Ser padre me ha traído fundamentalmente tres cosas: un dolor de riñones que nunca acaba, una intensidad emocional (para lo bueno y para lo malo) desconocida en mí hasta el momento y haberme transformado en una fábrica de preocupaciones constantes. Un día eres tú y al día siguiente sois vosotros, y te toca, si eres responsable y esas cosas que se presuponen en tu nuevo rol, proteger a tu hija como si te fuera la vida en ello. Porque te va la vida en ello.
Así que imagine la primera otitis: corriendo al hospital como si se tratara de una parada cardiorrespiratoria. O su primer cólico: corriendo al hospital como si se tratara de una parada cardiorrespiratoria. Supongo que no hace falta que siga. Te conviertes en un sofisticado sistema de análisis de microgestos que, al detectar un leve encogimiento de barbilla o un mínimo retorcimiento de tripa (lo que son gases en un 99,9 por ciento de los casos) ya está cogiendo body, tres pañales, bibi y arrullo con una mano mientras con la otra rebuscas las llaves del coche para bajar a la calle en calzoncillos si es necesario.
Por fortuna, todas esas visitas nocturnas o en fin de semana (el bebé tiene muy claros sus horarios) han tenido mucho de drama y poco de problema real. Habiendo pisado por motivos profesionales espacios tan aterradores como la UCI pediátrica o el área de oncología infantil, ni puedo imaginar la angustia de tener a un hijo ingresado durante unos días en el hospital. Y menos en la actualidad, que debemos dejarlos sin compañía de familiares o allegados. Daría mi testículo favorito para tener la certeza de que el personal sanitario hará lo indecible para que no esté mal, ni triste, ni sola.
Pero los hospitales llevan viviendo en su propia UCI desde hace años gracias a recortes y más recortes. Lo último que se te ocurre es que esa médica que lleva sin dormir 36 horas o ese enfermero que corre arriba y abajo para que nadie esté desatendido puedan disponer de un rato libre para charlar con tu hija. Y tú —y cuando digo «tú» digo «yo»— me pregunto si no existirá algo, lo que sea, que pueda ser el remedio tecnológico a nuestro problema. Porque no creo que tenga sentido despreciar el uso de una tecnología cuando no sustituya a la alternativa humana. Bienvenida sea cuando la complemente o, sencillamente, cuando no haya pelotas de optar por otra vía. Y sí, existe. En concreto, tiene la forma de un artilugio de aspecto pixariano que pasea por los pasillos de algún que otro hospital europeo y estadounidense. Se trata de Robin the Robot, un robot de origen armenio que se ha colado en la lista de la revista Time sobre los cien mejores inventos de 2021.
Robin the Robot nació de una necesidad muy real: aliviar la soledad de los niños en los hospitales. Un problema agravado por el coronavirus que ha obligado a los más pequeños de la casa a tener que sufrir no solo la dolencia que los ha llevado hasta ese lugar tan indeseado, incómodo y estresante para ellos, sino también el aislamiento al que se pueden ver sometidos durante su estancia. Pero no es lo mismo estar solo que sentirse solo, y mientras que lo primero no puede evitarse en determinadas circunstancias, lo segundo puede paliarse gracias a la atención, contacto y compañía de Robin. Porque para qué engañarnos: a la chavalada le encantan los robots (y los dinosaurios, aunque de momento no podamos hacer nada al respecto. Es-pa-bi-lad, genetistas).
Su manera de funcionar es engañosamente sencilla. Entra en la habitación, conversa con el o la paciente, juega un rato y se marcha, tal vez pactando una pronta vuelta a cambio de algún pequeño esfuerzo por parte de su compañero, como comer, lavarse los dientes y ese tipo de cosas. Nada que pueda sonar complejo, pero que quien entienda un mínimo de robótica sabrá que no se trata de un asunto baladí. Conversar implica no solo saber expresarse —verbal y no verbalmente— sino también saber escuchar. Entender. Recordar. Conocer no solo el contenido del discurso, sino su intencionalidad o la manera en que viene acompañado por gestos y expresiones. Multitud de factores que, en nuestro caso, como seres humanos, aprendemos de forma innata, pero que en un robot requieren la programación de una potente inteligencia artificial.
Así funciona Robin: identifica en primer lugar al niño al que va a acompañar (lo que ya requiere un sistema de reconocimiento facial) para luego dedicarse a registrar, «comprender» y catalogar cada cosa que diga o haga. Una frase. Una sonrisa. Un encogimiento. Todo sirve para ir construyendo poco a poco una relación entre el robot y el niño gracias al desarrollo de una red basada en la memoria asociativa. De nuevo, parece sencillo («si sonríe está contento»), pero implica tareas que arrancan desde el más bajo nivel: estos píxeles de esta imagen forman parte de lo que identifico como una cara; esa cara es la del niño que, según me han programado, debo atender; el niño tiene una boca que, según he aprendido previamente, tiene la forma de una sonrisa; lo que ha dicho dentro del contexto en el que lo ha dicho y acompañado de esa expresión quiere decir que está contento.
Y Robin responde, claro. Conseguir un discurso natural que además venga acompañado por expresiones faciales en una pantalla que hace las veces de cara es la otra mitad del trabajo del equipo de Expper Technologies, una startup armenia con soporte del mítico Silicon Valley que ha contado con la ayuda de tecnólogos y científicos de la Universidad de California en Los Ángeles. Si además ese discurso se complementa con el recuerdo de todas las conversaciones anteriores para demostrar un mayor conocimiento del paciente, el resultado es la creación de una suerte de amigo artificial que puede facilitar, y mucho, el mal trago.
No es de extrañar que, tras el éxito de las pruebas piloto de Robin en hospitales de Armenia y Estados Unidos, se estén planteando una segunda etapa que abarque otros lugares de incómoda visita para los más jóvenes, como las clínicas dentales. Quién sabe si dentro de poco no habrá un modelo para los que empezamos a peinar canas (o no peinar nada de nada) que nos cuente chistes de Chiquito de la Calzada mientras aguardamos a nuestro primer tacto rectal. O, como en la película Un amigo para Frank, sea mi hija la que en el futuro busque un robot para acompañarme en los momentos en que ella no esté. ¿Será la robótica la solución para la soledad? Y si es así, ¿debería preocuparnos?