el actor rechazó el trabajo porque, tras haber rodado Teléfono rojo ¿volamos hacia Moscú?, ya sabía cómo se las gastaba Kubrick y decidió que no tenía los bajos para farolillos.
A modo de excepción entre tanto drama, hubo un par de personas implicadas en El resplandor que ni lo pasaron mal bajo las órdenes del loco, ni tuvieron tantas quejas sobre la producción. Una de ellas fue el pequeño Danny Lloyd, un chaval a quien todos acomodaron entre algodones: Kubrick jugaba a la pelota con él durante los descansos, el equipo se lo llevó de excursión a un plató cercano para cotillear el rodaje de La película de los Teleñecos, y en general el crío ni siquiera sabía que estaba rodando una película de terror, porque se había acordado que era mejor mantenerlo engañado, haciéndole creer que la cinta era un drama, para que no sufriera agobios. Kubrick le pillaría bastante cariño al chaval y, durante los años posteriores al estreno, se dedicaría a enviarle postales navideñas cada invierno e incluso lo llamaría para felicitarle personalmente por graduarse en el instituto. La otra persona que trabajó en el set de la película sin sufrir problema alguno fue Lia Beldam, la modelo que interpretó a la Chica Desnuda en Bañera de la habitación 237. Beldam se tiró una semanita muy hippie paseándose en pelotas por el Overlook hotel entre las tomas, y su opinión de Kubrick es que el señor era «todo un caballero».
Kubrickadas aparte, en enero de 1979 la producción tuvo que enfrentarse a otro tipo de problema en forma de accidente llameante: los potentes focos utilizados para simular la luz natural en el estudio provocaron un incendio que arrasaría con parte de los decorados del Overlook y, de paso, con algunos escenarios de El imperio contraataca que se encontraban cerquita. En la Warner, donde también andaban echando humo con todo lo que rodeaba al film, se vieron obligados a desembolsar dos millones y medio más para rematar la película, y también a retrasar unos cuantos meses su estreno. Por lo visto, Kubrick no se lo tomó demasiado mal: ojo a esta fantástica fotografía de Murray Close donde el hombre posa partiéndose el culo delante de las cenizas de su costoso decorado. En total, el rodaje de El resplandor sumaría trece meses de curro, más del doble de lo planeado inicialmente.
(Continúa aquí)
Interesante articulo
Pingback: 'El resplandor': cuarenta años en el hotel Overlook (y 2) - Jot Down Cultural Magazine
Muy interesante
Pingback: Jot Down News #33 2023 - Jot Down Cultural Magazine
Sr. Cuevas: una vez más es de justicia reconocerle que sus artículos sobre rodajes míticos no defraudan. Aguardo la segunda parte con ansiedad pavloviana.
Pingback: Francisco Ferrer Lerín: «No sé los porcentajes, pero en torno al 45 o 47% de lo que digo en una entrevista es falso» - Jot Down Cultural Magazine