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Elegía del reloj mecánico (y 2)

Elegía del reloj mecánico
DP.

Viene de «Elegía del reloj mecánico (1)»

Pronto comenzó la miniaturización del reloj, plasmada en relojes de mesa, solo al alcance de personas muy ricas, para lo que fue necesario sustituir el sistema de pesos y contar con mejores materiales —fundamentalmente acero— que hicieran a los pequeños engranajes más regulares y duraderos. El primer problema se resolvió, en el siglo XV, con una idea magnífica: utilizar un muelle. Esta mejora planteaba, sin embargo, una dificultad añadida: el muelle, al desenrollarse, va desarrollando una fuerza cada vez menor, lo que impide que el giro de la rueda de escape se mantenga regular. Para resolverlo, se enlazó el muelle a una cadena, a su vez enrollada en una rueda cónica, y colocada de forma que comenzase a desenrollarse en la parte menos ancha, equilibrando la mayor fuerza del muelle con el menor efecto mecánico de la cadena. Comento esta solución simplemente como una más de las innumerables muestras de ingenio desplegadas por los relojeros a lo largo de la historia.

La miniaturización del mecanismo desembocará, a comienzos del siglo XVI, en el reloj de bolsillo y, más adelante, en una loca «carrera de armamentos» entre los relojeros por fabricar el reloj más pequeño. Tan pequeño como el de Isabel de Inglaterra, que cabía, con su mecanismo despertador, dentro de un anillo. Como era de esperar, la miniaturización afectaba seriamente a la fiabilidad. 

Si no hubiera sido por las necesidades de una ciencia que exigía mediciones cada vez más exactas y por los imperativos de la navegación marítima, la búsqueda de relojes más precisos podría haberse demorado. Detengámonos un momento en la relación entre el reloj y la navegación.

Si la latitud y la longitud fueran hermanos, diríamos que no parecen del mismo padre y madre: uno es accesible y extrovertido, el otro, huraño y misterioso. Y es lógico, ya que dependen de los meridianos y los paralelos, y resulta que los primeros son todos iguales y ninguno tiene una preeminencia natural, mientras que los paralelos son todos diferentes y el paralelo origen —el ecuador— está predeterminado. Carl Sagan, en un famoso capítulo de Cosmos que les recomiendo, nos explica de forma magistralmente didáctica cómo Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra. Para lograrlo comparó la longitud de la sombra de dos varas iguales el mismo día del año en dos lugares, uno situado a ochocientos kilómetros al norte del otro. Pudo hacerlo porque hay un año natural que conocemos por la repetición regular de efemérides astronómicas asociadas a la órbita terrestre. Eratóstenes usó la cercana y entrañable latitud, viajando hacia el norte o el sur, y comparando efectos en los mismos días del año y pudo hacerlo porque el año existe. Sin embargo, no había una posibilidad de lograr un resultado similar viajando hacia el este o el oeste: si se hacía a la velocidad normal de un medio de transporte de la época no percibías que el Sol saliera «antes» en un lugar que en otro. Para conseguir eso hace falta viajar en avión —y notar el jet lag— o tener un reloj con la hora del punto de partida que te permita darte cuenta de que la hora del punto de llegada es diferente. La asociación de la longitud al transporte de la hora, al hecho de llevar un reloj contigo, es una idea moderna que fue teórica antes que práctica.

Una vez quedó claro que la Tierra era redonda, la consecuencia geométrica terminaba resultando evidente: el Sol aparecería antes en unos lugares que en otros y la hora se relacionaba con el problema de medir la longitud. Hasta ese momento, nadie se había preguntado si la hora en una ciudad era diferente de la hora en otra ciudad a miles de kilómetros, porque no había manera de comunicar con la rapidez suficiente las diferencias horarias. La importancia de la exploración y del comercio marítimos da lugar, a partir del siglo XVI, a una auténtica y justificada obsesión por medir correctamente la longitud en el mar, y así evitar que los barcos se perdiesen en las rutas oceánicas. Tanto lo fue, que las más importantes naciones europeas llegaron a prometer grandes premios a los que diesen con un método práctico para determinarla. La latitud no solo era accesible, sino también fácil de medir desde siempre, pero la medición de la longitud era terriblemente complicada y a ella se dedicaron las mejores mentes de Europa, confiando en soluciones astronómicas. Sin embargo, había una respuesta puramente mecánica que se deduce de lo que acaban de leer: lograr un reloj muy exacto que no se desviase en alta mar. El procedimiento, de contar con ese preciso instrumento, sería simple: el reloj se pone en hora en el puerto de salida. Una vez en el mar basta con medir la hora a mediodía y compararla con la del reloj para conocer la longitud. Si nuestro reloj da la una de la tarde a mediodía, nos encontraremos una hora más hacia el oeste, es decir a 15 grados longitud oeste. Para lograr eso, se hacía imprescindible un reloj que, en un viaje de varios meses, prácticamente no atrasase o adelantase. Pero, antes de seguir con esa carrera para resolver el problema de la longitud, hay que dar marcha atrás y volver al mecanismo de escape.

Durante siglos, la mejora en la exactitud de los relojes fue resultado de un uso de materiales más adecuados y de una mayor precisión en la «talla» de los engranajes. Sin embargo, había un límite a esa mejora, porque el escape de vara y foliote (el foliote es una lámina cargada con dos pesos en sus extremos, encargada del movimiento oscilatorio en esos primeros relojes) plantea un problema esencial de diseño: el foliote oscila, pero no por tener una frecuencia propia, sino por la fuerza que le comunica la vara a la que está unida —que la recibe a su vez del tren de ruedas—. Por desgracia, esa unión transmite al foliote las propias irregularidades del tren de rodaje, que, aunque se compensan entre sí hasta cierto punto, limitan la posibilidad de aumentar la fiabilidad del reloj. La única manera de aumentarla era introducir un oscilador que tuviera oscilación propia y que recibiera, del escape, únicamente la cantidad de fuerza imprescindible para mantenerla estable.

El gran Christian Huygens encontraría ese oscilador natural: un péndulo. La sustitución del escape de vara y foliote por el de vara y péndulo produjo un resultado espectacular: de un error medio de quince minutos al día se pasó a uno de entre diez y quince segundos. El avance se explica por la oscilación libre del péndulo, salvo en los instantes en los que recibe el impulso del mecanismo de escape. La mejora definitiva (que evitaba ciertos problemas derivados de la manía de los arcos de oscilación de negarse a permanecer en un mismo plano, lo que provoca graves errores en el caso de arcos muy amplios, como los producidos por el escape de vara) se alcanzó al introducir el llamado escape de áncora, que actúa sobre dientes muy cercanos entre sí, aminorando la amplitud de las oscilaciones.

Estos relojes, sin embargo, no resolvieron el problema de la longitud, porque los movimientos irregulares del barco en alta mar se trasladaban al propio péndulo, además de que aquellos se veían afectados por las condiciones climáticas (por ejemplo, por la dilatación de los materiales). El mismo problema afectaba a los relojes de bolsillo. Se hacía imprescindible ingeniar un nuevo regulador y se halló sustituyendo el péndulo, más apropiado para relojes de pared o mesa situados en tierra, por una espiral reguladora, otro muelle, este mucho más delgado y elástico, que oscilaba al comprimirse y abrirse de forma regular. La paternidad de este hallazgo fue reclamada por muchos —Huygens, Hooke, Thuret—, pero eso es lo de menos. Lo importante es que la espiral reguladora dejó obsoletos inmediatamente todos los relojes de bolsillo con vara y foliote. El avance fue tan notable que los relojes de bolsillo empezaron a tener una aguja para señalar los minutos, que ya se marcaban en los grandes relojes de péndulo y, a partir de 1690, otra con la función de segundero. La evolución posterior fue más lenta, basada en diseños de escapes, engranajes y dientes cada vez más sofisticados, a lo que se unió una mayor precisión en el corte y una elección más adecuada de materiales como, por ejemplo, rubíes en los puntos de fricción, capaces de evitar el doble problema del desgaste y de la necesidad de utilizar aceites que, al ensuciarse, estropeaban el mecanismo. Es esta la época de grandes nombres de la historia de la relojería, como los ingleses Graham o Mudge, el suizo Berthoud o el francés Le Roy

Habíamos dejado a medias el problema de la longitud y es hora de retomarlo para hablar de un genio: John Harrison. Aunque era carpintero, adquirió conocimientos en relojería —al parecer— gracias al hecho de que su pueblo fuera tan pequeño que no hubiera un maestro relojero que pudiera reparar los relojes. Cuando supo que el Parlamento inglés había prometido un premio de veinte mil libras a quien resolviera el problema de la longitud superando unas pruebas muy rigurosas en un viaje marítimo, decidió presentarse y diseñó cuatro relojes únicos, con engranajes a menudo de madera y con un escape de nuevo diseño, en el que mezclaba metales con diferentes coeficientes de dilatación para evitar que los cambios de frío o calor afectasen a la fiabilidad. De sus manos nacieron cuatro relojes conocidos como H1, H2, H3 y H4, que se conservan en Greenwich, en el Museo Naval inglés. Para que se fabricase un reloj más preciso hizo falta esperar un siglo. Tras más de dos décadas de estudio obsesivo, Harrison, que se había inclinado al principio por relojes de gran tamaño, presentó H4, un pequeño reloj de trece centímetros de diámetro. Tenía setenta años. En 1764, ese reloj tuvo, tras un viaje desde Portsmouth a Barbados, un resultado extraordinario, con un error de solamente treinta y nueve segundos (es decir, 9.75 minutos de longitud). Harrison obtuvo finalmente, tras muchos sinsabores, el premio que venía persiguiendo desde hacía cuarenta años.

Ganó el premio, pero su solución no fue la adoptada. Los relojes de Graham, Arnold y Earnshaw, menos precisos, pero más simples y baratos de fabricar, permitieron a Reino Unido aventajar a las restantes naciones en la construcción de los caros cronómetros de marina. Sin embargo, los habitantes de un pequeño país estaban a punto de hacerse con el monopolio efectivo de una industria cada vez más importante. Es hora también de hablar de la industria relojera suiza.

Es difícil explicar un éxito como el suizo. No había ninguna razón a priori que permitiese preverlo. Los primeros núcleos importantes de constructores de relojes se encontraban en los países en los que uno pensaría: en las ciudades alemanas, especializadas en objetos en miniatura, relojes caprichosos de sonería que se vendían al turco o en oriente; en Francia, el lugar de nacimiento de grandes maestros relojeros, pero sobre todo el lugar en el que el reloj como joya alcanzó un grado más sofisticado; o en Inglaterra, el país en el que, como hemos visto, se desarrollaron la mayor parte de las mejoras que hicieron del reloj un mecanismo más exacto y duradero, convirtiendo al reloj inglés en paradigma de calidad y fiabilidad. 

Todas esas industrias fueron decayendo. Solo la inglesa resistió hasta el siglo XIX y lo hizo en los productos de alta gama. La crisis no se produjo porque la relojera no fuera una industria con futuro, sino porque los relojeros suizos fabricaban más y más barato. Sobre todo más barato. Su origen se encuentra en Ginebra, en el siglo XVI. La ciudad, en esa época, recibió una avalancha de refugiados franceses que huía de las persecuciones religiosas. Esas oleadas dieron lugar a tensiones con los gremios locales que querían mantener sus privilegios frente a los extranjeros. La solución fue dividir la labor en especialidades, de forma que el maestro relojero solo tuviera que hacer el remate final —a veces ni siquiera eso, cuando compraba mecanismos en «blanco»—, dando al producto su firma. Los trabajos previos se podían encargar no solo a obreros poco especializados, sino a mujeres y niños. La consecuencia de ese sistema no fue la prevista: no se puede controlar a la gente que aprende a hacer relojes. Los établisseurs, esos fabricantes de mecanismos, se hicieron comerciantes y empezaron a vender por todos los países, corriendo a menudo riesgos increíbles, con sus baúles atados con cadenas a los carruajes. Los nombres de esos aventureros le sonarán a cualquier amante de los buenos relojes: Abraham Vacheron o Czapek y Patek, los creadores de la casa más tarde llamada Patek Philippe. Es la época gloriosa de la relojería ginebrina, a finales del siglo XVIII, cuando se convirtió en la segunda productora del mundo. La revolución estaba, sin embargo, por venir, y sería también suiza, pero situada algo más al norte: en el valle del Jura.

La industria relojera es especial, no requiere de mucha materia prima y el transporte no es un problema: en una maleta se puede llevar una fortuna. Así, pese a ser un oficio para especialistas que debería haberse desarrollado en los alrededores de alguna gran urbe, una tierra montañosa y pobre, poblada por campesinos y ganaderos, se hizo con el gran premio. Y es que eran industriosos. Incapacitados para realizar labores agrícolas durante los meses de invierno, la posibilidad de hacer esos trabajos previos que demandaban los relojeros ginebrinos resultó insuperablemente atractiva. En cada casa, hombres, mujeres y niños se dedicaron a él con fervor, hasta el punto de llegar a alquilar sus tierras a extranjeros para poder dedicar todos los días del año a la elaboración de ruedas, esferas y cajas. El aumento de riqueza fue inmediato y la reserva de mano obra especializada devino en motor económico. Al final controlaron todo el proceso de producción y, aunque tuvieron fama, inicialmente, de poca calidad, en el siglo XIX pudieron ofrecer relojes tan buenos como el mejor relojero inglés, pero muchísimo más baratos. E imitaban. Imitaban a mansalva, poniendo nombres iguales o semejantes a sus mecanismos y relojes, sin el mínimo respeto por la «propiedad industrial», por la «marca». Los suizos coparon el mercado por sus precios, pero los ingleses seguían presumiendo de que los suyos eran los relojes más precisos, hasta que a comienzos del siglo XX los relojeros suizos ocuparon el último reducto, ganando sin interrupción los premios en la categoría de relojes de bolsillo. La única duda, año tras año, era el nombre del vencedor: Ditisheim, Zenith, Movado, Longines, Vacheron, Omega o Patek Philippe. El control de esa nación era casi monopolístico y se explicaba por una particularidad de la industria relojera: el valor del componente humano. La industria relojera siempre fue a la cabeza de las restantes industrias en cuanto a complejidad, pero esto en realidad frenó la maquinización. No había manera de producir los minúsculos engranajes y piezas de forma masiva e intercambiable; siempre se requería el repaso final y el ajuste experto del maestro relojero. El capital humano acumulado era la clave del éxito.

Solo un enfoque diferente podía poner en peligro el monopolio suizo y vino de Estados Unidos. Los norteamericanos utilizaron la probabilidad y las máquinas. Comenzaron a fabricar mecanismos masivamente, dividiéndolos por peso y fuerza, escogiéndolos luego al azar dentro de cada grupo, para desechar los relojes que no daban buenos resultados. Al principio, hasta que fueron afinando los procedimientos, hubo que desechar muchos, y los que quedaban no podían competir con los de una casa relojera que trabajase a la manera tradicional; pero su precio era insuperable. Ese precio era resultado de la ratio entre obrero y producción: un empleado suizo, en 1900, fabricaba unos cuarenta relojes anuales, mientras que el norteamericano alcanzaba los doscientos cincuenta.

La apuesta fue tan importante que los suizos se tragaron su orgullo y enviaron un «espía» a Estados Unidos. A su vuelta, informó a sus compatriotas de la viabilidad del nuevo procedimiento y de los peligros para la industria nacional. Pudieron reaccionar a tiempo, sin renunciar a las claves de su éxito, introduciendo una mayor maquinización y reservando los ajustes finales a las manos de expertos, de forma que pudieran abaratar costes manteniendo una alta calidad final. Nunca llegarían a recuperar el mercado estadounidense totalmente, a pesar de poner a algunos de sus relojes nombre «americano» para engañar a sus compradores, a la vez que mantenían sus marcas más prestigiosas. En cualquier caso, su control sobre la producción y comercio mundiales en la primera mitad del siglo XX es brutal, casi incomparable, cercano en determinados momentos al ochenta por ciento. Se habían adaptado y habían vuelto a triunfar.

Hasta que llegó el cuarzo. Los nuevos relojes de cuarzo no solo eran más precisos, sino que además permitían otras funciones electrónicas. Los suizos entraron en una pendiente de pérdida de mercado a partir de la década de 1970, salvo por el fenómeno swatch. Solo en el reducido mundo del carísimo reloj exclusivo, a menudo mecánico, conservan la primacía. Sin embargo, su precio es tan elevado que en la factura final aún están cercanos a un cincuenta por ciento mundial.

Tampoco importa. La llamada revolución del cuarzo ha sido breve. Vivimos los últimos días del reloj. Seguimos necesitando saber la hora, pero ya no es preciso llevar un aparato, llamado reloj, que cumpla esa función. Hoy, otros artilugios que sirven para otras cosas nos dan la hora y se ajustan exactamente mediante internet. Tenemos la hora en el coche, en el teléfono móvil, en la tablet, en el ordenador, en el ebook. Cuando empecé a escribir este artículo le pedí a mis hijas que hicieran una pequeña investigación: comprobar cuántos compañeros de su clase llevan un reloj. El resultado es significativo: apenas un veinte por ciento de los niños. Es lógico. Si todavía se compran y regalan relojes es por pura inercia. El reloj terminará siendo superfluo, porque ya no necesitamos un objeto que sirva para dar la hora.

Paradójicamente, el reloj mecánico, el aparato de sus características más eficiente ideado por el ser humano, terminará como los relojes de los emperadores manchúes, rebajado a objeto de lujo, simple capricho innecesario, signo de poder o de estatus, ajeno a la importantísima función cumplida durante siglos.

La medición del tiempo nos rodea de forma absoluta y su tiranía rige nuestros actos, pero el reloj, ese artefacto único, muere, dejando un recuerdo de ingenio y superación, de expertos artesanos y ajustes exactos, de mecanismos minúsculos, prácticamente perfectos, una prueba del poder del ser humano sobre el entorno.

Descanse en paz.

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2 Comentarios

  1. Juan Ramírez W.

    Cómo es que el reloj mecánico está ganando mercado al de cuarzo que es más barato y exacto?: la vanidad del ser humano es la respuesta. Siempre nos va a atraer el poseer un mecanismo complicado, de un diseño muy atractivo y que nos hace vernos más interesantes, como lo es echar humo por la boca por el uso del tabaco, por ejemplo. Los relojes mecánicos ganan cada vez más adeptos, coleccionistas de máquinas complicadas, marcas famosas, bellos diseños y la oportunidad de que los otros nos vean con un aparato atractivo.

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