Graciela Fernández Meijide (Avellaneda, 1931) llevaba una vida como tantas. Era profesora de francés, estaba casada y tenía tres hijos. La noche del 23 de octubre de 1976 su vida cambió para siempre cuando un grupo de hombres armados golpearon a su puerta, preguntaron por Pablo, uno de sus tres hijos adolescentes, lo sacaron de la cama y se lo llevaron. Nunca más supieron de él. Estaba transcurriendo el primer año de la última dictadura militar en Argentina. A partir de esa noche, Graciela buscó a su hijo, se contactó con organismos de derechos humanos, formó parte de la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), abandonó su profesión y dedicó los años siguientes a recibir denuncias, juntar testimonios y recolectar pruebas para llevar a los responsables a la justicia.
Con la llegada de la democracia, el presidente Raúl Alfonsín creó la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), a la que Graciela se sumó como secretaria de denuncias. Se había convertido en una referente de los derechos humanos.
En los años noventa se incorporó a la política, fue diputada y senadora, convencional para la reforma de la Constitución Nacional, precandidata a presidenta de la nación en 1999 y unos meses después estuvo cerca de ganar las elecciones a gobernadora del mayor distrito electoral, la provincia de Buenos Aires. Durante el gobierno de la Alianza formó parte del gabinete de ministros del presidente De la Rúa, pero esa experiencia terminó mal y se dijo a sí misma que no volvería a participar en política partidaria. Desde entonces se dedicó a escribir y se fue consolidando como una intelectual ineludible para pensar el presente y sus relaciones con el pasado.
Nos recibió en su departamento del barrio de Belgrano, donde vive rodeada de fotos familiares y de libros que ahora sólo puede leer con lupa, y hablamos de temas sobre los que viene reflexionando y discutiendo públicamente desde hace años.
Charlar con Graciela Fernández Meijide es una experiencia única.
Naciste en Avellaneda en una familia de clase media, ¿cómo eran tus padres?
Mi padre era médico y mi madre era maestra pero no ejercía. Papá era médico y muy activo, en aquella época no había tantos médicos y además la medicina se ejercía de otra manera. Pensá que yo tengo noventa y un años, te estoy hablando de 1931, que es cuando yo nací. Papá ejerció desde los veinticinco años y eso nos marcó bastante en un sentido de responsabilidad —y digo «nos» porque somos tres hermanos—, en nuestra casa nadie jamás dejaba sonar el teléfono sin atenderlo, fuera la hora que fuese, porque siempre podía ser una urgencia. No importaba la hora, papá agarraba su maletín. Y eso para mí ya es parte de mi personalidad, porque me crié con esa idea.
Era un médico generalista, un médico clínico…
Al principio era médico clínico y cirujano. Pero después tuvo una enfermedad muy seria, una septicemia, una infección en una época en que todavía no existían los antibióticos… en general la gente se moría. Pero papá se salvó y eso hizo que cambiara su especialidad. Era médico general pero ya no pudo hacer más cirugía porque le atacó los huesos y le quedó una dificultad para el movimiento, entonces pasó a ser dermatólogo.
¿Y ustedes eran chicas en ese momento?
Sí. Tengo dos hermanas más, una que tiene tres años menos y otra que tiene catorce años menos, ambas médicas. Y mi hija estudió medicina también.
¿Y vos estudiaste para ser profesora?
Yo estudié primero magisterio y después el profesorado de francés.
Leí alguna vez que decías que siempre fuiste rebelde y que en tu familia —tu mamá sobre todo— eran muy católicos.
Ella se fue haciendo muy católica con el paso de los años. Papá no, a él le encantaban los encuentros sociales, que viniera gente a casa pero no iba a misa ni se confesaba ni comulgaba ni nada de eso. Por ejemplo, era normal que en mi casa los domingos viniera a comer el cura párroco, les caía bien. Era un español, era muy simpático, el padre Gómez. Entonces yo, al principio, por la influencia de mamá, fui mucho a la iglesia. Y en la adolescencia, no me acuerdo exactamente a qué edad… (se ríe) hice una prueba bastante infantil: comulgué sin confesarme.
Para ver si pasaba algo.
Claro. Mi sospecha era que podía partirme un rayo al medio pero no pasó nada (se ríe) y empecé a dudar. Yo era de las que hacía preguntas muy incómodas, muy muy incómodas.
¿También al cura?
Precisamente al cura… (se ríe mucho), precisamente al cura, sobre todo en relación a los misterios, porque la Iglesia tiene misterios… La ascensión de la virgen con vida al cielo, lo cual era como una barbaridad. Yo le decía «un día se la va a llevar por delante un avión»… Al final fui descreyendo. En realidad, hasta el día de hoy soy atea.
Las explicaciones mágicas no te satisfacían.
Nunca. Y tampoco ahora. Aprendí con la vida, no puedo decir que lo haya hecho por eso, pero aprendí en mi larga vida que las cosas importantes no son simples, que realmente son complicadas. Los temas muy simples y muy lineales no son trascendentales.
Tu adolescencia estuvo marcada, por una cuestión de edad, por el ascenso del peronismo, ¿la tuya era una familia política, en la que se discutía?
No política en el sentido de afiliación pero sí se hablaba de política. Y yo diría, genéricamente, que era una familia antiperonista. Mi abuelo materno, que fue prácticamente el único que conocí, era muy lector, era de esos que cuando vos le preguntabas el significado de una palabra te decía «andá al mataburros», me enseñó a usar el diccionario. Y con él hablábamos de política a partir de los diarios que se leían en casa. Por otro lado, mi madre se puso muy contenta en el momento en que, novedosamente para la época, se armó acá el Partido Demócrata Cristiano. Entonces dijo «ahora puedo votar tranquila».
Y yo voté por primera vez a los veinte, en el año 1951. No había terminado el profesorado pero ya era maestra y me pusieron como presidente de mesa y la verdad que es que tenía mucho susto, era algo con mucha responsabilidad.
¿A quién votaste?
No me acuerdo pero voté a la fórmula opositora al peronismo. No me acuerdo si al radicalismo, tendría que fijarme en los comicios.
Existe un lugar común extendido en el país acerca de que las personas antiperonistas eran gente de dinero.
No era el caso. Avellaneda es un barrio de la provincia de Buenos Aires, aledaño a la Capital. Fue un barrio que en una época era complicado, era un sector complicado, la policía de la Capital no cruzaba el Riachuelo porque ahí se escondía la gente que escapaba de la justicia. El barrio donde nosotros vivíamos, donde yo jugué en la vereda e hice amigos y donde mi padre trabajaba, era un barrio de clase media baja con muchas fábricas. Nosotros éramos de una clase media profesional pero ahí eran todos trabajadores. El antiperonismo en ese momento era una cuestión de tradición familiar. Después, con el tiempo… cuando me casé y fue el golpe que hizo que se fuera Perón, ahí me pasó una cosa muy impactante… Hubo un bombardeo a una plaza llena de gente, gente común, precisamente mucha de la gente que partía desde mi barrio y de otros barrios similares que salieron a defender a Perón de un golpe militar y hubo ese bombardeo. Después, el intento de la resistencia peronista de responder y los fusilamientos que hubo… todo eso me conmovió fuertemente y me hizo repensar dónde estaba yo parada en términos políticos. No puedo decir que me haya hecho peronista, pero dejé de ser antiperonista o, en todo caso, entendí el fenómeno de lo que hoy podemos llamar —ya con otra experiencia— el populismo.
Seguiste con eso que arrastrabas de chica de no aceptar respuestas mágicas.
Yo le escapaba a las reglas fijas, a pesar de que por otro lado era muy tajante en mis convicciones, demasiado. Yo, a los diecisiete años: «lo que es negro es negro y lo que es blanco es blanco». No admitía los grises, algo propio de la edad. Con el tiempo, y creo que también porque en mi casa desfilaba mucha gente, pude ver un mundo que no conocía. En casa nos estimularon bastante, sin proponérselo estratégicamente creo que nos estimularon a no quedarnos con una sola respuesta, a buscar más de una.
Has dicho muchas veces que tu vida cambió cuando se llevaron a tu hijo Pablo, que nunca habías imaginado tener una vida pública. Tu vida iba para un lado y de repente empezó a ir para otro.
Sí, cuando fue la última dictadura… porque en el país hubo seis golpes antes del de 1976, golpes que no toleraban la democracia representativa. Justamente ese hecho maldito para mí, ese golpe a Perón, en la forma en que se hizo, con la gente que murió en la plaza bombardeada y que después sigue con la proscripción de un partido político, todo eso fue incidiendo para que aparecieran acá los que terminaron después siendo organizaciones armadas. La resistencia peronista en buena medida, después las Fuerzas Armadas Peronistas y después Montoneros, etcétera… y por el lado de la izquierda, con gran influencia de la revolución cubana, el Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, o el PRT como Partido Revolucionario de los Trabajadores. En ese ámbito, en ese ambiente se criaron mis hijos…
¿Vivían con miedo?
(Pausa larga) Sí, con miedo. A ver, yo no tenía tanto miedo porque no teníamos pertenencia política, yo no tenía militancia, pero cuando la Triple A empieza los atentados, después de la muerte de Perón sobre todo, y matan a Silvio Frondizi y a su yerno que estaba con él e intentó ayudarlo, ahí tuve conciencia de cómo podía morir gente que yo conocía.
¿Cómo se puede explicar la Triple A para los no argentinos?
Triple A quería decir Alianza Anticomunista Argentina y en realidad se organizó a partir de que Perón terminó rechazando a Montoneros después de haber hecho un juego pendular cuando estaba afuera, antes de volver y ser elegido, ese juego de impulsar a la gente para estorbar a los distintos gobiernos o hacer alianzas.
Primero, al ERP. Apenas fue elegido Perón, cuando volvió en el año 1973 ya enfermo y muy mayor, el ERP hace un atentado en un cuartel en Azul en la provincia de Buenos Aires y muere un matrimonio militar. Ahí Perón se enoja y usa por primera vez la expresión «aniquilación». En una comunicación interna que envía a los militares él habla de «aniquilación» y de «eliminar a esta gente». Después Montoneros mata a Rucci, de la CGT, que es la Confederación General del Trabajo. Y Rucci era su principal contacto con la CGT, entonces Perón sintió que le tiraban a él. Y ahí fue que los echó de la plaza [el entonces presidente Juan Domingo Perón expulsó a la agrupación peronista Montoneros de la Plaza de Mayo el 1º de mayo de 1974, durante un acto partidario, dos meses antes de su muerte, N. de R.]. Y cuando el sector peronista más de derecha, sobre todo el sindicalismo, se da cuenta de que Perón ya no protege a Montoneros, empieza una masacre que va dirigida hacia ellos y a gente del ERP, pero mucho más sobre intelectuales de la izquierda. Hasta había una revista donde anunciaban a quién iban a matar. Eso es la Triple A.
Y el que dirigía eso era López Rega, quien había sido un ladero de Perón en España, un hombre insignificante intelectualmente pero vaya a saber por qué razones Perón y su última mujer, que era Isabel Perón, le tenían especial afecto y confianza y lo pusieron en el Ministerio de Desarrollo Social, donde él usaba la plata para comprar armas y abastecer a ese grupo de la Triple A.
En ese momento vos no tenías vida pública, no estabas en política. Como ciudadana común y corriente, ¿cómo vivías toda esa violencia política, de lucha armada?
Lo vivía con preocupación, sobre todo cuando veía a la gente joven muy entusiasmada, mis propios hijos veían esa efervescencia…
¿Tus hijos también sentían admiración por los que estaban en la lucha armada?
(Pausa larga) Tal vez sí, tal vez sí. Pero ninguno de los tres, tampoco Pablo, el que secuestraron, tuvo participación en nada de eso. Sobre todo con Pablo tuve que pensar mucho después si yo no me estaría engañando, si a lo mejor Pablo no estaba actuando en la lucha armada sin saberlo yo. Lo averigüé. A lo largo de los años tuve contacto con sus excompañeros de escuela y todo lo demás y no, todos me dijeron que no. Incluso quienes habían militado y habían logrado salir del país porque sus padres los sacaron. Primero les escribí, por ejemplo a uno que logró irse a Francia, fui y lo entrevisté en el año 1979. Todos me contaron cómo era y me dijeron que Pablo no tenía militancia, lo cual no quiere decir que a lo mejor no compartiera los ideales. Eso es otra historia.
Si te hubieras enterado que sí participó, ¿habría cambiado algo en vos?
No. No. A ver… Yo siempre quise saber, siempre quise saber. Después de que se lo llevaron a Pablo e hice todos los trámites normales que un ciudadano puede hacer ante la justicia y las agencias de seguridad como es la policía etcétera etcétera, en el Ministerio de Interior y todas, todas, me negaban saber de Pablo, estuve muy desesperada, muy loca. Y enseguida me sumí en la más absoluta tristeza. Después supe de la existencia de los organismos de derechos humanos y me acerqué a ellos. Primero fui a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, la APDH, ahí me pidieron que hiciera la denuncia, que presentara copia de habeas corpus y demás. Y con el tiempo dejé toda la carrera, dejé de dar clases como profesora, dejé todo. Yo no podía hacer nada si no tenía respuestas sobre Pablo.
Vos contaste muchas veces lo que pasó aquella noche de 1976 en que unos hombres vestidos de civil llegaron a tu casa y se llevaron a tu hijo. Es un relato muy conmovedor, donde decís que le diste un abrigo… iImagino que lo has contado infinita cantidad de veces. Pero, la primera vez que lo contaste, ¿a quién fue, a algún abogado, a la policía?
Sí, esa misma noche lo conté. Y al día siguiente un amigo abogado, con quien todavía tenemos relación, nos aconsejó hacer el habeas corpus y él supo por nosotros que esa noche se habían llevado a Pablo y también a otros chicos más, entonces le avisó a un amigo en común cuyo hijo iba también a la misma escuela y pertenecía al mismo grupo de estudio de la secundaria. Entonces el padre lo sacó del país. Yo sigo carteándome con él, siguió viviendo en Brasil, armó su vida en Brasil y ahí se quedó…
¿Y al otro día que se lo llevaron lo fueron a buscar?
No, ellos salieron con Pablo y nosotros salimos atrás, nos vestimos y salimos a la calle. Hablamos con este abogado amigo, fuimos a la comisaría. Y nada. Dijeron que no sabían nada, recibieron testimonio nada más… Además yo vi entrar en esa comisaría un grupo de hombres exactamente igual al que había entrado a mi casa.
Cuando se lo llevaron vos habrás pensado «voy a la comisaría y les digo que es un error».
Claro. O les meto un abogado. Si tienen que acusarlo, acúsenlo de algo… Lo primero que sentí, la primera impresión que sentí, fue qué cosa es dejar de ser ciudadano, qué significa dejar de ser ciudadano.
Te dijeron que lo llevaban detenido pero ahí no estaba, ¿esa fue tu mayor desesperación, además del momento en que se lo llevaron, sentir que no te estaban escuchando?
Puede haber sido. Pero no. O a lo mejor también. Pero mi mayor desesperación no era que no me escuchaban, era que yo no lo tenía Pablo. Cada timbre que sonaba… nunca la casa quedaba sola. Siempre alguien se quedaba por si Pablo volvía o llamaba porque no tenía llaves… Una tía vieja que yo tenía, que vivía con mi madre, hasta decía «ya sé qué comida le voy a preparar a Pablo, la que a él le gusta, para cuando vuelva».
La palabra desaparecido llegó después. En ese momento, ¿vos qué decías sobre la situación de Pablo?
Que estaba detenido. No existía la desaparición de personas como convención en las Naciones Unidas, como descripción de un hecho. En los organismos internacionales no existía la palabra desaparecido, recién se instaló a partir del caso argentino. Triste orgullo, decía Ernesto Sábato sobre eso.
Has dicho que entonces sentiste que te habían robado tu inteligencia y que no podías hacer otra cosa que dedicar tu vida a buscar a Pablo.
A buscar a Pablo, sí. Y a darme cuenta de que había otra gente, que cada vez veía más gente que se acercaba a la Asamblea y le pasaba más o menos lo mismo. Y no me preguntes cuándo pero en algún momento la pregunta repetitiva de por qué a Pablo y por qué a mí me pasa esto, por qué a nosotros, se convirtió en otra cosa: pasó a ser por qué no.
¿Tuvo que ver con la cantidad de denuncias que recibían en la Asamblea?
Claro, ¿por qué no va a ser posible si esto es algo político? Ahí aprendí mucho… Yo nunca estoy muy segura, cuando describo sentimientos, de poder encontrar las palabras que transmitan exactamente lo que me pasaba… Cuando alguien venía con rumores de que habían aparecido tres o cuatro en tal lado, todo el mundo se ponía desesperadamente a buscar, entre los distintos organismos nos llamábamos por teléfono para saber quiénes eran. Pero después yo tomé la decisión de no tomar más en cuenta esas cosas porque sentía que me pasaban por un rallador. Me pasaban el alma por un rallador si tenía esperanzas. Entonces me dije «yo tengo que ponerme a hacer un trabajo concreto». Y mi trabajo concreto era… porque yo elegí la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y enseguida te lo cuento porque eso sí que sé por qué lo hice… Yo elegí juntar todas las evidencias que pudiera, empezando por los testimonios de los que venían a hacer las denuncias, por si alguna vez lográbamos justicia. Lo cual era una fantasía fuerte para ese momento porque Massera [Emilio Massera, uno de los tres integrantes de la Junta Militar a cargo del gobierno, N. de R.] había dicho la famosa frase «las urnas están bien guardadas».
¿Eras la única en la APDH que pensaba eso, en un futuro juicio?
Era la que más pensaba en eso.
Me ibas a contar por qué elegiste la APDH, porque vos primero empezaste con las rondas de las Madres de Plaza de Plaza de Mayo.
Yo empecé con las Madres y fui mucho tiempo a dar vueltas. Pero eso era los jueves a las tres de la tarde, dábamos unas vueltas y después, te encontrabas en una casa, ibas a otra… pero no había un local. Un grupo se reunía en una casa, otro grupo en una iglesia que les prestaba un lugar, pero eso no permitía ni siquiera acumular documentos y organizarlos. Es lo que yo llamo organizaciones testimoniales. Porque cuando he escrito, técnicamente, dividí lo que eran las organizaciones institucionales de las testimoniales. Institucional era la Asamblea Permanente, tenía personería jurídica, etcétera etcétera, estaba conformada en su mayoría por gente que no tenía familiares presos ni desaparecidos y venía trabajando desde antes, desde la época de la Triple A. Lo mismo pasaba con la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, que era un brazo del Partido Comunista y venía trabajando cada vez que había algún golpe y había detenidos políticos. La Liga era de las que más experiencia tenía.
Y se formó, casi en paralelo con la Asamblea, el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos con una inclinación religiosa, un poco sobre la visión de lo que había hecho la Vicaría de la Solidaridad en Chile después del golpe de Pinochet.
Bueno, esa división te muestra que quienes estaban en estas organizaciones lo hacían por convicciones éticas, no por estar directamente involucrados. Ahí lo conocí a Raúl Alfonsín, a Oscar Allende, a Alfredo Bravo, gente que nunca hubiera conocido y con la que trabajé muy bien. Y me hice muy amiga de los líderes religiosos, estaba el monseñor Jaime de Nevares, que era católico, Carlos Gattinoni y José Míguez Bonino de la iglesia metodista y también Roberto Graetz y Marshall Meyer, que eran rabinos. Eso también obligaba a discusiones muy interesantes dentro de la de la propia APDH cuando se elaboraban documentos o cuando se empezaron a hacer acciones públicas. Gente como yo o como Emilio Mignone o como Augusto Conte estábamos más atravesados por la bronca, pero trabajábamos con gente que tenía que responder, además, a una instancia superior a la que pertenecían y eso hacía que nuestro lenguaje fuera diferente. Y me permitió entender que cuanta más gente se acercara, construíamos más fuerza pública. Por lo tanto, teníamos un lenguaje mucho más liviano que Madres, que en realidad se fue poniendo más dura con el tiempo… Abuelas de Plaza de Mayo se creó después… Nosotros, en general, podíamos discutir temas y no es que no coincidiéramos sino que discutíamos: qué ponemos, qué no ponemos, si se pone una coma o no se pone. Ahí aprendí a moderar y a contemplar otras miradas donde yo hubiera puesto palabras mucho más duras.
¿Qué pasó con tu familia durante todo ese tiempo? Te escuché decir que en algún momento, en 1978, caíste en la cuenta de que a Pablo lo habían matado.
Fue razonamiento puro. Gramsci dice que existe el escepticismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Mi inteligencia me decía que no se podía tener tres mil o cuatro mil personas desaparecidas, como llegamos a tener en los testimonios de familiares, sin que alguien supiera dónde estaban. En Argentina y en cualquier otro país no se puede esconder tanta gente. No se puede. Y de hecho hubo trescientos y pico de centros clandestinos de detención que se fueron detectando, desde comisarías hasta la ESMA [Escuela Superior de Mecánica de la Armada], que es un símbolo. Pero bueno, o los ponían en libertad o los mataban. Cuando me convencí de que a Pablo lo habían matado, me dije «estos son mis enemigos y tengo que tratar de hacerles el mayor daño posible sin armas». Y creo que soy la persona que más daño les hizo.
¿Por qué?
Cuando todo terminó, los militares desaprovecharon la oportunidad que Alfonsín [Raúl Alfonsín, presidente electo en 1983] les daba de juzgarse a sí mismos separando las tres juntas como responsables máximas y para el resto, obediencia debida. En la práctica al principio fue así, pero al mismo tiempo el gobierno de Alfonsín formó la CONADEP [Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas].
Yo al principio no estaba nombrada en la CONADEP, a algunos los conocía y a otros no, pero estaban, por lo pronto, monseñor de Nevares, Gattinoni y Marshall Meyer, los tres de la APDH y yo me dije «todos los reflectores van a estar puestos ahí, así que hay que ayudar a esos compañeros». Y un día me llama monseñor Jaime de Nevares, que viajaba desde Neuquén todas las semanas, y me dice «te necesito, te necesitamos como secretaria de denuncias, no sabemos nada de lo que es organizar los testimonios». Tenían la mejor fuerza de voluntad pero no la experiencia. Recibían las denuncias, ellos mismos las buscaban, perdían un tiempo enorme. Tenían empleados del Ministerio de Interior que tomaban los testimonios y algunos se desmayaban con las cosas que escuchaban.
Entonces lo pensé en dos días, lo hablé con mi familia y me dijeron que sí, también lo planteé en la APDH. Y puse como condición dos cosas. Una, que en esa secretaría yo iba a poner a la gente de los organismos de derechos humanos que más supieran de recibir testimonios. Y la otra, que permitieran a los secretarios asistir a las reuniones de decisiones políticas de la Comisión, con voz aunque fuera sin voto. Lo aceptaron.
Convoqué a gente y pedí gente del staff de cada uno de los organismos de derechos humanos. De Madres no llegó nada. Abuelas tampoco puso a nadie pero sí llevaron toda la documentación que tenían y algunas madres se ofrecieron como voluntarias. Y llamé también a las juventudes políticas, que estaban muy enfervorizadas y dudaban de todo lo que se hacía, sobre todo los de izquierda, les dije «me ponen una persona que va a trabajar con nosotros para que ustedes sepan, con esa persona adentro, cómo estamos trabajando». Bueno, eso hicieron. Y terminaron haciendo un trabajo fenomenal. Pero además porque se dio una cuestión que nadie esperaba y es que aparecieron alrededor de seiscientos sobrevivientes, gente que había estado más tiempo, menos tiempo, algunos que habían estado hasta dos años secuestrados y que se prestaron a declarar.
A medida que fue apareciendo este tipo de denunciantes que no eran solamente los padres o los amigos, hubo personas que se empezaron a especializar. Por ejemplo, hubo dos personas que se especializaron en los testimonios de lo que suponíamos era de ESMA. Algunos testimonios, de entrada pasaban un primer filtro porque te decían «yo estuve en ESMA» y otros surgían después del interrogatorio elemental en que preguntábamos «¿oías aviones, oías trenes, había algún olor especial, había alguna persona de la que llegaste a oír el nombre?» Entonces lo derivaban a Fulano, Zutano, Mengano. Quienes tomaban testimonio sobre determinados campos, al final, los conocían como si hubieran estado.
Durante la dictadura, la gente se acercaba a los organismos de derechos humanos con consultas y denuncias. Con la llegada de la democracia y la conformación de la CONADEP, ¿cómo era ese contacto?
La gente aparecía espontáneamente porque se hacía propaganda. Y además era la primera vez en el mundo que un gobierno oficialmente se ponía a buscar datos por todo el país y aún fuera del país. Yo viajé a España a tomar testimonios a gente que estaba ahí y otros fueron a Venezuela y a otros países. Nunca había ocurrido que se pusiera tanta energía y tanto trabajo al servicio de la justicia.
Se hacía mucha propaganda, por ejemplo, nosotros fuimos a todas las provincias donde suponíamos que había jóvenes que habían sido secuestrados pero que los padres podían no haber dado testimonio porque muchas veces se trataba de chicos que se habían desplazado de sus provincias para estudiar en Bahía Blanca, en Mar del Plata, en Córdoba, en La Plata.
Se hicieron algunas filiales en las que se tomaban testimonios de esos lugares y después se elevaba el informe y se sumaba el nuestro. Y en los diarios se decía que íbamos a ir. Y se decía dónde se iban a tomar las denuncias, entonces realmente no se enteró el que no quiso.
¿Y cómo fue escuchar esos testimonios en primera persona de gente que había estado secuestrada en centros clandestinos?
No sé cómo decirte, porque además del sentimiento y lo conmovedor que era, lo que nos interesaba a nosotros era llenar los agujeros que teníamos vacíos. Lo que hacíamos era recibir la información y ponerla en el cuadrado que correspondía.
¿Por qué Madres de Plaza de Mayo se negó a formar parte de la CONADEP, una comisión creada específicamente para conseguir información sobre la desaparición de personas y con el objetivo de llevar a los responsables frente a la justicia?
Eso también produjo, creo yo, la ruptura de Madres de Plaza de Mayo. Hebe de Bonafini quedó en una posición de que todo lo que fuera oficial no servía, lo de ellas era casi un voluntarismo puro, casi de hacer justicia por su propia mano. Hasta llegaron a hablar de tribunales populares, una situación muy fantasiosa, ¿no? Les costó mucho —y no pudieron— ingresar en la institucionalidad. Creo que porque se quedaron en una etapa, que es la del resentimiento. Muy resentidas, con mucho odio dentro. Lo dicen en sus propias declaraciones y en su lenguaje, ¿no?
¿Y eso con qué tuvo que ver? ¿Con el rechazo de Hebe de Bonafini a lo que ella califica como «teoría de los dos demonios»?
No, a la teoría de los dos demonios la mencionaron mucho después, mucho después. Porque apareció después de que Ernesto Sábato escribiera el informe del Nunca Más, que se hizo cuando terminó la CONADEP. Lo de Hebe fue antes. Era antes y ya había sido durante buena parte de la lucha durante la dictadura, porque ellas querían ir siempre solas.
Es como que el testimonio de la madre era más fuerte, lo cual es cierto que es fuerte, pero querían cortarse solas y con sus propias declaraciones. Les costaba mucho aceptar documentos escritos en común por todos los organismos, siempre iban a pedir las expresiones más extremas.
Hebe incluso tuvo expresiones en contra de los sobrevivientes, ¿no?
Sí, y también en algún momento en contra de los presos políticos, desgraciadamente. «Por algo habrá sido, por algo te salvaste». Y eso era una barbaridad. Yo una vez le dije a ella: «Si tus hijos hubieran hablado bajo la tortura y hubieran cantado y hubieran sido liberados, ¿que habrías hecho vos?»
¿Y?
No me dijo nada.
Porque el informe que nosotros hicimos era un documento que empezaba agradeciendo a los sobrevivientes porque sin ellos no hubiéramos tenido la prueba que hubo y que permitió hacer el juicio, porque lo demás eran denuncias. Vos decías «sí, es verdad, es cierto», lo había dicho la Comisión Interamericana de Derechos Humanos cuando vino en 1979, y en 1980 dio el informe. Pero no había cuerpos.
¿Cómo fue ver a los militares parados frente a jueces civiles?
Decían «señores, de pie». Hacer parar a los militares fue muy fuerte, fue muy impresionante ese «señores, de pie» y que se pusieran de pie. A mí me corrían las lágrimas, parecía mentira, porque nunca me la había creído. Yo lo hacía porque creía y al mismo tiempo no lo creía, claro. Sentíamos que habíamos logrado eso, juntar pruebas y llevarlos a juicio. Y eso mismo, inmediatamente me llevaba a pensar «pero a mi hijo no lo tengo». Por mucho que yo considere que fue un triunfo, no lo puedo festejar porque no lo tengo.
Cuando fue la campaña electoral de 1983 había dos candidatos con posibilidades de ganar. Raúl Alfonsín, radical, que proponía enjuiciar a las cúpulas militares y, por otro lado, Ítalo Luder, peronista, que aceptaba la autoamnistía de los militares…
No aceptaba la autoamnistía, y después te explico por qué creo yo que aceptaba la amnistía. En el país era regla establecida que después de cada golpe sucediera lo mismo: había amnistía: Y hasta la Corte Suprema, en casos en que se apeló y se llegó hasta ella, determinaba que, para la tranquilidad de la sociedad, se pedía eso.
Pero el peronismo tenía dentro suyo el contraste. Adentro suyo tenía a lo que se llamaba Intransigencia y Movilización, que era Montoneros, y tenía la derecha. Entonces, cómo resolvía esa tensión. Y los grandes distritos, como la provincia de Buenos Aires, tenían una tradición peronista muy grande. Entonces confiaban mucho en eso (largo silencio).
En ese momento nadie pensó que Alfonsín podía ganar…
Él solamente creía. Él era el único que estaba convencido, yo después lo he hablado con él. Incluso los que lo íbamos a votar, lo íbamos a votar por una cuestión obviamente de solidaridad con eso. Y cuando ganó, no se podía creer.
¿Creés que su triunfo tuvo que ver con su postura de rechazo a la autoamnistía y su decisión de enjuiciar a los militares?
No, no… Yo lo que creo es que hay un peronismo ético. En los grandes distritos pueden votar diferente sin dejar de ser peronistas. La prueba de eso, para mí, es que el radicalismo ganó en la provincia de Buenos Aires. Nunca había ganado en la provincia de Buenos Aires. Y yo misma, muchos años después, gané en la provincia de Buenos Aires contra Eduardo Duhalde, porque la candidata era su mujer, pero era Duhalde, y era Carlos Menem. Y en ese momento aparece un sector que vota al radicalismo como para mostrar la oposición a lo que no le gusta dentro del peronismo. Dos años después, perdí (risas).
Me interesa particularmente el modo en que se construye la memoria y los relatos sobre esos años. Vos hablabas del prólogo del Nunca Más que escribió Ernesto Sábato en 1984. Desde el gobierno nacional de Néstor Kichner se hizo una relectura de los años setenta y en 2006 reeditaron el Nunca Más con un nuevo prólogo…
Son unos miserables. Qué querés que te diga, son unos miserables. El no haber participado para nada en todo lo que fueron las instancias de la verdad y la justicia, tanto en la CONADEP como después en el juicio, todo eso en que los peronistas no tuvieron nada que ver, por lo menos los peronistas líderes, y cuando viene el kirchnerismo terminan apropiándose de un tema en el cual nunca habían tenido nada que ver, nada que ver. Al contrario, Kirchner se llevaba muy bien con los militares en Santa Cruz, muy bien… de hecho tenía el voto de la familia militar, lo que le permitió ser gobernador. Después de eso quisieron ponerle su impronta a algo en lo cual nunca habían estado. Y hay algo más, el informe Nunca Más no es literatura, es durísimo de leer, yo no sé cuánta gente lo leyó, todo el mundo lo tiene, pero leerlo a fondo es…
Pero no tuvimos peronistas en la CONADEP. Es muy notable cómo ellos después se dieron cuenta de que el tema de los derechos humanos era un buen tema para hacerse conocer desde la gran vidriera que es Buenos Aires. Kirchner había ganado con el 22% de los votos, era un ilustre desconocido.
De todas maneras, hay generaciones que tienen un relato de esos tiempos a través de esa reescritura kirchnerista.
Bueno, por eso escribí. El primer libro que escribí, La ilusión, es toda la historia desde mi ingreso en la política. Y ese lo escribí para salir de la depresión que significó el fracaso de la Alianza. Pero después me di cuenta de que la CONADEP no había sido bien relatada y me puse a escribir La historia íntima de los derechos humanos en la Argentina, y para ponerme a escribir tenía que empezar desde lo que habían sido los comienzos de los organismos de derechos humanos. Después, cuando vi que se armaba este pensamiento del espejo retrovisor tan retrógrado, al mismo tiempo la idea de que todo lo que pasó en los 70 fue bueno, junto con la heroificación de los que lucharon en las organizaciones armadas, yo me prometí que iba a pelear contra eso, contra cualquiera al que oyera hablar de la legitimidad de la violencia como herramienta de la política. Yo me dije que iba a estar en contra y lo iba a decir. Tampoco creo que uno le va a cambiar el pensamiento a miles de personas, pero tenía que decirlo y bueno, por eso también escribí Eran humanos, no héroes.
Madres, abuelas, los pañuelos blancos y las vueltas a la plaza son reconocidos, incluso a nivel internacional. El juicio a las juntas militares, no. ¿En Argentina son más fuertes los símbolos que los hechos?
En todos lados los símbolos son muy fuertes.
Excelente la declaracion de mi tia Rosa Graciela Castagnola de Fernandez Meijide
Gran entrevista, pero se quedó corta. Pocas personas vivas tienen tanta vivencia real para compartir como esta Sra. La historia argentina lamentablemente se vá diluyendo a fuerza de TV basura y la fuerte inversión en el relato de la grieta, que bueno que hay gente que trata de seguir haciendo entrevistas.