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Hermes castrado: una tragedia griega (y 2)

Hermes castrado
Alcibíades interrumpe el banquete en El simposio de Platón, Pietro Testa, 1648.

Viene de «Hermes castrado: una tragedia griega (1)»

Entreacto: The Andócides affaire

El rol tan particular que desempeñaban los hermas en Atenas, explicado en el artículo anterior, nos devuelve ya al 415 a. C. y nos pone sobre la pista de quien llegó a ser el principal sospechoso de su mutilación: el orador Andócides.

Andócides fue denunciado por un personaje poco conocido, un tal Dioclides, que dijo haberlo visto a él y a unas trescientas personas más pululando por la ciudad en la noche del sacrilegio1. Plutarco nos cuenta, además, «que a todos [los hermas] en una noche les fueron cortadas las partes prominentes, a excepción de uno solo, llamado “de Andócides”, ofrenda de la tribu Egeida, que estaba junto a la casa en que Andócides habitaba»2. La supervivencia precisamente de aquel tótem, un tanto sospechosa, sumada a la declaración de aquel testigo, debieron de tomarse como pruebas suficientes para procesar a Andócides y a varios parientes suyos. También debió de pesar que Andócides perteneciera al linaje de los Cérices, antiquísimo, que se consideraba descendiente del propio Hermes. Quizá fuese creíble que un Cérice involucrado en la mutilación eligiera no atentar contra su propia efigie del dios, incluso cuando aquello le hiciera parecer culpable. Andócides fue detenido y sometido a trabajos forzados y se derrumbó, aparentemente, antes de que llegase la fecha de su juicio. Fue entonces confesó su participación en el sacrilegio y delató a varios miembros de su hetería (algo parecido a un club de aristócratas).

No corra a dar el misterio por resuelto: Andócides era completamente inocente. También lo eran aquellos a quienes él había acusado. Los magistrados de Atenas, desesperados por resolver el misterio, habían ofrecido una recompensa cuantiosa a cualquiera que pudiera revelar la identidad de los hermocópidas y habían previsto el indulto para los criminales que confesaran y delataran a sus cómplices. Hoy sabemos que Dioclides y Andócides actuaron motivados por aquello: el primero acusó al segundo para hacerse con la recompensa, que ascendía a cien minas, probablemente después de intentar extorsionarlo; y el segundo se inculpó y vertió acusaciones falsas contra terceros para obtener el indulto para sí mismo y sus parientes. Muchos años después, Andócides escribió un discurso, Sobre los misterios, que ha llegado hasta nuestros días, en el que cuenta los pormenores de todo esto y muchas cosas más relacionadas con el escándalo de los hermocópidas. Es un texto interesantísimo, el único sobre el caso redactado por un testigo directo de los acontecimientos, pero no se considera veraz. Que Andócides era inocente, eso parece indiscutible; que mentía más que hablaba, podemos tenerlo igual de claro.

En todo caso, Tucídides nos dice que «la ciudad en su conjunto encontró un alivio manifiesto en aquel momento»3, después de que Andócides vertiera sus acusaciones y de que los tribunales atenienses condenaran a muerte a quienes él había señalado. Parece ser que la expedición a Siracusa se hizo a la mar por aquel entonces, aunque la fecha precisa de su salida de Atenas es materia de discusión. Tucídides nos habla de una despedida grandiosa en el puerto del Pireo y retrata un ambiente de euforia que parece corroborar, a decir de algunos expertos, cierto ambiente de normalidad. Debe considerarse, también, que aquella escuadra naval «fue la más costosa y la más magnífica de las que hasta aquel momento se habían hecho a la mar desde una sola ciudad y con fuerzas griegas»4. También era la que se proponía llegar a un destino más lejano.

La euforia no duró mucho tiempo más. Cuando se destapó la farsa de Andócides y también la de Dioclides, así como algunas más que nos consta que existieron, el caso de los hermocópidas dio un giro de ciento ochenta grados. Poco a poco, indicio a indicio, muchos atenienses dejaron de tener tan claro que el objetivo del atentado contra los hermas hubiera sido boicotear la misión bélica y a su gran patrocinador, Alcibíades. Cada día eran más los que pensaban que el comandante de la flota, a quien más habían perjudicado, en apariencia, la mutilación de las estatuas, era precisamente quien había orquestado el sacrilegio. Y cada día eran más los testigos que presentaban pruebas en su contra. El primero en hacerlo fue un esclavo; después lo hicieron algunos metecos (extranjeros residentes en Atenas) y, finalmente, varios ciudadanos libres de la ciudad. El murmullo se extendió y se convirtió pronto en un clamor: Alcibíades era el jefe de los hermocópidas. Para cuando Atenas llegó a la conclusión, Alcibíades ya se había hecho a la mar5.

Acto 3. Un final sin final

En El banquete de Platón, cuando Sócrates y los demás comensales ya han debatido sobre el amor y se disponen a dar la velada por terminada, hace su aparición un joven borracho que interrumpe la conversación y se propone acaparar la atención con aspavientos y groserías. El joven cuenta que está enamorado de Sócrates y reseña, una tras otra, todas las ocasiones en las que ha intentado seducirlo, incluida una en la que ya, cansado de insinuarse sin que el otro reaccionara, averiguó la manera de retenerlo en casa por la noche y se le metió directamente en la cama. Se trata de una lectura divertidísima, aunque deja un regusto amargo. Cuando Sócrates toma la palabra, lo hace para pedir ayuda a Agatón, el anfitrión de la velada, diciendo estas palabras: «El amor de este hombre no es para mí un pequeño embarazo. Desde la época en que comencé a amarle, no puedo mirar ni conversar con ningún joven sin que, picado y celoso, se entregue a excesos increíbles, llenándome de injurias (…) Procura asegurar mi tranquilidad o protégeme, si quiere permitirse alguna violencia, porque temo su amor y sus celos furiosos»6.

Aquel joven era Alcibíades, el mismo que llegó a convertirse en estrategos de Atenas. Ya lo ve: no podemos contar nada sobre él que no lleve dos mil quinientos años contado, ni siquiera los detalles menos decorosos de su vida personal. Fue un personaje controvertido en vida y lo fue más todavía en los siglos que siguieron, cuando los efectos de sus acciones se dejaron sentir a largo plazo y empezó a tenerse claro que Alcibíades, queriendo o sin querer, había trastocado para siempre la propia historia de la civilización griega.

Alcibíades fue un magistrado precoz y un táctico militar brillante. También cosechó éxitos diplomáticos muy importantes. Los grandes autores del momento lo conocieron y lo frecuentaron y todos nos dicen lo mismo: que la admiración por él era sincera y unánime entre el ejército y los aristócratas de Atenas, pero que asustaba a los demócratas y movía la animadversión de la plebe7. Alcibíades defendía las ideas oligarquistas, pero muchos temían que la cosa fuese más allá y que aspirase directamente a la autocracia y la tiranía. Más de una vez se ha dicho que el verdadero peligro no lo encarnaba tanto él como quienes querían encumbrarlo. Alcibíades pertenecía a uno de los linajes con mejor alcurnia de la ciudad, había disfrutado de una educación esmeradísima y tenía reputación de ser sumamente inteligente. También se contaba, al menos, en su juventud, entre los hombres más atractivos de la alta sociedad de Atenas.

Una llamada a la cautela antes de proceder con el desenlace de la historia: ni en la Antigüedad ni en la actualidad se ha llegado a probar suficientemente que Alcibíades fuese el muñidor del atentado de los hermocópidas. E incluso cuando se dé por sentado, como acabó ocurriendo entonces, es imposible discernir qué intenciones lo habrían movido. ¿Se trataba de un acto terrorista, algo diseñado para desmoralizar y sembrar el pánico? ¿Quería escenificar el simulacro de una matanza con todos aquellos penes, narices y orejas de piedra? ¿O fue, como acabaron creyendo muchos, un verdadero ataque religioso, quizá motivado por la adhesión de Alcibíades a uno de los numerosos cultos mistéricos clandestinos (y sumamente elitistas) que había en la ciudad?8 Las opciones, todas, siguen sobre la mesa.

Algunos analistas contemporáneos creen que la mutilación de los hermas pudo ser una operación de bandera falsa, es decir, un autoataque perpetrado de forma encubierta con el objetivo de atribuirlo a los enemigos. Pudo organizarlo Alcibíades o pudieron ser sus partidarios, con la aquiescencia de este o sin ella. Recordemos: Atenas era una democracia y las decisiones se tomaban por votación. El mayor problema que había tenido Alcibíades para convencer a los atenienses de que se debía atacar Siracusa es que no había mediado una provocación ni una ofensa directa por parte de aquella ciudad; y nos consta que, poco después del atentado de los hermocópidas, se comenzaron a verter acusaciones contra Corinto. Siracusa había sido, en el pasado, una colonia de Corinto, y ambas ciudades seguían unidas por lazos políticos, económicos y sentimentales muy estrechos. Según la hipótesis de la operación de bandera falsa, los belicistas atenienses, después de concertar ellos mismos el ataque contra los hermas de Atenas, argumentarían que los siracusanos habían urdido el complot y que Corinto —una ciudad muchísimo más cercana a Atenas— lo habría acometido. No nos consta que Alcibíades culpase a Corinto del ataque, pero sí que muchas voces insistieron en aquella idea. Si Alcibíades azuzó a estos voceros, si solo los dejó actuar o si no tenía nada que ver con ellos, eso no hay forma de saberlo. Lo vamos a repetir, no sea que no quede claro: no hay forma de saberlo.

Lo que sí sabemos bien es que un trirreme ateniense, la Salaminia, dio alcance a la escuadra ática antes de que llegase a Siracusa. Su objetivo era escoltar a Alcibíades de regreso a la ciudad, donde debía someterse a juicio. Alcibíades, acompañado por varios soldados que habían sido acusados junto a él, se prestó a volver, pero quiso hacerlo en su propio barco. Poco después de que ambas naves emprendieran el regreso, la de Alcibíades puso distancia con la otra y se perdió en el Mediterráneo. En Atenas se consideró que la huida constituía una deserción y que probaba su culpabilidad en el asunto de los hermas. Alcibíades fue procesado in absentia y condenado a muerte en rebeldía. Todos los demás acusados de conspirar con él recibieron un veredicto igual, aunque ninguno fue ejecutado: algunos eran soldados que habían huido con él, y otros, los que permanecían en la ciudad, la abandonaron secretamente antes de recibir sentencia.

Hoy tenemos claro que, en la Atenas de aquel momento, después de semanas de tumultos y persecuciones, encontrar al autor de las mutilaciones había dejado de ser la verdadera prioridad; lo urgente, en palabras de Tucídides, era «librar a la ciudad de aquel ambiente de sospechas». El cronista, ateniense y contemporáneo de los hechos, no puede ser más claro en lo tocante al papel de Alcibíades: por más que se formulara una acusación contra él y que se le acabara encontrando responsable, «nadie, ni entonces ni más tarde, ha podido dar informaciones precisas respecto a los autores del hecho»9. Ni lo condena, ni lo exonera. Nuestro consejo para usted es que haga exactamente lo mismo.

Epílogos y más epílogos que reverberan por la historia como las ondas sobre el agua

La expedición contra Siracusa, que Alcibíades había diseñado, pero que no llegó a liderar, fue el mayor fracaso militar de la historia de Atenas. Murieron cerca de cuarenta mil soldados a los pies de las murallas siracusanas y varios miles más fueron masacrados cuando se batían en retirada. Un consejo: no preste oídos, por favor, a quien venga a decir, sin más, «con Alcibíades, Atenas habría ganado». Muchos cronistas antiguos y alguno que otro más moderno se han permitido aseveraciones tan tajantes como esta, a pesar de que, en el repaso de la historia, una especulación, por más avalada que esté, no debe alcanzar nunca el rango de certeza. Eso sí: obra un cierto consenso a la hora de achacar la responsabilidad del desastre a Nicias, el comandante que acabó al mando de la operación tras la huida de Alcibíades, alguien con poca pericia táctica y que se había opuesto frontalmente a que la propia misión tuviera lugar. Como poco, resulta un tanto evidente que Atenas no estaba condenada de antemano a perder aquella batalla, mucho menos a sufrir una catástrofe total, y que la victoria fue plausible hasta el día que Alcibíades abandonó la escuadra ática. Sea como sea, hay algo en lo que todos los académicos consiguen ponerse de acuerdo: la guerra del Peloponeso no acabó en Siracusa, pero fue en Siracusa donde Atenas la perdió. Y fue con aquella derrota cuando Atenas y su flamante democracia perdieron para siempre su liderazgo en el conjunto de los pueblos griegos. Huelga decir que, de no haber sido así, la historia misma de nuestro mundo podría haber sido muy distinta.

Alcibíades acabó dando la razón a todos sus enemigos. Después de consumar su deserción en medio del mar Mediterráneo, reapareció en Esparta, donde ejerció como táctico militar y se dedicó a combatir —exitosamente, por cierto— contra su propia ciudad natal. Más tarde desertó también del bando espartano y se pasó al de los persas, el enemigo histórico del conjunto de los pueblos griegos. Alcibíades se instaló en la corte del sátrapa Tisafernes en la península Anatolia y ejerció como consejero en sus guerras de desgaste contra atenienses y espartanos. También conspiró y puso dinero persa para dar un golpe de Estado en Atenas y derrocar a los demócratas. Tras la revolución oligárquica del año 411 a. C., instigada y coordinada por él mismo, Atenas quedó gobernada por Los Cuatrocientos, una cámara ejecutiva al servicio de la aristocracia. El hombre que había traicionado primero a su polis y luego a todos los griegos regresó a Atenas con honores, se convirtió en general por aclamación y quedó limpio de cargos judiciales. Quienes habían sospechado que Alcibíades se proponía acabar con la democracia podían, al menos, consolarse: estaban absolutamente en lo cierto. Que Alcibíades se propusiera hacerlo desde siempre o solo después de que la democracia lo condenara a muerte injustamente, eso es algo que nunca sabremos.

Lisístrata, la comedia de Aristófanes, se estrenó por aquellas mismas fechas, en el 411 a. C. Habían pasado tres años y pico desde la mutilación de los hermas de Atenas. Entre los textos griegos que han llegado hasta nuestros días, es el primero donde se emplea la palabra hermocópida. La obra va sobre una conjura pacifista urdida por las mujeres, que se declaran en huelga sexual para conseguir que los hombres dejen de hacer la guerra, y muestra a los personajes masculinos con una erección permanente. El caso de los hermocópidas presta un subtexto evidente a la obra, uno de los grandes alegatos pacifistas de la historia de la literatura y uno de los primeros textos en los que pueden hacerse, con mucha prudencia, ciertas lecturas feministas.

Sócrates, el pensador más influyente de todos los tiempos, fue procesado en el 399 a. C., quince años después del escándalo de los hermocópidas. La acusación que más pesó en su contra, la de corromper a la juventud, tenía que ver con tres exdiscípulos suyos: Alcibíades, Critias y Cármides. Los tres habían tenido papeles protagonistas en los dos gobiernos oligárquicos que había conocido la ciudad en los últimos años: el primero, el de Los Cuatrocientos, como resultado de un golpe instigado por Alcibíades en el año 411; y el otro, el de los Treinta Tiranos, fue impuesto por Esparta en el año 404, tras su victoria en la guerra del Peloponeso. En aquel segundo gobierno tomaron parte tanto Critias como Cármides. Después de restaurarse la democracia y de emprenderse el juicio contra Sócrates, la mayor parte de los heliastas reunidos para juzgarlo lo encontraron responsable de corromper a estos tres personajes, inculcándoles ideas contrarias a los intereses de Atenas o, en todo caso, confiriéndoles, con sus enseñanzas, las herramientas intelectuales con las que luego obraron exitosamente contra la democracia y al servicio de Esparta. Aquello, que podía llegar a repetirse, convertía a Sócrates en un sujeto peligroso para la ciudad y tuvo mucho que ver con su condena a muerte. De poco le sirvió al filósofo, como nos consta que hizo, desligarse de todos ellos y repetir sus convicciones demócratas ante los heliastas: «La única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos tiranos que mis calumniadores quieren convertir en mis discípulos»10. A diferencia de lo que hizo Alcibíades en su momento, Sócrates no huyó para evitar la ejecución y se suicidó, rodeado de sus amigos, poco después de conocer el veredicto.

Resulta vertiginoso pensar en el aspecto que podría tener el mundo si todo esto no hubiera ocurrido. Si Atenas hubiera vencido en la guerra del Peloponeso, por ejemplo, o si, sencillamente, no la hubiese perdido de la forma en la que lo hizo. O si Sócrates hubiera muerto de viejo, sin convertirse en un mártir, el gran mártir intelectual, de nuestra civilización, sin llegar a tener el tremendo peso que ha tenido en la historia misma del pensamiento. A usted, que lee estas letras y goza de libertad, le aconsejamos que ceda a la tentación, aunque solo sea por un momento, y que se permita imaginarlo todo ello: los libros que no se habrían escrito, las guerras que no se habrían librado e incluso los países, quizá, que jamás habrían existido. Nosotros, aquí, no debemos hacerlo. Todo cuanto podemos asegurarle es que la defección de Alcibíades, tanto si era el cabecilla de los hermocópidas como si fue acusado injustamente de ello, tuvo consecuencias determinantes para la propia historia de Atenas y de Grecia, que no deja de ser la nuestra. Y que nada de eso habría ocurrido si aquella noche sin luna en el 415 a. C. alguien no la hubiese emprendido a martillazos con todos los hermas de Atenas.


Notas

(1) Plutarco advierte sobre el engaño de Dioclides: «Preguntado cómo había conocido a los mutiladores de los hermas, respondió que a la claridad de la luna, con la más manifiesta falsedad, porque el hecho había sido el día primero o de la nueva luna» (Plutarco, Vida de Alcibíades, p. 20).

(2) Plutarco, Vida de Nicias, p. 13. Es importante precisar que al autor se contradice en su Vida de Alcibíades, donde habla de «la mutilación hecha en una sola noche de todos los hermas» y no precisa que sobreviviera alguno.

(3) Tucídides, op. cit., vol. VI, p. 60.

(4) Ibíd., vol. VI, p. 31.

(5) Sabrá perdonar que resumamos mucho la historia en este punto, cuando más embarullada está. Aunque las acusaciones formales contra Alcibíades se efectuaron en su ausencia, lo cierto es que ya se habían vertido algunas sospechas contra él antes de que abandonase Atenas. Alcibíades, quizá el político más influyente del momento, había logrado granjearse un permiso especial para abandonar la ciudad con la promesa de regresar si resultaba imputado.

(6) Platón, El banquete, p. 213d.

(7) Quizá la mejor descripción del sentir que despertaba Alcibíades en sus compatriotas es la que hace Aristófanes en Las ranas: «No se debe criar un león en una ciudad, pero si se cría uno, entonces hay que plegarse a sus caprichos».

(8) Alcibíades y otros presuntos hermocópidas recibieron una acusación adicional: la de participar en simulacros de los misterios eleusinos. Se trata de una causa judicial que corrió en paralelo a la de la mutilación de los hermas y cuya conexión con aquella se daba por sentada. Dicho de forma muy resumida: se pensaba que el ataque contra los hermas, que había tenido que concitar las voluntades políticas de muchas personas ricas e influyentes, se había logrado preparar en secreto gracias a la celebración de ciertos misterios. Estos ritos mistéricos no lo serían realmente; se trataría, más bien, de simulacros orquestados con el verdadero objetivo de confabular. Los misterios eran ritos solo para iniciados que tenían carácter hermético; quien hablase de ellos fuera de ellos estaría incurriendo en sacrilegio. En la antigua sociedad griega se daba por bueno que nadie revelase nunca lo que ocurría en el curso de uno de estos ritos y que jamás se inquiriese acerca de ello. Para hacernos una idea, podemos compararlo con el secreto de confesión de la fe católica de nuestro tiempo.

(9) Tucídides, op. cit., vol. VI, p. 60.

(10) Platón, Apología de Sócrates, p. 33a.

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3 Comments

  1. francisco clavero farré

    Desde luego fue un momento axial; pero la democracia ateniense ya había mostrado su torpeza a la hora de asimilar otras ciudades. Roma sí lo supo hacer y la ube se hizo orbe.

  2. francisco clavero farré

    Me repito; pero hay algo en la Atenas del siglo v que invitaba al fracaso imperial. No hay más que leer Las Troyanas de Eurípides o Antígona de Sófocles, aplaudidas y lloradas por el demos ateniense. Un pueblo así no hace imperios; Alcibíades lo intentó y, quizá no fortuitamente, todo salió fatal.

  3. Eva L.

    Me han parecido magníficos. Sólo conocía la expresión «la cola del perro de Alcibiades» que, probablemente no sea cierta (la historia, no la expresión) y me han encantado la historia y la forma de contarla.

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