En torno a la literatura gravitan artistas del engaño, seductores de guante blanco o pícaros de poca monta dispuestos a dar gato por liebre sin contemplaciones ni disimulos, a cara descubierta. La esencia de la narración es levantar castillos en el aire con la materia prima de las palabras. ¿Existe un ilusionismo más eficaz? Desde la década de los ochenta, cuando los estudios cognitivos y literarios empezaron a converger, se ha ido desentrañando lo que ocurre en el cerebro cuando leemos una obra de ficción. ¿Por qué necesitamos abrir un libro para suspender nuestra atención de lo que nos rodea y dirigirla a un mundo intangible? Para la selva neuronal, la lectura es tan válida para desencadenar una tormenta electroquímica como la experiencia real. Es decir, a la mente no le preocupa corroborar la autenticidad de la información que recibe, lo que quiere es que se desate la tempestad, como una fe de vida. Nada que no apuntara ya un virtuoso de las falsas identidades, Fernando Pessoa. O, mejor dicho, el lánguido Bernardo Soares; en una de sus anotaciones del desasosiego afirma que cuando levanta la mirada de las páginas —«donde estoy sintiendo verdaderamente»— lo que ve no es sino una «distracción inútil». Por así decirlo, reconocemos los aromas, los ruidos, los colores, las alegrías y los sinsabores de Beira, las riberas del Congo, Chernóbil, la sierra de Balou, Yvetot o el valle de Kłodzko porque leímos a Couto, Gurnah, Alexiévich, Lianke, Ernaux o Tokarczuk, aunque nunca hayamos estado en esos lugares de cuerpo presente. Y el encantamiento se vuelve tan irrefutable que las fronteras se difuminan, como le sucede a Anna Karénina en el tren de vuelta a Moscú, cuando saca una novela inglesa y por fin se sumerge en la lectura —al principio el alboroto y el ruido del tren la molestan, pero luego se vuelven una cadencia monótona que puede ignorar— y siente que le gustaría participar en aquello que lee: si alguien cuida de un enfermo, entrar ella misma sin hacer ruido en esa habitación; si un parlamentario pronuncia un discurso, tomar a continuación la palabra, si el protagonista cree que debería avergonzarse, ese mismo sentimiento se apodera de ella.
Cuando pienso en el arte del engaño, se me aparece al momento con nitidez el rostro de Nikolái Gógol —bigotito, nariz aguileña, raya marcada a la derecha, media sonrisa de Gioconda, mirada aviar—, con esa particularidad que tiene recordar a alguien del que solo has visto retratos al óleo y un daguerrotipo de mediados del siglo XIX. En ese mismo año, según la cronología que hizo Nabokov para acompañar el ensayo que le dedicó por ser uno de sus escritores preferidos, «viajó de un lugar a otro buscando salud, inspiración, sin encontrar ni una cosa ni la otra». Todo en Gógol tiene un lustre de impostura, de picardía, de juego de apariencias y máscaras, tanto en su biografía como en lo que escribió, el qué y el cómo, hasta tal punto que muchos datos sobre su vida se deben tomar con pinzas. Se rodeó de misterio, convencido de que la primera obra de arte debía ser uno mismo y, por tanto, en caso de ser necesario, si había que adaptar este o aquel dato personal para «mejorar» la carta de presentación, pues se hacía. Nos fascinan estos escritores que, en cierto modo, se creen también personajes salidos de su imaginación, como Isaak Bábel o Serguéi Dovlátov: cada vez que miraban atrás para contar alguna anécdota, citar una réplica o apuntar un detalle, el material se transformaba, se enriquecía, ya no coincidía con la última versión. Gógol pertenecía a esa camarilla. ¿Fue en plena crisis existencial a Jerusalén? ¿Es verdad que cuando le leyó a Pushkin un primer borrador del inicio de Las almas muertas, este lamentó, la voz cargada de pena: «¡Dios mío, qué triste es nuestra Rusia!»?
Recordémoslo: su obra cumbre, las peripecias del estafador Pável Chíchikov, narra el viaje por provincias de este personaje para comprar a un precio irrisorio «almas muertas»: siervos cuya defunción después del censo no es óbice para que, hasta el siguiente registro, sus propietarios hayan de seguir tributando por ellos, que «resucitaron» en una suerte de limbo burocrático. Y eso, ¿para qué? Chíchikov había trazado un plan completo: con las suficientes almas de difuntos, obtendría gratuitamente propiedades en el sur de Ucrania, pues se cedían a cambio de poblarlas. Así pues, con los finados —que sobre el papel estaban bien vivos— y las tierras tendría acceso a una hipoteca. Esa era la triquiñuela, tan sorprendente y surrealista que los terratenientes víctimas del pícaro no podían evitar fruncir el ceño, quedarse boquiabiertos del estupor, barruntar la trampa que ocultaba aquel forastero cuando les proponía con buenas formas adquirir sus almas muertas. Como buen timador, Chíchikov se adapta como un camaleón a la personalidad de quien tiene delante para ganarse su confianza y convencerlo de que es él quien les hace un favor, y no al revés. Lo más meritorio es que la galería de personajes que creó Gógol, a cuál más necio, insustancial o avaricioso, se leyó en gran medida como un retrato realista de la Rusia imperial. Nabokov apuntó que buscar esa correlación entre ficción y realidad era inútil, tanto «como tratar de formarse una concepción de Dinamarca basándose en aquel pequeño asunto de la nubosa Elsinor», y para demostrar su tesis recordaba que Gógol apenas conocía el paisaje humano y natural por el que se adentra Chíchikov, porque a lo sumo estuvo «ocho horas en una posada de Podolsk, una semana en Kursk, el resto lo había visto desde la ventana del carruaje en el que viajaba». Hay que ser un genio fabulador, además de tener un desmesurado don de la observación, para pasar por realista un relato nacido de la pura inventiva. Y es que Gógol no dejaba de ser un intruso que había despertado interés con sus primeras obras ambientadas en su cultura de origen, la ucraniana, como Mírgorod o Veladas de Dikanka. «Como si por obra y milagro del Espíritu Santo tuviera que conocer todo lo que se hace en todos los rincones del país», escribía a sus amigos cuando le llegaban los comentarios de que conocía pésimamente Rusia. De hecho, escribió Las almas muertas desde la distancia, sobre todo desde Roma, su segunda patria. Solo así Rusia se le aparecía como un recuerdo brumoso, irreal, fantasmagórico. Por mi parte, traduje esta novela suya en Tánger. Bien pensado, era de lo más coherente: poner más distancia todavía de por medio hasta que Rusia quedara reducida a un lugar legendario, tal vez inexistente, oído al vuelo en una conversación perezosa en el Zoco Chico. Tal vez no es que Gógol se inspirara en Rusia, sino que Rusia se inspiró en Gógol.
Traducir es otra disciplina del arte del engaño. Al leer la obra traducida de un autor cuyo idioma no dominamos nos dejamos también embaucar, como si la hubiera escrito no en ruso, japonés, hebreo o polaco, sino en nuestra lengua materna. El buen traductor sabe mentir y hacerse pasar por otro, como el funcionario de imaginación desbocada de El inspector, que aprovecha la confusión para dejarse tratar como el oficial de alto rango al que esperan en una pequeña ciudad de provincias. Si Gógol es el patrón de pícaros, farsantes, impostores y demás fauna, es porque, además de crear personajes con una fachada que oculta el detrito humano, lo hace con una comicidad que desarma al más incrédulo. Hay que ser un genio, insisto, para lanzar una crítica tan demoledora y provocar carcajadas. De hecho, cuando abandonó la sátira y quiso ser demasiado grave y moralista, la inspiración lo abandonó.
En las memorias de Pável Ánnenkov sobre la estancia de Gógol en Roma reconozco algo que le sucedía al primero cuando lo ayudaba a transcribir el manuscrito al dictado: «A veces ocurría que yo, en lugar de cumplir con mi deber de copista, en un momento dado, recostado en la silla, me echaba a reír. Gógol me miraba impasible, con una sonrisa afectuosa, y me decía simplemente: “Intenta no reírte”. Sabía muy bien que mi trabajo se veía entorpecido por estas manifestaciones mías de sentimientos personales y hacía todo lo posible para controlarme…». Cómo no parar de traducir, en mi caso, y soltar una carcajada ante la agudeza con que describe la ansiedad por el estatus de los rusos y el complejo de inferioridad que les asalta cuando están frente a alguien de una clase superior. «En sociedad o en una velada, si todos son de categoría inferior, Prometeo sigue siendo Prometeo, pero, si alguno de los invitados lo sobrepasa un poco, experimenta una metamorfosis que ni el propio Ovidio habría sido capaz de imaginar: ¡una mosca o menos que una mosca! ¡Queda reducido a un granito de arena!», explica el narrador cuando Chíchikov departe con el primer terrateniente, Manílov. Y es que, en Pasajes escogidos de la correspondencia con los amigos, leemos en una carta de Gógol: «Al ruso le asusta más la insignificancia que todos sus vicios y defectos». En sus tiempos, la pirámide social estaba todavía más delimitada, pues, desde que Pedro I implantara la tabla de rangos, tanto el servicio civil como el ejército, la corte o la iglesia estaban perfectamente organizados en catorce escalafones o «clases» que estipulaban estrictamente desde los privilegios, el tratamiento de la persona en cuestión, hasta los honorarios o el atuendo. Todos los esfuerzos se dirigían, pues, a ascender de rango y las relaciones sociales se convertían en un medio. Es por eso que Nabokov, al ensayar sobre Gógol, expuso el concepto de póshlost cuando se refirió a Chíchikov, que era todo aquello contra lo que su creador arremetió sin descanso: además de lo baladí, «lo falsamente importante, lo falsamente hermoso, lo falsamente inteligente, lo falsamente atractivo». Por eso precisamente Gógol dirá que su don fue exponer la vulgaridad de la vida —«todo el terrible e impactante fango de minucias que enloda nuestra vida, la insondable profundidad de las naturalezas frías, vulgares y mezquinas que pululan por nuestro camino terrenal, a menudo amargo y pesado»— con descarnada claridad. Lo aprendió sobre todo a partir de su llegada en 1828 a San Petersburgo, la ciudad-escenografía cuya belleza artificial se había levantado sobre los huesos de la mano de obra. Él mismo resumió deliciosa y sardónicamente en una carta la decepción, extrañamiento y ansia que le provocó la capital: «En Petersburgo no hay carácter: los extranjeros que se instalaron aquí […] ya no lo parecen, y los rusos, a su vez, no son ni lo uno ni lo otro… La gente carece de espíritu, solo se ven funcionarios que cumplen condena y hablan, deprimidos, de sus departamentos y juntas, enterrados en ocupaciones insignificantes en las que la vida transcurre inútilmente». Por eso vio Roma como el reverso de San Petersburgo, la ciudad eterna frente a la ciudad clonada e inexperta, el original y la copia. Es cuando leemos sus relatos petersburgueses y su obra posterior que, con carácter retroactivo, reconocemos en Gógol, el coleccionista de almas, una mutación de Kafka.
Pero si en ese juego del engaño que colma el mundo de las letras hay algo que adquiere unas dimensiones colosales es todo cuanto rodea a las fechas de entrega, que se aceptan de puertas afuera, cuando de puertas adentro se intuye que no se cumplirán. Aquí las armas del autor o del traductor en ganar semanas, meses o incluso años, en prometer páginas (para también conseguir adelantos) aún no escritas para más adelante, tan magníficas que serán todo un acontecimiento editorial (y por eso merecedoras de más paciencia y tiempo), son ya un género aparte, con padrinos tan geniales como Bernhard o Dostoievski. Aún no se ha publicado el libro con las mejores cartas y mensajes en los que se desplieguen las más sutiles armas de persuasión —o el mayor de los desparpajos— para convenir una nueva fecha, y en eso Gógol no era un alumno menos aventajado. Si escribir el primer volumen de Las almas muertas fue una larga y dolorosa travesía, cuando se puso con las siguientes dos entregas según el plan trazado de inspiración dantesca, la exigencia que se cargó a la espalda era tan pesada que, según dijo uno de sus contemporáneos, si aquella novela fue su monumento como escritor, fue asimismo su tumba como hombre, cavada a lo largo de diecisiete penosos años. Por eso no necesitaba sentir en la nuca el aliento de los editores, que se frotaban las manos tras el éxito de la primera parte, pues él ya se ponía el listón tan alto que, una vez derrotado, acabó por arrojar sus manuscritos al fuego: creyó que no era digno de sus propias expectativas ni fiel a su genio. Si ese libro aparece algún día, debería incluir la respuesta al amigo y editor N. Prokopóvich, que lo apresuraba a no defraudar las expectativas:
¿Acaso te he dicho alguna vez que el segundo tomo de Las almas muertas se publicará este año? ¿Y qué significan tus palabras: «no quiero ofenderte con la sospecha de que es por tu pereza que el segundo tomo no está listo para ir a imprenta»? Como si un libro fuera igual que freír un buñuelo. Echa un vistazo a la biografía de algún hombre no muy famoso o, bueno, incluso importante: ¿qué le costó hacer algo grande, reflexivo, a lo que se dedicó con todo su ser, y cuánto tiempo le llevó? Pues toda la vida, ni más ni menos. ¿Dónde se ha visto que alguien que produjo una epopeya luego haya escrito también cinco o seis más? Debería darte vergüenza ser tan infantil y no saberlo. Quien me conozca un poco es el que menos puede exigirme premura, primero porque ahora soy más paciente y propenso a la meditación, y también porque en muchas cosas sufro de todas las manías por ataques de enfermedades de todo tipo. La segunda parte de Las almas muertas no solo no está lista para la imprenta, sino que ni siquiera está escrita, y no verá la luz antes de dos años (siempre que mantenga las fuerzas durante todo ese tiempo). Y que el público desee y exija el segundo tomo no es ninguna razón; el público puede ser inteligente y justo cuando tiene en las manos lo que tiene que juzgar, pero en sus expectativas el público siempre es estúpido, porque solo se guía por una necesidad fugaz y momentánea… Ni ellos ni yo estamos listos para el segundo tomo.