Juegos de azar

Apuéstate la polla de burro, Cervantes

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Foto de Elena Rabkina

En un garito, leonera, mandracho o coima. Cerrando los ojos para visualizar a los escritores españoles del Siglo de Oro raro será que no los imaginemos ahí. En lo que hoy llamaríamos, genéricamente, tabernas. Pero que en el lenguaje de germanía, aquella jerigonza del Lazarillo que derivaría en lunfardo argentino y en quinqui, recibió mil sinónimos con la lengua canalla de los criminales. Todos derivados de lo que tuvieron en común, los juegos de cartas en torno a una mesa, y las trampas de quienes los jugaban. Tahúres y fulleros, maestros en hacer flores, que es el nombre que se daban a los engaños. Pero lejos del aura canallesca con la que quisieron vestirse Lope de Vega, Quevedo, y los demás, lo cierto es que ellos evitaban este tipo de garitos. Menos por no perder lo poco que tenían, que por conseguir ser empleados por un aristócrata. Las mejores casas de apuestas y casasdeapuestas360.es de la época, en las que podías jugar y donde en lugar de desplumarte un fullero podías ganar o perder, pertenecían todas a altos miembros de la nobleza.

El panorama no ha cambiado mucho en realidad, aunque ahora el dueño sea una gran multinacional, un club de fútbol, un casino tradicional convertido al online, o uno de los que surgieron en internet. Los tahúres siguen por ahí, ahora estafando en internet, y hoy sigue siendo imprescindible para el jugador comparar los proveedores de apuestas para distinguir las casas de apuestas de buena reputación. Nuestros clásicos lo hacían, para conservar su buen nombre, sin dejar por ello de ir, ocultamente, al tablaje, ginebra o palomar montado por un soldado de Tercios estropeado. Es decir, por uno de esos tullidos que ellos nos describen, valentón, espada a un lado, mostacho grande y sombrero de pluma. Siempre con la lata a la espalda, un canuto de latón donde guardaban su hoja de servicio, y con la que intentaban conseguir un trabajo en la corte o un empleo a cargo de un noble. Casi todos con heridas o mutilaciones, y los que no, demasiado viejos para seguir en el ejército. Al volver a la vida civil se convertían en asesinos a sueldo, matarifes, ladrones, mendigos o chulos pero sobre todo en gariteros. Es decir, en jugadores de taberna extremadamente hábiles con eso que hoy llamados, genéricamente, trampa o estafa. Pero que en un siglo donde el lenguaje lo era todo, tenía sus especialidades, en forma de andabobas, floreos de Vilhán, raspadillos, verruguetas y colmillos, astillazos, hollines y espejuelos. A alguno le sonará aún esa expresión de que le hayan metido un astillazo después de traerle la cuenta por esas cervezas que se tomó en una soleada terraza. Regentada por follones. No es mucho consuelo que otros pardillos cayeran en el truco de aquellos gariteros, y despertaran sin nada en un rincón de Sevilla, Madrid, Valladolid, o cualquiera otra de las grandes ciudades. Pero si el bolsillo nos quedó vacío, aún podemos pensar con dignidad que hemos sido no víctimas, sino hijos, de una cultura centenaria.

Porque desde luego aquel mundo del lumpen clásico nos dejó literatura, pero sobre todo palabras. Una atajo de jerga que seguimos usando aún hoy. Algunas de las que más nos sacamos de la boca hoy día, tuvieron su origen en torno a una mesa donde se jugaba con naipes. En el Licenciado Vidriera Cervantes escribe esto: «Alababa también las conciencias de algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos;». La polla no era en realidad un juego, sino la apuesta dentro de uno, llamado Juego del Hombre, variante del Tresillo. Y por si queda duda de que el autor del Quijote no lo inventara -aún hay palabras de su libro que no tiene referencia de uso en ninguna otra fuente escrita-, Sebastián de Covarrubias la metió en su Diccionario de Autoridades, en 1737, que es el primero de la RAE. Y lo hizo en el juego de Rentilla, que explica así: «juego de náipes, en que se reparte una carta a cada uno de los que juegan, y sobre el punto que pinta la carta, se ha de pedir hasta hacer treinta y uno, que es el fin del juego, y con lo que se gana el todo de la polla;». La Real Academia, ahora que incluye todas las acepciones latinoamericanas, y las referencias históricas, la tiene en su actual edición, como sinónimo de apuesta en doce países de habla hispana, y como en desuso para los naipes. Recatados aún los académicos, colocan en primer lugar la definición de la gallina que aún no pone huevos, y para la segunda, precedido de malsonante, el pene. Y eso que el porno también es cultura.

Que soldadesca y cartas tuvieran tanta relación, y sean citados en tantas novelas, obras de teatro, poemas y demás literatura clásica española no porque los naipes fueran el ocio preferido. Si el término polla sigue en su máximo esplendor de uso es porque pertenecía mayormente al Juego del Hombre. Y este juego de cartas escondía una metáfora de la guerra muy adecuada a los soldados. También útil para entender cómo hemos definido los palos de la baraja española. Un máximo de cuatro jugadores emulaban la guerra en torno a la mesa, donde espadas y bastos representaban las armas de combate, las copas las victorias en la batalla, y los oros el botín de las victorias. Repartidas nueve cartas a cada uno, ganaba quien tras reunir cinco bazas se sacaba la polla o suma total de las apuestas.

No podía ser más casto sacarse la polla ni tener de forma tan neutra esa palabra en la boca. Lo era cuando se encontró que en los papeles personales del Duque de Osuna, grande de España, y general a cargo de las campañas bélicas de Felipe III, explicaba las reglas de este juego diciendo que también se lo conocía como Polla, a secas. Pero ojo que el Conde de Villamediana, poeta español del Barroco ya nos va indicando que el uso que damos hoy a la palabra no les era ajeno como doble sentido picante. En el poema A una señora que se facilitaba por dinero -diríamos hoy, puta- compone: «quien entrare a jugar, quien hombre fuere,/ si de oros a triunfar no se dispone,/ nunca ganar aquesta polla espere.» Vamos, que si quieres acostarte con ella, doncella vendida por su madre, nos explica, prepara la cartera para sacarte la ya sabes qué. «Éntrale el basto siempre a la doncella/ cuando de oros el hombre no ha fallado». Para cuando el Juego del Hombre se rebautiza Tresillo, en el XIX, ya les daba reparo eso de que hacerse un hombre fuera sinónimo de entrar a la polla. Pero imaginémonos por un momento a Lope o Quevedo, tan serios ellos, gritando en la taberna ¡polla corrida, triunfo en mesa! o pidiendo sacar pajas, sinónimo de sacar cartas, o hablar de meter la polla doblada. Que este era el lenguaje de todos los jugadores, no solo el suyo.

Aunque para esto del vocablo sexual relacionado con el naipe Cervantes fue un caso único. Primero porque parece obsesionado por hablar del asunto, y segundo porque leyendo su biografía no nos puede quedar claro cómo hacía para meterla. La apuesta. El nombre de manco, que suele llevarnos a engaño, no significa que perdiera físicamente la mano izquierda, pero sí le quedó con una parálisis permanente a causa del acarbuzazo. Que, para el que no lo sepa, se lo metieron en Lepanto mientras cruzaba por un tablón del galeón español a la galera turca, embistiendo como soldado de Tercios en su versión marina, que así de burros eran los tiempos. Entre el balazo y la vuelta a Madrid pasó casi una década, y más de otra hasta que escribió el Quijote. Cómo demonios se apañó para sostener los naipes y lanzarlos, teniendo una sola mano hábil, y jugar a la taba en Madrid, al rentói en las ventillas de Toledo, y a la presa y la pinta en las barbacanas de Sevilla. Vagabundo, errante, precario en busca de una ocupación, el escritor pasó la mayor parte de su vida entreteniendo el tiempo en las tabernas, jugando a las cartas, y recogiendo, supongamos, el florido vocabulario de tahúres y truhanes. Con La ilustre fregona, Rinconete y Cortadillo, novelas ejemplares, podría componerse un tratado social y antropológico sobre el juego en su tiempo, completado con su comedia Pedro de Urdemalas.

Y no caigamos en creer que esto de las cartas se limitaba a soldados en ciudades, a escritores de la corte, y a nobles y aspirantes a ser empleados de ellos. El manco pasó más de diez años recaudando impuestos por Andalucía y unos cuantos más cociendo bizcocho para proveer de alimento a los pobres condenados a galeras. En ese deambular infinito tuvo la ocasión de conocer bien al campesino medio, que es su Sancho Panza, y reflejar de paso en su novela que este también jugaba. Concretamente al triunfo envidado las Pascuas, juego al que en la ciudad llamaban Burro. Y donde nuevamente en el diccionario de autoridades vuelve a aparecer la hoy acepción décima, llevándonos a saber que en los pueblos, aldeas y ventas, tenían que sacar, cuando jugaban, polla de burro. Po cierto, a Sancho le advierten cuando gobierna la ínsula Barataria que no cierre las casas de juego que pertenecen a los nobles, no sea que les perjudique. Así acabamos donde empezamos.

Pero y si después de tanta vuelta, vocabulario y garito, pese a la suerte, la habilidad y la fullería, se queda uno pelado, como gallina desplumada. Si la polla ha quedado floja, o no sale, o la perdemos. Pues queda decir aquello que casi como un refrán dejó Cervantes. Y sí, fue en el Quijote. Paciencia, y barajar.

N.B. Este artículo debe mucho a las lecturas de nuestros clásicos y al ensayo La polla de Cervantes, de Fernando Iwasaki, aparecida en el número 100 de la revista Estudios Públicos, 2005.

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