Kurt Cobain abandonó su clínica de rehabilitación en Los Ángeles el 1 de abril de 1994. Se limitó a decir «salgo a por tabaco» y saltó un muro. Lo siguiente que se supo de él es que estaba de vuelta en Seattle, buscando heroína. Como la gente no se suicida, en general, y menos las estrellas mediáticas, que sufren «sobredosis accidentales», nadie había advertido a los médicos de la clínica de que Kurt no solo era un maníaco-depresivo sino que había intentado matarse días antes en Roma, al finalizar un concierto en el que supuestamente el público habría silbado la interpretación de «Dumb» con un cuarteto de cuerda.
Como si a Kurt Cobain le hiciera falta una tanda de silbidos para querer quitarse de en medio.
El líder de Nirvana volvió a casa y se paseó por la ciudad mientras todo el mundo le daba por rehabilitado en la otra punta del océano Pacífico. Exactamente ese era el control y la atención que recibía. Del 1 al 5 de abril negoció precios, se encerró con su guitarra en una casa de campo y cuando tuvo claro que esta vez nadie le iba a llevar a ningún hospital, que no había rescate posible, escribió una larguísima nota de suicidio, se metió en el invernadero y se pegó un tiro con la escopeta en la boca, por si algún forense aún se sentía tentado de mencionar la palabra «accidente» en su informe.
A partir de ahí se convirtió en un icono, en un ídolo, en la imagen de un póster. A partir de ese 5 de abril de 1994, se convirtió en todo lo que él detestaba de la música pop, pero al menos él ya no estaba ahí para verlo. Que pasara el siguiente. Repasando la biografía de Cobain da la sensación de que esa fue su obsesión desde el principio: desaparecer. Sonreír tímidamente y luego largarse a casa a que la heroína le calmara el dolor de estómago. «I’m too much of an erratic, moody person and I don’t have the passion anymore», dejó escrito, como pidiendo disculpas, dejando claro que su vida no era una mierda, ¿por qué iba a serlo? Simplemente ya no la disfrutaba. Si es que alguna vez la disfrutó.
El mito Cobain estuvo a punto de acabar con el músico. Tenía veintisiete años cuando se voló la cabeza. La edad se ha convertido en una moda pero no deja de impresionar lo joven que era para haber hecho todo lo que hizo. Nirvana no fue el mejor grupo pop de los noventa, no fue el más autodestructivo, no fue el más radical en sus letras ni el más cañero en sus músicas. Nada de eso. Nirvana era el grupo de un pirado con un talento descomunal y eso era exactamente lo que nos transmitía a nosotros, los raros. Nosotros, los que jamás tuvimos animadoras cantando en nuestros conciertos.
Nirvana resumía una estética que por sí no existía. Una estética algo vacía, la estética de la tristeza. Por supuesto que Cobain era autocompasivo. A menudo. Pero no había nada impostado en él. Lo que fascina de su personaje, lo que se echa de menos casi treinta años después de todo esto, es su tremenda honestidad en todo lo que hacía, incluso su honestidad en la queja, en la mirada perdida, en el gesto dolorido. Kurt Cobain era algo así como un Antonio Vega multimillonario, condenado a verse a sí mismo en mil espejos y estar continuamente bajo el escrutinio público.
No sé si quería vender algo. Puede que quisiera vender algo. Supongo que la tentación del dinero y la fama y las drogas y las chicas es común a cualquier veinteañero. Dejemos esto claro desde el principio: Cobain no era un moralista. Cobain no hacía música para mejorar el mundo ni se suicidó para protestar por ninguna injusticia. Cobain, el piscis y frágil Cobain, simplemente se guiaba por impulsos propios de un ciclotímico: de la euforia a la depresión y de la depresión a la siguiente dosis. Liarnos en el psicoanálisis supone desperdiciar lo más importante: era un músico extraordinario, un compositor críptico, sombrío en ocasiones, pero que consiguió dar con la llave sentimental de una generación. Una generación autocompasiva, de acuerdo, pero una generación que no se creía ya el señuelo de los Guns N’ Roses, las boy bands, los Bon Jovi de turno. Una generación a la que le estaban hablando de tú a tú, sin necesidad de heroísmos ni terapias.
Descubrí a Kurt Cobain como todo el mundo, es decir, cuando lo decidió la MTV: el vídeo del gimnasio de instituto con pompones y letras A envueltas en un círculo. La belleza del outsider. «Smells Like Teen Spirit» supuso una especie de despertador, aunque no sé si pretendía serlo ni qué pretendía despertar exactamente: «Aquí estamos, entretenednos». Cobain representaba un cierto nihilismo ensimismado, un odio abstracto: la adolescencia. Era el adolescente por excelencia, el Peter Pan en pleno auge del peterpanismo grunge y literario. «El infierno son los otros» visto no desde la perspectiva existencialista sino como un hecho: me habéis jodido bien, ¿ahora qué queréis de mí?
El éxito de Nevermind estaba justificado. Supo aunar los principios punk rock de Bleach, su primer e inadvertido disco, las influencias psicodélicas de Sonic Youth, el inquietante pop rock absurdo de los Pixies y las melodías de los Beatles. Todo esto lo dijo él, no me lo invento yo. Punk, Frank Black y Paul McCartney, ahí queda eso. Lo importante es que lo hizo con brillantez. Y con honestidad, insisto. Yo sé que si conozco los primeros acordes de «Teen Spirit» es porque mi madre tenía una parabólica y un ejecutivo de la más importante cadena musical del mundo decidió que los escuchara hasta que me reventara el espíritu, pero no puedo evitar sentir aquella rabia como algo no prefabricado, algo íntimo.
Aquel disco fue el detonante de una época muy incómoda. Cuando uno se acostumbra a ser el pringado doliente durante veinticuatro años, no sabe encajar el cambio a estrella rutilante con millones de fans que te admiran. Como dijo en su propia nota de suicidio, Cobain no era Freddie Mercury. Cobain no disfrutaba con nada de eso. Ni siquiera disfrutaba a lo Sid Vicious dejando clara su incomodidad. No era un artista de la provocación, solo un introvertido que, cuando sonreía, exageraba como un mono de feria, dispuesto a darle a David Geffen y sus publicistas un nuevo póster, una nueva foto de promoción.
Fue en estos años cuando conoció a Courtney Love. Love sí disfrutaba de la fama y sí disfrutaba del escándalo, pero, sobre todo, Love comprendía a Cobain porque, en lo demás, eran idénticos: infancia sufrida, familia dudosa, sentimiento de incomprensión constante. Courtney salió a base de ovarios, Kurt se refugió en su pequeña banda y su talento. Es muy fácil hablar de todo lo que se autodestruyeron y de la malísima influencia que fue la gran viuda del grunge. No hablo de lo que no conozco. Courtney Love era la cantante y compositora de un grupo llamado Hole que pasaba por sus mejores años. Cuando Nirvana publicó Bleach, ellos sacaron Pretty on the Inside. Poco después de la muerte de Cobain —días después, de hecho— salió Live Through This, probablemente el mejor disco de aquella época, mejor que los de Nirvana incluso.
Solo que a Courtney Love le faltaba carisma. Precisamente por su empeño en ser carismática. Eso se tiene o no, y lo que natura no da, la anfetamina no presta. El carisma de Cobain consistía precisamente en su tristeza. En el no fingimiento de su tristeza. Uno ve el famoso Unplugged en Nueva York, esa obra de arte que precedió algunos meses a su muerte, y ve al hombre más triste del mundo. No ve a un hombre que finge ser el más triste; no, no estoy diciendo eso. Ve la tristeza en el gesto torcido, encorvado, la guitarra como único apoyo, los ojos claros y la barbita rubia, aquel hombre desprotegido que, a su vez, no dejaba de dar órdenes y colocar cada canción exactamente como quería que fuera.
I’m on warm milk and laxatives, cherry-flavored antacids.
Algo antes de eso, In Utero. Inicios de 1993. El disco de la consagración, pero, ¿la consagración de qué? Cobain acababa de ser padre y a veces coqueteaba con la felicidad. Frances Bean Cobain-Love jugaba en los camerinos mientras su padre, acompañado por el siempre sobrio Krist Novoselic y el entusiasta David Grohl, se perdía por Estados Unidos, por Europa, por Sudamérica… presentando un disco más complicado, menos pop, con algo parecido a un estilo propio. Aquel magnético «Rape Me», aquellas tres notas repetidas hasta la saciedad de «Heart-Shaped Box»: Hey, wait, I´ve got a new complaint.
El disco fue un fenómeno de ventas, solo algo inferior a Nevermind. Eran los años del postgrunge. Nosotros no lo sabíamos porque todo hacía indicar lo contrario. Hollywood rodaba Singles y Reality Bites y todos los chicos de Seattle y alrededores aprovechaban para salir del reducto de Sub Pop, pero la rabia se había acabado. Bill Clinton y su saxofón habían acabado con todo eso y realmente las animadoras, ahora, se morían por una cita con el rarito de clase.
Cobain no sabía por dónde tirar. Todo el mundo le miraba y él no sabía dónde encontrar respuestas. Quizás en R.E.M. El encanto de Michael Stipe era precisamente su capacidad para hacer lo que le diera la gana y saber manejar el éxito con una tranquilidad asombrosa, sin perder nunca su voz, sin ceder ante presiones multinacionales. El Unplugged venía a ser un homenaje a Automatic for the People. Era un disco tranquilo, una actuación tranquila, de dolor mitigado. Decidió empezarla con «About a Girl», una preciosa canción punk perdida en su primer disco, que convirtió en un homenaje al pop de los 60. Versionó a David Bowie, invitó a los Meat Puppets, subió a Steve Albini al escenario, musitó algunas palabras entre canción y canción y acabó con una vieja canción sureña: «My girl, my girl, don’t lie to me, tell me where did you sleep last night» que se iba desgarrando poco a poco, el ritmo constante pero la voz a punto de romperse, Cobain a punto de echarse a llorar. «My girl, my girl…» cantaba, a sus veintiséis años, y había en su voz la amargura del personaje de Faulkner que ve su vida desde la vejez del campo maldito.
La gira pasó por Madrid antes de acabar en Roma por las bravas. No pude ir a verlos porque no tenía edad ni dinero, más bien lo segundo. Esperaría al siguiente concierto, solo que nunca hubo un siguiente concierto, eso ya lo saben. De repente, un día llegó la noticia. El 9 de abril de 1994, cuando un electricista lo encontró en el suelo pegado a una silla rodeado de sangre seca. Le llevaban buscando una semana, con tanto interés que no habían mirado en su casa de Seattle. Bravo. Llevaba cuatro días muerto. Al día siguiente llevamos crespones negros al instituto porque nosotros sí que no sabíamos ser naturales en nuestra autocompasión. Courtney Love leyó en voz alta la nota a Boddha, su amigo imaginario de la infancia, mientras sorbía mocos y lanzaba insultos. Como si la que se hubiera suicidado fuera ella.
Todo el que haya fantaseado con desaparecer recordará aquella despedida. Fue una gran despedida, teniendo en cuenta las circunstancias. Consecuente, como casi todo. A mí me gustaría pensar que, si siguiera vivo, ya rozando los sesenta, sería una especie de Salinger de la música, retirado en una casa en la montaña, probablemente bebiendo su propia orina y componiendo canciones que nadie grabará jamás. Eso o algo más sencillo, como lo de Novoselic, en Seattle, ayudando a pequeños grupos, lejos de los medios y las cadenas de vídeos musicales, desaparecido a su manera.
Solo que sé que no le habrían dejado. No le habrían dejado desaparecer de otra forma que no fuera esta. Al menos él no se puso hasta arriba de drogas, las mezcló con alcohol y se metió en una bañera. No se bebió botellas de vodka hasta que su corazón se paró. Él tuvo un suicidio americano, de camisa de leñador. No quiso dulcificar la despedida: solo quedaba que, después de tantas molestias, aquello se entendiera como un «hasta luego».
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Mira que he leído sobre el tema, pero nunca había leído un articulo más sencillo, honesto y directo sobre Kurt Cobain en mi vida. Será la mirada de la cuarentena que probablemente compartamos. Gracias.
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Me sumo al primer comentario, he bajado a la sección solo para agradecerte el artículo por cómo está escrito. Sobre todo agradezco que digas cosas como «no sé si quería vender algo», «no sé que pretendía Smells like…», «no hablo de lo que no conozco», porque aquí parece que todo el mundo entiende y conoce cosas que ni el propio Kurt entendía y cansa bastante tanto experto.
Hace no mucho releí sus Diarios y flipé con el contenido político y moral de su pensamiento y cómo toda su historia se ha comido eso, un pensamiento bastante digno y honesto, inclusivo y bueno que solo puede tener el que ha crecido siendo el «Otro», el rarito. También me gustaría imaginarlo como un Salinger pero, como dices, me cuesta imaginarle una vida y muerte distintas.
Me ha gustado mucho el artículo! Kurt siempre en nuestro equipo
«Pop rock absurdo de los Pixies»? Me ha gustado esa definición. Está claro que sin los de Boston, los de Seattle no habrían existido. Kurt dixit.
Aunque el artículo tiene buenos momentos, noto cierto recelo en su redacción. Como si «la culpa de todo, la tiene Yoko Ono…», como redactado por alguien que vivió su música, pero nunca la sintió como suya.
Otra cosa. Nirvana, no hizo pop. Sí, Cobain dijo muchas veces que The Beatles eran su máxima inspiración, pero hasta ahí la comparación. Si él no lo hubiera dicho, nadie lo comtemplaba.
Los otros, denominados «sonido Seattle», sí hacen algo más parecido al pop. Incluso los de Michael Stipe.
El sonido de Nirvana, lamentablemente, es único. Por eso los casi cincuentones, a los cuales nos pilló la ola grunge en la post-adolescencia, seguimos buscando ese sonido sin encontrarlo.