Arte y Letras Cómics

Miguel Ángel Martín: el observador de la psicopatología cotidiana

Brian the Brain, de Miguel Ángel Martín. Imagen La Cúpula.
Brian the Brain, de Miguel Ángel Martín. Imagen: La Cúpula.

Haciendo memoria de la primera toma de contacto con el weltanschauung de Miguel Ángel Martín por parte del gran público, lectores de la Crónica de León aparte, creo recordar que su ópera prima mainstream fue con Keibol Black en aquellos históricos Makokis de la época Borrallo. No solo fueron el primer trabajo pagado que atesoró Mauro Entrialgo, por cierto, sino que también nos permitieron a los generación X hacer esa brumosa transición entre dejar atrás de una vez la escuela Bruguera por un lado, referente estructurador de una arquitectura mental más sólida que la oferta de cualquier profesor de Lengua Española medio de la época, y los Marvel de los 70, nuestros primeros viajes del héroe para adolescentes en formato tebeo. De la Marvel actual se confirma que ni sabemos ni queremos saber nada. Martín supuso el Caronte que nos hizo cruzar la laguna Éstigia que eran esa extraña amalgama de tebeos «de adulto» en forma de caótica sopa primordial, los furtivos Creepys y Toutains, El Jueves, El Víbora y los primeros cómics guarrindongos, valga aquí la palabra para definir los Paco Pitos y demás atrocidades italianas que algún amigo nos contaba que existían.

Miguel Ángel Martín (León, 1960) es uno de los autores de cómic más polémicos y personales del panorama nacional. Con una amplia proyección en el extranjero, especialmente en Italia, donde fue galardonado con el premio Yellow Kid, Martín no se ha centrado solo en la historieta sino que sus diseños han sido la imagen reconocible de eventos como el FestiMad, la discográfica Subterfuge, la firma de merchandising Cha-Chá y hasta de la marca de juguetería sexual francesa Yoba, para quienes diseñó un sofisticado vibrador. Su obra incluso ha trascendido de las viñetas, siendo motivo de adaptaciones cinematográficas (Snuff 2000, de Borja Crespo) y teatrales (Kyrie. Nuevo europeo, de Pepe Mora).

La mayor parte de la gente desconoce que Miguel Ángel Martín es un artista multidisciplinar, que ha hecho desde ilustración, pasando por cartelería, cómic infantil y corporativo, merchandising, cubiertas de discos… Con un poco de suerte se acuerda de sus series en El Víbora o similares, o si has tenido un pasado indie vergonzante (ni siquiera eso, si te molaba Dover) te puede sonar su estética del trabajo que ha estado haciendo durante décadas para Subterfuge recopiladas recientemente en un volumen para Autsaider cómics. 

Sin embargo, siempre le ha rodeado el aura de que la gente lo contempla como se contempla a un animal peligroso detrás de una jaula de plexiglás, como se contempla una orca en un tanque de agua. En mi caso, no solamente lo siento tremendamente cercano a pesar de sus aproximaciones gélidas y distantes, y al mismo tiempo tengo la sensación de que es un gran malentendido. Por ejemplo, siendo su estilo visual muy agradable y característico, me parece que es muchísimo mejor escritor y creador de storyboards que dibujante. 

Con esa maldita manía reduccionista y esa necesidad que tenemos de meter a la gente en cajones, se le ha intentado encajar en toda serie de colectivos imaginarios, desde la cultura del apocalipsis pasando por el comix gore o el cajón de sastre de los «modernos». Sin embargo, al igual que su admirado Bennett (alma mater de los Whitehouse), yo creo que es producto de sí mismo y de su caída a la Tierra como una especie de meteorito en el golfo de México, aunque en este caso el impacto fue en la muy noble y muy leal capital leonesa.

El cómic como caballo de Troya para decir las grandes verdades incómodas

Durante mucho tiempo, el cómic ha sido considerado como un arte menor, y a menudo subestimado como una forma de entretenimiento. Sin embargo, cuando se hace bien, el cómic puede ser tan poderoso como cualquier gran obra literaria. 

Una de las principales ventajas del cómic es que puede contar historias de una manera mucho más accesible que la literatura tradicional. Las imágenes y el diálogo pueden comunicar mucho más rápido y de una manera más efectiva que las palabras solas. Esto significa que el cómic puede hacer más que contar una historia; también puede captar la atención de los lectores y llevarlos a otros lugares.

Además, el cómic proporciona una excelente manera de abordar temas contenciosos y delicados. Los autores de cómics a menudo usan sus cómics para abordar temas como el racismo, la pobreza y la opresión. Esto no solo brinda a los lectores una comprensión profunda de estos problemas, sino que también les permite ver el mundo desde una perspectiva diferente. 

Por último, el cómic puede ser una excelente manera de entretenerse. Puede proporcionar una forma de escapar de la realidad y sumergirse en un mundo de fantasía. Esto puede dar a los lectores una profunda conexión con el material y ayudarlos a encontrar significado en las historias que leen.

En conclusión, el cómic, cuando se hace bien, puede ser tan poderoso como la gran literatura. Tiene la capacidad de relatar historias de manera accesible, abordar temas difíciles de manera creativa y proporcionar una forma de entretenimiento. No creo que Anna Karenina pueda mirar desde muy arriba a muchas de las obras de los grandes del cómic.

Vamos a empezar entrando duro, raso y al pie: Considero que Playlove está a la altura de, yo que sé, cualquier obra de Kurt Vonnegut, o Chuck Klosterman a la hora de entender los marcos mentales cotidianos prevalentes en el siglo XXI. 

Playlove es absolutamente maravillosa, es completamente brutal, te retuerce las tripas como si fuera una bayoneta enemiga en una trinchera en el Marne. Te habla de biología, te habla de machos alfa, te habla de mujeres fuertes y de hombres débiles, y sin embargo tienes la sensación de que, tras cada paso que da, pasa un paño. Le interesa muchísimo dejar el escenario del crimen impoluto, exhibir las cosas descarnadas y no cargar las tintas en nada, y dejar que el trabajo sucio lo haga tu cerebro uniendo los puntos. Entre la línea limpia y una paleta de colores en la gama del rosa y tonos pastel desfilan los negros absolutos y los grises relativos de la naturaleza humana.

La obra de Miguel Ángel Martín ya es la de un autor de sesenta y dos años, consolidado, de la que se hace una recopilación maravillosa en esta entrevista, en la que el ojo entrenado puede ver entre las imágenes limpias y amables y la línea clara a medio camino entre Hergé y Burns, toda una serie de cargas de profundidad contra los pilares fundamentales de la sociedad. 

Martín como testigo de la alienación colectiva

La psique cultural colectiva de una civilización determinada madura con el paso del tiempo del mismo modo que la psique individual progresa a través de etapas de desarrollo. Una cultura no se relacionará consigo misma y con el mundo que la rodea en una época igual que en otra anterior, del mismo modo que un adulto no se verá a sí mismo ni a sus semejantes igual que en la infancia o la adolescencia.

Esta autopercepción deriva de una cultura o de la experiencia de los individuos con su entorno social y de su propia autorreflexión sobre la forma en que encajan en el mundo que les rodea. A medida que se avanza por estas etapas, se experimenta una disociación de un yo y una forma de ser más jóvenes y se fusiona en algo nuevo a medida que uno se integra en el contexto del presente. 

Así pues, la psique individual o cultural es una especie de epifenómeno que resulta de la suma total de todas las experiencias y de la evaluación consciente de las mismas para determinar el comportamiento a medida que uno persiste en el tiempo. 

Uno puede pasar sin problemas de una etapa a la siguiente, perfeccionado para actuar ante nuevas oportunidades y superar nuevos retos, o no adaptarse y permanecer atrapado en una etapa, o incluso experimentar una regresión. La individuación es el proceso de integración de todas las fases acumulativas en una psique estable, mientras que la psicosis es un estado inestable inducido por la incapacidad de sintetizar la propia psique con las circunstancias. 

Miguel Ángel Martín es testigo, ni mudo ni atónito, de la psicosis cotidiana que nos produce la profunda disociación a la que la sociedad moderna nos induce constantemente como colectivo.

Una cosa que me fascina por completo de los personajes de Miguel Ángel Martín es la combinación de ausencia de la más elemental hipocresía social, parecen hechos sin córtex prefrontal, y el hecho de la distancia infinita que Miguel Ángel marca con ellos no hace sino reflejar la brutalidad de sus manifestaciones.

Uno no puede por menos que identificarse con él y con sus personajes en términos de reconocer la marca de Caín, la alienación infantil, el bully, el hijo de puta, el tontorrón, el mierda. Son y han sido actores constantes en la sitcom de mi vida. He seguido la terrible vida de Brian de Brain y su desaparición en el mar del olvido en una saga-río que no tiene nada que envidiar a la de Palomar, de Beto Hernández. No es Martín alguien de retratarse a sí mismo en su obra en ninguna parte, ni siquiera en un personaje que ha usado de manera reiterada como una especie de paradigma del observador frío de la estupidez ajena, como es Oskar. De hecho, en sus últimos trabajos, como My way, ni siquiera usa un trasunto de sí mismo para hablar de manera fría y desapasionada de lo que observa. Viene, te descerraja un cargador en la cara, se ríe de las relaciones superficiales y de lo ridículas que son nuestras pretendidas «relaciones personales» y se larga por donde ha venido sin ni siquiera enarcar una ceja.

Uno, que no ha hablado nunca con él a título personal, termina por no saber si disfruta más haciendo unos trabajos más alimenticios o viables que haciendo cosas más personales y minoritarias, incluso trabajando para ayuntamientos y similares. No parece el tipo de persona que se venda por dinero. Extiende el mantel, te presenta su universo de caracteres y lo único que puede hacer es mostrate un lado más amable y un lado atroz, pero no se le conoce una sola traición a sus principios. Su mejor versión, la más interesante, es la que aflora cuando decide coger el escalpelo y viviseccionar al ser humano, cuando es capaz de tocarte un nervio, cuando es capaz de ponernos a los humanos ante el espejo de nuestra propia miseria y capacidad de autoengaño, nuestras propias debilidades y nuestra propia incapacidad de procesar la realidad.

El monstruo en la mazmorra

No deja de resultar absolutamente inaudito ese contraste entre ese nombre y ese apellido normal, casi vulgar, más perteneciente a un estudiante de ciencias físicas con veleidades adúlteras que a semejante escultura humana de carbonita. Uno le ve en fotos y su aspecto bonachón y blandito también lleva a confusión, quizás si te fijas un poco en su mirada puedes ver que lo que hay debajo de esas pupilas negras es más oscuridad que en un cubo de Vantablack. 

Aunque es diez años mayor que yo, he tenido la suerte de coincidir en el tiempo y crecer con él y ser testigo de primera mano de su evolución temática y gráfica. Nunca entré en Esplendor Geométrico, en la escisión me quedé con Aviador Dro. Nunca tomé la decisión de entrar en la fortaleza de la Soledad, me quedé en las mallas, el spandex y la heroína. Miraba desde lejos a toda la gente que dejaba la humanidad detrás y abrazaba su idosincrasia particular y la reforzaba. Era Emil Sinclair mirando admirado a Demian. 

No queremos hacer aquí una apología de dejar la humanidad detrás, de coger la vida de Unabomber, de abrazar sin escepticismo a Burzum. Sin embargo, nos fascinan, como a él, todos estos personajes. Compartimos su fascinación por gente como William Bennett o Genesis P. Orridge. nos fascina Whitehouse y los temas que les interesan, aunque musicalmente no nos hayan dicho nada nunca. Entendemos el catálogo de Rotor, tenemos múltiples intereses comunes y si pensamos en una editorial pensamos en Amok.

Ignoro si alguien se siente mejor o muy especial por pertenecer a ese pequeño club de los elegidos que tiene pocos miembros. A ese grupo que describe Halloran en El resplandor a Danny, a esa pequeña comunidad de gente que ha estado durante mucho tiempo pensando que estás sola cuando en realidad es que sus componentes han sido desperdigados por el mundo por un algoritmo caprichoso. 

Pero como decía Walt Whitman, contenemos multitudes. Hay un Johan/Lunge de Urasawa, un Robot de Invincible, un Dr. Manhattan dentro de mí. Hay lugar para este tipo de personas en el mundo, la gente distanciada, el observador frío, la persona desapasionada y desconectada que contempla la estupidez en silencio y con la curiosidad de un entomólogo. Esa persona que deja de ser humana y su hogar pasa a ser como el del Dr. Manhattan, las estrellas. 

Y nos maravilla constatar que hay gente que tiene una llave. Que puede entrar y salir de ese sitio, y mezclarse de nuevo entre nosotros, sin llamar la atención. Detrás de esa pinta anodina de tío/abuelo modernuqui hay un cerebro mutante aprisionado detrás de una puerta, como los demonios extra dimensionales de Locke and Key. Y allí están bien. De vez en cuando, sacamos a uno para hacer una llave que nos lleve a otra parte, pero esa puerta debe permanecer bien cerrada en lo más hondo del cerebro de Martín. 

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