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En busca de Katherine Mansfield

Katherine Mansfield
Katherine Mansfield. Foto: Getty.

Katherine Mansfield vivió una vida breve. Tenía treinta y cuatro años cuando hace un siglo —el 9 de enero de 1923— la tuberculosis acabó con ella. Había publicado tres libros: En una pensión alemana (1911), Felicidad (1920) y Fiesta en el jardín (1922), títulos a los que deben añadirse un par de cuentos largos aparecidos en pequeñas ediciones artesanales: Preludio (1917) y Je ne parle pas français (1918). Y varios otros relatos y reseñas de libros publicadas en revistas, y medio centenar de cuadernos que quedaron inéditos.

Esa obra le bastó para convertirse en una de las escritoras más importantes del siglo XX. La madre del cuento moderno, podríamos decir. Ricardo Piglia, en sus famosas «Tesis sobre el cuento», afirma que la «versión moderna» del relato breve —la que deja atrás «el final sorpresivo y la estructura cerrada» del cuento clásico al estilo de Poe, Maupassant y Horacio Quiroga— «viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson y del Joyce de Dublineses». En ese equipo jugó.

Tras la muerte de Mansfield (quien había nacido en Nueva Zelanda en 1888 y se había mudado a Londres poco antes de cumplir veinte años), sus cuadernos inéditos quedaron en posesión de su viudo, el crítico y editor inglés John Middleton Murry, quien muy pronto decidió publicarlos. Como suele ocurrir en estos casos, es imposible saber hasta dónde llegaba el anhelo por difundir y honrar la obra de la autora y dónde comenzaba el interés económico del heredero.

«Decidí publicar un volumen que contenga todos los relatos y fragmentos de relatos escritos por mi esposa desde la publicación de Fiesta en el jardín», escribió Murry en una carta a su agente literario J. B. Pinker pocas semanas después del funeral de Mansfield, en febrero de 1923. «Será un volumen delgado y se venderá, según calculo, a cinco libras —añadía Murry—. Se debe publicar lo antes posible, mientras su nombre y su fama aún estén frescos en la mente del público».

Y así lo hizo: en los años siguientes a la muerte de la escritora, vieron la luz sus poemas y un par de volúmenes con cuentos que solo habían aparecido en revistas. Pero el mayor impacto se produjo en 1927, con la aparición del Diario de Katherine Mansfield. El libro, prologado y anotado por Murry, tuvo un éxito inmediato y desde el primer momento se leyó como un retrato de la autora; un retrato que fue complementado por sus cartas, que se publicaron unos años después.

La imagen que esos papeles personales transmitían era la de una mujer de una sensibilidad exacerbada, tierna, casi frágil. «Todos aquellos que conocieron a Katherine Mansfield en los años de su breve vida tuvieron la impresión de descubrir a una criatura más delicada que otros seres humanos»: con esa frase abre su biografía La vida breve de Katherine Mansfield, de 1980, el italiano Pietro Citati. Una idea que, entre muchos lectores, mantiene su vigencia.

Pero ¿era realmente así? «Los contemporáneos que habían conocido a Mansfield vislumbraron, con palabras más o menos virulentas, lo que décadas después la académica Gerri Kimber daría en llamar «el mito de Mansfield»: la Mansfield retratada en los diarios y la correspondencia no se parecía en nada a la persona real, porque la persona real no era tan dulce ni tan angelical como aquellos papeles la hacían ver».

Quien lo explica de ese modo es la investigadora Eleonora González Capria, en el prólogo a Sopa de ciruela, libro publicado en Buenos Aires por Eterna Cadencia a mediados del año pasado, con textos de Katherine Mansfield que hasta ese momento habían permanecido inéditos en español o solo se habían ofrecido en versiones «censuradas o expurgadas». Entonces, si esa versión «dulce y angelical» no se parecía en nada a la persona real, cabe preguntarse: ¿cómo era la verdadera Katherine Mansfield?

* * *

Para intentar al menos una aproximación a una Katherine Mansfield más auténtica fue fundamental el trabajo de varios investigadores que accedieron a los papeles originales de Mansfield después de la muerte de Murry, ocurrida en 1957. Entre esos investigadores se destaca la bibliotecaria neozelandesa Margarett Scott, quien dedicó largos años a transcribir la difícil y por momentos desesperante caligrafía de Mansfield. Entre 1984 y 2008 publicó, en cinco volúmenes, sus cartas de Mansfield. Su mayor aporte, no obstante, fueron los dos tomos de The Katherine Mansfield Notebooks: Complete Edition, de 1997.

Lo que ese libro reveló fue que —¡sorpresa!— la buena de Katherine no había escrito ningún diario. Al menos no un diario al uso, no del modo en que lo hacen quienes llevan un diario con el propósito sostenido de documentar lo cotidiano. Lo que Mansfield escribía eran cuadernos. Notebooks. El legado inédito con el que se quedó John Middleton Murry tras la muerte de su esposa fueron cinco decenas de cuadernos, en los que se mezclaban cuentos inconclusos, apuntes con argumentos para novelas y otros proyectos, poemas, borradores de cartas, notas introspectivas escritas en trozos sueltos de papel, recetas de cocina, listas de compras y gastos… y entradas de diario.

La tarea de Murry consistió en seleccionar muchas de esas entradas, darles un orden, escribir notas y un prólogo y ofrecerlas a la imprenta como si fueran, de verdad, un diario. «Las operaciones editoriales de Murry —especifica González Capria— incluyen el ocultamiento deliberado de la naturaleza de los materiales en su poder; la glosa de las entradas, como una presencia tutelar constante que interviene en el cuerpo del texto para aclarar tal o cual pasaje; la transformación del género en que debían inscribirse esas textualidades y algo aún más grave: la omisión no declarada de secciones en la correspondencia y en los diarios, es decir, la expurgación o la censura».

En consecuencia, esas intervenciones «censuran aspectos mundanos o controversiales de Mansfield, o elementos que su esposo decidió preservar por razones personales», sigue diciendo la experta argentina, que no solo prologó Sopa de ciruela sino que también seleccionó y tradujo los textos para esa edición. ¿Cuáles son esos aspectos omitidos? «Lo escatológico, amoroso y sexual, las referencias a algún amante, ciertas frases que podrían entenderse como críticas o tendrían el potencial de causar un escándalo, las alusiones al suicidio».

La versión completa de los cuadernos, editada por Scott, ofrece «un retrato convincente de una mujer compleja que fue ambiciosa y a veces despiadada, neurótica y sexualmente voraz, ingeniosa y mordaz, fascinada por las minucias de la vida cotidiana y obsesionada con la muerte». Algo bien alejado de la imagen «dulce y angelical» que se había impuesto durante décadas.

* * *

Kathleen Mansfield Beauchamp nació en Wellington, Nueva Zelanda, el 14 de octubre de 1888. Fue «la del medio»: tuvo dos hermanas mayores y una hermana y un hermano menores. Entre 1903 y 1906 su familia se trasladó a Londres, donde Katherine —quien había publicado su primer cuento a los nueve años y ya sentía pasión por la escritura— asistió al Queen’s College y se fascinó con la obra de autores como Henrik Ibsen y Oscar Wilde y, sobre todo, con la vida en una de las capitales del mundo.

Al volver a Nueva Zelanda sintió que se ahogaba: todo allí le parecía provinciano y gris. Insistió a sus padres para que le permitieran volver a Londres y, quizá como un modo de presionarlos, se dedicó a escandalizar las rígidas convenciones de la sociedad de Wellington viviendo aventuras románticas y sexuales tanto con hombres como con mujeres. Unos meses antes de cumplir veinte años lo consiguió: su padre le asignó una renta anual de cien libras esterlinas y, de ese modo, retornó a la metrópoli a mediados de 1908.

Lo que vino después fue caótico. Katherine estableció relaciones con el por entonces flamante círculo de Bloomsbury y se sumergió en la vida bohemia de la ciudad. Tuvo un affaire con un antiguo compañero de estudios; aunque quedó embarazada, la relación no prosperó. Se casó con un profesor de canto al que abandonó en la misma noche de bodas (aunque en los papeles estuvieron casados hasta 1917). Contrajo gonorrea y comenzaron sus problemas pulmonares. Su madre viajó a Londres para «rescatarla» de aquel descontrol y se la llevó a Bad Wörishofen, una pequeña ciudad alemana famosa por sus termas y el supuesto poder curativo de sus aguas. Katherine sufrió allí un aborto espontáneo. Cuando la madre volvió a Nueva Zelanda, borró de su testamento a la hija descarriada.

No hay mal que por bien no venga: de esos tiempos de desesperada búsqueda de experiencias —y de los seis meses de soledad en Bad Wörishofen a modo de rehabilitación— surgieron los cuentos de En una pensión alemana. En esos relatos, Mansfield cuestionaba la doble moral que permitía a los hombres disfrutar de su sexualidad mientras que las mujeres no solo no podían hacerlo, sino que además sufrían las consecuencias de la libertad de los varones.

A finales de 1911, en una cena que el escritor W. L. George organizó para celebrar la publicación del primer libro de Mansfield, ella conoció en persona a un editor al que acababa de enviarle un relato titulado «The Woman at the Store». Era John Middleton Murry, quien se convertiría en su compañero, luego en su marido y finalmente en su albacea.

* * *

En octubre de 1915, la escritora recibió en Inglaterra la visita de Leslie, su adorado hermano menor. Compartieron una semana, durante la cual «se pasaron horas y horas conversando acerca de su infancia —contó Murry— y Katherine Mansfield decidió abocarse a recrear las sensaciones y experiencias de su vida en Nueva Zelanda». Después Leslie marchó al frente de batalla de la Primera Guerra Mundial y murió allí apenas un mes más tarde.

La muerte de su hermano fue un hecho traumático que conmovió intensamente a nuestra autora. Más aún, como explica Murry en otra de sus notas en el Diario: «Es notable que ninguno de los amigos de Katherine que fue al frente regresó con vida. Esto explica la impresión profunda e inextirpable que le causó la guerra».

Desde entonces, como les sucede a tantos inmigrantes, el sitio del que se había esforzado por marcharse se convirtió en una suerte de paraíso perdido. En su caso, no se trató solo de un lugar geográfico, Karori, un suburbio de Wellington: fue también la infancia. He ahí el germen de muchos de sus relatos más bellos y más conocidos: «Fiesta en el jardín», «Preludio», «En la bahía», «La casa de muñecas», «Felicidad». Karori, de hecho, era el título de una novela que proyectó pero no pudo escribir. Personajes como el de la pequeña Kezia, que aparece en varios de estos relatos, se tornaron entrañables para los lectores, tanto los de aquel tiempo como en la actualidad.

Mucho mejor que intentar describir cómo escribía es, desde luego, proponer la lectura de sus textos. Pero que sirva como incentivo este elogio de Virginia Woolf, quien fue su amiga y también su rival: «Pocos han sentido con mayor seriedad que ella la importancia de escribir». Después de la muerte de Mansfield, la autora de Un cuarto propio admitió: «Es la única escritora de la que alguna vez sentí celos». Y que funcione como aliciente, también, esta pequeña muestra del estilo de Mansfield:

Ojalá pudiéramos distinguir el amor verdadero del falso de la misma manera en que diferenciamos las setas buenas de las malas. Con las setas es bien simple: hay que salarlas bien, reservarlas y tener paciencia. En cambio con el amor, apenas se descubre algo que se le parece aunque sea remotamente, cualquiera piensa no solo que se trata de un ejemplar auténtico, sino que quizá sea el único que queda por recoger. Y hace falta una terrible cantidad de fiascos para darnos cuenta de que la vida no es una sola gran seta.

* * *

Su salud comenzó a declinar notoriamente cuando aún no había cumplido treinta años. En diciembre de 1917 le diagnosticaron tuberculosis. «Soy una inválida. Me pasé la vida en cama», anotará en sus cuadernos. «La vida se ha reducido a tomar una bocanada de aire más. Lo demás no tiene importancia». Como tantos otros autores, tenía una relación a veces tortuosa que con la escritura y con sus propios textos: «Cada vez que tengo una conversación medianamente interesante acerca de arte me dan ganas de rogarle a Dios que me dé la fuerza para quemar todo lo que he escrito y volver a empezar, porque me parece que no es más que varios comienzos fallidos».

«Me hago, una vez más, mi Eterna Pregunta —anotó a mediados de 1918—. ¿Qué es lo que hace que ponerme a escribir sea tan difícil para mí?». Un año después apuntaba: «Lo único que pido es tener tiempo para poder escribir mis libros. Luego no tendré problema en morir. Vivo para escribir». Y también: «Solo necesito paz, estar a solas, tener tiempo para escribir mis libros, una hermosa vida exterior para contemplar y ponderar. Oh, también me gustaría tener un hijo, un niño, mais je demande trop! [pero estoy pidiendo demasiado]». Un anhelo, el de ser madre, que no pudo cumplir.

En la fragilidad de esos últimos años se basa la imagen «dulce y angelical» que se mantuvo por décadas, y que oculta los tiempos de lujuria y rebeldía de —apenas— diez años atrás. Es que la breve existencia de Mansfield incluyó muchos capítulos, como si el guionista de su destino hubiera querido condensar todas las experiencias antes de que la buena de Katherine llegara a lo que Dante consideraba el mezzo del cammin di nostra vita.

El último cuento que completó fue «El canario», terminado en julio de 1922. Escribió cuanto pudo en los meses siguientes, pero ya lo sabemos (para decirlo en términos de Bolaño, otro muerto prematuro): literatura+enfermedad=enfermedad. En octubre de ese año se trasladó a Fontainbleau, en Francia, para internarse en un «instituto para el desarrollo armonioso» en el que la escritora volcó las expectativas de sanación que la medicina tradicional no había podido satisfacer. Allí, la noche del 9 de enero de 1923, tras subir corriendo unas escaleras, sufrió una hemorragia pulmonar que le causó la muerte. Días después, Katherine Mansfield fue enterrada en el cementerio de Avon.

A diferencia de Kafka (quien moriría un año y medio después y cuyo Diario abarca un lapso muy similar a la versión editada por Murry del de ella) Mansfield no pidió expresamente que todos sus papeles fueran eliminados. Pero su testamento, rubricado el 14 de agosto de 1922, explicitaba su deseo: «Que se publique tan poco como sea posible y que se destruya y queme tanto como se pueda». Es evidente que su viudo, como Max Brod al autor de El proceso, le hizo bastante poco caso.

«Lo que leemos es tan íntimo que casi me siento culpable de haber transitado por estas páginas —confesó Dorothy Parker en 1927, semanas después de la publicación del Diario—. Es un libro magnífico, pero creo que solo los grandes y tristes ojos de Katherine hubieran debido leer estas palabras». En efecto, pese a las operaciones de Murry, el Diario es un libro muy bello, que merece la pena leer, y una excelente puerta de acceso a los relatos de la autora.

Supongo que casi siempre, ante los textos póstumos de los escritores que admiramos, sentimos esa contradicción: queremos y no queremos leerlos. Cuando terminamos cediendo a la tentación —con algo de culpa, pero en el mejor de los casos con mucho placer— justificamos nuestro accionar con la suposición de que, en definitiva, esos textos fueron escritos para ser leídos. En cualquier caso, pese al temor de su viudo, el nombre y la fama de Katherine Mansfield siguen frescos en la mente del público un siglo después de su muerte. Lo que es más importante: sus libros siguen encontrando a sus lectores. No es poco para esa muchachita de Nueva Zelanda que llegó a Londres con el afán de comerse el mundo y que todavía hoy, un siglo después de su muerte, sigue generando interrogantes.

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2 Comentarios

  1. Abel "el bedel"

    Que sea una de las escritoras más importantes del siglo XX es una afirmación que deja a nivel basura la literatura femenina de ese período, porque no la conocieron ni en su casa.
    Mi impresión es que es una serie B. Parece que J. K. Rowling, Ana Arendt, Patricia Highsmith o Susan Sontag están en otro nivel.

  2. El comentario del tal Abel El Bedel deja a las claras que nunca leyó a Mansfield. De hecho, parece que nunca ha leído más que memes en tipografía Impact o el prospecto del clonazepam, y de literatura sabe lo que yo sé de endocrinología. Hablar de Rowling, equiparar a Mansfield con Highsmith, escribir «Ana» Arendt… El Tik Tok es un territorio más propicio para tu esparcimiento, amigo, y no esta clase de artículos del que, seguramente, ni siquiera llegaste a leer hasta el final.

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