Arte y Letras Filosofía

Sócrates y los siglos

La muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David.
La muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David.

 

Pienso que, cuando un artesano u otro que su índole destine a negocios privados, engreído por su riqueza o por el número de los que le siguen o por su fuerza o por otra cualquier cosa semejante, pretenda entrar en la clase de los guerreros, o uno de los guerreros en la de los consejeros o guardianes, sin tener mérito para ello, y así cambien entre sí sus instrumentos y honores, o cuando uno solo trate de hacer a un tiempo los oficios de todos, entonces creo, como digo, que tú también opinarás que semejante trueque y entrometimiento ha de ser ruinoso para la ciudad […]. Por tanto, el entrometimiento y trueque mutuo de estas tres clases es el mayor daño de la ciudad y más que ningún otro podría ser con plena razón calificado de crimen.

Lo dijo Sócrates en el libro IV de la República, escrito hace dos mil cuatrocientos años, y bien podría estar hablando de NapoleónNixon, ser palabras de Marx o Diderot o una pancarta del 15M. Lo dijo Platón, en realidad, que es quien escribió el libro, pero lo puso en boca de Sócrates. Sócrates, de hecho, apostoló todo lo que quiso, pero no escribió nada en su vida porque, nos consta, no creía en la palabra escrita. Por suerte, los hubo en la época menos outsiders que decidieron trasponer por escrito lo que dijo el maestro, conscientes de que aquel señor mayor gordito y con cara de pequinés tenía swing y tenía tronío, y por aquello tan griego de la posteridad. 

Hoy, en esta modernidad que es la posteridad griega, dudamos cuánto hay de Platón y cuándo del propio Sócrates en los textos que nos han llegado, y a esto lo juzgamos importante y lo llamamos «el problema socrático», que convenimos uno de los más gordos de la historia de la filosofía. Tener problemas como el socrático es, de hecho, un problema muy de esta posteridad, en la que con frecuencia pensamos que de la cita importa más su autor y nos olvidamos —nótese, predicando con el ejemplo, que no vamos a citar al autor del proverbio— de que cuando el sabio apunta al cielo, el tonto mira al dedo. 

Es de lo que va el rollo socrático, querida amiga. De sabios, de tontos y de predicar con el ejemplo. Y de hacerlo no por virtud, que según él se convierte en algo vacío cuando se pretende porque sí, sino porque practicar las ideas en la propia conducta es el único modo de conocer su ajuste con la realidad y de saber, por lo tanto, si son verdad. Es así como Sócrates prescribe que solo el actuar modélicamente, llevando una vida ejemplar y diciendo lo que se cree cierto, conduce a la sabiduría, y deduce de paso que el hipócrita no es malo, sino tonto, pues al no actuar conforme a lo que piensa, demuestra que no le interesa saber si eso que piensa es verdad. La ventaja de esta teoría, la de que solo predicando algo con su ejemplo sabremos si es cierto, es que viene con abrefácil: basta con predicar con su ejemplo para saber si, en efecto, es cierta.

Cosa que Sócrates hizo, claro está, o si no no estaríamos hablando de él. Un particular curioso del juicio en el que fue condenado a muerte, por ejemplo, es que fue una exigua mayoría del jurado —doscientos ochenta de los quinientos ciudadanos que lo componían, algo así como el cincuenta y seis por ciento–—la que lo declaró culpable, pero a la hora de dictar que la sentencia fuese a muerte, esta mayoría creció hasta situarse en trescientos sesenta a favor y ciento cuarenta en contra. La razón es que, entre una y otra votación, Sócrates cuestionó abiertamente que los integrantes del jurado no fueran lerdos, habida cuenta de que participaban serenamente en un proceso que era, y todos lo sabían, una farsa más evidente que los monos de Jumanji. Llega así a la conclusión de que el tribunal está integrado por hipócritas, que por extensión son estúpidos y que, por lo tanto, no sabrán juzgarle con arreglo a la justicia, cuyos términos desconocen. Su determinación de juzgarles necios, modo filoclásico de llamarles gilipollas en su misma cara, no respondía a la intención de herirles, Zeus me libre, sino porque esta conducta —la ejemplar, diciendo lo que se cree cierto pese a que te vaya a costar la muerte— era el único modo de demostrar que su razonamiento era correcto y, por extensión, su defensa: así es como probaría que el juicio era ilegítimo.

Y lo hizo, por supuesto. Tanto que le costó la muerte. Muchos de los miembros que en la primera elección votaron por su no procesamiento se sintieron insultados y votaron, en la segunda, por su condena a muerte. Con su cambio de actitud corroboraron que, en efecto, eran incapaces de decidir con justicia, decretando la ejecución de un hombre —uno de los padres de la civilización, que se dice pronto— no según sus delitos, sino porque sus palabras juzgaron soberbias, hirientes o, mucho más probable, grandes pajas mentales.

Fue intelectualmente espectacular, estarán conmigo, pero a costa de su muerte. No es que pudiera haber sido muy diferente, visto con perspectiva. Sócrates fue lo más parecido que nuestra cultura tiene a un mesías profano, y sabido es que los mesías como Dios manda —incluso los que no manda Dios, como es el caso— llegan, ponen el huevo y se van, muertos por lo general a manos del establishment. Y ya luego cambian a la humanidad para siempre, pero eso es más a largo plazo. Sócrates, como Cristo, no escribió, no fundó, se rodeó de discípulos jóvenes y fue traicionado por uno de ellos. Incluso perdonó a sus verdugos en su lecho de muerte. De hecho, y hablando en propiedad, fue el segundo quien copió al primero, pues vivió y obró cuatro siglos después. Implementó la perfo socrática, eso sí, con trucos de prestidigitación y el hecho de ser Dios uno y trino. Y dejó dicho que, en lo sucesivo y hasta el fin de los tiempos, aquí se hacía lo que él dijera, y en su ausencia, lo que dijeran sus ministros. Todo atado y bien atado, quiero decir, con aquello de la piedra y la iglesia. Y hasta anticipándose a Nietzsche, nada menos, cuando dijo que de Dios, ni el rastro. Que ya es anticiparse.  

Es sabido que Sócrates, por el contrario, se fue de la res extensa con una reflexión de estas chochas pero gloriosas que a veces tienen los moribundos, parecida a la de aquel que se preguntó en su último suspiro que de dónde coño sacan tanto dinero las diputaciones —creo que fue el padre de Joaquín Sabina—, o a la de aquel otro que anunció, segundos antes de morir, que la cortina de la ducha va por dentro. La ejemplaridad machacona de Sócrates le llevó a beberse un chorrito de cicuta, glub glub, pasearse por aquel cadalso despojado de sus grilletes, tenderse, yacer, cerrar los ojos y acordarse, un segundo antes de morir, de que tenía una deuda pendiente. «Le debemos un gallo a Asclepio», le dijo a su discípulo Critón. «Así que págaselo y no lo descuides». La muerte de todo un señor padre de la civilización, quizá el autor más grande de todos los tiempos y sin duda, el más influyente, se saldó con la entrega de un ave de corral a un tal Asclepio, que por cierto recibió, podemos estar seguros; solo hacía falta que Critón fuera diez veces menos socrático de lo que lo era el propio Sócrates. 

La mejor de las noticias, a estas alturas del carrete, sería que Sócrates empezara a perder vigencia. Asusta pensar que cuando nos hayamos pasado veinticuatro centurias más perdiendo el norte —siglo XXIV, para hacernos una idea, año 4300 después de Cristo— se siga recordando a este señor que tanto y tan bien lo petó cuando la Tierra no pasaba de los cien millones de habitantes y la mayoría de ellos —incluyendo los que con el tiempo acabarían siendo suecos— iba en taparrabos. No parece que vaya a perderla, no obstante, cuando a nuestra propia edad le sigue pasando como a la griega, que no reconocería a Sócrates ni aunque lo tuviera, que lo tuvo, en su misma cara. De existir hoy, el sabio sería el clásico homeless que grita gilipolleces por las calles, y de estar integrado en la sociedad, tendría el clásico Twitter con un huevo en el avatar y un total de veinte followers. Nada que no pudiera estar pasando, quiero decir, en el momento mismo en que leen estas líneas.

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8 Comments

  1. Pableras

    Muy buen artículo, pero en el año 4300 será el siglo XLIV, ¿no?

  2. Baba Yaga

    Sí sí claro, todos aman a Sócrates, lo recordaremos para siempre… Pero nadie se atreve ni a decir, ni a hacer siquiera el 1% de los que él hizo y dijo. Tontos hipócritas… Jaja. Y la razón es muy simple, si el precio de la verdad es ser un odioso pedante arrogante 24/7 que critica y ofende a todo el mundo, y acaba ejecutado pues, es un precio bastante alto. A caso vale la pena?? No sería más inteligente fingir ser un tonto hipócrita, y gozar de una buena posición social y conservar la vida?? Quién es el tonto al fin y al cabo??

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