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Vicenç Villatoro Lamolla (Tarrasa, Barcelona, 1957) es escritor, periodista y político. Un «hombre de paz», «europeísta», «diplomático»; «amigo de los judíos y de Israel»; «buen orador» y «contundente en sus declaraciones políticas»; alguien que «ha ocupado diversos cargos de poder» sin «romper los platos o hacer enemigos públicos», lo cual, a su vez, apunta a una «pragmática no siempre celebrada». Las entrecomillas proceden de declaraciones que he tomado durante conversaciones mantenidas con personas que en algún momento de su vida han estado cerca de él.
Partidario del proceso soberanista de Cataluña, ha sido también el hombre de confianza a través del cual Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de Cataluña de 1980 a 2003, rompió su silencio y pidió perdón por los errores que hubiera podido cometer, en un libro-entrevista. Como escritor, Villatoro tiene una obra extensa. Algunas de sus novelas le han reportado premios importantes de la literatura catalana. Ha publicado también obras de poesía, ensayos de actualidad, memorialística y narrativa infantil y juvenil. Es asimismo autor de letras de canciones y guiones cinematográficos y ha sido comisario de diversas exposiciones.
Mantenemos la entrevista en la cafetería de un hotel que da a la plaza y a la iglesia de San Felipe Neri, escenario en 1938 de un intenso bombardeo por parte de la aviación italiana, y que acabó con la vida de cuarenta y dos personas, la mayoría niños y niñas alumnos de la escuela adyacente a la iglesia. Cuando comenzamos la entrevista, sentimos el gozo acústico de la pluralidad y espontaneidad de nuevas voces y risas de los escolares que juegan en la plaza durante la pausa de media mañana. Cuando finalizamos la entrevista, lo que queda en el ambiente es la preocupación por el futuro de estas generaciones en un mundo lleno de turbulencias. Entrevistado y entrevistadora tenemos la conciencia de haber vivido un período de paz. Una «chiripa histórica» en palabras de Villatoro, que también desea a los que vendrán.
En tu obra se da una relación entre narrativa, historia personal e historia colectiva en la Cataluña contemporánea a través de la cual intentas encarnar tus preocupaciones y tu visión del mundo. Empecemos, pues, por la literatura para, poco a poco, dirigirnos hacia esa historia colectiva y traerla al presente. Puesto que la memoria es importante en tu proyecto intelectual, ¿cuál es tu primer recuerdo de infancia?
Eso de las primeras memorias es peligroso, porque no sabemos nunca si son ciertas o reconstruidas. Muchas veces son imágenes construidas a posteriori, son una suerte de «recuerdos Instagram». Diría que mis primeros recuerdos tienen lugar en los comedores de las dos casas de mis abuelos; sobre todo en uno de ellos, donde mi abuelo paterno hacía como de profesor o maestro no reglado. Pero cuando luego he vuelto a esa casa de él, todo lo que yo recordaba de ella no cabía en aquel espacio, era demasiado pequeño. Pero claro, la percepción infantil del espacio cambia. También recuerdo que en la casa de los otros abuelos mi madre cosía y tenía la ayuda de otras mujeres jóvenes que también cosían y que allí cantaban. Son recuerdos en los que yo soy meramente espectador, no son recuerdos de cosas que me pasan a mí, sino imágenes externas que tengo en relación con estas casas.
¿Has tenido una infancia feliz?
La recuerdo feliz, pero esta relación memoria e infancia es otro elemento característico y general de nuestro tiempo. El siglo XX instituye la idea proustiana de que la infancia es el tiempo feliz, contra la de Dickens que presenta unas infancias lamentables, y hemos quedado, por convención literaria, en que la infancia es mejor recordarla feliz. El recuerdo que yo tengo de ella es feliz, pero no sé si lo era. Como en cualquier otro caso, época o persona, supongo que la felicidad no es un estadio permanente, sino que se alterna con otras sensaciones. Además, no tengo claro que la felicidad sea un concepto infantil. Pero la memoria global de mi infancia sí que es de felicidad. Sin embargo, aquí hay otro tema —que explica Salvador Espriu, en un magnífico texto del libro Primera historia de Esther— y es que hay dos cosas que en la cocina de la memoria mejoran el sabor del plato de la infancia: una es que entonces todo es nuevo y posible, mientras que el paso del tiempo va limitando el ámbito de lo posible; la otra es que entonces todavía estaban vivos todos los que amabas. En esta mitificación, la infancia es el tiempo en el que todos estaban vivos, los abuelos, los padres… El dolor posterior también está relacionado, a la inversa, con su muerte: ya no están, el espacio se ha ido vaciando.
En tu último libro Tren a Maratea (Proa, 2022) tratas de nuevo la cuestión del pasado. ¿Eres nostálgico?
No particularmente, no. De alguna manera, lo que hay tras el libro es una constatación de que a veces nos peleamos con nuestra propia memoria; porque nuestra memoria no es canónica, o porque no se corresponde con el relato canónico de los acontecimientos, o quizá porque hemos hecho cosas que a posteriori pensamos que no debíamos haber hecho. En la reconciliación con la propia memoria lo único sólido es la infancia, allá sí se trabaja sobre seguro.
¿Cuáles son tus influencias literarias?
No sé si son influencias o fascinaciones; porque no necesariamente me provocan un estilo imitativo. Son más bien sucesivas y acumulativas. Desde muy joven Salvador Espriu; su mundo, de hecho, tiene que ver con esto, con la infancia y la mitificación del tiempo de infancia después de una guerra. Luego Cesare Pavese, Scott Fitgerald, Albert Cohen (Bella del Señor), Joseph Roth (La Marcha Radetzky), Giorgio Bassani y Marcel Proust, que no necesitan una guerra para mitificar la infancia, pero que entre la infancia y la vida adulta en la que escriben sí que tiene lugar una guerra y entonces la mitificación es aún mayor. Cada uno lo hace a su manera, pero la guerra refuerza el mito de la infancia. Después de estos autores leí a Richard Ford, por ejemplo, y el realismo americano… Cada uno supone una fascinación a su manera.
¿No te ha fascinado ninguna escritora?
Mucho Irene Nemirovski, en un momento determinado. También Natalia Ginsburg y Mercè Rodoreda… Esto de la memoria funciona por ficheros. Si me hubieras formulado la pregunta concretando influencias de otros aspectos habría contestado diferente. Habrían salido otros nombres y la mezcla sería diferente.
Te llamas Vicenç Villatoro Lamolla, ¿cuáles son tus orígenes?
La familia paterna, Villatoro, es una familia andaluza que migra a Cataluña en los años cincuenta. Tengo la certeza de que el hecho de la guerra fue crucial en esta migración. Mi abuelo, que es quien decide emigrar, lo hace con sesenta años. Es una familia de comerciantes, republicana. Son masones y republicanos, no particularmente antirreligiosos. Son de clase media entre una clase media escasa en un pueblo de la campiña cordobesa. Por parte de mi madre, Lamolla, es una familia catalana, un cerrajero y una trabajadora textil que comienza a trabajar en la fábrica a los nueve años. Eran catalanistas y conocieron el exilio y la prisión a causa de este catalanismo. Si tiramos del hilo del apellido Lamolla, la procedencia es de Nápoles. Los dos abuelos se llevaban bien, las abuelas no mucho; pero los abuelos se avenían porque entre ellos había una cierta semejanza de posiciones republicanas y democráticas. No apoyaban ninguna dictadura, ¡eso nunca! Otra cosa que les unía era su fascinación por la cultura. Para los dos, los libros y el saber eran emancipadores, y eso les unió.
Entonces en casa de los abuelos se hablaba de política.
Curiosamente, a veces se hablaba de política internacional para no hablar de la política de aquí. Porque mis abuelos sufrieron durante mucho tiempo el exilio y la prisión. A mi abuelo paterno le habían condenado a muerte y él esperaba que en cualquier momento le fusilarían. Así estuvo durante dos años. Pero había una obsesión por encapsular este dolor y no legarlo: ¡que los hijos no tengan que sufrir lo que ellos sufrieron! Entonces era así, había una contención, aunque se notaba que ponían cara de mala leche cuando salía Franco en la tele. Pero no se transmitía directamente. Mi abuelo materno, de Esquerra Republicana-Estat Català, independentista y catalanista, no me enseñó nunca el himno catalán («Els segadors»), lo tuve que aprender yo solo. Entre ellos hablaban de política internacional como sucedáneo. Recuerdo a mi abuelo paterno seguir las elecciones americanas como si le afectasen. En nuestra casa también se vivió muy de cerca la Guerra de los Seis Días (1967). Para ellos, el Israel de aquel momento representaba algo parecido a lo que ellos eran o querían ser. Se identificaban, en parte por la memoria de lo sucedido durante los años treinta del siglo XX y en parte por la idea de progreso, por la idea de occidentalismo, y lo vivieron con intensidad, como algo personal.
De hecho, el segundo libro de tu trilogía, que se titula El regreso de los Bassat, el primero es Un home que se’n va (Un hombre que se va) y el tercero La casa dels avis (La casa de los abuelos), es la historia de una familia judía de origen sefardita.
En la trilogía dos libros son sobre mi familia y uno no, el de la familia Bassat. Por un lado, el mundo judío es muy importante en mi vida; pero, además, he querido hacer una trilogía más bien conceptual. Tengo tendencia a hacer trípticos. Por ejemplo, cuando escribo y pongo dos adjetivos, siempre acabo buscando un tercero. Dos me parece un número que cojea. Yo quería hacer un libro sobre la emigración y entonces busco una historia para hablar de ella y veo que tengo la de mi abuelo paterno. Podía haber tomado otra diferente, porque mi voluntad no era la de explicar la historia de mi abuelo, sino hablar de la emigración. Cuando tomo prestada la de mi abuelo es porque además de hablar de la emigración, me sirve para hablar de la identidad. Quiero hacer una historia de los que se van y hasta qué punto el origen familiar en otro lugar forma parte de la propia identidad. Entonces se producen dos anécdotas, ciertas las dos, y que me hacen pasar del uno al dos y por tanto al tres del que hablábamos. La primera anécdota me hace pensar que tan importante como marchar es no querer cambiar de lugar en toda la vida; que quedarse es también muy importante, tan importante como marchar. Esta es la historia de los abuelos maternos, así que la incorporo. Pero hay otra anécdota que sucede un día que coincido en una boda con Lluís Bassat. Le comenté que estaba escribiendo la historia de mis abuelos, y él me habló de los suyos. Su abuelo materno se llamaba Cohen y era de Corfú. Era primo del escritor Albert Cohen y también familia de los Canetti por la vía de los Arditi, de la madre. Este hombre, que viene de Corfú como los Cohen y de Bulgaria como los Canetti, pasando por Estambul y por Trieste, encarna todo lo que es mi mundo de lecturas y fascinaciones culturales, al cual no pertenezco por motivos familiares, pero con el que me identifico por una elección cultural. La trilogía nace con dos ejes, el de los que se van y el de los que se quedan, pero ahora también se suma el eje de los que regresan o los que creen que regresan. Por tanto, no dos, sino tres ejes. Irse, quedarse y regresar. El origen, la tierra y la cultura, como fuentes de la identidad. Lo que te viene dado, pero también lo que tú has elegido.
De igual forma que eliges tus lecturas y referencias intelectuales.
Sí, esta fascinación por la cultura judía, por la cultura centroeuropea, la he elegido yo. Yo soy eso, y eso, por tanto, forma parte de mi propia identidad. ¡Yo adopto a los Bassat como abuelos culturales, no de sangre, pero sí culturales! Me siento nieto de Albert Cohen y de Elías Canetti, de Umberto Saba y de Giorgio Bassani.
En tu libro Els Jueus i Catalunya (Los judíos y Cataluña) explicas la relación de dos mundos importantes para ti, el mundo catalán y el mundo judío, un mundo que conoces bastante bien, de hecho, eres una persona querida y respetada en la comunidad judía de Barcelona que hay alrededor del CIB (Comunidad Israelita de Barcelona), ¿qué crees que quiere decir ser judío hoy en día?
La definición que más me gusta de judío es esta: «Es judío quien cree que es judío y los demás también lo creen». Yo creo que en este momento la judeidad, que no el judaísmo, es un acto de voluntad que se produce fundamentalmente en el ámbito de la cultura. La definición de judío cambia a lo largo del tiempo, pero las nuevas no sustituyen a las antiguas, sino que se acumulan. La medieval es estrictamente religiosa, por tanto, si salías de la religión dejabas de ser judío. La división hispánica, barroca de la Contrarreforma relaciona la judeidad con la sangre, es decir, con la pureza de sangre. La definición contemporánea tiene que ver con la cultura, pero también con la sangre y también con la religión. Es como si se fueran superponiendo capas sin eliminar las anteriores.
¿Cuál es a tu entender el motivo original de la persecución de judíos en la península?
Es religioso, incluso cuando se persigue al converso porque creen que su conversión no es real o sincera, y que, por tanto, judaíza. Se expulsa a los judíos para que los conversos no tengan referencia judía directa. Las persecuciones durante el siglo XIV crearon una bolsa social de conversos muy grande que acaba convirtiéndose en un problema religioso, pero también social. Por diversas razones surge la idea de la sangre, que se plantea en términos de sangre limpia y de sangre sucia. La idea de mancha, que procede del siglo XV y XVI con Los estatutos de limpieza de sangre, modifica el antisemitismo europeo y está en el origen del desastre del siglo XX.
¿Abordamos la cuestión del Estado nación? ¿Cómo comprendes este binomio?
Para mí la clave, y es una clave a discutir, es que «Estado» y «nación» no son términos sinónimos. Hay «Estados nación», hay «Estados plurinacionales» que quisieran ser «Estados nacionales», hay «naciones sin Estado». La equivalencia nación-Estado procede del siglo XIX, cuando a partir de la Primera Guerra Mundial se intenta generalizar, pero aplicada a buena parte del mundo es absolutamente artificiosa. Se producen problemas cuando se intenta construir o homogeneizar una nación a partir de un Estado, de un poder político. Y no se encuentra una fórmula para construir Estados donde puedan convivir más de una nación. Esta equivalencia Estado-nación es muy problemática.
Así lo siente en el caso de Cataluña, que es el que le toca más de cerca.
Yo, personalmente, que me siento de nacionalidad catalana, que escribo en catalán, que creo que la lengua es un rasgo distintivo de la nación, me siento política y humanamente comprometido con la persistencia de esta nación y de esta lengua viva. ¿Qué instrumentos hacen falta para lograrlos? No me resulta indiferente, pero diría que los que hagan falta. ¿Los probamos de una forma y no es posible? ¡Pues probemos de otra manera! Pero, para mí, mi objetivo político, por decirlo así, es más la nación, su pervivencia como entidad cultural, y la pervivencia de su lengua, y no tanto el estatus político que tenga. La autonomía, el federalismo, la independencia son instrumentos que han de servir para la pervivencia de la nación y de la cultura. Y si uno de estos instrumentos no sirve, pues probemos otro diferente. Yo creo que este juego Estado nación del siglo XIX ha generado en Europa, sobre todo en Europa oriental, graves diferencias e incluso ha llevado al desastre.
Cuando nos saludamos y comenzamos a hablar antes de la entrevista, me hablabas de la importancia de que la gente pueda decidir, pueda elegir.
En una democracia es muy importante que la gente esté bien informada y pueda elegir. Dicen los toreros, o eso he escuchado decir porque yo no soy de toros, que lo peor que se puede hacer es dejar al toro sin salida porque si no tiene salida es cuando embiste. Lo puedes arrinconar, pero le tienes que dejar espacio para salir porque si no te embiste. Nos hemos de preocupar siempre de ofrecer salidas, no dejar a la gente arrinconada, porque la solución puede ser salir en tromba. En política es muy importante ofrecer salidas, mirar los temas desde otros ángulos y perspectivas y también tener la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Este lugar no es incompatible con la fuerza de las propias convicciones, no es relativismo. La democracia es eso: un sistema de arbitraje entre gente que piensa diferente. La salida de un enfrentamiento es votar, elegir y aceptar lo que elige la mayoría.
¿Es posible la pervivencia de la que hablabas con la convivencia?
¡Sí! Es posible, sí. Hay pocos ejemplos, pero sí hay alguno. Lo primero que hace falta es el consenso de que la pervivencia y la convivencia son necesarias. ¿Verdad que las dos cosas por separado parecen positivas? ¡Pues busquemos la fórmula para que también lo sean las dos juntas! Pervivencia y convivencia. Yo voté la independencia del 1 de octubre porque me temo que, o tenemos independencia o la pervivencia no está asegurada. Ahora, si alguien me convence de que la pervivencia queda asegurada sin independencia, pues hablemos. Pero no puede ser que nos obliguen a renunciar a la pervivencia e ir hacia la homogeneización. Eso no es convivencia. El precio de la homogeneización es un precio muy caro.
¿Cómo crees que se debería explicar y estudiar en el futuro lo que actualmente conocemos como el proceso soberanista o Procés?
Yo creo que el proceso soberanista es la suma, en lo emocional, de una gente decepcionada y de una gente humillada. Es decir, la decepción y la humillación forman parte del Procés. Provocadas, por ejemplo, con la gestión del Estatut (Estatuto de Autonomía de Catalunya). En todo el siglo XX y parte del XIX el catalanismo ha sido mayoritario en Catalunya, también dentro del partido socialista. El mundo del catalanismo ha tenido tres ramas: una de los que dicen «ya estamos bien como estamos», otra de los que dice «solo estaremos bien cuando nos marchemos», y una en medio de los que dicen «no estamos bien como estamos, pero tenemos que intentar cambiar las cosas y crear una idea alternativa de España en la cual nosotros quepamos tal y como somos, entonces estaremos bien dentro de España». La mayoritaria hasta ahora ha sido esta tercera: «España tal y como es no acaba de agradarnos, pero si cambia un poco, si nos dejan hablar catalán, si se asumen los valores de la Europa occidental, si el Estado se moderniza, entonces nos encontraremos bien…». Y con esta idea se creó la República, esto es lo que hay detrás de Pujol, Maragall (abuelo y nieto), Cambó, Companys también, y al final también de Macià. Querían cambiar España, esa era la idea, llevarla a la modernidad, hacerla más europeísta y democrática, donde todo el mundo pudiera caber sin renunciar a lo que cada uno es. La mayor parte de los independentistas son gente que ha creído en algún momento que España podría ser de otra manera, y esa mayoría ha llegado a la conclusión, decepcionada, de que esto no es posible, que España no quiere ser de otra forma.
Hay más cosas detrás del deseo independentista: cambiar el trato fiscal, mejorar los servicios de cercanías y otros gestionados por el Estado de forma no eficiente. Por tanto, hay una doble disyuntiva: entre si puede haber o no una España en la que quepamos todos, o si la disyuntiva es entre quedarse y perder la identidad o mantener la identidad marchando. Gaziel escribió en los años 50 que España no era suficientemente fuerte para borrar la especificidad catalana, que le desagrada, y Catalunya no era suficientemente fuerte para separarse. Es un empate de impotencias, no de esperanza y de proyectos. De momento el diagnóstico de Gaziel sigue vigente.
Durante el Procés también salieron a las calles miles de personas con las banderas españolas. ¿Qué sintió al verlas? ¿Cuál es su lectura política?
Mi lectura es que hay muchas, muchísimas, personas en Cataluña que son contrarias a la independencia y que preferirían mantenerse dentro de España, lo cual es lógico, legítimo y sabido. Por tanto, que salgan con sus banderas a la par que los otros salen con la bandera contraria es perfectamente asumible y además es expresión de una realidad de fondo: existen dos bloques de opiniones, cada uno con matices internos, pero que en el fondo corresponderían a quienes en un referéndum votarían sí a la independencia y quienes votarían que no. El problema, como siempre que hay dos opiniones opuestas, es qué sistema utiliza una sociedad para arbitrar entre ellas. Uno es el democrático: pongámonos de acuerdo, busquemos fórmulas de entendimiento y en última instancia aceptamos el criterio de la mayoría, con el máximo de respeto a la minoría. Otro método es que una de las opiniones se imponga por la fuerza a la otra, sin atender al criterio de la mayoría. Hay sitios en el mundo donde la independencia se ha impuesto por la fuerza. Y hay sitios en el mundo donde se ha impedido por la fuerza. Personalmente, yo creo que el régimen político de una sociedad no está determinado por ninguna pertenencia metafísica ni debe estarlo por la fuerza militar, sino que debe depender de la voluntad de los ciudadanos libremente expresada. Por tanto, creo que, en resumen, hay que poder votar y aceptar lo que salga. Y aquí es donde las manifestaciones con una bandera u otra no me parecen simétricas. Diría que en las manifestaciones con la bandera «estelada» («estrellada» o independentista) el criterio mayoritario era que esto se debe votar y que los que estaban votarían sí. Sin embargo, me temo que un criterio muy extendido entre los que llevaban la española significaba un no al referéndum y a respaldar la idea de que la pertenencia de Cataluña en España es axiomática y no debe decidirse democráticamente; es innegociable y al margen de toda dinámica de mayorías y minorías. Tengo todo el respeto y la admiración por quienes votarían que no a la independencia. Pero no es lo mismo «votar no» que «no dejar votar». Mantengo una discrepancia de fondo con todos aquellos que piensan que esto debe quedar al margen de la voluntad de los ciudadanos; no solo como independentista, también como demócrata.
¿Cómo valoras la decepción y la frustración instalada hoy entre buena parte de la población que apoyó el Procés?
Es una decepción explicable y fundamentada, que puede tener efectos muy inquietantes. La mayoría de las personas que defendimos el proceso soberanista creíamos, ingenuamente o no, que era posible conseguir un objetivo que consideramos legítimo a través de una reivindicación pacífica y por métodos democráticos. Nos inspiramos en los casos de Quebec y de Escocia, entre otros. Y por el momento se nos ha dicho que ninguna aproximación al objetivo es posible, ni siquiera el referéndum. Sin embargo, la decepción y la frustración que ha provocado no radica en el objetivo que se persigue sino en la utilidad de los métodos con los que se ha procedido a su consecución. Dicho de otra forma, los decepcionados con el Procés no han dejado de creer que la independencia es deseable. Lo que han dejado de creer, en cualquier caso, es que los métodos con los que se quería alcanzar fueran realmente eficaces. Quizá piensen que la independencia es imposible, pero no indeseable. Por tanto, no es una frustración resignada y conformada; es una frustración sobre las formas de conseguirlo y esto es lo que la convierte en inquietante y peligrosa; para quienes consideramos que aquellos métodos pacíficos y democráticos son los únicos aceptables, pero también para toda la sociedad, donde los deseos legítimos de una parte importante de la ciudadanía no encuentran un canal de expresión y una respuesta eficiente.
¿No crees, como explica Jordi Amat en la entrevista que concedió a Jot Down, que hubo una carencia de conciencia crítica por parte de los políticos que implicó a la vez una fe de la ciudadanía no desmentida por los políticos mismos?
Permítame que empiece con un aparente circunloquio. Mi abuelo materno, hace más de ochenta años, tuvo que marcharse al exilio porque era un «catalanista separatista», que es como se llamaba entonces. Y su padre, del Partido Republicano, hace más de cien años rompió con Lerroux y se sumó con entusiasmo a la Solidaritat Catalana. Y entonces no había TV3, ni inmersión lingüística, ni veinte años de pujolismo, ni la crisis económica del 2008. Quiero decir, que es un error creer que el Procés nace de una inoculación artificiosa de un estado de ánimo en la población catalana, una reacción ante hechos coyunturales o de una manipulación por parte de políticos que tenían otros objetivos; es ignorar esa corriente de fondo, ese malestar histórico, ese deseo que viene de muy lejos. No solo los políticos, mucha parte de la sociedad catalana pecó de ingenuidad. Creyó que en el siglo XXI y después de la transformación democrática de España ya era posible plantear esta reivindicación histórica en términos pacíficos y democráticos, como se había hecho frente a Reino Unido o Canadá. La ingenuidad de creer que era cierto lo que durante tanto tiempo oímos decir contra el terrorismo de ETA (un terrorismo que condenábamos sinceramente): que sin violencia todo es posible. ¿Es esta ingenuidad culpable? Quizás sí. Quizás el político no tenga derecho a ser ingenuo. Quizás el político no debe actuar el mundo pensando en lo que debería ser, sino en lo que es. ¿Que alguien, político o no, podía tener otros objetivos, personales o partidistas? Quizás sí. También ocurría lo mismo al otro lado, en lo que podríamos llamar el antiindependentismo. Pero, en cualquier caso, todo esto, que puede ser importante, no es el núcleo de la cuestión. Hay un problema político que no es ni coyuntural ni artificioso ni inventado. ¿Cómo intentamos resolverlo? Y aquí los políticos catalanes han sido muy poco hábiles. Los resultados lo demuestran. Pero la política española, que sí ha sido hábil, no ha buscado resolver el problema, sino negarlo y acallarlo por la fuerza. Y negar el problema no es resolverlo.
A la vista de cómo está conformado hoy el arco político y de poder en Cataluña podría pensarse que tras el Procés había una lucha de poder doméstica también.
Cuando existe un conflicto político siempre se da un problema de conflicto de intereses. Yo, de verdad, creo que el Procés nace de la decepción de las clases medias, que además son muy amplias en Cataluña. Hay banderas independentistas en el Ensanche, en el barrio de Gràcia y no demasiadas en el barrio de Sarrià-Sant Gervasi, o en la ciudad de Cornellà. Con esto quiero decir que la sociología del independentismo ha sido más bien urbana y de clase media. El tejido social en Cataluña, en este momento, es un tejido catalanista, aunque sea coral. Mientras que la oposición está más en sectores de economía más poderosos o en las periferias; arriba y abajo, donde el tejido social es más débil. Pero para mí el Procés y el catalanismo contemporáneo es más bien mesocrático, de clase media, no burgués.
¿Cómo fue la experiencia de realizar la entrevista-libro con Jordi Pujol, Entre el dolor i l’esperança (Entre el dolor y la esperanza)? ¿Cómo se encuentra ahora el que fue durante más de veinte años presidente de la Generalitat de Catalunya?
Casi todo lo que puedo decir, aparece en el libro. Algún día, quizás, podré explicar con mayor profundidad mi propia experiencia en relación con el paso del tiempo. Él es una persona que, en todo, oscila entre dos polos contradictorios. Piensa, por un lado: «no lo he hecho bien moralmente, técnicamente, por acción u omisión… ¡lo que sea!, pero miro el espejo y no me gusto», y por otro: «he hecho cosas muy importantes». Eso sí, siempre pensando que todo se ha hecho entre mucha gente: la transformación del país, la construcción de la sociedad del bienestar en Cataluña, que se hace entre los 80 y finales de siglo, cuando fue presidente de la Generalitat…. Además, debemos tomar en consideración que tiene noventa y dos años. La combatividad a esa edad no es la misma, uno no se siente con fuerzas para un debate. Con noventa y dos años piensas más en la posteridad y, desde un punto de vista religioso, en la trascendencia. Podríamos perfectamente dedicarle el verso de Ausiàs March: «Católico soy, mas la fe no me calienta», es decir, la fe no lo aguanta todo. Jordi Pujol tiene un catolicismo con dudas, creo yo. Ha leído mucho. Una sorpresa de según quien le trata es el nivel tan amplio que tiene de conocimiento.
¿Quién le puso al título la palabra «esperanza»?
Él, él, yo no habría utilizado esta palabra. Pero su justificación no me parece absurda. En cierto sentido, él tiene el dolor individual, pero la esperanza es colectiva. Dolor por él, pero esperanza para el mundo que él cree que debe ser. Hubo más personas involucradas en el diseño del título, no es lo que habríamos querido la mayoría, pero es legítimo. Y es cierto.
¿Cómo crees que el mundo de mañana entenderá el mundo de hoy, que entonces será «el mundo de ayer»?
El mundo de mañana será lo suficientemente diferente como para no poder imaginarlo. Yo creo que lo peor sería que desde el mundo de mañana se diga que nuestras generaciones hicimos lo que no tocaba o que no hicimos lo que tocaba. Espero que no sea así. Ante problemas objetivos no lo hicimos todo, pero hicimos lo adecuado, lo que tocaba, en la medida en que pudimos, o al menos en esa dirección. Esa es la esperanza. Por otro lado, la historia misma desmiente la idea de que el mundo siempre va a mejor. Espero que nosotros no hayamos representado ningún retroceso, algo equivocado. Yo creo que no.
Error y perdón van de la mano.
El perdón es tan valioso que no es exigible. No es necesario forzar el perdón. Lo que hace falta es entender al otro y escuchar. Y convivir.
Las emociones dominan actualmente la política. También el populismo.
Lo del populismo, ya lo sabemos, siempre está del otro lado. Hay populismo en Cataluña, seguro, ¿que ahora hay más?, quizás sí, porque también el mundo está muy tensado. Sin embargo, un cierto grado de populismo es componente inevitable de la dinámica política.
¿Te consideras romántico?
Este es un término muy polivalente. Yo prefiero, dentro de la tradición catalana, decir que soy más modernista que novecentista. El modernismo es desorden y caos, y el novecentismo es orden y regla. El novecentismo o el clasicismo aseguran que nunca cometerás un error clamoroso, porque si respetas las normas no harás una chapuza, pero también te imposibilita hacer algo excesivo e intenso que puede ser genial, pero también ridículo. En el modernismo, el riesgo de meter la pata es muy grande, pero la posibilidad de hacer algo impresionante es mayor.
¿Volverá el seny, la cordura, a Cataluña?
Seny es una palabra que también ha sido utilizada ambiguamente. No creo que nos haya abandonado la cordura, pero sobre todo espero que no nos abandone el arrebato, que también nos define. Somos mediterráneos.
¿Cómo ves la generación de tus nietos: de pervivencia y convivencia?
Lo intentarán, si todo va bien… La generación anterior a la mía, y la generación anterior, tuvieron una vida mucho más dura y de guerras, tuvo lugar el holocausto, se lanzó la bomba atómica. Yo no he vivido ninguna guerra. He visto, pero no lo he vivido. Pienso que he vivido un chollo histórico. De 1957 a 2022 ha sido un período formidable, al menos en este lado del mundo. Nada que ver con lo que vivieron nuestros abuelos y nuestros padres. Espero que mis hijos y nietos también puedan vivir esa chiripa histórica. No sé si puedo hablar de confianza, pero si de un deseo conciliador, el deseo de que el futuro se parezca más a lo que hemos vivido nosotros que a lo que vivieron nuestros abuelos.
Bravo por el cordobés Villatoro, de Terrassay su forma de pensar y comunicar. Interesante siempre refutar eso de que cualquier tiempo antenior fue mejor, muchos no tienen memoria. Sonre el procés, buena explicación sociológica, aunque ha faltado, según mi opinión, cargar algo más sobre la clase política catalana que lo orquestó. Unos políticos electos, responsables del poder más alto, no pueden ser «poco hábiles», deslegitima a todos los catalanes que los votaron. Palabras que definen un periodo.
Lamentable reflexion pseudo intelectual que esconde un supremacismo de disenyo. Nada indica de la herencia comun de todos los espanyoles y europeos, de lo que nos une, de la caspa que nos une y nos separa de Europa, de la necesidad de salir de ella gracias a Bruselas y a Paris, de Occidente, del Siglo de Oro, de la resistencia frente a Ramon Berenguer. Solo ruido obvio.
En general, buenas reflexiones de Villatoro, pero como las todos los independentistas razonables o no, contienen el sesgo de la mirada al ombligo. Dos consideraciones:
En Europa, desde 1905 solo ha habido una secesión (Noruega respecto a Suecia, votada en referéndum), que no haya ido asociada a colapsos de estados o a conflictos bélicos, cuando no a ambas cosas. La secesión pacífica es la excepción, no la norma. Incluso el referéndum escocés solo es entendible dado el peculiar sistema constitucional británico. La secesión no está contemplada en ningún estado europeo, en Alemania un partido llamado Derecha Monárquica Bávara, que propugnara la independencia de Baviera, no sería legal.
En Quebec nunca se ha celebrado un referéndum de secesión reconocido ni por el gobierno federal ni por el parlamento canadiense. Tras el segundo referéndum convocado por el gobierno de Quebec, que los independentistas perdieron por solo el 1,2% de los votos, el gobierno federal consultó al Tribunal Supremo si una eventual secesión de Quebec sería contraria a la Constitución o al Derecho internacional, y, en caso de contradicción entre el Derecho nacional y el internacional, cuál de los dos debería prevalecer.
El Supremo canadiense fue valiente y claro, dictaminó:
– Ni la Constitución ni al Derecho internacional conceden a Quebec el derecho a la secesión
– No obstante, si una mayoría clara responde afirmativamente a una pregunta clara sobre la voluntad de independizarse de Canadá, el gobierno federal y el gobierno de Quebec deben entablar negociaciones, de buena fe, para negociar los términos de la independencia
– El Parlamento canadiense tiene la facultad de establecer la pregunta sobre la independencia y la mayoría necesaria para lograrla
– En reciprocidad, en aquellos territorios de Quebec en que sus habitantes no respalden la independencia, éstos tienen el derecho a referéndums para seguir formando parte de Canadá
Los independentistas, huelga decirlo, nunca aceptaron este dictamen ni la posterior Ley de Claridad a la que dio lugar. Desde 1995 Quebec ha ido reduciendo su peso específico en Canadá. Montreal ha pasado de competir con Toronto por ser la primera ciudad canadiense, a ser la cuarta.
Quizá algún gobierno y TC español deberá un día coger el toro catalán por los cuernos y formular un dictamen similar, igual se desactivaba el independentismo por generaciones.