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Quien no inventa no vive (realidad y ficción en el álbum familiar)

álbum familiar
Wilbur Wright toma una fotografía de Orville Wright 1909. Fotografía: Getty. álbum familiar

Durante el agónico asedio de Sarajevo, el más prolongado a una ciudad en la historia de la guerra moderna, el comandante serbio Ratko Mladić se dedicó a arrasar la ciudad bosnia desde las colinas que la rodean. Es un hecho conocido y cuyas consecuencias han sido ampliamente documentadas —pienso ahora en la película Grbavica, de Jasmila Žbanić—, e imaginamos Sarajevo desnuda gracias a su orografía, desprovista de secretos ante la mirada ubicua de aquel al que bautizaron sabiamente como el Carnicero de Bosnia. Sin embargo, en Los errantes, de Olga Tokarczuk, leí un episodio que me era desconocido: resulta que una vez un amigo de Ratko Mladić estuvo en su propio punto de mira. La historia —que, si no es cierta, aquí nos viene muy bien— es que el propio Mladić telefoneó a su amigo para decirle que tenía cinco minutos para recoger sus álbumes porque tenía la intención de volarle la casa por los aires. 

Cuando dijo álbumes, imagino que Mladić estaba pensando en los álbumes de fotografías familiares. Sabía que podía hacer saltar por los aires parques, escaparates, plazas, puentes, monumentos, bancos. Pero, si terminaba también con los álbumes familiares, estaba arrasando la memoria individual, familiar. Así, el sangriento general le permitió a su conocido, en un acto de magnanimidad, una vida a la intemperie, pero con derecho a la memoria.

En realidad, ahora que lo pienso, quizá, en vez de dejarle quedarse sus propios álbumes, podría simplemente haber decidido no volarle la casa, pero quién soy yo para abrir una hipótesis que no puede tener, ni aquí ni en ningún otro lugar, la posibilidad de una respuesta. 

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Duran más las imágenes que la memoria y, por eso, los álbumes de fotografías son lo que queda, lo que certifica aquello cuya naturaleza no es de ningún modo certificable, el pasado. Regresamos a él una y otra vez en busca de respuestas como si el pasado fuera una suerte de escena del crimen en la que el acto es, en sí mismo, imposible de recuperar, pero sus indicios pueden estar ahí. En ocasiones parece que el trabajo de la memoria sea análogo al del detective, al del arqueólogo, descifrando signos y rastros, pistas. Pero la memoria opera bajo el principio del deseo: no aceptará indicios si no son los que coinciden con su propio relato. 

Porque es cierto que nuestros recuerdos son falibles, tendenciosos, ambiguos, incompletos, pero ¿y la imagen?, ¿no valdrá siempre una imagen más que mil palabras? Aunque también la verdad puede inventarse, de manera que cómo no va a poder inventarse el pasado. O, para ser más concretos, nuestro propio pasado: ese relato que acuñamos a fuerza de repetir una y otra vez una narrativa que hemos dado por válida.

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Lo expresó a la perfección Susan Sontag: «La fotografía es un arte porque puede mentir». De manera que un álbum de fotos familiar sería algo así como la mentira perfecta.

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En su libro Exhalación, el escritor Ted Chiang construye un magnífico relato llamado «La verdad del hecho, la verdad del sentimiento» en el que la memoria digital ocupa el lugar de la memoria natural, vinculada al sentimiento y a la subjetividad, para crear algo así como una memoria total. Plantea una interesante hipótesis: un nuevo software, instalado en los lóbulos cerebrales, nos permite a los seres humanos reproducir vía ocular cualquier evento que buscamos, de manera que podemos acceder a la fuente originaria de un recuerdo para ver si es tal y como lo recordamos. La memoria se convierte así en una cámara de seguridad permanentemente encendida, grabando, sin editar, y nos ofrece un material bruto y desprovisto de narrativa que podemos pedir prestado para revisar nuestra propia historia.

Doy fe de que querríamos tener ese bruto digital, pero lo cierto es que afortunadamente no lo tenemos. Sin embargo, nos queda eso, el soporte fijo de la fotografía y, así, los álbumes familiares que cuentan nuestra historia, esa que hemos escuchado en infinidad de ocasiones y que repetiremos por los siglos de los siglos, lo hacen mediante fotografías que no son inocentes, tampoco el orden y, en especial, las omisiones. El álbum de familia es una estructura de protección contra el tiempo que sigue una narrativa parecida a la siguiente: «Yo existí, yo fui feliz, yo fui lo suficientemente importante para alguien como para que quisiera hacerme una fotografía». De ahí se infiere ya una primera lectura: que lo que no aparece en el álbum no es digno de mención o simplemente no existe. La foto familiar determina lo que recordamos y cómo lo recordamos, así que, en definitiva, un álbum familiar podría ser, a la postre, la herramienta más efectiva para olvidar aquello que no queremos recordar.

Quizá convendría preguntarse aquí dónde empieza el archivo y dónde, por ejemplo, acaba la vida, aunque seguramente sea esta una pregunta que no pueda resolverse en este ni en ningún otro artículo.

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El álbum de familia surge alrededor de 1860 casi simultáneamente en toda Europa. En el ámbito anglosajón se extiende durante la era victoriana como un elemento más de la actividad de sus salones y, de algún modo, supone el contrapunto femenino de la aventura masculina, marcada por los viajes exóticos, la exploración de lo desconocido, la ansiedad colonial. 

A principios del siglo XX, un eslogan de Kodak, la marca que llegó a ser el nombre genérico de las cámaras fotográficas, rezaba: «Unas vacaciones sin Kodak son unas vacaciones perdidas». De manera que empezó a ser muy importante construir lo que Kodak llamó la versión doméstica de la historia. Si no hay foto, no existe. Y de ahí se deriva la obligación de fotografiar lo vivido: como si la vida llegara solo después de la fotografía, y el mandato se extiende hasta hoy cuando aún esperamos a soplar las velas porque la cámara no está preparada, o buscamos, a lo largo de serpenteantes carreteras, el mirador, ese punto donde es necesario tomar la fotografía para decir que hemos estado porque un lugar no es un paisaje hasta que no lo hemos fotografiado. 

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Las fotografías producen memoria, pero sobre todo olvido: ¿recordamos porque lo hemos vivido o recordamos porque lo hemos fotografiado?

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«¡Sonreíd, coño!» es lo que grita el padre de la película Familia, de Fernando León de Aranoa, para que la fotografía se adapte a las necesidades del álbum, es decir, al deseo de «normalidad», porque qué es un álbum sino el deseo de contar una historia determinada, de pertenencia a un núcleo. Say cheese. «Pa-ta-ta». Decid whisky. Las palabras cambian en los distintos idiomas, pero el sentido permanece, y, así, el proceso del álbum tiene su origen en la fotografía, pero en él intervienen la literatura y el teatro, porque no hay que olvidar que es un archivo hacia lo público, un repositorio para ser enseñado y para ello existen unas fórmulas y ciertas convenciones. Bajo ninguna circunstancia, por ejemplo, un álbum puede acoger momentos oscuros o desintegradores, y, así, ese silenciamiento tácito, esa mentira, cose las ficciones de familia.

Lo que verdaderamente nos ofrece el archivo doméstico es la posibilidad de reordenar una historia, la nuestra, a nuestro antojo, pero con los peligros que entraña la repetición: que nos olvidemos de que es una construcción, puro teatro. Así, la idealización de la vida, en todas sus etapas, es una manera como otra de ocultar la vida real. De omitir, de mentir.

En definitiva, el álbum de familia ejerce un tipo de propaganda política o, mejor dicho, propaganda familiar. Esta información parcial nos ofrece una visión sesgada sobre nuestra historia, una visión que omite ciertos hechos deliberadamente para producir una respuesta emocional condicionada, y lo peor: manipulada.

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Desde el cine documental hay piezas verdaderamente asombrosas sobre los secretos de familia y la narrativa familiar. Pienso, sin ningún orden concreto, en Stories we tell, de Sarah Polley; la mítica Capturing the Friedmans, de Andrew Jarecki; The Arbor, de Clio Barnard; Un instante en la vida ajena, de José Luis López-Linares, o Las cercanas, de María Álvarez. Sin embargo, uno de los proyectos sobre el álbum familiar que más fascinante me ha resultado es el documental Los tachados, de Roberto Duarte. En él, el director de cine mexicano regresa de Suecia a su país natal para contar una historia que tiene que ver con el control de la narrativa de los álbumes. El tráiler empieza diciendo: «Cuando yo era chico vi una foto de un niño en casa de mi abuela, alguien le había tachado el rostro. Cuando le pregunté a mamá por esa foto me dijo que por nada en el mundo fuera a preguntarle a la abuela por esas fotos tachadas». En el caso de Duarte, las ausencias son flagrantes: en sus fotos de familia hay personas tachadas, recortadas, pintarrajeadas. Las ausencias son clamorosas y se señalan de una manera radical, como si ocuparan más lugar incluso que la presencia. Uno no puede no mirar al personaje tachado.

Duarte llega a México para celebrar el noventa cumpleaños de su abuela: «Mi abuela tuvo cinco hijos, pero no importa quién le pregunte porque ella dice que solo tuvo tres». Conforme avanza el documental entendemos que dos de los hijos desaparecieron y que los tachones son la manera que encuentra una mujer de enfrentarse a una vida truncada, a un álbum de familia que ya no estará nunca completo. La abuela es, pues, la artífice de una obra de teatro, una representación que, a fuerza de ser repetida, usurpa el lugar de la realidad.

En una conversación con su abuela, Duarte la confronta directamente acerca de la naturaleza de los personajes tachados: «La tapaste», le espeta. «¿Y para qué la quiero?», responde la abuela. Apunta, aunque no lo diga directamente, a esa gran pregunta, si preferimos la realidad en sí, cruda y dolorosa, o si nos conformamos con un acercamiento falso pero que cuenta una historia que podemos sostener. Hacia el final de la pieza documental aparece una única foto de familia en la que no hay tachones. Duarte le pregunta entonces a su abuela si puede tomar una foto y ella, distraída, como si no supiera a qué se refiere, disimula. Finalmente, después de insistir, la abuela se niega a que la saque: «No, si la familia ya no está completa, para qué vas a sacarla».

La historia de Los tachados conforma una clamorosa advertencia: siempre hay un dueño del archivo y ese es también el dueño del inamovible relato familiar.

En un proyecto fotográfico llamado Possible and Imaginary Lives, las artistas Rozenn Quéré y Yasmine Eid-Sabbagh dan un paso más y se sumergen en unas fotos familiares que no se limitan a tachar, sino que directamente cambian sus elementos. Modifican las imágenes y añaden a las personas que faltan para lograr una vida más acorde a lo que hubiera sido deseado: este proyecto, que resume su objetivo en el título —vidas posibles e imaginarias—, pone la poética del álbum familiar al servicio del deseo. Recoge, en última instancia, el anhelo más profundo de un álbum, que es alterar la historia vivida para poder representar esa obra teatral que sí hubiera estado a la altura de lo esperado.

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Ana María Matute afirma en una frase redonda que el que no inventa no vive. Y, así, en algunos ámbitos de la vida queremos datos, seguridades, queremos aquello que llamamos la Verdad —como si alguien supiera qué es eso—, pero lo que en realidad deseamos, aunque sea en lo más profundo de nuestro ser, es que esa historia sea cierta, la de la felicidad y las fotos sonrientes diciendo «pa-ta-ta». Aunque sepamos, claro, que esa historia no es más que un relato trufado de mentiras amables, lleno de poesía y ambivalencias. Ver es inventar y quien rebusca en su álbum termina alumbrando esa otra vida que cose el deseo: la vida que no tuvimos.

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2 Comments

  1. Foucault decía que estamos continuamente viviendo vigilados y confinados, es decir: en una prisión. También, que los vivos estamos obedeciendo órdenes de los muertos. El artículo va en la tónica.

  2. Avi Delgado

    Bravo Laura Ferrero!

    Aplauso

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