Deportes

El maracanazo, o cómo Uruguay se independizó por segunda vez

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Estadio Maracaná en 1950 (DP)

Que un desembarco de treinta y tres personas -en realidad algunos más- acabara en independencia era una posibilidad casi impensable incluso para los aventurados militares que plantaron en la playa su bandera tricolor con el lema «Libertad o muerte». Tan impensable como que el equipo nacional de Uruguay venciera, más de cien años después, al favorito Brasil que jugaba en casa, en el Estadio Maracaná, ante un cuarto de millón de personas, y con todo el público, el de allí y el del mundo, completamente convencido de que les esperaba la derrota. Hubiera sido el gran momento de las apuestas deportivas de Uruguay si en aquella época ya hubiera existido internet.

Uruguay tiene una singularidad como país, porque no nació, como otros, del proceso de independencia de las colonias americanas de la colonia española, sino de un proceso posterior cuyo objetivo era liberarse del colonialismo brasileño. Inicialmente su territorio estuvo incluido en las Provincias Unidas del Río de la Plata, como Provincia Oriental. Pero la Oriental sería invadida y reclamada por Brasil, provocando una insurrección que se organizó y planificó en Buenos Aires. Y cuyo mayor hito histórico es el Desembarco de los Treinta y Tres Orientales, el inicio de una guerra que dejaría, al cabo de tres años, a ambos bandos estancados en un conflicto sin solución. El imperio británico, interesado en que el conflicto terminara, enviaría a uno de sus diplomáticos, Lord Ponsoby, con la singular idea de que la Provincia Oriental se independizara del dominio argentino, y también del brasileño, erigiéndose en nación independiente. Y aunque en un principio la idea no fue bienvenida por ninguno de los dos bandos, fue la que acabó imponiéndose. Casi tan inesperadamente, como en la final de 1950.

Aquel partido se ha contado desde muchos puntos de vista, pero uno de los menos resaltados, y sin embargo más importantes dado la fecha en que se jugó, fue la retransmisión por radio desde el lado uruguayo. En 1950 la radio era el medio deportivo por excelencia, con la televisión aún no implantada, y ese recurso constituía casi el único acceso, sonoro, no visual, a todos los espectadores que no podían estar en el estadio. Y si alguien alcanzó una de las cumbres de la retransmisión deportiva cuando las imágenes las ponía la imaginación del oyente, ese fue don Duilio de Feo, el locutor uruguayo. Escuchando fragmentos de los momentos más relevantes del encuentro, uno es capaz de olvidarse de la final, de la época, y hasta del fútbol, arrastrado por la absoluta pasión de quien sería llamado «speaker de la victoria». Aún hoy, sin importar tu nacionalidad o tu preferencia por el deporte o los equipos, te sientes genuinamente arrastrado a participar de la gesta uruguaya por su voz.

Gesta no es una palabra escogida al azar para este partido, ni un tópico. El relato de don Duilio sobre lo que encontró al llegar en taxi al Maracaná le preparó para narrar la esperada derrota. La muchedumbre de brasileños llevaba días acampada en los alrededores del estadio, y ahora guardaba cola, muchas horas antes de que empezase el partido. Cuando ocupó el lugar reservado a su emisora, La Voz del Aire, las gradas aún estaban vacías. Cuando tiempo después unas doscientas mil personas, doscientas cincuenta mil según algunas estimaciones, las llenaron, los gritos y fuegos artificiales no paraban de ascender hacia el cielo. Sin que siquiera fuese la manifestación más ruidosa, porque la llegada del equipo brasileño fue recibida por una salva de veintiún cañonazos, seguida de la suelta de mil palomas, confeti lanzado desde una avioneta, y globos soltados en las gradas que ascendían en grandes grupos multicolores. Estaban celebrando la victoria, aunque ni siquiera habían empezado a jugar.

Y no es que Brasil fuera solo a ganar, era lo que esperaban todos, brasileños, uruguayos, y resto de aficionados que habían seguido el mundial. Además, el país anfitrión iba a concluir por fin, o eso esperaba, un ascenso paulatino en el fútbol mundial en el que llevaban trabajando desde los años treinta. Ya eran una potencia mundial como jugadores y equipo, pero los mundiales les habían expulsado una y otra vez del podio. En años sucesivos Yugoslavia, luego España, Italia, los habían derrotado, y después, con la Segunda Guerra Mundial, tuvieron un largo lapso sin competiciones. Así que 1950 era la fecha propicia para resarcirse de esas derrotas y afianzar de una vez el dominio brasileño.

Precisamente una de las cosas que más destacaba el locutor uruguayo en sus entrevistas era el sufrimiento que vería finalmente en el público del Maracaná. «La pucha, parece que le hicimos un gran daño a toda una nación…». A don Duilio le daba pena el resultado, y más aún pensando en toda esa gente que pensaba regresar a las favelas celebrando una fiesta y que renquearon de vuelta como en un funeral.

Y no es que fueran únicamente un público de aficionados llegados a presenciar la final del equipo nacional. Habían sido preparados a conciencia, por las autoridades de su propio país, para vivir algo que sería el antes y el después del Brasil dictatorial. La nación tenía al primer presidente elegido democráticamente después de la dictadura de Getulio Vargas, y había una genuina intención de demostrar que eran un estado capaz, abierto a la inversión extranjera, a la diplomacia, y capaz de modernizarse definitivamente. Tenían una gran misión que cumplir. Y precisamente para lograrlo, y exhibirlo, construyeron el que fue en ese momento el mayor estadio del mundo, y no era poca cosa, bromeaban los propios brasileños, en un país donde todo lo que hacen es o melhor do mundo.

El desarrollo del Mundial iba favoreciendo, además, esa mentalidad confiada absolutamente en la victoria. Seis a uno le marcaron a España, siete a uno a Suecia. Las autoridades políticas, que iban también caldeando el ambiente, prometieron grandes cargos a los jugadores si ganaban, así como fuertes recompensas en metálico. Incluso en el Maracaná, después de los cañonazos, fuegos artificiales, palomas y confeti, Ángelo Mendes de Morais, alcalde de Río de Janeiro, dio un discurso absolutamente triunfalista. «Vosotros brasileños, a quien yo considero los vencedores del campeonato mundial; vosotros brasileños que en menos de pocas horas seréis aclamados campeones por millares de compatriotas; vosotros que no tenéis rivales en todo el hemisferio; vosotros que superáis cualquier otro competidor; vosotros que yo ya saludo como vencedores!». Unas palabras que pueden considerarse un error de juicio, rara vez vemos a un político prometiendo algo con tanto contundencia cuando se trata de un plazo tan corto. Incluso si, como era el caso, se acercaban las elecciones. Pero más que un error, fue más bien una expresión más del convencimiento absoluto que tenían en la victoria.

Así que no puede extrañarnos que el profesor Roberto Da Matta, antropólogo en la Universidad de Notre Dame, calificara el maracanazo como «la mayor tragedia de la historia contemporánea de Brasil». Es, nuevamente, la locución de Don Duilio la que nos aporta una evidencia rotunda de esa afirmación. Con los silencios. Un estadio abarrotado que había dado inicio con cánticos, gritos, fuegos artificiales, enmudecía al unísono provocando un efecto rarísimo en un campo de fútbol. Los cien uruguayos asistentes en las gradas, o eran demasiado prudentes como para expresar su euforia, o no eran suficientes como para influir en el ambiente general. Solo el locutor uruguayo se desgañita con una emocionalidad que parece haberle puesto el corazón en la boca. Obviamente tenía que seguir con su trabajo pasara lo que pasara en las gradas. Pero lo que recoge su micrófono, en las pausas para respirar, es nada. Absolutamente nada. Una nada silenciosa que llega al silencio absoluto cuando acaba el partido y él proclama ¡Uruguay campeón por cuarta vez!, y sigue hablando con la voz entrecortada por la emoción. Las gradas están mudas. No se oye una mosca.

Los uruguayos esperaban tan poco esa victoria como los brasileños. Al entrenador le habían nombrado un mes antes, y el equipo se había reunido a toda prisa después de una huelga que venía durando dos años, desde 1948. Don Duilio, al locutar, grita gol, y luego, como si cayera en la cuenta de la imposibilidad que está narrando, añade «gol uruguayo». Minutos después, ya en la victoria, «compatriotas, no puedo negarles que me están cayendo lágrimas de emoción para decirles alborozados que somos campeones del mundo». Con los silencios intercalados.

La reacción eufórica que llenó las calles de Montevideo y de las principales ciudades de la República Oriental del Uruguay ante la inesperada victoria, no fue vivida de igual forma por los jugadores de su equipo nacional. Lo mismo que don Duilio había manifestado, el gran daño hecho a la nación brasileña, lo manifestó el equipo uruguayo al llorar por la tristeza que encontraban en las calles brasileñas, al ir a emborracharse para soportarlo, y con su capitán Obdulio Varela dándole vueltas a lo sorprendido que estaba por la victoria. «Si jugáramos cien veces aquel partido, lo perderíamos cien veces», declaró a la vuelta, en su país.

La tristeza brasileña puede resumirse en este párrafo de aquellos días, que corresponde a uno de los artículos de prensa que trataban de encontrar una justificación a la derrota injusta. «Superar el récord mundial de construcción del estadio más grande, superar varias veces el récord mundial de recaudación y público, y no conseguir en el último instante el récord mundial de fútbol es la gran tristeza que el jugador número 12 de Brasil –la hinchada– guardará para siempre. De aquí a muchos años, los que durmieron en las colas, los que lucharon para ingresar al estadio, contarán a sus hijos y nietos que nacieron después del 16 de julio de 1950 la historia de una Copa del Mundo que podría haber sido de Brasil, pero que fue para Uruguay».

Hoy es común que cuando brasileños y uruguayos conversan los primeros saquen el tema de que el país del Río de la Plata fue primero una provincia brasileña. Los uruguayos les responden, invariablemente, que se separaron para poder ganar la Copa del 50.

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