En plena pasión por The Newsroom y su periodismo idealizado de sonrisas perfectas y frases para la Moleskine, una serie de la BBC, State of Play, contó el periodismo como es, con sus miserias y cicatrices. El periodista héroe frente al periodista que busca la verdad… sobre todo si vale para portada.
Recuerdo cuando el desasosiego me llamó por teléfono. Sonaba derrotado, insomne, agujereado. Iba vestido de madre con un hijo asesinado. Su pequeño tenía diez años cuando descubrió la crueldad real de unas bombas que solo conocía por los videojuegos. En una guerra, alguien habría escrito que el niño fue una «víctima colateral», esa mala suerte disfrazada de los partes. Pero no. Habitaba en el norte pijo de Madrid.
Era un reportaje para un diario nacional. Habíamos visitado la casa de la familia dos días antes de aquella llamada. Penetramos en un apartamento burgués, de esos en los que siempre sobra pasillo. Las persianas y el humor caían en penumbra. La familia había bañado su rabia en cristianismo resignado, con su ración de crucifijos y cuadros sacros. El redactor jefe nos lo dejó claro, más o menos como siempre: «Hey, quiero una foto que pegue fuerte. Una foto de portada».
El fotógrafo, un tipo con la bondad de quien necesita entender las miradas, condujo el trance con pudor y educación. Bordó un magnífico retrato de la familia con unos claroscuros de ventana antigua que mascaban tristeza. Pero el capo nos había recomendado una puesta en escena y nos avisó de que no volviéramos sin ella: la madre posando con la foto «más grande que tuviera» de su hijo asesinado. La gente no suele tener réplicas en cartón piedra de los vástagos que les asesinan, así que al final, algo avergonzados, le pedimos que buscara una foto del niño. Accedió. Tras unos pocos clics, con una mueca de incomodidad retenida, nos preguntó si ya teníamos lo que queríamos. Era un martes.
La historia se publicaría el fin de semana. Dos días después de la visita, el drama estaba tecleado cuando, como decía, sonó el teléfono de la redacción. Era el desasosiego con su hilo de voz a rastras.
—Quería pedirte un favor. ¿Recuerdas aquellas fotos con el retrato de mi hijo? No sé cómo decirlo. Me parecen macabras. No he dormido estos dos días pensando en ello.
—No te preocupes. Faltaría más. Es tu vida. Es tu imagen. Es tu hijo— fue lo primero (y lo único) que alcancé a decir.
La historia estaba completa. Iba a ser portada. No la tenía ningún otro medio. Debajo del titular, la madre con el retrato de su hijo evaporado. La mujer solo pedía una pizca de decoro. Transmití la llamada a mi redactor jefe, dando por hecho el cambio de imagen. Se negó aduciendo que el periodismo no estaba «para fotos de concurso». A mi exjefe, por si hay dudas, no le habían asesinado a ningún hijo. La gresca pasó a un despacho superior, donde se me aconsejó que lo saldara con la foto prevista, sin decirle nada a la señora pero «con un pie de foto amable». Ninguno de ellos aceptó explicarle todas esas consideraciones periodísticas a la madre. No importa cómo acabara la historia. Ni en qué periódico pasó: podría ser cualquiera de los muchos que he conocido.
Nunca he creído que el mundo fuese un lugar especialmente acogedor. Ni he tenido mucha fe en la bondad de ustedes y yo, eso que llamamos género humano. Me pasa algo parecido como espectador. Soy escéptico y cínico. Un casting fallido del optimismo hollywoodiano que ha encontrado en las series un alivio para su pesimismo crónico. La vida tiende a ser una mierda, la política suele apestar y el periodismo es un nido de listos y tramposos. ¿Hay excepciones? Digamos que esa es la palabra.
Cada heroísmo esconde su ración de mezquindades. El pesimismo tiende a ser sincero. Lo intuyen los espectadores de las archiconocidas The Wire o Treme. Y también quienes vieran una miniserie de la BBC llamada State of Play (2003). Si quieren cuarto y mitad de idealismo, trajes bien planchados y una colección de frases para la Moleskine, pónganse la cacareada The Newsroom. Disfruten de una mentira bien contada. No hay nada malo en ello: en sus frases perfectas, en su heroicidad de teletipo, en esa morfología de la perfección made in Sorkin, que ya destripó Vladimir Propp con los cuentos hace casi un siglo. Tampoco existe Batman y se pasan un par de horas buenas en el cine con Christopher Nolan.
State of Play (su hortera traducción es La sombra del poder) no tiene los mejores actores, su dirección no es apabullante ni destila modernidad. Lo sé. Pero es una historia sólida. Bien contada. Sin fisuras. Que no edulcora la realidad. Llámenlo khedirismo artístico (y no la confundan con la película de Russel Crowe y Ben Affleck, su remake en el cine).
Un puñado de periodistas investiga la muerte de la asistente de un diputado británico. Van por delante de la policía. Para lograr su propósito, no escatiman en atajos morales ni legales. Allanamientos de morada, engaños, robos, obstrucción a la justicia, grabaciones con desconocimiento del entrevistado, pago a fuentes para desvelar secretos profesionales… Al final uno empatiza con la banda de sabuesos periodísticos, pero la serie nunca oculta lo que son: una banda de cabrones. Con un fin tan loable —descubrir la verdad— como egoísta —una buena historia de portada—.
Cuando se emitió, en 2003, se dijo que enmascaraba la realidad y dejaba en mal lugar al periodismo británico. Años después años después, concluido el caso News of the World, la conclusión es que se quedó corta: el tabloide llegó a pinchar el teléfono de una niña asesinada y borrar mensajes de él antes de que los tuviera la policía.
Dicen los británicos que «si te gustan las salchichas, mejor no ir a una fábrica para ver cómo se fabrican». Un refrán que emparenta la información con los embutidos. Los que hemos pasado por un puñado de redacciones sabemos que el periodismo de investigación, la mayoría de las veces, se reduce a una llamada al periódico del partido político de enfrente. He visto a un director circular por la redacción mientras por el móvil perfilaba el editorial con un ministro. A otro decidir, en plena noche electoral, con el escrutinio empatado, a qué partido se le asignaba en la infografía un escaño que no se conocería hasta el día siguiente. A compañeros ocultar a sus interlocutores que eran periodistas mientras un fotógrafo disparaba desde un coche. A sabandijas hacerse pasar por inmigrantes para hurgar con la cuchara en el dolor ajeno de una sala de víctimas…
¿Es todo así? No. ¿Los medios engañan? En absoluto. ¿El periodismo es amoral? El periodismo son los periodistas que lo hacen. Con su cuota de balarrasas, cándidos, estafadores, tipos legales y grandes corazones. He trabajado con profesionales de una ética más espesa que un chaleco antibalas. Gente capaz de contar las mejores historias sin desenfundar un adjetivo de la cartuchera. Jefes que jamás habrían intentado darle el cambiazo al desasosiego de una madre. La mayoría nos conformamos con no pasarnos de rayas morales que muchas veces doblamos a nuestro antojo e interés.
El periodismo no está para cambiar el mundo, sino para denunciar sus miserias, contar buenas historias y aburrir lo menos posible. Podemos echar gobiernos, pero no seríamos capaces de cambiar ni una comunidad de vecinos. Así que no convirtamos a los periodistas en héroes. O, al menos, no nos lo creamos cuando nos lo cuentan.
Formidable. efectivamente, los héroes no existen. En general somos una pandilla de desalmados que, a veces, sólo a veces, logramos tener cierta ética para vivir. Sólo a veces y muy pocas.
Gracias por una verdad tan rotunda contada con humildad, crudeza y sensibilidad.
No se puede echar gobierno alguno con tu mentalidad. Hace poco a 35670 personas en estado de indefension les negaron el traslado a un hospital y murieron abandonadas por asfixia y ¿que gobierno ha caido? Y sales con que lo importante es contar buenas historias y no aburrir. Animo, campeon. ¡Que los hechos no te arruinen un buen artículo! Perdona, pero vaya mierda de mentalidad. Lee a Kant a ver si se te pega algo.
Vaya huevos. Los periodistas sois como los peones de una obra, un ingeniero o cualquier otro currela. Teneis q pagar la hipoteca y vivir. Para ello teneis q conservar el trabajo. Para conservar el trabajo haces lo q te dicen tus superiores lo mejor q puedes. Los superiores obedenecen a las directivas y estos a los dueños. Los dueños (el capital, los ricos pa los colegas) «corrigen» las lineas editoriales. Ejemplo, si iberdrola me da 1kilo en anuncios igual no le pongo a parir pero omito sus barrabasadas, lo mismo con las subvenciones publicas. Los periodistas sois otra pata del poder. Hay una diferencia entre saltarse la etica para vender o encontrar la verdad (esto ultimo me da hasta la risa escribirlo) y saltarse la etica para mentir, omitir o manipular. Hay una partida de audios explicando esto (audios q salen por una pelea entre ricos no por vuestro trabajo), y lo q no ha salido.
Escuche q esto pasa desde q los bancos se quedaron con los medios en la crisis. Todavia me acuerdo hace 25 años cuando me iba de vacaciones y me preguntaban si era seguro salir a la calle en Euskadi. Las risas q echabamos con el cocidito. No engañais a nadie.
Yo invitaría a Javier Gómez a que realizara un artículo a propósito del «periodismo» de Eduardo Inda o el de A. G. Ferreras o bien acerca de la manipulación de elecciones generales o referendums mediante el periodismo y los grupos de comunicación social.
A mi entender, el periodista debe ser un científico social. Si no puede con ello, que escriba directamente narrativa (ficción), pero que haga pasar los bulos por información.