El chiste escrito más viejo del mundo se encuentra redactado, a modo de falso proverbio sumerio, en unas tablillas del periodo babilónico antiguo fechadas alrededor del año 1900 a. C., milenio arriba, milenio abajo. Por una parte, resulta enternecedor que hace cuatro mil veranos alguien decidiera tallar en la historia de la humanidad una coña que le hizo especial gracia. Pero por otro lado, y para sorpresa de pocos, el chiste conocido más antiguo del mundo es un chascarrillo sobre flatulencias con machismo subyacente. Porque el texto conservado en aquellas tablas reza lo siguiente: «Existe un hecho que nunca ha tenido lugar desde tiempos inmemoriales: que una mujer joven no se haya tirado un pedo en el regazo de su marido». Qué le vamos a hacer, que algo sea vetusto a niveles milenarios no implica que ese algo vaya a ser elegante. Y el hecho de que los sumerios hayan inventado la rueda, la escritura cuneiforme o la trigonometría tampoco está reñido con que hubiese un buen montón de ellos que considerasen muy ocurrente bautizar a un perro Mistetas, o demandar a sus conocidos que les tirasen del dedo para ver una cosa que daba mucha risa.
Autopsia del chiste
El chiste escrito más viejo del mundo fue localizado y coronado como tal por un grupo de investigadores ingleses comandados por Paul McDonald, profesor de Humanidades, Idiomas y Ciencias Sociales en la Universidad de Wolverhampton. Y dicha caza y captura de la chanza más añeja, un estudio nacido como encargo de una cadena de televisión británica, se llevó a cabo en 2008 porque se ve que nadie se había preguntado antes dónde estaban marcados los límites del humor en el calendario.
Es necesario apuntar que la tontada sumeria del pedo lozano constituye el chiste más viejo conocido que se conserva en forma escrita, pero, obviamente, esto no significa que fuese el primer chiste de la historia, sino el primero que alguien redactó para gozo de futuros lectores. Porque sería absurdo asumir que no se enunciaron millones de chistes con anterioridad, chascarrillos transmitidos de manera oral y perdidos para siempre al no haber nadie atento tomando nota. Siendo el humor una característica innata del ser humano, es lógico imaginar que el hombre prehistórico ya se descojonaba al ver a algún colega de tribu pisar una caca de mamut, pero quizás también existieron homo erectus que amenizaban reuniones cavernarias haciendo rutinas stand-up sobre lo grande que tenían el pedernal, a saber. Del mismo modo, que el humor reflejado en aquella tablilla babilónica fuese mugroso no significa necesariamente que las bromas vetustas de su época siempre caminaran por la misma senda. A lo mejor hubo equivalentes sumerios a Sara Silverman o George Carlin y el caprichoso devenir de la historia solo ha permitido que sobreviva el legado del Leo Harlem del momento, porque quizás lo más popular fuesen los chistacos enunciados por el hermano del cónyuge de uno.
A la hora rastrear entre escrituras antiguas, McDonald centró su investigación en localizar comedia exclusivamente presentada en forma de chiste. Textos que utilizan la estructura clásica del mismo: un planteamiento o pequeña historia que aviva las expectativas hasta desembocar en una punchline que remata el asunto. Una configuración universal que resulta fascinante porque ha brotado de manera orgánica a lo largo de los siglos entre civilizaciones y culturas de todo tipo. Y, curiosamente, compartiendo elementos similares: la tradición humorística inglesa y la española poseen sus propias ligas de chistes de taberna, aquellos que arrancan con «Un hombre entra en un bar y dice…». Y en Polonia existe un pueblecito llamado Wąchock que se ha convertido, sin razón aparente, en diana de las burlas del mismo modo en el que lo fue Lepe por estas tierras.
La naturaleza flatulenta de aquel chiste del 1900 a. C. tampoco sorprende mucho teniendo en cuenta que la escatología ha sido uno de los motores clásicos de la comedia: en el siglo XII, el bufón Roland the Farter se convirtió en miembro de la corte real de Enrique II gracias a un espectáculo consistente en pegar una cabriola silbando y tirarse un pedo al mismo tiempo. En la película Toys, el personaje de Robin Williams, un caballero que se pasaba el día de guasa, se preguntaba «¿Por qué las necesidades fisiológicas hacen tanta gracia?» después de disparar una falsa pedorreta ante Robin Wright. En la vida real, el gran Leslie Nielsen acudía a las entrevistas portando una máquina de pedos en el bolsillo, y provocando situaciones tan descacharrantes como esta. En cambio, la naturaleza machistorra del chiste sumerio supone otro cantar más rancio y menos justificable, porque la imagen de una joven esposa en el regazo parece ideada para ese tipo de público que piensa que la canción «Mayores» de Becky G la escribió ella y no cuatro señores apolillados, como fue el caso.
La estructura básica del chiste se ha mantenido intacta con el paso de los siglos, pero también ha recibido mutaciones que siempre se antojan vanguardistas. El género del antihumor busca la hilaridad rompiendo la propia gracia del chiste, «¿Cuántos funcionarios hacen falta para cambiar una bombilla? Uno», o perpetrando actos cómicos que (intencionadamente) son patéticos en lugar de graciosos, como ocurre con todas las actuaciones de Neil Hamburger, el grasiento alter ego del cómico Gregg Turkington. En cambio, el humor absurdo se apoya tanto en el sinsentido, «—¿Tiene nueces? —Sí —Pues deme un kilo de avellanas», como en el surrealismo al que por estos lares la población fue sometida gracias a dos caballeros llamados Faemino y Cansado. Los gags perpetrados por los Monty Python renunciaban habitualmente a la punchline a sabiendas de que no podía superar las bromas que la precedían. La deadpan comedy centra gran parte de su encanto en el propio ponente y su capacidad para disparar chistes con actitud lacónica, un terreno donde probablemente el rey sea el fabuloso Steven Wright. El chiste de Los aristócratas se ha convertido en un género en sí mismo al constituir un juguete que es el equivalente cómico a una jam session, donde se utiliza la punchline como mera excusa formal en lugar de como remate gracioso. E individuos como Miguel Noguera o los realizadores Carlo Padial y Juan Cavestany desafían con sus obras la misma concepción del chiste al centrarse en la exposición o en la sensación de incomodidad, desterrando por completo cualquier cosa mínimamente similar a una punchline. En televisión, el zumbado de Eric André convirtió un monólogo de su cafrísimo The Eric André Show en una metacoña sobre la propia estructura del chiste: «Palabras, palabras, palabras, palabras, palabras, palabras, punchline» declamó ante el micrófono. «¡Lo lograste! ¡Has deconstruido la comedia hasta su verdadera esencia!», celebró su colaborador Hannibal Buress segundos antes de que en el plató se desatase el caos. O lo que André llama «martes».
Los chistes más antiguos del mundo
Curiosamente, el primer chiste de bares de la historia también se presentó grabado en unas tablas sumerias, pero, a diferencia del chascarrillo del gas prófugo, en este caso la broma ofrecía una particularidad que la ha convertido en objeto reciente de estudio popular: el ser incomprensible hoy en día. Se trata de un chiste que data del 1800 a. C. y apareció estampado en forma de proverbio sobre un par de planchas de arcilla desenterradas al sur de Irak a finales del siglo XIX. Y su traducción literal vendría a decir lo siguiente: «Un perro entra en una taberna y dice: “No veo nada, debería de abrir esto”». Y sí, en apariencia aquello no tenía gracia, ni sentido, porque por lo visto había algún detalle, algún juego de palabras, que se perdía por el camino con la traducción. Aun así, el consenso siempre fue que se trataba de un chiste, porque tenía la estructura de uno. Inicialmente, el asunto tampoco generó demasiado interés, y pasaría mucho tiempo antes de que alguien se molestase en rebuscarle el gracejo al escrito. En 2022, internet descubrió el misterioso chiste añejo y se obsesionó con él, provocando un debate muy interesante sobre su significado repleto de estudiosos de la cultura sumeria, elucubraciones sobre dónde escondía la punchline y unos cuantos memes de regalo. Entre las posibles respuestas al enigma, un caballero sugirió que tal vez lo que realmente quería decir el proverbio bromista era «Un perro entra en una taberna. Sus ojos no ven nada. Debería abrirlos». Ya, tampoco tiene gracia, pero será cosa del sentido del humor antiguo. Al menos el perrete no se llamaba Mistetas.
El estudio de McDonald desconocía la existencia del relato del perro de tasca. Y por eso etiquetaba como segundo chiste más viejo del mundo a una coña del Antiguo Egipto, fechada en el 1600 a. C. y alojada dentro de la colección de cuentos mágicos conocida como Papiro Westcar. Una bromita que supuestamente iba dirigida a lo salido que andaba el faraón Seneferu: «¿Cómo entretienes a un faraón aburrido? Fletando en el Nilo un barco lleno de mujeres jóvenes vestidas tan solo con redes de pesca, y animando después al faraón a ir a pescar». El tercer chiste más longevo conocido era, de nuevo, sumerio y se remontaba al 1200 a. C., pero suponía un bajonazo en cuanto a expectativas: narraba los problemas que tenían tres conductores de bueyes para confirmar cuál de ellos era el dueño de un ternero recién nacido de cuyo alumbramiento todos se consideraban responsables. Los tres hombres solicitaban consejo a un rey, y este a su vez pedía ayuda a una sacerdotisa que proponía evaluar el caso implicando a las mujeres de los caballeros de algún modo retorcido. Desgraciadamente, el desenlace de la historia no se ha conservado, porque la pieza sobre la que se escribió está muy deteriorada, y la punchline, de la que solo se pueden leer algunas palabras obscenas, se ha perdido para siempre.
En la Antigua Roma eran muy amigos del cachondeo y la retranca. En general, tenían la comedia muy interiorizada en su cultura: el pueblo mataba el rato descojonándose con las pantomimas de Publilio Siro o las piezas cómicas de Tito Maccio Plauto, los más gamberros estampaban ocurrencias jocosas en forma de grafitis sobre las paredes de los baños, Cicerón gustaba de reflexionar sobre la naturaleza del humor, y a pie de calle abundaban los chistes populares transmitidos de manera oral, los cuales habitualmente eran guarros, xenófobos, faltosos o implicaban en mayor o menor medida insinuaciones sobre lo casquivana que era la madre de alguien. Uno de los chascarrillos más famosos entre la plebe fue recogido por el gramático Macrobio en los volúmenes de las Saturnales y se trata de una anécdota, ficticia aunque por error en ocasiones haya sido citada como real, que decía así: «Un provinciano llega a Roma, y al andar por sus calles comienza a llamar la atención de todo el mundo por ser físicamente un doble del emperador Augusto. Al enterarse de ello, el emperador lo cita a palacio y, tras comprobar el notable parecido existente, le pregunta: “—Dime, joven, ¿tu madre vino a Roma en algún momento?”. A lo que el provinciano contesta: “—Ella nunca. Pero mi padre solía venir de visita con frecuencia”». Owned al Augusto.
En algún momento del siglo IV se confeccionó el libro Filógelos. O la recopilación de chistes más añeja que se conserva, que no es lo mismo que la más antigua, pues existieron antes otros notables volúmenes de greatest hits del humor y la sorna que no sobrevivieron al paso del tiempo. Filógelos fue presuntamente ensamblado por Hierocles y Filagrio, está considerado un libro romano aunque se presenta escrito en griego antiguo, y en su interior alberga doscientos sesenta y cinco chistes ordenados por diferentes categorías temáticas. La teoría es que dicho compendio fue ideado para que los cómicos más bufonescos tuvieran a mano material bien clasificado para aderezar sus actuaciones. Pero la lectura del mismo revela que la mayoría de los chistes del texto requerirían hoy en día un soniquete de batería con platillo tras la punchline para que la audiencia fuera consciente de dónde se esconde la gracia. La colección de bromas utilizaba como diana a los eruditos pedantes de la época, «Un intelectual después de comprarse unos pantalones descubre que le quedan muy ajustados. Hasta que decide afeitarse las piernas» o «Tras comprarse una casa, el intelectual se asomó por la ventana para preguntar a los viandantes si le quedaba bien»; a los esclavos, «Un hombre acude a un vendedor de esclavos para quejarse: “—El esclavo que me has vendido ha muerto”. “—¡Por los dioses!», responde el vendedor, «Si nunca hizo tal cosa cuando estuvo a mi servicio”»; a las escenas de Matrimoniadas, «Un hombre le dice a otro: “—Me he acostado con tu mujer, sin pagar nada”. A lo que aquel le contesta: “—Yo soy su marido y tengo que lidiar con esos horrores, pero ¿a ti quién te ha obligado a hacerlo?» o «Un misógino presenta sus respetos ante la tumba de su mujer. Alguien se le acerca y le pregunta “—¿Quién descansa en paz aquí?” y él responde “—Yo, ahora que me he librado de ella”»; a los médicos, «Un hombre acude al médico y le explica: “—Doctor, cuando me despierto me siento mareado durante media hora”. Y el doctor le responde: “Despiértese media hora más tarde”»; a los habitantes de la ciudad de Abdera, «Tras incinerar a su padre, un abderita vuelve a casa y encuentra a su madre afligida. Le dice: “Si quieres acabar con esa pena, ha sobrado leña y puedes quemarte tú misma”»; a los miedosos, «Alguien le pregunta a un cobarde “—¿Que barcos son más seguros, los de guerra o los mercantes?” Y aquel le responde “—Los varados en el mar”»; o a los mermaos «Un idiota está nadando cuando comienza a llover y decide ponerse a bucear para no mojarse». A día de hoy, gran parte de los chistes del Filógelos (que se pueden consultar online, por cierto) resultan más curiosos que descacharrantes, o directamente incomprensibles si uno desconoce lo humillantes que eran las hernias en la antigua Roma o que la lechuga estaba considerada por allí como un poderoso afrodisíaco. Aun así, la antología acoge alguna chanza tan simpática como para que haya seguido siendo repetida hasta nuestros días, como este clásico chiste de peluquería a la carta: «Un peluquero le pregunta a su cliente “—¿Cómo quiere que le corte el pelo?”. Y aquel le contesta: “—En silencio”».
En el siglo XV, la invención de la imprenta por parte de Johannes Gutenberg propició que los libros de chistes brotasen con mucha más frecuencia, cultivando bastante éxito entre las gentes. Y ese fue el caso del volumen titulado Facetiae, subtitulado O los jocosos chistes de Poggio, y firmado por el humanista Poggio Bracciolini allá por 1470, un best seller renacentista que sumaría más de veinte reediciones a lo largo de los años. Un libro donde la mayoría de las gracietas en lugar de perseguir la configuración clásica del chiste, exposición con punchline como colofón, se presentaban en forma de relatos o cuentos. Y también una obra cuyo mayor logro era ser exquisitamente escatológica y guarra: incluía bromas con caca, prostitutas que acudían al barbero para afeitarse los bajos, sirvientes que orinaban en la jarra de vino de su patrón, e incluso la historia de una mujer que se tiraba pedos colosales para poner cachondo a su marido, porque había observado que aquel era el modo en el que las ovejas atraían a machos dispuestos a montarlas.
El origen del chiste
Quizás lo más interesante a la hora de repasar la historia de los chistes sea localizar donde nacieron algunos de sus formatos más populares, aquellos que siguen presentes hoy en día. Las coñas sobre la moralidad disoluta de la progenitora de alguien, todas esas bromas que comienzan con «Tu madre es…» o que insinúan mambo con dicha señora por la noche, tienen un predecesor muy remoto. Concretamente, y como no podía ser de otro modo, uno en forma de escrito horadado en una tablilla babilónica de hace tres mil quinientos años en donde un estudiante talló, con numerosas faltas de ortografía, una pulla al lector sobre lo promiscua que era su madre. En cambio, los chistes que arrancan con el combo «—Toc,toc. —¿Quién es?» tienen orígenes más literatos, porque son sospechosos de haberse inspirado en la tercera escena del segundo acto del Macbeth de William Shakespeare, donde un personaje repetía dichas palabras.
Las bromitas sobre gente muy inepta cambiando bombillas comenzaron a emerger durante las décadas de los sesenta y setenta entre unos norteamericanos que las utilizaban para mofarse de los inmigrantes italianos y polacos que desembarcaban en la Tierra de la Libertad: «¿Cuántos polacos hacen falta para cambiar una bombilla? Tres, uno para sujetarla y otros dos para girar la escalera en círculo». Los chistes protagonizados por elefantes, una muestra de humor muy extendida en USA, nacieron tras la publicación en 1960 de una colección de cartas titulada Elephant Jokes que se vendieron excepcionalmente bien a lo largo de todos los Estados unidos. En el libro Treasury of Humor publicado por Isaac Asimov en 1971 (y posteriormente retitulado como Isaac Asimov’s Treasury of Humor : A Lifetime Collection of Favorite Jokes, Anecdotes, and Limericks with Copious Notes on How to Tell Them and Why porque se ve que les sobraba tinta) el ilustre escritor etiquetaba los chistes de elefantes como propios de gente poco sofisticada. Aunque salvaba uno de la quema por considerarlo inusualmente ingenioso, aquel que rezaba tal que así: «¿Qué dijo el jefe de policía de Dallas cuando el elefante entró en la comisaría? ¡Nada! No lo vio entrar». El contexto es necesario aquí, porque dicho chiste con paquidermo fue ideado después de que Jack Ruby se colase tranquilamente en las dependencias policiales de Dallas portando un revólver Colt Cobra del 38 con el que se llevaría por delante a Lee Harvey Oswald, el hombre arrestado como culpable del asesinato de John Fitzgerald Kennedy.
En 1847 la revista neoyorquina The Knickerbocker publicó el que sería uno de los primeros grandes chistes de Estados Unidos, y al mismo tiempo uno de los ejemplos más revolucionarios de antihumor: «¿Por qué cruzó la gallina la carretera? Para llegar al otro lado». Durante los años posteriores, los cómicos repitieron tanto la broma sobre los escenarios como para que aquella acabase convirtiéndose en patrimonio nacional y género en sí misma. Un formato de chiste que propició innumerables variantes, metabromas y perversiones ocurrentes como «¿Por qué el pato cruzó la carretera? Porque era el día libre de la gallina», «—¿Por qué la gallina cruzó la carretera? — No lo sé ¿por qué? —Para llegar a la casa del pringado ¡Toc,toc! —¿Quién es? —¡La gallina!», «¿Por qué la gallina cruzó la carretera? Para hacer toc toc en la puerta, entrar en un bar y cambiar la bombilla», o esta legendaria escena de la película El último boy scout donde Bruce Willis se ponía bastante faltoso ante unos matones armado con una marioneta cargada de plomo:
Los chistes sobre bebés muertos, o en proceso de estarlo, son una rama popular del humor negro que ha propiciado piezas tan finas como el clásico «¿Cuántos bebés se necesitan para pintar una pared de rojo? Depende de la fuerza con la que los tires». Unas macarradas que comenzaron a enunciarse a mediados de los sesenta en Norteamérica, y que los historiadores del humor presuponen que servían como revuelta punk avivada por la segunda ola del feminismo, con el tema del aborto bien calentito, y también por la guerra de Vietnam, con sus imágenes de muerte y cadáveres horrorizando a la población.
Los chistes más viejos en el mundo más moderno
En 2008, el cómico británico Jim Bowen agarró material del libro Filógelos y decidió utilizarlo en un número de stand-up ante una audiencia moderna para comprobar si aquellos textos seguían produciendo carcajadas. La función fue divertida, aunque es cierto que la puesta en escena tenía truco, porque gran parte de la gracia del show se sustentaba en hacer saber al público que aquellas ocurrencias habían sido escritas varios siglos atrás, y en bromear sobre la calidad de esa comedia vetusta. Bowen también se había tomado la molestia de adaptar, ayudado por el traductor William Berg, los chistes al lenguaje y al ritmo contemporáneos, lo que hacía más fácil de digerir los textos del Filógelos.
A. J. Jacobs es un periodista que ha trabajado en medios como Entertainment Weekly o el Antoich Daily Ledger y que actualmente ejerce de redactor fijo en el magazine Esquire. Jacobs también es un plumilla inusual, porque el grueso de su trabajo se sustenta en el denominado «periodismo inmersivo», una técnica basada en adoptar en la vida real los preceptos o las materias sobre las que se investiga y ver qué coño pasa al hacerlo. En cierto momento de 2016, a uno de los hijos de Jacobs se le ocurrió preguntar cuál era el chiste más viejo conocido, y el periodista, fascinado con la idea, se dedicó a escarbar en la historia en busca de chistes añejos. Se topó con varios de los mencionados a lo largo de este texto y decidió que sería bonito ver cómo funcionaban en la época actual. Para ello, Jacobs contactó con el cómico Jim Gaffigan y ambos tramaron orquestar una actuación stand-up del segundo, en donde se recitaría una selección de las ocurrencias del compendio Filógelos, pero sin hacer saber a los espectadores que las bromas poseían raíces antiguas. El resultado demostró que ciertos chistes, como el del barbero con el cliente demandando silencio, seguían siendo muy eficaces, y que los más misóginos ya no calaban muy bien en la sociedad moderna.
Tras el experimento, un periodista entrevistó a sus perpetradores y preguntó al cómico si existía la posibilidad de que incorporase aquellos chistes a su espectáculo habitual. «De ninguna manera», contestó el comediante, «los cómicos pelean por ser independientes y frescos. Y lo último que quieres en este trabajo es contar chistes viejos. Y lo último que quieres de un chiste viejo es que tenga, ya sabes, dos mil años de antiguedad». «Es cierto», confirmaba Jacobs, «en la actualidad uno no quiere hacer bromas de hace dos mil años sobre lechugas. Si tú quieres hacer chistes sobre hojas verdes hoy en día tienes que centrarte en, como ya habrás adivinado, las coles». Leyendo entre líneas estas declaraciones se confirmaba una certeza universal: que los chistes de pedos no solo supusieron el nacimiento del humor escrito, sino que nunca pasarán de moda. Leslie Nielsen siempre lo tuvo muy claro, tanto como para ser el único ser humano que decidió que su epitafio sería un chiste de pedos: «Let ‘er rip», («Déjalo salir»).
No es mal artículo, pero Freud le dio unidad al tema. Cita las 6 técnicas básicas en «El chiste y su relación con lo inconsciente» (1905).
Condescendiente, pedante: un auténtico pedo de comentario.
El tuyo es una aportación tal que pasará a los anales (nunca mejor dicho) de la historia.
No era mi intención ser condescendiente. Aprecio la información del artículo de Diego Cuevas. Es muy recomendable leerlo y me suele agradar el estilo del autor, aunque en esta ocasión he echado en falta espíritu de unidad. Yo no sabría muy bien cómo resumir este artículo, cosa que no sucede con el de Freud. Hace no mucho Edith Sánchez publicó una sinopsis del artículo del genial psiquiatra austríaco en:
https://lamenteesmaravillosa.com/el-chiste-para-freud/
Compare ambos artículos y vea cuál tiene mayor unidad.
¡Interesante! gracias por compartir
Hasta donde llega mi recuerdo, el humor surrealista lo dieron a conocer en España la pareja Tip y Top (Luis Sánchez Polack y Joaquín Portillo, luego sustituido por José Luis Coll con el subsiguiente cambio de nombre de la pareja por Tip y Coll).
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