Sociedad Cine y TV

Empatía con el mal

Empatía con el mal
Homeland. Imagen: Fox.

Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 2 Especial Series

Allí estabas tú, de rodillas con las manos atadas a la espalda. Un soldado apoyaba el cañón de su fusil contra tu cuello mientras otro, al otro lado, agarraba tu pelo con una mano. Ni siquiera hacía falta: eran dos veces tú a lo ancho y a lo alto, por más que lo intentaras no hubieras podido con ellos. Llevabas tres días sin comer, apenas tenías fuerzas, pero ahí estabas tú. Contemplando cómo uno de ellos mea el cuerpo sin vida de tu padre mientras tres hacen cola para violar a tu mujer. Tú gritabas, como llevabas gritando todo el día, intentando revolverte. De la misma forma intentabas revolverte cuando te arrancaron tres dientes con un golpe mientras pretendías evitar que dispararan a tu hijo de cuatro años en la frente. Todo en vano.

Cuando todo terminó tu mujer estaba en el suelo, sollozando, sangrando y destrozada. Tú llorabas con los ojos cerrados, los puños prietos y la sangre juntándose en la comisura de tus labios. Escuchabas sus risas en un idioma que no entendías. Tu cuerpo temblaba. De pronto sonó el disparo que, por suerte, terminó con la agonía de la mujer a la que amaste con todas tus fuerzas mientras viviste. Porque eso ya no era vida. Sus últimas cinco horas no pudieron ser peores que el peor infierno que le aguardase. Sabías que te quedaban segundos, segundos que pasarías ahí, arrodillado, sangrando, llorando y gritando. Mirando los cuerpos sin vida de tus seres queridos, asesinados y humillados. Esperabas, temblando de rabia inhumana, escuchar otra detonación piadosa que terminara con todo.

Pero nunca llegó.

Este podría ser el relato cotidiano de muchos rincones del mundo. De una guerra por el agua en el cuerno de África. De una de tantas masacres de las que Europa permitió en los Balcanes. De una aldea cercana a Kirkuk, donde el civilizado occidente liberó a los iraquíes del mal. O de algún rincón de Afganistán o Siria, de Libia, Túnez o Egipto, donde los excéntricos gobernadores locales amparados por el mundo moderno pasaron de un día a otro a ser llamados «dictadores» de un gobierno que ahora el mundo veía como un «régimen» contra el que actuar. Es la historia de Faluya, o de Sabra y Chatila, o de Homs, o de Abu Ghraib. O de Guantánamo. De cualquier lugar donde el mal es un concepto difuso entre las causas y las consecuencias que llevan a encarnar el mal mismo.

Y ahí estás tú ahora, cómodamente en tu sofá viendo Homeland, un producto de entretenimiento atípico para un país como Estados Unidos, más acostumbrado a invadir al diferente que a plantearse la legitimidad de sus actos. La serie cuenta la liberación después de una operación de las fuerzas especiales de un soldado estadounidense desaparecido durante años y dado por muerto en Oriente Medio. Él, el sargento Nicholas Brody, vuelve a casa como un héroe para encontrarse a su mujer, Jessica. Todo a su regreso es diferente: ella tiene una relación con su mejor amigo, sus hijos no le reconocen y ahora todos le señalan por la calle.

Más allá de la lógica desubicación de volver a la vida tras años de encierro se esconde otra cosa: una agente de la CIA sospecha que la liberación de Brody pudo no ser casual. Que podría ser un converso islamista dispuesto a atentar contra el presidente de Estados Unidos.

En efecto, Brody ha cambiado. Su primera relación sexual con su mujer tras su regreso es poco menos que una violación. Ahora reza a Alá, el único dios al que podía encomendarse durante su cautiverio. Se ha vuelto esquivo y reservado. Tiene el cuerpo lleno de cicatrices, y en la mente la imagen de cómo golpeó hasta morir a su compañero, un francotirador cuyo asesinato le valió a él conservar la vida. Fue el peaje que tuvo que pagar. Duerme en el suelo y, ante sus frecuentes ataques de pánico, se atrinchera con la espalda contra la pared en la habitación de su casa. Nada es lo mismo, tampoco él. 

Es uno más de todos esos veteranos de guerra, inhabilitados para la vida pública tras tanta atrocidad. Pasó con las guerras mundiales, con Vietnam y Corea, con Irak y Afganistán. Pero lo suyo es aún peor. Él fue capturado, torturado y sometido durante años. Y vio con sus propios ojos no solo lo que hacían sus enemigos, sino también lo que hacían los suyos en aquella tierra olvidada por el destino.

A su alrededor todo sigue en marcha, con la habitual parafernalia occidental. Ruedas de prensa, periodistas en la puerta, preguntas del ejército, incluso una oferta para iniciar su carrera política nada menos que de manos del vicepresidente, el principal responsable de los ataques sobre la región en la que él estuvo cautivo. Él, buen soldado, va recomponiendo su vida con su mujer, su entorno, sus hijos y su futuro. Pero se acuerda de sí mismo, gritando y llorando de rodillas tras golpear hasta la muerte a su compañero.

Brody tiene secretos, muchos. Uno de ellos es que no todos estos años estuvo preso en un agujero en mitad de la nada. Vivió en una casa cómoda en un barrio residencial del país al que su propio ejército atacaba. El líder terrorista que le capturó le confió el cuidado de su hijo y su educación después de haber minado su moral durante un tiempo inabarcable. Primero, asesinar a su compañero. Luego, convertirse al islam como forma de aferrarse a algo. La moral de los débiles, que diría Nietzsche, deseando creer que hay alguien ahí fuera dispuesto a ayudarte en momentos críticos. Después, una jaula de oro para subyugar sus principios, una cómoda casa protegida de todo en medio de una ciudad musulmana.

La vida discurría en ese lugar protegido, con ese niño falto de cariño. Brody no era Brody, era el protector de aquel hijo de terrorista. Inocente, ingenuo, un niño a fin de cuentas. Hasta que definitivamente Brody dejó de ser Brody. 

Una detonación, como esa que todos hubiéramos deseado escuchar si hubiéramos estado de rodillas mientras arrancaban la vida a nuestros seres queridos, sacudió la casa después de que el niño saliera hacia el colegio en un día cualquiera. Una violenta explosión a causa de un ataque aéreo de su ejército, el de los buenos. Un pitido en los oídos, cristales rotos por doquier, polvo en suspensión en el ambiente y, de fondo, gritos y lamentos. Salir corriendo y encontrar ahí delante, bajo un muro, el cuerpo sin vida de un niño. Inocente, ingenuo, un niño a fin de cuentas. Hijo de terrorista asesinado por los nuestros. Por los buenos, por otros terroristas. Y su muerte desencadena lo demás, todo el cambio. La cuestión es saber hasta dónde llega ese cambio.

El argumento de Homeland va más allá de la mera historia que plantea que los malos no son tan malos y los buenos no son tan buenos. Esa es una figura dramática trabajada desde hace siglos en la literatura y, más recientemente, en las series y películas. De hecho los personajes netamente buenos no existen, no interesan. Incluso en los relatos más sencillos y comerciales de nuestra cultura. Batman es oscuro, Spider-Man se siente tentado. Incluso Jesús, según la Biblia, pasó su travesía en el desierto soportando las tentaciones del diablo. Ningún personaje es bueno sin más, ninguno carece de cierto grado de tortura interna, de pensamientos oscuros, de mezquindad controlada para un fin último que hará bueno hasta al más malo. Ahí tenemos a cientos de personajes oscuros rescatados por una buena acción redentora. Para todos tiene el destino un plan, hasta para el mísero Gollum de Tolkien.

De la misma forma, no existe el mal perfecto. Incluso el malo por antonomasia de la infancia de tantos acaba quitándose el macabro casco galáctico que le recubre para sonreír a su hijo antes de morir. Ahí está el magnetismo del malvado, del caníbal Lecter, del sombrío vampiro Lestat, del oscuro presidiario que recibe cartas de admiradores. Una infancia torturada, una injusticia sistémica. Cualquier excusa motiva su maldad, aunque sea injustificable. Llevándolo al ámbito más terrenal, es el punto de amargura justo en una copa, la chispa de picante en cualquier comida. El aliño que tiñe de realidad lo que es solo ficción.

Empatía con el mal
Homeland. Imagen: Fox.

Pero Homeland es más que eso. Es un símbolo en sí mismo. No en vano es la cadena Fox la que emite la serie. La misma cadena ultraconservadora y abiertamente republicana, la que advierte en sus informativos contra los homosexuales, los comunistas y los inmigrantes, al tiempo que programa series tan críticas con las políticas que apoyan como Los Simpsons o la propia Homeland. La audiencia no entiende de ideologías, y programar para tus enemigos te garantiza unos ingresos espectaculares que bien pueden servir para alimentar la caja de tu causa contra ellos. Ahí estaba el Telecinco de Juan Pedro Valentín programando informativos críticos cuando no existía la contestación política en ninguna cadena televisiva, arrasando en audiencia. O la SER tocando picos de audiencia cuando el 11-M. O El Mundo erigiéndose en referente en tiempos de Felipe González Una pizca de bondad fingida en otros malos de película, la sal y el limón de un mal tequila, vistiendo de compromiso el rentable contrapunto ideológico.

Lo que plantea la serie de hecho tampoco es nuevo, pero sí es incómodo: ¿puede ser de alguna forma legítimo el terrorismo? Volvamos al principio.

Allí estabas tú, de rodillas con las manos atadas a la espalda. Al final has conseguido levantar la cabeza del suelo. La escena no ha cambiado, por más que lo hubieras deseado. A tu derecha tu padre, de espaldas, con la ropa ensangrentada e inerte. Tendido sobre un charco de orina de los soldados. Junto a él tu hijo, con la mirada al cielo y un disparo que le ha abierto la cabeza. A la izquierda tu mujer, con la cara amoratada por los golpes, tres disparos en el pecho que tiñen su hiyab claro de rojo, igual que la sangre de entre sus piernas, producto de las reiteradas violaciones que la desgarraron entre gritos antes de morir. 

No sabes el tiempo que ha pasado, pero ellos ya no están allí. Tambaleándote consigues ponerte en pie y todo lo que ves es humo. El poblado está arrasado, con pilas de cadáveres amontonados en los lados del camino. Columnas de humo saliendo de los chamizos que se usaban como casas, y la arena a lomos del viento cubriéndolo todo. Por tu cara corren el sudor y las lágrimas, la sangre y ese gusto a sal en tu boca. Gritas, pero nadie te oye. Eres el único que queda allí con vida.

Cuando ellos llegaron seguías ahí, sentado de nuevo. Pensando en enterrar o quemar a toda la gente. Empezarías por los tuyos, seguirías por el resto. Tardarías días, y más con ese calor. Pero aún no tenías fuerzas para empezar. No sabías ni cuánto tiempo había pasado. Pero llegaron ellos, bajaron de aquellos dos coches y empezaron a amontonar los cadáveres. Uno se acercó, te enjugó las lágrimas y te dio un abrazo. No reaccionaste. Te dio una cantimplora con agua fresca que derramó sobre tu cabeza y te limpió con un paño. Te bebiste el resto del agua de un trago. Te volvió a abrazar y lloraste como nunca jamás volverías a hacerlo.

Al anochecer te sentaste entre ellos, alrededor de una hoguera. Las piras al otro lado del pueblo aún ardían, consumiendo los cuerpos de todos los muertos. Compartieron su comida y bebida contigo, pero no quisiste nada. Te dieron ropa nueva, oscura, como la suya, con pantalones militares. Y hablasteis. De Dios, del destino, del mal, de la injusticia, de la pobreza. De la guerra santa, de un enemigo lejano al que un día un héroe consiguió golpear en su propio suelo, como han hecho con tu aldea. Te dijeron que combatían contra aquellos que habían invadido vuestras tierras, saqueado vuestras vidas y violado a vuestras mujeres e hijas. Tu hija, se la habían llevado. Tenía trece años y desapareció días atrás, cuando aquellos soldados extranjeros llegaron. Todo empezó cuando fuiste a preguntarles por ella, porque te había dicho un vecino que ellos se la habían llevado. Entonces fue cuando mataron a todos, cuando desnudaron a todas las mujeres, cuando lo quemaron todo. Tu hija, a la que no volverías a ver viva.

A la mañana siguiente te dijeron que seguían su camino, que te fueras con ellos. Te darían dinero, comida y agua si no querías seguirles. Pero qué ibas a hacer allí. Tú nunca habías sabido de guerras, ni de enemigos, ni de armas. Pero te dieron un viejo kalashnikov, y la promesa de enseñarte a usarlo. El resto, lo de la salvación, las huríes y la vida eterna te dio igual. Sin tu familia no había vida, pero sí un tiempo que se te hacía demasiado eterno. Y ahí estabas tú, de rodillas, pero ya sin ataduras. En la parte de atrás de una furgoneta, con un fusil entre las manos y un enemigo al que odiar hasta la muerte. Hasta dar tu propia vida por arrancarle la suya. 

Escenas como esas no son del todo ficticias. Ni las primeras, que han sido conocidas internacionalmente solo cuando el ejército ha querido iniciar procesos contra los desmanes de sus soldados después de que se filtraran a la opinión pública, ni tampoco las segundas. Hezbollah, milicia terrorista establecida en el Líbano, fue la primera en acudir al sur del país después de la última guerra con Israel en 2006, cuando gran parte de las localidades cercanas a la frontera quedaron arrasadas. Allí, según documentaron fotógrafos internacionales, los terroristas llegaron repartiendo comida y fajos de billetes a la población, antes que las fuerzas internacionales. Cuando uno te ataca se convierte en el mal, y cuando otro te ayuda se convierte en el bien. Así se crean alianzas y se generan odios, porque el bien y el mal son subjetivos. Quizá también el terrorismo.

¿Qué es pues un terrorista? Alguien que lucha contra el poder establecido mediante el uso de la violencia. Un insurgente es un terrorista. Un rebelde es un terrorista. Un separatista puede ser un terrorista. Alguien que se rebela contra el invasor puede ser un terrorista. Un golpista es un terrorista. Bajo esa misma lógica alguien que intentara atentar contra un dictador sería un terrorista, por despreciable que fuera el dictador y sus medidas. 

¿Qué es el poder establecido? Según el funcionamiento de la sociedad actual, ideado siglos atrás, un Estado moderno es una especie de pacto común por el cual todos renunciamos a nuestra capacidad de defendernos para ceder esa capacidad de defensa a un ente que monopoliza el uso legítimo de la fuerza. Todo a cambio de la aceptación de unas normas comunes. ¿Y qué pasa cuando ese ente es incapaz de protegernos? ¿Qué pasa cuando intentamos retomar esa capacidad de autodefendernos, de juzgar nosotros? ¿Qué pasa cuando dejamos de aceptar esas normas comunes para aplicar las nuestras propias?

Lo que sucede es que te conviertes en un terrorista. Quizá como Brody. Tras años de rodillas, viendo las atrocidades de un lado y de otro, puede haber entendido que el bien y el mal son conceptos casuales. Ha podido empatizar con el otro, con el enemigo. Puede haber empatizado con lo que juró combatir, con el mal.

En ese caso, ¿es un terrorista? ¿Sería un terrorista quien hubiera asesinado a Hitler, a Franco, a Mussolini? ¿Sería un terrorista quien se hubiera revelado contra aquel mundo feliz de Huxley, quien hubiera destruido la pantalla del líder de ese 1984 de George Orwell? El líder de toda rebelión en la granja sería un terrorista, estuviera o no justificada la rebelión.

¿Puede ser, en algún caso, legítimo el terrorismo? Terrorista era, por supuesto, V, el protagonista del cómic V de Vendetta que saltó a la gran pantalla. Él, según la historia de ficción, capitanea el alzamiento de un pueblo sometido contra un líder mesiánico que ha dominado a sus ciudadanos gracias al miedo. Miedo a unos ataques sufridos en el país que él mismo provocó, y miedo a lo que hay en el exterior de un Reino Unido aislado. Fuera, dicen, las guerras, el hambre y la enfermedad campan a sus anchas. Yo o el caos, promulga el líder a través de sus altavoces, sus pantallas, su programación única, su aculturación, su toque de queda y sus fuerzas militares. Ese, quizá, podría parecer un terrorista legitimable. Pero su máscara inspira lo contrario. V rememora con su aspecto a Guy Fawkes, el terrorista real que quiso atentar contra el poder para asegurar la supervivencia del catolicismo en Reino Unido en 1605. Quizá ese terrorismo religioso no nos parecería tan legítimo si no compartimos su fe. 

Homeland fue considerada la segunda mejor serie del lejano 2011, con dos Globos de Oro en 2012 y múltiples premios de la crítica en Estados Unidos, el mismo país que encarna de forma oculta la personalización del terrorismo en el relato. Y en medio del éxito, otro terrorismo, más sutil. Porque terrorismo es también exportar una producción estadounidense como esta a un país como Afganistán, que ha vivido atrocidades como las descritas en primera persona, y hacerlo además a través de Tolo TV, la cadena de televisión más popular del país, puesta en marcha en 2007, cuando la guerra empezó a perder intensidad, de la mano de un ciudadano afgano que hizo fortuna en Europa y regresó al país con los primeros ataques estadounidenses. El cinismo y los negocios bien pueden ser otro tipo de terrorismo.

Si el bien es subjetivo y el mal es opinable, si hasta el terrorismo puede ser comprensible ¿cómo fijamos entonces quién es el enemigo, quién es la amenaza? 

Imagina crecer en un lugar pequeño, donde toda la vida que ves es la de tus padres: trabajar en una fábrica local, ir al bar a tomar algo y volver a casa; donde te cuentan desde pequeño que vives oprimido, sometido a leyes que no compartes y que tu cultura está amenazada. Imagina un pueblo con un mismo pensamiento, rodeado de soldados que registran e interrogan a los habitantes que entran y salen unas dos veces por semana. Imagina que cierran iniciativas culturales puestas en marcha con el idioma de tus padres, el tuyo, por ser sospechosas. Que encarcelan y procesan a profesores de tu universidad por plantear debates incómodos. Imagina que solo sales de ese entorno para hacer centenares kilómetros y visitar a tu hermano mayor, encarcelado en un lugar tan diferente a tu casa que apenas puedes reconocer. Hablamos de Rusia, por ejemplo. O del Euskadi de hace tres décadas.

¿Incómodo? El terrorismo lo es.

Pero no todos los terroristas matan. Tu hermano es terrorista porque quemó contenedores de basura en la ciudad, porque invitó a dormir a su casa a un amigo suyo de la escuela al que estaban buscando. El periódico que leía tu padre cerró porque era de terroristas, y los periodistas que lo llevaban siguen en la cárcel. Una profesora de tu colegio murió en una comisaría. Tu profesor en la universidad pasó años viajando cada semana a Madrid a declarar. Tu coche lo han registrado tantas veces que ya ni siquiera lo ordenas. No has podido votar a tu partido porque ha sido ilegal durante una década, pero apoyaste a otro que planteó un plan soberanista aprobado por mayoría, y que ese otro gobierno tumbó sin mayor debate. Es todo el país el que tiene que decidir sobre vuestras peticiones, no solo vosotros, dijeron. Y ahí se acabó todo el debate. 

Tú no eres terrorista, pero te has tenido que identificar tantas veces que ya pierde el sentido. Estás fichado por los círculos con los que te mueves, y aunque una y mil veces has dicho que no estás de acuerdo con usar la violencia para conseguir nada, te siguen señalando y llamando asesino cada día en la prensa y la televisión. Te culpan de los centenares de asesinatos que durante medio siglo han llevado a cabo personas que persiguen algo en lo que tú crees, por más que no compartas su método. Da igual, porque compartir su fin te convierte, para muchos, en uno de ellos. Así también se crean alianzas y se generan odios, porque el bien y el mal son subjetivos. Quizá también el terrorismo.

¿Por qué se debate sobre la independencia de Euskadi y no del Sáhara? ¿Hace falta matar, ser un terrorista, para que tomen en serio tu reivindicación? ¿Por qué Rusia puede deportar a Siberia a millonarios dueños de empresas privadas, torturar a disidentes y asesinar a periodistas críticos sin que nadie haga nada? ¿Por qué pudo atacar Georgia en 2008 sin que Europa reaccionara? Conservar arsenal nuclear y controlar las exportaciones de gas y petróleo de buena parte de Europa y Asia es un seguro de vida que otros países como Irak, Afganistán, Siria o Irán no tienen. Ser el banquero del mundo, como China, o servir de muro de contención para el islamismo, como hasta hace poco hicieron Libia, Túnez o Egipto son garantías que no todos tienen. O controlar parte importante de las finanzas dentro de Estados Unidos, lo que supone un cheque en blanco de protección y deferencia que solo países como Israel pueden poseer.

Así, nuevamente, también se crean alianzas y se generan odios, porque el bien y el mal son subjetivos. Quizá también el terrorismo. Y los terroristas.

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7 Comentarios

  1. Jose Antonio Fernández

    Que te consideren un patriota o un traidor es una mera cuestión de fechas.

  2. Vaya basura de artículo.
    Hay una línea roja que no se cruza. La de matar a otro.
    Repugnante el blanqueo. El amigo que durmió en la casa del hermano, lo buscaban por «activista» o por matar? Porque esa gente mataba, señor Ventura. Mataba.
    Y el coche lo registraban porque buscaban a gente que mataba, señor Ventura.
    Y el periódico lo cerraban porque señalaban a los que luego mataban.
    Y …
    Y …
    Y …
    Lo dicho, repugnante.

  3. Mucho subjetivismo veo yo en este artículo. Y no distingue entre violencia, violencia política y terrorismo. Reduce todo a una pulpa en la que no cabe la discriminación.
    El terrorismo busca objetivos políticos utilizando la aleatoriedad de la violencia. Repite esos actos violentos y los abandera. Es más, hasta debe haber una anuencia del grupo aterrorizado, una conducta ovina. Porque si no la hay, lo que tenemos es otra cosa. Un terrorista no es un insurgente ni un rebelde.
    Por cierto, que gente que vive en una región próspera, cuyas expresiones culturales no están reprimidas se flipe y se piense que está en Bolivia o Vietnam en los años 60 no basta para absolver a tales descerebrados o desgraciados (si acaban teniendo conciencia).

  4. Zorionak. Espectacular. He intentando buscar de donde es autor porq pensaba q era euskaldun. No tengo RRSS pero parece q Valenciano. Impresionante, muy bien informado, muy bien explicado y muy valiente. Raro q no le cosieran a palos por «justificar» el terrorismo.

  5. Imagínate en el Euskadi de hace tres décadas.

    Imagínate que a tu vecino lo secuestran, torturan y asesinan por ser de un determinado partido político. Imagina que a tu tío le han pegado un tiro en la nuca por leer El Mundo. Imagina que a tu madre, que salía de hacer la compra en el Eroski, la dejan sin piernas porque pasaba al lado del coche equivocado. Imagina que de pequeño tuviste que mudarte con toda tu familia a 800 kilómetros de distancia porque tu viejo se negó a ser extorsionado.

    Imagina que todo eso es a lo que llamamos terrorismo.

  6. Un día como hoy de hace 39 años, en el Euskadi del artículo, asesinaron a un panadero por llevar pan al cuartel de la Guardia Civil. Imagino que el bueno de Borja se refiere a eso en su texto.

  7. Ingenuo. Dejando de lado a los psicópatas y a los santos, cree de verdad que existen «buenos» y «malos». Al fin, lo que hay son vencedores y vencidos. Nada más.

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