Cine y TV

In memoriam: Jean-Luc Godard

Jean-Luc Godard en 1959. Foto Cordon.
Jean-Luc Godard en 1959. Foto: Cordon.

Los espectadores confían en mí. Y espero decepcionarlos para que dejen de confiar en mí.

El primer contacto con la filmografía de un gran director nunca se olvida. Desde luego, uno no olvida la primera vez que vio Week-end, en especial si resulta ser la introducción accidental al cine de Jean-Luc Godard. Posiblemente no sea la película con la que se suele empezar a hablar de su obra. Hay otras como Alphaville y À bout de souffle (Al final de la escapada en España) que quizá son más famosas y, en el caso de Alphaville, la más analizada desde un punto de vista académico. Hay otras más accesibles como Bande à part, que también es la más interneteable (he pasado un par de minutos pensando en si usar este terrible neologismo por el que espero me perdonen). Pero hay algo en Week-end, una especie de efecto del «valle inquietante», un desconcertante simulacro de naturalidad, que me resultó mágicamente desconcertante.

Week-end parece una película normal, solo que no lo es. Tiene elementos surrealistas, desde luego. Se parece a un sueño de esos con los que uno despierta alterado. Pero incluso su técnica cinematográfica parece propia de una ensoñación. Por ejemplo, sus travellings laterales tienen mucho de ultramundano, como si un alienígena estuviese observando la absurda actividad de los exóticos seres humanos. O las ocasionalmente cuidadas composiciones, casi a lo John Ford, de paisajes que por otra parte han sido expresamente elegidos por ser ordinarios y perfectamente olvidables. O la superposición de imágenes rurales con música de Mozart y un piano de cola plantado en mitad de una fea granja.

Y, cómo no, el pasmo de contemplar una road movie plagada de horrorosos accidentes de tráfico, como aquel en el que veíamos la horrible escena de varios pasajeros retorciéndose agónicamente entre las llamas mientras una mujer lanza gritos desgarradores lamentando… la pérdida de su bolso de marca. Menuda película para contactar por primera vez con un director.

Week-end fue la primera película de Godard que pude ver y me dejó lógicamente atónito. Pero pensé que había un ancla al que agarrarse, y mentalmente lo asocié con Luis Buñuel por el ácido comentario social, el regocijo en la exposición de la crueldad, y los momentos de surrealismo. Imaginé que sus demás películas serían parecidas. Pero Godard no era Buñuel. Godard era Godard. Y resultó que era único, porque ni siquiera se parecía a sí mismo. Cada una de sus películas, al menos en su gloriosa etapa de los años sesenta, es diferente a las demás. Se parecen, pero no se parecen.

Tomemos por ejemplo lo visual. Usó distintos formatos de pantalla, distintas maneras de tratar la imagen. Sus películas en blanco y negro pueden ser pictóricamente densas, repletas de claroscuros y juegos de luces como las de su ídolo Fritz Lang, Orson Welles o Carol Reed. Pero también pueden ser de un gris difuso, indistinto y superficial como el de los noticiarios y documentales de la época. Sus películas en color pueden ser desvaídas a veces, apasteladas otras veces, o pueden estar repletas de colores chillones. Todo depende de lo que buscaba expresar en cada momento. Uno nunca se puede acomodar a lo que cree que ya sabe sobre Godard. En el cine de Godard, los alienígenas somos los espectadores, y el exótico humano que hace cosas raras y metamorfosea todo el tiempo es él.

La naturaleza única de su cine lo convirtió, pese a su rareza, en un referente internacional. Se me ocurren pocos directores europeos de los años setenta que ejerciesen una influencia tan extensa sobre el cine mundial. Están Alfred Hitchcock, Sergio Leone, Federico Fellini, y pocos más. De hecho, la influencia de Godard fue tan grande que hubo una época en que se volvió en su contra, al menos con respecto a la percepción que de él tenía el público más casual. Godard fue como Bob Dylan. El músico estadounidense fue un gigante cuya obra influyó en la de otros gigantes, pero que también generó una ristra de imitadores sin talento que, al menos en nuestro idioma, llegaron a darle un matiz despectivo al término «cantautor». Con Godard y el término «cine de autor» sucedió lo mismo. En los setenta (y hasta bien entrados los ochenta) hubo no pocos cineastas sin personalidad que, en cómicos arranques de esnobismo y florida autosuficiencia, trataban de replicar la fórmula Godard. Y claro, solamente conseguían construir un injusto prejuicio en torno al original.

Hace poco revisité la fantástica The French Connection de William Friedkin, que ganó cinco Óscar en 1972, incluyendo el de mejor película. Me entretuve mucho comprobando que, pese al tipo distinto de narración, los recursos técnicos que parecen heredados de Godard están por todas partes. Sobre todo la coreografía de cámara y personajes pensada para que el espectador entienda la geografía de los espacios tridimensionales, aunque en una versión acelerada. También vi elementos godardianos en Malas calles de Martin Scorsese, quien siempre ha citado al francés como una influencia. Otro que cita siempre a Godard es Tarantino, aunque como de costumbre habla más de sí mismo que de otra cosa. Con todo, no siempre es fácil observar esas influencias. Son cosas sutiles que se refieren más a la técnica narrativa general que a los elementos concretos de la narración. La herencia de Godard no suele residir en la estructura de las películas de sus discípulos, sino en detalles aparentemente secundarios, pero en realidad muy importantes, como el de la geografía de las escenas y la creación del mundo.

Godard tenía varios dones únicos como director. Uno de los más importantes es que te transporta a donde está la historia, hasta que sientes que casi puedes tocar físicamente el escenario. Nadie ha filmado una cafetería como él lo hizo en Vivre sa vie, con ese diálogo en que ambos protagonistas pasan varios minutos conversando de espaldas a la cámara, obligando a que el espectador —que no tiene nada más hacia donde mirar que la máquina de café— se sienta allí mismo, siendo un entrometido que está, por puro accidente, escuchando una conversación ajena que no le compete. Tampoco nadie ha filmado un supermercado como Godard lo hizo (en Tout va bien hay una secuencia que, de nuevo, te teletransporta al puñetero supermercado, y no he visto nada parecido en otra película).

La tridimensionalidad de su cine es apabullante, sobre todo teniendo en cuenta que lo hacía en los años sesenta, cuando, salvo excepciones, todavía no se le concedía tanta importancia. El cine de Godard tiene fama de abundar en primeros planos y momentos íntimos, pero esto, sin ser incierto, no es más que una parte de la verdad. Lo que realmente separa a Godard de muchos de sus imitadores es su increíble instinto para captar las tres dimensiones de un espacio cualquiera y hacerlas comprensibles para nosotros, aunque no nos demos ni cuenta. Su cine solamente es bidimensional cuando él quiere que lo sea. En Alphaville, esa película de ciencia ficción futurista rodada en París sin efectos especiales, el diálogo entre Lemmy y la inteligencia artificial Alpha 60 es un constante baile de elementos donde el cerebro del espectador no puede dejar de captar la naturaleza tridimensional de la secuencia. Godard es así: no te muestra una calle, te lleva a esa calle para que acompañes a los protagonistas: reconozco mejor París en esa secuencia que en las imágenes que yo mismo tomé cuando fui. Godard no busca trucos para convencerte de que los personajes viajan en tren, te lleva de viaje con ellos. No te muestra a Anna Karina bailando, te hace recorrer junto a ella el espacio en el que baila, cosa que Tarantino no consiguió captar en la famosa secuencia de Pulp Fiction donde homenajea Vivre sa vie. Godard no te muestra a los personajes corriendo por mitad del museo del Louvre; te arrastra al interior del Louvre para que corras con ellos.

Su manejo del espacio es tan magistral que ni siquiera necesita usar su frecuente recurso de pasear la cámara por un lugar para describir su geografía. Le basta con utilizar el rostro de la protagonista, sentada en la mesa de un café. Primero vemos hacia dónde mira ella, hacia dónde ladea la cabeza, y después Godard nos enseña qué es lo que ella está mirando. Y así, con un sencillísimo montaje en el que la cámara apenas se mueve, entendemos el espacio tridimensional del lugar, y viajamos hasta allí para sentirnos como si estuviésemos sentados a la misma mesa que la protagonista, mirando lo mismo que ella mira. Es fácil contemplar una escena como esa y perderse en el trasfondo emocional o el significado, pero una vez nos fijamos en el lenguaje cinematográfico, es realmente asombrosa la manera en que Godard transmite y nos hace sentir como presente una realidad física que filmó hace más de medio siglo en un establecimiento que, quién sabe, hoy puede que ni siquiera exista ya. Y sin embargo, estamos ahí, porque él nos lleva:

Un brillante montaje de similar filosofía aparece en Deux ou Trois Choses que Je Sais D’elle, cuando, de nuevo en un bar, Godard sitúa tridimensionalmente a los personajes y sus distintos puntos de vista, para finalmente sumergirnos en la espiral introspectiva de uno de esos personajes, espiral representada por una taza de café. Pese al estereotipo que describe a Godard como un intelectual que hacía cine centrado en las ideas, como si estuviese siempre sobrevolando los aspectos técnicos del séptimo arte, lo cierto es que su inmersión en la técnica era total y absoluta, hasta el punto de editar las películas él mismo, cosa poco frecuente entre directores. Al igual que David Lean o Akira Kurosawa, Godard no llamaba a un montador, sino que realizaba los montajes en primera persona, cortando y pegando el celuloide con sus propias manos.

Aun así, es cierto que el cine de Godard era un cine de ideas. De ideas artísticas sobre el propio arte de contar historias con imágenes por un lado, pero también de ideas filosóficas o políticas por el otro. Puede decirse sin miedo que su cine era conceptualmente pretencioso, lo cual funcionaba de maravilla cuando hacía cine negro, drama romántico, ciencia ficción sui generis o comedia negra alegórica, pero le restaba poder (y atemporalidad) a sus películas cuando se metía demasiado en política. Porque su concepción de ciertas escenas como poemas visuales o pequeños ensayos ilustrados recordaba a la propaganda más de lo debido en sus films políticos de los setenta, mientras que en los sesenta había sido absolutamente revolucionaria y había ofrecido resultados inolvidables cuando hablaba de amor, intimidad, soledad, y otros aspectos de la vida emocional.

El amor entre un hombre y una mujer era uno de sus grandes temas, lo cual nos lleva a otro de los grandes pilares de su estética: la obsesión con la belleza femenina. Su gran musa fue, por supuesto, Anna Karina. Bajo la mirada de Godard, Karina se convirtió en una presencia tan hipnótica que otros directores la contrataron para intentar reproducir ese efecto, y hasta diseñaron películas que le sirvieran como vehículo personal, como Anna de Pierre Koralnik. Aunque imitaba el fetichismo de Godard hacia la actriz, no obtenía los mismos resultados. Obviamente, bajo otros directores Anna Karina era tan carismática como siempre y seguía llenando la pantalla sin dificultad, pero faltaba esa particular aureola sobrenatural que le confería Godard:

En mi opinión, la habilidad de Godard para retratar a Anna Karina y a otras actrices con una grandilocuencia casi pictórica era la intensidad sexual de su propia mirada. El cine de Godard es poco sexual si lo medimos por ejemplo en cantidad de desnudos (aunque hay alguno de Brigitte Bardot que realmente le recuerda a uno su vertiente heterosexual). Hitchcok, por ejemplo, también convertía a sus actrices en fetiches personales, pero sus retratos terminaban siendo fríos en pantalla. Hay varias formas de explicar esto, y no es momento de psicoanalizar a Hitchcock. Pero no hay nada de frialdad en el fetichismo visual Godard, e incluso en los momentos más etéreos de sus actrices se percibe ese impulso sexual que va más allá de la mera contemplación estética. Situaba a la mujer en un pedestal, a veces de manera metafóricamente evidente, como la secuencia en la que Michel Piccoli sube unas espectaculares escaleras como si estuviese en una prueba mitológica donde el vellocino de oro es, cómo no, Brigitte Bardot tomando el sol.

No es muy difícil deducir esa mirada sexual porque, pese a su habitual elegancia, Godard dejó entrever sus cartas en los setenta. Junto al giro hacia mensajes más políticos y menos sutiles, su mirada sexual también se hizo menos sutil (aunque, para ser justos, parecía casi santurronería en comparación con el cada vez más desatado cine europeo de la época). En vez de permitir que el espectador tomase las riendas de la contemplación, Godard empezó a sucumbir a la tentación de señalarnos qué rasgos de sus actrices le parecían más atractivos (¿Los labios? Pues destaquemos los labios). Como digo, este ejemplo de la pérdida de sutileza puede aplicarse a otros aspectos de su cine de los setenta, aunque es muy posible que Godard estuviese tratando de reforzar su individualidad frente a los cada vez más frecuentes imitadores de su cine. En cualquier caso, arroja mucha luz sobre la magia particular que habían tenido sus retratos femeninos de la década anterior. No eran retratos inmateriales, todo lo contrario. Y esto no era nada nuevo en la historia del arte: el deseo físico, sea heterosexual u homosexual, es muy efectivo como catalizador de ciertas grandes obras.

La década dorada de Godard lo convirtió en una referencia inevitable. Sus películas se convirtieron en una enciclopedia de cómo romper con los convencionalismos, y muchos cineastas tomaron nota. Le obsesionaba especialmente el sustituir los viejos lugares comunes del cine por nuevas maneras de darle forma a una narración. También fue uno de los primeros directores, si no el primero, en insistir sobre la relación de aspecto de la pantalla no como algo exclusivamente ligado a la estética, sino como un elemento subliminal muy importante a la hora de influir sobre la respuesta psicológica y emocional del espectador. Rodó películas con varios formatos, pero fue a contracorriente con su predilección por el formato 1.33:1 (o 4:3) que entonces, en los sesenta, se consideraba obsoleto, propio del cine de los años treinta y cuarenta, y ya solo apto para los subproductos de la infecta televisión. Hoy, varias décadas después, el tiempo le ha dado la razón a Godard. Tras muchísimo tiempo de dictadura de formatos panorámicos en el cine, algunos directores han empezado a usar el 1.33:1 para lo mismo que lo usaba Godard: conseguir mayor intimidad, cercanía, etc. Cuando hay contemplamos un fascinante primer plano de Anna Karina y nos preguntamos cómo es posible que su presencia sea tan mágica, buena parte de la respuesta está en el formato casi cuadrado, donde su rostro llena la pantalla de manera natural, y donde se nos la acerca hasta producir la impresión de que la tenemos justo delante.

En formato panorámico, Anna Karina no deja de ser fascinante como mujer, pero sí da la impresión de estar en la película, y no en un mágico espacio intermedio que existe en algún lugar entre la película y el espectador (ejemplo del efecto distinto que el formato panorámico tiene sobre Anna Karina en otra película de Godard). El actual uso del formato 1.33:1 como inadvertido contexto emocional de una película es, pues, algo que Godard practicaba de manera consciente hace más de medio siglo, cuando toda la industria se movía en dirección contraria y el formato cuadrado era cosa de serie B y televisión. Por ejemplo, en esa misma época George Romero lo usó de manera muy efectiva, pero porque no tenía presupuesto para filmar en panorámico. En cambio, sabemos que Godard lo hacía de manera consciente no solamente porque su éxito le permitía elegir el formato, sino porque dejó notas explicativas sobre ello.

Hay muchos detalles que convirtieron a Jean-Luc Godard en un cineasta revolucionario. De hecho, uno de los más revolucionarios de la historia del cine. También como guionista. Desde el uso de los silencios como fragmentos premeditados del diálogo, pasando por las constantes rupturas de la cuarta pared (cosa entonces vista como una indeseable extravagancia y que de hecho sorprendió a muchos cuando se produjo en una película estadounidense, maravillosa por otro lado: Harold & Maude). O los personajes actuando no en favor del relato sino de la expresión de sus propios caracteres, lo cual era una transgresión de los principios fundamentales que muchos cineastas consideraban sagrados. O sus diálogos antinaturales, salvo cuando resultaban ser tan increíblemente naturales que casi parecían el profético anticipo de una conversación de WhatsApp entre dos adolescentes actuales:

—¿Quieres que me quede?
—Sí.
—¿Quieres que me vaya?
—Sí.
—Dices a todo que sí, ¿eres idiota?
—Sí.

Quien nunca se haya acercado al cine de Godard, bueno, debe saber que Godard no hacía concesiones al espectador, pero la recompensa de su cine es enorme (por cierto, unas cuantas de sus mejores películas están en Filmin, así que son muy fáciles de encontrar). Ni siquiera hizo concesiones con su peculiar documental sobre los Rolling Stones que, aunque es un muy valioso documento sobre la gestación de la canción «Sympathy for the Devil», también muestra que a Godard le perdían las ganas de hacer metáforas sobre la guerra del Vietnam (es más: por momentos parece que incluyese a los Stones por cuestiones de financiación). Pero piensen que este hombre estaba rompiendo moldes al mismo tiempo que Stanley Kubrick. Las películas de Godard —incluso las más políticas, incluso varias de las más tardías, y desde luego todas las de los años sesenta— contienen muchos, muchísimos momentos mágicos que son tan diferentes a lo habitual que realmente no pueden encontrarse en el trabajo de otros cineastas (es posible que un día haga un análisis más exhaustivo). Con sus muchas virtudes y con sus defectos, solamente ha habido un Godard, que es lo que sucede con los grandes.

Jean-Luc Godard
Al final de la escapada.

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4 Comments

  1. Maestro Ciruela

    Creo que debiera haberse quedado con lo suyo, que era hacer anuncios maravillosos fotografiando a mujeres bellísimas y pasar de endosarnos esos rollos apelmazados que pretendía colarnos como películas trascendentes. Es verdad que hay momentos en alguno de sus films en los que he tenido la sensación de que algo parecido a lo sublime rondaba a mi alrededor (Le Mépris) pero en general, toneladas de tedio sofocaban esos instantes fugaces. No seré de los que le echen de menos.

  2. Kilgore

    En El Jueves Oscar dibujaba de vez en cuando viñetas hablando de cine que eran pedos intimistas com mucho fou. No se si hablaba de Godard. En fin, que la tierra le sea leve.

  3. Godard te puede gustar, mucho, poco o nada. Si eres un espectador casual de cine o un «aficionado», evidentemente verás cine que te guste y lo valorarás según tus gustos. Y tienes todo el derecho de renegar de Godard o de quien te plazca. Pero para alguien que se considere amante del cine, o cinéfilo, debería estar prohibido (es un decir) despotricar de Godard. Y digo despotricar como enmienda a la totalidad, es decir, hacer aseveraciones maximalistas renegando de su cine.

    Evidentemente te puede gustar más o menos. Te puede parecer más o menos pedante, aburrido o lo que te parezca. Y se le puede, y debe, criticar. Pero su contribución al cine y a su renovación ha sido tal, que solo queda la admiración por parte del «verdadero» amante del cine. Y pongo verdadero, con todas sus connotaciones, porque no me cabe en la cabeza que un amante de un arte, el que sea, no valore a los creadores que han contribuido a su avance y a su riqueza (con todos sus peros y matices).

    Y digo admiración, no como sinónimo de adoración, si no simplemente como reconocimiento a quien ha aportado tanto.

  4. Alminar

    Ha aportado mucho, sobre todo en el capítulo del aburrimiento subvencionado.
    Elevado a los altares durante la época del mayo francés, no hacía concesiones al espectador porque nunca supo rodar.
    Se jubila Woody Allen. Ese sí que ha sabido dirigir y actuar.

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