Arte y Letras Historia

El tenedor de Agripina

Nerón y su madre Agripina. Agripina corona a su joven hijo Nerón con laurel. Foto Carlos Delgado (CC)
Nerón y su madre Agripina. Agripina corona a su joven hijo Nerón con laurel. Foto: Carlos Delgado (CC)

I, Tiberius Claudius Drusus Nero Germanicus… this, that and the other, who was once, and not so long ago, better known to my friends and relatives as Claudius the Idiot, or That Fool Claudius, or Claudius the Stammerer, am now about to write the strange history of my life.

Hubo un tiempo en el que todo el mundo veía los mismos programas de televisión, y así, durante trece semanas de 1978, la dinastía Julio-Claudia devino protagonista habitual de las conversaciones de café en España. No es que los espectadores no estuvieran familiarizados con los antiguos romanos (al fin y al cabo los años de apogeo del peplum no quedaban tan lejos en el tiempo), pero la emisión de Yo, Claudio por la entonces llamada primera cadena de RTVE resultó chocante en muchos aspectos.

Actualmente, debido a la multiplicidad de canales de distribución, las series encuentran su público natural vía Blu-ray, copia de seguridad o canal de streaming; pero en una época en la que la mayoría de los televisores eran en blanco y negro, emitían solo dos canales, un magnetoscopio costaba el sueldo de varios meses y todavía estaba por abrir el primer videoclub del país, los espectadores se sentaron a la mesa, conectaron el aparato y se expusieron a lo que echaran. Y lo que les echaron fue un retrato naturalista de la primera dinastía de emperadores romanos interpretado por un florilegio de la cantera de actores de la BBC que, con su oxoniense dicción —oculta en España tras el siniestro velo del doblaje—, respaldados por unos decorados austeros pero documentados hasta el último detalle, enfundados en un impecable vestuario y rodeados de un atrezo digno de los anaqueles del British Museum, dieron vida a los sólidos personajes construidos por Robert Graves en sus dos novelas a partir de los testimonios del historiador Tácito y del chismógrafo Suetonio. Es decir, se encontraron con una familia de hienas en celo que era un compendio de brutalidad etrusca, diplomacia florentina renacentista y maneras de la Cosa Nostra

Si bien el armazón de la historia, la descripción gélidamente zoológica de una familia endogámica hasta la náusea y azotada por la locura que se devora a sí misma, no era ni mucho menos la alegría de la huerta sino más bien una horripilante sucesión de atrocidades, no carecía, por otra parte, de toques de sutil y autorreferente humor británico —no vale la pena conquistar Britania, decía Druso, porque allí no hay nada de valor y los Britanos son malos esclavos; o, al quejarse Mesalina de su aburrimiento, el actor Mnester, su amante, le respondía que tal vez debía haber acompañado al emperador en la invasión de Britania, «pues dicen que los hombres son allí tan salvajes que las mujeres viven en un permanente estado de éxtasis», para a continuación proponerle desafiar a Escila, la más famosa prostituta de Roma, a un torneo de resistencia— ni de destellos de auténtica ironía trágica —Livia, la esposa de Augusto, que ya había decidido eliminar a los nietos de este para allanar el camino a la sucesión de su hijo Tiberio, abrazaba a los niños afablemente, y el emperador, arrobado ante la escena, la celebraba como imagen del verdadero espíritu de la familia romana—.

Tal riqueza de matices, debida sobre todo a la solidez de las novelas de Robert Graves y a la notable capacidad de síntesis del guionista, Jack Pulman, permitía a los distintos espectadores varios registros de lectura, desde el más anecdótico al más sofisticado, y de esta manera Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y, elípticamente, Nerón, llegaron a compartir mesa a la hora de la cena con millones de televidentes de la más variada condición.

Pero, ¿qué había en la mesa al otro lado de la pantalla? La tradición iconográfica que tomaba los banquetes romanos como motivo había pasado de la pintura al cine y, a través del cine, simplificada, conformaba ya un imaginario popular comparable al del saloon de los wésterns: la usual parafernalia de cuerpos desparramados por los triclinios picoteando un racimo de uvas con el meñique levantado, si se trataba de significar sofisticación, o devorando algún grasiento manjar con las manos, si se trataba de representar a algún personaje repugnante, que solía ser Nerón; y en realidad Yo, Claudio apenas innovó en este sentido.

En el sentido inverso sí: fue una novedad ver a un emperador cagando dolorosamente y exclamando «¡no debería comer tanto de noche!». Pero lo cierto es que de las tres pequeñas máculas que ensombrecen el por lo demás impecable atrezo y magistral guion, dos están relacionadas con el asunto culinario. La tercera no la explicaré en esta nota porque no ha sido mi intención al escribirla figurar en el Hall of Fame de los más repelentes sabelotodo, pero para aquellos lectores que decidan ver la serie y entretenerse buscándola —no sería colaborador de Jot Down de no ser por este enfermizo sentido de lo que puede ser un pasatiempo— dejo la pista de que está relacionada con una famosa escultura de conflictiva datación. 

Los testimonios que nos han llegado sobre la gastronomía romana son pocos y además sesgados porque nos dan noticia solo de los hábitos culinarios de las clases altas. Los dos principales son la cena de Trimalción, el principal episodio del Satiricón de Petronio, que nos describe un menú ofrecido por un nuevo rico basto, bruto, ostentoso y soez y que por lo tanto es un monumento a la desmesura —lirones asados con miel, ubres de cerda o cerdos rellenos de salchichas y morcillas— y De Re Coquinaria, recetario atribuido a Apicio, un rico gastrónomo aficionado a las extravagancias culinarias, contemporáneo de Augusto y de Tiberio, y del que cuenta Marcial que se suicidó al constatar que su estilo de vida lo había llevado a la ruina.

Nos podemos hacer una idea de lo alienígena que resultaría en la actualidad un menú romano si simplemente reparamos en lo que no encontraríamos en él, pues la ausencia de tres elementos tan simples como patatas, pimientos y tomates volaría los fusibles de cualquiera que intentara establecer correlaciones entre la cocina romana imperial y la italiana actual. La omnipresencia del garum, una salsa obtenida a partir del jugo que soltaban vísceras de pescados azules fermentadas en sal y que envasada en ánforas de barro era uno de los protagonistas del denso trasiego de mercancías entre los distintos puertos mediterráneos, nos da una idea de la radical diferencia que hallaríamos en lo que vienen a ser los sabores básicos de una tradición culinaria. Animales y verduras hervidos y disfrazados con salsas, miel, frutos secos e infinitas hierbas aromáticas nos hablan de algo que es evidente que tuvo que marcar los hábitos culinarios de la época: la deficiente conservación de los alimentos, por no decir el consumo de productos prácticamente podridos.

El reflejo de todo esto en la novela de Robert Graves, pero sobre todo en el guion de Jack Pulman, es, como ya he dicho más arriba, sorprendentemente pobre, sobre todo si lo contrastamos con la brillantez y sutileza de los diálogos y con el crudo realismo con el que se tratan los demás aspectos de la historia, tan alejado del peplum más simplón, y matizado, eso sí, por un elegante uso de la elipsis. La abundancia de racimos de uva caracteriza los festines, si además las túnicas caen por el suelo y se vislumbra fugazmente algún culo sabemos entonces que se trata de una orgía. También es bastante elemental el único ejemplo explícito de la desmesura gastronómica típica de la época: del banquete conmemorativo de la batalla de Accio (que fue el preludio de la derrota definitiva de Marco Antonio y el ascenso al poder de Octavio Augusto) se nos muestra una tarta gigante que reproduce a escala el barco de Marco Agripa y que no encontraría lugar ni en la más descabellada pesadilla del art manager de Lladró.

Por lo demás, solo se muestran higos y setas —que son vehículo de los respectivos envenenamientos de Augusto y de Claudio—, sandías de Hispania —aconsejadas por Augusto a Livia como medio de evitar las arrugas— y un plato indefinido de verduras sospechosas que Claudio hace probar a su esclavo camarero cuando hacia el final de su vida es consciente de que su última esposa, Agripina, está planeando envenenarlo para que Nerón ocupe su lugar. Es precisamente en esta escena donde tenemos que lamentar el primero de los lapsus de guion mencionados más arriba. El esclavo prueba la comida, luego el vino, y tras lucirse adivinando el año, la región y las condiciones de producción, Claudio le pide que pruebe un bocado de otra zona del plato. Accede con mal disimulado fastidio, y tras observar que el ajo está demasiado hecho para su gusto, se pregunta quién podría querer envenenar al emperador, y se responde que en su modesta opinión solo podría ser el cocinero, del cual sugiere deshacerse pues es griego y «solo sabe preparar hojas de parra rellenas». Las hojas de parra rellenas, los dolmades, son en realidad una herencia del Imperio otomano, y los otomanos, a la sazón, estaban todavía criando caballos en las estepas de Asia central, lo cual nos lleva a preguntarnos si estamos ante un chiste fallido o bien ante una humorada excéntrica del genial guionista. 

Tanto Tácito como Suetonio como Dión Casio coinciden en que Claudio fue envenenado, y, sin ser categóricos, los tres señalan a Agripina como brazo ejecutor. Solo los dos últimos mencionan los hongos, y es la versión de Suetonio la que se da por buena en el capítulo final de la serie. Ante la imposibilidad de envenenar la comida del emperador, Agripina decide, conocedora de la debilidad de su marido por las setas, envenenar una de su propio plato para ofrecérsela ella misma cuando él haya terminado con las suyas. Es entonces cuando aparece en primer plano el tenedor, ese tenedor ominoso que Agripina sostiene en su mano y dirige a la boca de Claudio, ese tenedor anacrónico que no solo lleva la muerte a su destinatario sino que, provocando una aparatosa paradoja espacio-temporal justo en el supremo momento del desenlace, confiere al conjunto de la obra la dignidad de la imperfección.

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9 Comentarios

  1. Se menciona en el artículo varias veces la lujosa exactitud del atrezo. Debe estar hablando de otra serie. En ‘Yo, Claudio’ el vestuario y los decorados son de tal precariedad de peluca, pespunte, lycra y corchopán que a veces se diría deliberada: como para centrar la atención en una trama construida ENTERAMENTE con diálogos e interpretaciones. En eso sí hubo un exquisito cuidado. Sean Phillips (ahora Dame Sîan Phillips) le preguntó a uno de los asesores históricos cómo debería tratar, mirar o dirigirse Livia a sus esclavos. ‘Como te diriges ahora a un electrodoméstico’ fue la respuesta.

  2. Un artículo muy interesante, ¡no recordaba ese tenedor! Por cierto, lo de comer la carne prácticamente podrida ha sido una constante hasta que los frigoríficos llegaron a la mayoría de los hogares, no es solo cosa de la antigüedad.

  3. Conocí a Robert Graves tras dejar el instituto hace un montón de años. Era un anciano que acostumbraba a vivir en su “gruta” de Deyá. Era un hombre de formación académica rigurosa. Sus mejores recuerdos eran las clases de mitología que había impartido en Egipto. El libro suyo que más estimaba era “Los Mitos Griegos”. El erudito español que veneraba fue Antonio Ruiz de Elvira, autor de “Mitología Clásica”. Odiaba este tipo de novelas. Ocurre que los agentes editoriales rechazan por sistema los libros académicos, porque la única industria del libro que vende es la del entretenimiento. El único tipo de ficción histórica permisible es el catastrofista, a imagen y semejanza de la trama de la película de 1970, “Aeropuerto”. La gente busca catarsis, como en tiempos de Aristóteles. Así que Graves se empleó en aprovechar sus conocimientos de la antigüedad para satisfacer “los instintos más bajos del populacho”. Como la literatura romana ya era proclive a subrayar las perversiones de las familias Julia y Flavia, se empleó a fondo. Otra opción que barajó fue la caída de Atenas, pero Pericles no daba tan buen juego como los “hijoputillas” (Calígula y Nerón). Conste que Graves caracterizó al emperador Claudio (un probable cabronazo) con atributos de Marco Aurelio, lo que debería ser obvio.
    Espero que no hagan un «remake».

  4. Hace muchos años de mi visionado pero ¿Podría ser la estatua de dudosa datación la de la loba Capitolina con los dos añadidos renacentistas, Rómulo y Remo, que se ve en el dintel del Senado?

  5. Como curiosidad para los que disfrutaron con la historia de Claudio y su familia, recomiendo la lectura de «Nueva luz sobre un viejo crimen», en el libro de Graves «La comida de los centauros». En ese artículo se trata extensamente el tema del asesinato de Claudio, dado que el uso de la primera persona en la novela impedía a Graves enfocar ese detalle. El autor estaba convencido de saber qué veneno se había usado en el famoso plato de setas, y afirmaba haber encontrado la pista crucial en una carta de Séneca.

  6. Pingback: Enlaces Recomendados de la Semana (N°686) – NeoTeo

  7. El tenedor juega con el inconsciente del espectador relacionando a Livia con Catalina de Médicis, a quien se sindica como la envenenadora del Delfín de Francia para permitir el acceso al trono de su marido Francisco, y así gobernar despóticamente el reino a la muerte de éste a través de sus hijos, como pretendió hacer Livia con Tiberio.

  8. Corrección: Francisco era el Delfín envenenado y el príncipe Enrique estaba casado con Catalina, a quien se atribuye la introducción del tenedor en Francia

  9. Corrección: Francisco era el Delfín envenenado y el príncipe Enrique, el hermano menor que después fue rey, era el que estaba casado con Catalina, a quien se atribuye la introducción del tenedor en Francia

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