Arte y Letras Historia

«Tengo la camisa negra…»

Benito Mussolini y sus camisas negras durante la Marcha sobre Roma. DP.
Benito Mussolini y sus camisas negras durante la Marcha sobre Roma. (DP)

Si tomamos el adecuado purgante, quizá podamos despojar la estética de su simbología práctica más macabra o truculenta. El fascismo italiano trajo consigo un rapto de violencia y subversión marcial por la vía directa de la fuerza. La marcha sobre Roma de las huestes de Benito Mussolini del 27 de octubre de 1922 (recientemente evocada en Italia en su centenario), supuso, entre otras lecturas históricas, la confirmación de que el teatro de masas en torno a un ideal vigoroso —a la vez que difuso— tenía un pronto estético insoslayable, que bebía de los -ismos de aquella otra aurora efervescente, como fue el primer tercio del siglo XX, sobre todo en el compás de las dos guerras mundiales.

El fascismo resultó ser audaz por lo violento y tenebroso. Pero, aunque suene provocativo, era en su esencia alegre (o pretendidamente alegre). El periodista Ignacio Ruiz-Quintano evocaba a Brasillach, cuando este recordaba que la defensa de la alegría, a menudo soslayada, había sido un sesgo propio de la juventud fascista. «La extravagancia de los adversarios del fascismo radica ante todo en el total desconocimiento de la alegría del fascismo; alegría que se puede criticar, alegría que se puede declarar abominable, pero alegría… El fascista joven que canta, que trabaja, que camina, que enseña, es, antes que nada, un ser alegre», dijo Brasillach para escándalo de hoy (o no tanto). Más allá de los Marinetti o D’Annunzio, el joven Mircea Eliade podría obedecer al canon.

Por contra, la famélica legión, el bolchevismo, la masa partisana que luego cantará el «Bella Ciao», se antojan tristonas y anónimas, aunque esa misma tristeza y esa anonimia nos puedan parecer algo estéticas también. Hay ejemplos de ello que nos llevan a la noche de los tiempos. El Imperio otomano, la Sublime Puerta para el occidente cristiano, era colorista en su ámbito interno (esas intrigas en el harén, esos ricos atavíos, esos protocolos afectados). Pero la conquista otomana por medio de sus ejércitos la ejercía a través de una fenomenal movilización de soldados, que no era sino un vasto ejercicio de tristeza sorda, poco colorista y, en horas de la plegaria, un punto no poco fatalista. Pese a las banderolas y la energía de sus jenízaros, de tal guisa guerrera pero lúgubre se plantaron los turcos en las murallas de Bizancio, frente por frente al manirroto y decadente Imperio bizantino.

Aquella alegría fascista, en su truculenta traducción, devino en pura y simple violencia impune. La paliza al insolente nada tenía que ver con la cólera de Aquiles ni con el combate viril frente al troyano Héctor. Sin embargo, por mucho que apretemos los dientes, la estética del fascismo creó un molde cultural alrededor que aún llega a subyugar si, como queda dicho, la idea estética se separa de su puesta en práctica más allá del ornato y los símbolos.

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En lo que a la herencia de la piedra se refiere, Roma tiene su más clara recordación fascista en la apartada zona del EUR (junto a sus descampados Pasolini jugará muchos partidos de fútbol con la chavalería marginal). El arquitecto Marcello Piacentini es el referente de la arquitectura bajo la égida pretendidamente eterna de Mussolini. Entre su legado, palacios romanos aparte, destaca la Via della Concilliazione, junto al Vaticano, lo que provocó la trituración del caserío aledaño de Spina di Borghi. El peatón que hoy deambula por la anchurosa vía de Piacentini, rodeado de turistas, hubiera preferido otra comunión terrena con la plaza de San Pedro a la que conduce. Pero ahí queda la sensación: un aire neoimperial y a pulmón abierto.

El EUR42, diseñado en origen para acoger la Exposición Universal de Roma en 1942 (la Segunda Guerra Mundial la hará imposible) es el reflejo del ideal mussoliniano (reflejado incluso en el porte, entre chirigotero y litúrgico, del Duce). Esto es: aura de grandiosidad, distopía para lo eterno y aroma espacial, como en la pintura metafísica de De Chirico. O dicho de otro modo. El EUR venía a reflejar la III Roma, entre la Roma cesarista del pulgar arriba o abajo y la Roma moderna y cristiana. Sobre plano, se quería evocar la inmortalidad de la hora fascista: razonar con el tiempo, crear una Roma atemporal, pero que se apoyara en el pasado glorioso, lo que en la práctica política real habría de inspirar aventuras coloniales en el exterior, casi todas ellas malogradas.

En el EUR también confluye el ideario más tardío e influyente por parte de Albert Speer, el arquitecto de Hitler y posterior ministro de armamento. Evoca la monumentalidad de aquel neoclasicismo simplificado, concebido por el propio Piacentini. Las bombas impedirán la celebración de la Exposición de 1942 y la inauguración del cubo inmortal como su obra más emblemática: el Colosseo Quadrato (Coliseo Cuadrado). Pero en estos predios del distrito EUR quedará (antes y después en la larga posguerra y en décadas más recientes), parte de aquel legado monumental (el palacio de los Deportes, la basílica de San Pedro y San Pablo, fontanas y parques, el centro de congresos que hoy acoge la gran nube de Massimiliano Fuksas).

En los terrenos del Foro Itálico (otrora Foro Mussolini), se alza el obelisco inaugurado en honor al Duce, donde se lee en caracteres cubitales Dux Mussolini y, sobre un gran mosaico, el lema: «Duce, te dedicamos nuestra juventud». La arquitectura fascista, en este caso vinculada al deporte, forma parte de la convivencia espacial de los romanos. No ha provocado revisionismo ni ataques de piqueta, no más allá de cambiar ciertos nombres o de rebajar liturgias para ponerlas al día con los nuevos tiempos democráticos (veremos qué depara en estos años el gobierno supuestamente posfascista de Giorgia Meloni).

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Como es sabido, en la idea estética y estetizadora del fascismo influyeron algunos iconos del arte y la cultura italianos de primeros del siglo XX. Hay quienes hoy comparan el episodio de la toma de Fiume en 1919, osada aventura por parte del poeta y soldado Grabiele D’Annunzio, con la guerra de Ucrania. Llaman a esta anexión con población italiana en la hoy Rijeka croata como el Dombás italiano. El estrambótico y aventureril D’Annunzio hizo que la música fuera el principio fundamental del nuevo estado.

El fino poeta fue el artífice del saludo a la romana en actos y festines nacionalistas. Y fue quien ideó el atuendo de las Camicie Nere o camisas negras con Mussolini (probablemente inspiradas en los camisas rojas de Garibaldi). Aprendió también el Duce de la otra poesía violenta que defendía D’Anunnzio, de su ideal del estado corporativista y del hambre expansionista en una raza impreparada que agraviará, por inoperancia, a los viejos padres de las legiones romanas (fracasos en Libia y en otras aventuras en el África, la guerra civil española, el ridículo en Grecia continental en la Segunda Guerra Mundial).

Estos camisas negras integraron los más de cuarenta mil marchantes que pusieron rumbo a Roma en el otoño de 1922 para tomar el poder por la fuerza. El rey Víctor Manuel III aceptó el envite con indolencia práctica. Llegaron a la Ciudad Eterna a pie y en ferrocarril. Eran los hombres que integraban los Fasci italiani di Combattimento y las primeras Squadre d’Azione (de ahí su nombre como escuadristas). Eran aquellos «gitanos de la política», como los llamara paternalmente el propio Mussolini. Los unía la citada alegría (deleznable si se quiere) y la camaradería en torno a la figura del Dux y de aquel concepto patriótico simbolizado por treinta varas atravesadas por un hacha, en alusión a la Roma imperial.

El otro referente en la estética del fascismo es Filippo Tommaso Marinetti, «macabro tarambana» y artífice de «frivolidades fascistas», en opinión de Antonio Muñoz Molina. El impulsor del futurismo, primera vanguardia del Novecento italiano, no puede desvincularse de la veta fascista y totalizadora, pero no todo el futurismo fue expresión estética del fascismo.

Marinetti, como Mishima bajo el Sol Naciente, glorificará la guerra y «las bellas ideas que matan». En su obra, conforme la hora de progreso técnico que le tocó vivir, recogerá el influjo artístico de la velocidad, la dinámica de los automóviles y, en definitiva, todo lo referente a la mecánica viril y deportiva de su tiempo (sin olvido del culto a los ancestros y al busto bello que los taraceaba a través de la estatuaria grecorromana). Todo ello parecía concentrarse en el mito personal e intransferible del condottiero Benito Mussolini. Marinetti será veterano en Etiopía y llegará a combatir en el frente de Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial.

Novecento y fascismo, según Monica Cioli, son la expresión de un experimento común. Simona Storchi define esta suerte de clasicismo de vanguardia como un estilo que en Italia une pasado y presente, norte y sur, europeísmo y mediterraneidad. Lo hace en nombre de una italianidad conceptual, que se remite a una tradición artística de orden y belleza (el clasicismo no remite solo a la Grecia clásica o alejandrina, heredada por Roma; clásico es también el arte que llega, por ejemplo, a las bellas formas en la pintura de Delacroix). El plano estético se transfiere al plano moral y social, todo ello bajo el halo inspirador del ritorno all’ordine —estética que lleva a la ética— que había provocado el trauma social, económico y mental de la Gran Guerra (la escasa ganancia en Versalles para la Italia que se tenía como socia del bando de los vencedores provocó una crisis añadida).

Pasa normalmente por el olvido el gran Giovanni Papini, autor de Historia de Cristo. Bajo la inquietud fascista que aglutinaba a los intelectuales atraídos por la nueva lumbre del movimiento, el trágico Papini añadía un punto religioso y a la vez secular, de raigambre nietzscheana. Se inclina por reorientar el catolicismo y sus misterios hacia una suerte de tercera edad a través del fascismo. Periplo dell’arte: richiamo all’ordine, de Ardengo Soffici, aglutina en parte y en todo la teoría estética de la que beberá el fascismo de Mussolini. 

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El fascismo nos lleva a observar como modelo inspirador al propio Dux. Resulta ambivalente, incluso irónico. Pocos personajes hubo tan escénicos (pompa, gesticulación, brazos en jarra, mentón agresivo, mímica, ampulosidad, teatrería, comicidad). De ahí sus gorros fantasiosos, que alternará con algún que otro sombrero hongo o de copa. En sus gorros más vistosos predomina el toque astracanado o bien el punto grácil con plumas de urogallo (al modo del cuerpo de los Bersaglieri de Alessandro La Marmora).

Se le verá con botas acharoladas, con bombachos a veces, uniforme o camisa negra para las grandes liturgias, bien entre camaradas, bien desde el balcón del palacio Venezia cara al fervorín de las masas (punto álgido en su mímica como dictador totalitario). Tal cual vestirán también sus hijos «gitanos» de Il Fascio, los que apalizaban a socialistas y rojos, lo mismo en ciudades que en zonas del agro, donde el cooperativismo y la insurrección amenazaban a propietarios de fincas (la película Novecento de Bertolucci recrea fenomenalmente aquel ambiente de violencia estamental).

La estética negra o su parecido, inspirará a otros fascistas de Europa con la Segunda Guerra Mundial (los cruces flechadas del húngaro Ferenc Szálasi, los legionarios en torno al «Conductor» Antonescu en Rumanía y su Guardia de Hierro o Legión de San Miguel Arcángel, los ustachas croatas de Ante Pavelic). Les faltó el punto latino. Cierto es que tanto en Italia como en países limítrofes el recuerdo de su violencia hace tragar saliva (más aún si se recuerdan algunos de sus ornatos, como la calavera sin tibias). No obstante, la prestancia del negro, ángel caído de todos los colores, hizo atractiva la escenificación del fascismo, tal y como puede comprobarse hoy en multitud de documentos gráficos de la época.

Por el lado frívolo, hace unos diez años o más el músico colombiano Juanes cantaba uno de sus hits, la canción «La camisa negra», incluida en su álbum Mi sangre. La tonada, con aires de la Antioquía colombiana, trajo la polémica a Italia por la referencia al atuendo de marras: la camisa negra.

Dijo Juanes que, como reza la letra, hacía referencia a un amor tóxico. Pero en Italia, brazo a la romana al alimón, llegó a cantarse con no poca nostalgia fascista por quienes así lo quisieron en discotecas y verbenas populares. «Que tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto…». Hoy se nos van aún los pies, pero no logra remitirnos ni por asomo a la Marcha sobre Roma ni nos pone el brazo a la romana (salvo el que así lo desee con libre voluntad).

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2 Comentarios

  1. MacNaughton

    La frase celebre de Walter Benjamin a raíz de estos asuntos: «el fascismo pretende estetizar la politica; nosotros respondemos politizando al arte…»

    Menos mal por Cristina Morales….y otras como ella (estoy leyendo ahora la maravilla que es «Lectura Facil»)….

  2. Jose Antonio Primo de Rivera: «un intelectual, encerrado escribiendo en su despacho, que oiga detrás de la pared el llanto de un niño, ese intelectual que desearía matarlo…»

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