Toda mi vida he luchado por proteger a mi familia. (Michael Corleone)
Las relaciones de los mafiosos de película con sus familias, sea en la época que sea, son tan sintomáticas de la personalidad de Corleones, Sopranos y demás como lo puede ser su manera de gestionar sus oscuros y variados negocios. Producir y distribuir droga y compatibilizarlo con la vida familiar también se convierte en cotidiano para Walter White, el protagonista de la serie de AMC Breaking Bad. De hecho, la serie nos presentaba a Walter en el momento en el que este anodino profesor de química de Albuquerque «prioriza» el «bienestar» de su mujer y su hijo a la hora de tomar decisiones trascendentales tras conocer que padece cáncer. Todo por la familia pero, ¿con o sin la familia?
El razonamiento del protagonista del que emerge la trama de la serie es sencillo: es muy probable que vaya a morir en poco tiempo, y con lo ahorrado no deja garantizada la seguridad de su familia —entiéndase por seguridad la estabilidad económica; cosas de los tiempos que corren—. ¿Qué puede hacer? Opta por dedicarse a «cocinar» metanfetamina, una tarea muy simple para un profesor de química. Lo hace por el bien de su familia, pero evidentemente considera que lo mejor es que su mujer embarazada y su hijo discapacitado no tengan constancia de todo «lo bueno» que va a hacer por ellos.
Y con este planteamiento de inicio es difícil no empatizar con Walter White. Cómo no comprender la lógica preocupación del cabeza de familia. Ya antes del diagnóstico de la enfermedad y obligado por su rol en el grupo doméstico del que forma parte, White había decidido que su vida estuviese encaminada a ser el proveedor de bienes materiales; y cuantos más, mejor. Como cualquier otro padre de familia con su misma inquietud, nuestro protagonista no dudó en pluriemplearse. Cuando lo conocemos, es profesor de química en un instituto por la mañana y operario en un lavadero de coches por la tarde.
Les cuento una cosa. Mientras yo fui hijo único, mi padre solo tenía un trabajo: encargado de una zona de cabinas de pintura en la fábrica de Citröen. Cuando ya éramos dos hermanos, hijos de un matrimonio cuyo guion vital se basó en que sus vástagos tuviesen las oportunidades que ellos no tuvieron, Pepe se buscó otro trabajo. Un sueldo no llegaba para pagar dos colegios privados, las clases de inglés, la ortodoncia, la ropa… Empezó como comercial de una empresa que fabricaba papeles de regalo, aunque pronto la cambió por una empresa de piensos para perros. Al final decidió que aquello no era suficiente y optó por retomar su primer trabajo, que era el mismo que el de su padre y el de su abuelo: herrero. Mi padre trabajaba ocho horas en la Citröen y otras tantas haciendo, afilando y vendiendo hoces y cuchillos artesanales. Evidentemente, a mi padre lo veíamos poco por casa, y cuando lo veíamos el hombre estaba cansado y no solo físicamente. Pero era por nuestro bien. Él se sacrificaba a trabajar y nosotros a no disfrutar de su compañía de lunes a viernes y algún sábado por la mañana. A cambio, mi madre dejó de educar a otros niños en la guardería en la que trabajaba para centrarse en los dos que acabó teniendo en casa. Pero volviendo a Pepe, de vez en cuando decidía tomarse la tarde libre y quedarse en casa. Romper la rutina. Pero, ¿saben qué? Creo que alguna de esas tardes para él eran tan duras como las que pasaba entre chasis, lacas y brazos robotizados o entre la fragua, el yunque y el mazo.
Disfrutar de la familia es hermoso. Formarla ya es algo más duro. Un domingo en el campo es muy distinto a un miércoles tarde a la hora de hacer los deberes; comer juntos un festivo en el restaurante no genera la tensión de preparar en jornada laboral cuatro comidas en dos turnos; y ver dormir a un bebé es mucho más reconfortante que tener que dormirle.
Y una vez metido en faena, por qué conformase con los objetivos de seguridad familiar marcados a priori. Tener al alcance su cumplimiento los convierte en superables y ampliables. Y no hablamos de cualquier benefactor, hablamos de la familia. En un momento de la serie, Walter White decide profesionalizar su relación con la producción y venta de droga para que su familia, que ya podría vivir de forma segura durante un tiempo, viva más segura durante más tiempo. Y con esa decisión aumenta la tensión familiar y en consecuencia el progresivo deterioro de la relación entre sus miembros. A mayor esfuerzo por garantizar su futuro, más se resiente su estabilidad en el presente.
Según la Declaración de Derechos Humanos, la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad. Pero ha sido esta la que ha impuesto la evolución en el modelo y el comportamiento de aquella acelerando los cambios en los últimos años. Para que alcancemos metas y cumplamos con valores interesadamente definidos, nuestra sociedad nos obliga a mantener un ritmo endiablado. La exigencia de satisfacer las necesidades de la familia ha derivado en un alejamiento de ella. Bien sea por la obsesión de protegerla más y mejor o bien por haber encontrado una buena excusa para evadirse de las obligaciones que conlleva el día a día en el hogar. Y como cada familia es un mundo, seguro que hay más razones y, en algún caso, una suma de ambas.
Sin pretender entrar en si es mejor o peor estar más cerca y más tiempo con la familia, no se puede obviar una consecuencia de esta situación: la de los hijos que comparten más tiempo de su infancia con abuelos o incluso personas ajenas al núcleo familiar, que han sido contratadas para cumplir con parte de sus funciones de cuidado y manutención. Parafraseando a Quim Monzó en un artículo sobre la falta de civismo, puede que hayamos confundido la gimnasia de la protección familiar con la magnesia de la falta de relación con hijos y cónyuges.
Muy de acuerdo, si bien creo que coexisten dos motivaciones para el ritmo «endiablado» de los nuevos adultos. Por una parte la responsabilidad y el deber adquirido de dar todo a los hijos y por otra la autoafirmación de uno mismo a través del trabajo y el reconocimiento de otros.
Así encontramos a las familias más distantes que nunca.