Nada de lo que pasó es olvidado, incluso si ya no lo recuerdas.
(El viaje de Chihiro, Hayao Miyazaki)
En los últimos minutos de El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki), Haku le dice a la protagonista que una vez que abandone el pueblo no podrá mirar atrás o el hechizo se romperá y —se deduce—, se quedará atrapada en ese mundo. Algo así sucede con Fez el-Bali, en Marruecos.
La realidad se desdibuja como los contornos de un sfumatto renacentista en esta medina marroquí que, de hecho, es la más grande del mundo. Fundada en el siglo VII y con la friolera de unos nueve mil callejones que recorrer, el espacio parece dilatarse y encogerse a su antojo, como en el agujero de Alicia en el país de las maravillas o en la casa de baños de la famosa película de Studio Ghibli. Los límites, como se viene a decir en ambas, son una cuestión relativa.
El interior de la muralla parece, desde la vista panorámica de las tumbas saadíes, un volcán en el momento previo a la erupción: una olla a presión silenciosa y vibrante. En cambio, dentro de ella, durante el día, acontece un imponente caos que arrasa con todo. Efectivamente, las horas diurnas son como un seísmo que hace temblar la tierra que se pisa; arrastran como un río bravo que obliga a fluir con ellas como quien lo hace cuando se enamora. Esas son las reglas de Fez.
Contrariamente, la medina nocturna es como una Creta sin Teseo. Parece un colosal laberinto en el que el minotauro aguarda solitario en alguno de sus rincones. Tras un día de agitación y bullicio, todo el mundo se recoge en sus casas cuando cae la noche y los anfitriones advierten a los huéspedes que es mejor que no se aventuren a intentar orientarse a oscuras porque indudablemente se perderán y, si preguntan, los pocos viandantes que transiten la calle durante esas horas intentarán despistarlos. Se da una sutil mitología que empuja a pensar que cuando se pone el sol la gente puede quedarse atrapada por arte de magia. Pero, al fin y al cabo, uno no es aquel príncipe ateniense, así que también se resguarda.
En la periferia de lo conocido
Decía Alejo Carpentier en El reino de este mundo, novela pionera de la corriente del realismo mágico, que «aquí lo insólito es cotidiano». Pues bien, esta es la premisa que inunda la medina desde que se pone el pie por primera vez en ella, adentrándose a través de la majestuosa Bab Bou Jeloud —o Puerta Azul—, que repleta de azulejos da la bienvenida a este espacio que, a ratos, parece estar fuera de la Tierra.
Probablemente, el shock que provoca introducirse en esta especie de metaverso reside en su autenticidad, que a día de hoy es una suerte de piedra preciosa que se esconde bajo un puñado de manierismos diseñados por el hombre. Caminar por Fez implica trasladarse a un entorno en ocasiones intacto a su origen medieval, en el que el tiempo se ha parado y en el que huele a carne, a especias y a ideas sagradas. La medina es un lugar visceral y crudo, muy lejano a lo que se entiende en occidente por la comodidad, pero muy cercano a lo extraordinario. La seducción de un lugar tan despojado de impostación resulta, desde el primer momento, arrolladora como un buldócer.
Definitivamente, nunca se olvida el momento en que se cruza Bab Bou Jeloud y se pasa a aceptar ese síndrome de Estocolmo —enamorarse del raptor —, porque la medina a veces revuelve, cansa, marea y da ganas de volver a casa, pero en la mayoría de ocasiones conmueve y enamora; una de cal y otra de arena, dicen. Es cierto que no es un amor sencillo, pero a diferencia de las consecuencias de este trastorno, Fez el-Bali deja una huella en la memoria que no tiene nada que ver con el dolor o la amargura (salvo por sus empinadas cuestas).
Una vez dentro, sus múltiples estímulos generan la sensación de ser intruso en un lugar que el resto sí conoce. En la plaza de Seffarine los trabajadores del cobre y del bronce aporrean los materiales con sus herramientas de forma casi sincronizada, como en los musicales; por las calles circulan animales y personas, los gatos juegan y se rebozan en las verduras y las frutas en los mercados que recorren gran parte del espacio. Definitivamente, resulta difícil olvidar algunas imágenes, como la de un anciano descendiendo por una calle empinada con los ojos blancos y ciegos, con su chilaba marrón y el mentón elevado, mirando al cielo; es complejo hacer oídos sordos de algo tan intenso como una llamada a la oración que rebota desde los altavoces distribuidos por las torres de todas las mezquitas contra las paredes de los edificios. Si se escucha ya atardeciendo desde una azotea como la del restaurante Boujloud, probablemente se guarde un recuerdo irremplazable para toda la vida; si sirve como despertador la mañana del día en que se viaja de vuelta, se convertirá para siempre una melodía recurrente en el subconsciente.
Una matrioskha de imágenes y recuerdos
Ya se ha escrito en varias ocasiones sobre los lugares casi fabulosos que parecen sacados, bien por su rareza, bien por su carácter genuino, de un libro de cuentos, de una película, o de la propia imaginación: Lugares fuera de sitio (Sergio del Molino), Fuera del mapa (Alastair Bonett), o en términos más filosóficos y urbanísticos, Las Heterotopías (Michel Foucault). Precisamente este último afirmaba en su ensayo que hay espacios concretos y reales que, sin embargo, son lugares que están fuera de todos los lugares y a los que llama, por contraposición a las utopías, heterotopías: «Creo que hay utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que se puede situar en el mapa; utopías que tienen un tiempo determinado, un tiempo que se puede fijar y mediar según el calendario de todos los días».
Si bien el filósofo se refería a sitios muy variopintos y específicos como los hospitales, los jardines, los asilos, los museos, las saunas o el rincón divino de la casa en la que un niño pequeño juega —véase un tipi o una caseta hinchable, por ejemplo—, también cabe pensar que estos otros espacios pueden ser, al mismo tiempo, los lugares donde uno se ha sentido diferente a cómo se encuentra en todos los demás.
Cuando toca coger la maleta e irse de Fez no se puede mirar atrás. Se coge un tren y se recorre Marruecos hasta llegar al siguiente destino, dejando atrás todo aquello y actuando como si el impacto no hubiera sido tan manifiesto como el socavón que deja un meteorito.
Del mismo modo que ocurre con el mágico pueblo de El viaje de Chihiro, la estancia en la medina de Fez supone una experiencia tan penetrante y sorprendente que cuando se recuerda parece haber ocurrido en un letargo con muchos sueños dentro; con un montón de imágenes que se han mudado indefinidamente a la memoria a la retina: desde cabezas de camello colgadas y envueltas en papel film hasta el atardecer más bello imaginable sobre las torres de las mezquitas; todas esas calles enredadas en una maraña de nombres, bocas, comidas, gatos y templos parecen haber sido recorridas hace mucho, mucho tiempo, en una ensoñación que ya no se puede tocar, pero que sigue resonando por dentro como la llamada a la oración. Reside dentro del cuerpo como un rezo cuyas palabras no se conocen, pero envuelven los órganos y los pensamientos.
Y finalmente se regresa al lugar en el que se vive y es impactante descubrir que todo está exactamente como se dejó antes de partir, como Chihiro cuando se reencuentra con sus padres al otro lado del túnel. Cada detalle del aeropuerto, los nombres de las paradas de metro o las señales de tráfico de la carretera, las llaves de casa en la mochila, los mismos muebles al entrar en ella, idéntica la cama y el mismo limón retorciéndose en la balda de la nevera. Entonces es cuando realmente se piensa aquello que decía esa frase de El secreto de sus ojos (Juan José Campanella), «ya no sé si es el recuerdo, o el recuerdo del recuerdo lo que me va quedando». Todo está borroso y parece haber sido vivido por otra persona, como si fuera un cuento narrado hace muchos años o un pasaje familiar que no se termina de ubicar. Pero como le dice Haku a Chihiro, «nada de lo que pasó es olvidado, incluso si ya no lo recuerdas».
Fez sigue exactamente en el mismo lugar, aunque ya no se esté allí. Como todo lo demás.