Entrevistas Cine y TV

Belén Cuesta: «Vivir de gustar a los demás es una mierda y, a según qué edad, es muy difícil y puede ser muy traumático»

Belén Cuesta

Si usted tiene una idea preestablecida de cómo puede ser Belén Cuesta en persona, probablemente acierte. La misma sonrisa de La llamada. La misma falsa timidez de tantos papeles. La misma educación exquisita. Ganadora de un Goya por La trinchera invisible (2019), la actriz nos recibe en las oficinas de su agencia de representación, Gosua, sin que sea necesariamente un guiño a su personaje más famoso, Magüi, de Paquita Salas. Junto a ella, su perra Petra y un hueso enorme comprado en una tienda de animales. Belén, como Anna Castillo, crecieron al amparo de los Javis, pero han sabido volar por su cuenta. A los treinta y siete años, su currículum en teatro y en audiovisual es espectacular. Parece que no sabe hacer nada mal. Andaluza a mucha honra, Cuesta no tiene aristas. Todo es «bonito». Todo es «divertido». Todo en su vida ha tenido un sentido y ese sentido hay que contarlo.

Naciste en Sevilla. ¿Cuánto tuvo de accidente?

Más que de accidente, de voluntad de mi madre. Mis padres vivieron en Sevilla, se conocieron ahí, pero cuando se quedaron embarazados de mí ya vivían en Málaga. Lo que pasa es que mi abuela aún vivía en Sevilla y mi madre quiso dar a luz cerca de su madre. Pero nunca viví en Sevilla. Del hospital fui directa a Fuengirola.

¿Qué recuerdas de tu infancia noventera en Los Boliches?

La recuerdo como algo maravilloso. Siempre he vivido cerca de mis tías y mis primas, pasábamos mucho tiempo en el chalé de mi abuela, justo enfrente del mar. Fue una infancia de estar descalzos todo el día, en la playa… Los Boliches era aún una zona de pescadores en los ochenta y los noventa, y no estaba todo tan masificado como ahora, aunque empezaba a ser una zona muy turística. Quitaron todas las zonas de las casas de los pescadores… El chalé de mi abuela era casi el único que quedaba entre tantos edificios. Pero en invierno había algo mágico ahí, cerca del mar.

Siempre tiene un punto encantador el sitio de playa cuando llega el otoño-invierno y el ruido se ha ido…

Sí, y todavía sigue pasando. De hecho, ahora, cuando voy en invierno, noto más ese silencio que antes, porque de niña tienes que ir al colegio, y no es lo mismo…

¿Cuándo empiezas a entender que lo que te gusta es actuar?

En el colegio. Tenía un profesor de literatura maravilloso, y un día montó un grupito de teatro e hicimos una representación muy absurda en la que absolutamente ningún compañero hacía caso a lo que estaba pasando en el escenario. Lo recuerdo como algo mágico. Estaba en EGB, tendría diez o doce años, y me acuerdo de estar en el escenario, en el salón de actos, y sentir que eso no era lo mismo que las típicas funciones que hacíamos de fin de año. 

¿Tienes alguna película u obra de teatro de esa época como referente?

Recuerdo ver un Don Juan Tenorio que me fascinó, incluso sin entender mucho el texto. Me cautivó. Y, en cine, me encantaban las películas que nos gustaban a todos en esa época: Los Goonies, o E. T., el extraterrestre, o movidas así… Yo quería que me pasara eso. Quería poder hacer eso. Me fascinaba ese universo de las aventuras, de la pandilla.

Mi hijo está enganchado a la trilogía de Los cocodrilos, que, básicamente, son Los Goonies, pero en alemán y con menos presupuesto.

A mí lo que me pasó luego con Los Goonies es que la vi pasado un tiempo, desde un lado más maternal, y me dio como ternura. Yo tenía el recuerdo de que esa gente era mayor [risas].

Belén Cuesta

Empezaste a estudiar Derecho, como tu padre y tu hermano, pero no lo veías claro… 

Sí, aguanté poco. Cuando iba al instituto ya estaba apuntada a una escuela de teatro de Málaga; no sabía que existía la ESAD, y cuando me enteré, se me habían pasado las pruebas de acceso. Yo sabía que quería hacer eso, pero quedaba un año ahí en medio y mi padre me dijo: «Haz Derecho, igual lo puedes compaginar», y me matriculé ese primer año. En segundo, ya hice las pruebas de la ESAD e intenté compaginar las dos, pero no era posible.

Antes de ser abogado, tu padre era fotógrafo.

Sí, hubo un tiempo en el que incluso comía de eso. Tiene unas fotos de Camarón en un concierto preciosas. Hacía unas fotos muy, muy bonitas. Fue muy autodidacta y durante un tiempo se dedicó por completo a la fotografía. Cuando mi hermano y yo ya éramos mayores —bueno, yo tenía ocho años— se metió a acabar Derecho, porque le quedaban aún unas asignaturas. Mi madre hizo Bellas Artes, también; por eso nunca se han opuesto a que yo hiciera Arte Dramático. Les daba un poco de vértigo, como es natural, por si no me salía nada, pero lo entendían. Sabían que era complicado vivir de esto y les asustaba, pero a la vez les gustaba, porque la cultura estaba en casa: mi madre ha visto mucho cine y es una gran lectora.

De hecho, el momento «mamá, quiero ser artista» fue cosa de tu hermano.

Sí, ejerció de hermano mayor. Estábamos comiendo los cuatro y habló él por mí. Se pusieron los tres muy serios para intentar hacerme ver lo difícil que era lo que quería hacer, y yo me recuerdo callada, escuchándolos hablar de mi futuro y de mi profesión [risas]. Ellos querían que estuviera segura de que era lo que quería, que fuera real, que no fuera un capricho, que no me imaginara algo que no era.

¿Cómo fue el paso a la ESAD desde una pequeña escuela de teatro?

Me preparé e hice las pruebas de acceso, y recuerdo llegar el día del examen y, cuando vi a todos los que estaban ahí conmigo, pensé: «Hostia, me gusta mucho la gente que veo, quiero estar aquí, con esta gente». Estaba por ahí la que aún hoy es mi mejor amiga, y cuando la vi, pensé: «Qué chica tan peculiar». Y ella, con el tiempo, me confesó que había pensado: «Qué tía más pija, más estirada…», y luego hemos sido íntimas amigas. Me lo pasé muy bien desde el principio, desde las pruebas.

Tú eres de la promoción posterior a la de Fran Perea y Alberto Amarilla, si no me equivoco. ¿Servía de motivación ver a gente de la escuela trabajar y ganarse bien la vida?

Sí, claro, se hablaba mucho de ellos. Algunos de los profesores eran compañeros de la época de Antonio Banderas, y te contaban cosas de él y te enseñaban fotos donde salían juntos. Y claro que motiva, aunque por ejemplo en mi caso yo no tenía muy claro dónde iba a acabar. Vivía mucho el momento, que era lo fascinante. En la ESAD se estudia también dirección, y organizan prácticas y al final estás todo el día en la escuela. Eso es lo divertido: comías ahí, un director te cogía para una pequeña pieza, todo muy creativo… Fue una época muy divertida, en general.

Obviamente, al ser una escuela de arte dramático, el enfoque iba más por el teatro, y sobre todo el clásico.

Claro, el cine y lo audiovisual no se tocaba. Veíamos historia del arte, comedia del arte, literatura…, pero la parte del cine y la televisión ni se veía. Y es verdad que, cuando uno acaba, no sabe muy bien qué hacer.

¿Compaginabas la escuela con alguna compañía de teatro?

No, hacía cosillas con la gente de la escuela. Tuve la suerte de coincidir con un amigo, Carlos Rico, que quería ser director y era mucho mayor que nosotros. En realidad, él ya había trabajado antes y había estudiado en Argentina, pero quería sacarse el título. Hacía sus propios textos, era un dramaturgo maravilloso y daba gusto trabajar con sus ideas. Era muy chulo, porque actuábamos en el Teatro Cervantes, por ejemplo. 

Hablando del Cervantes, esos son los años en los que se empieza a consolidar el Festival de Cine de Málaga. ¿Tienes algún recuerdo como espectadora?

Era todo un acontecimiento en la ciudad, así que imagina si te pilla estudiando Arte Dramático. Era muy interesante porque te sacabas el abono y podías ver cine argentino, chileno, documentales… Aparte, es verdad que en algunas de esas noches que salías con la mochila acababas colándote en las fiestas de los actores. Nosotras nos hemos colado en grandes fiestas, que ahora, con el tiempo, cuando voy al Festival de Málaga, pienso: «Qué divertido fue vivirlo desde el otro lado».

Eso te iba a preguntar, ¿cómo lo vives ahora como estrella?

A mí me encanta. Ahora, viene la gente a verme a mí. Es un poco raro, pero está muy bien. Aunque ahora ya no es como antes, claro. Ahora ya vas a lo que te pidan hacer con la peli, pero no te puedes quedar a ver nada. Sin embargo, en San Sebastián, el año de La trinchera infinita sí pude hacerlo: nos fuimos al Festival a presentar la peli y luego me alquilé un apartamento con una amiga y nos tiramos ahí toda la semana como espectadoras. Es precioso si vas a un festival con una peli, pero es más divertido si vas del otro lado.

Pocas ciudades han hecho de la cultura su bandera como Málaga. ¿Lo notabas en ese principio de siglo?

Sí, claro, porque, además, entonces en la ESAD era una época de intentar ver todo, de querer saber, de querer ir a todas las películas, poder irte al Museo Picasso… Lo que el cuerpo te pidiera. Picasso, por ejemplo, a mí me alegraba, había algo de comedia en según qué obras de él. En Málaga, la gente consume muchísima cultura, de verdad. Yo voy este sábado a un concierto y es un planazo. A lo mejor, si ese concierto es en Madrid, ni me entero. Al ser una ciudad más pequeña, todo es más importante y llama más la atención. Hay una muy buena oferta cultural, y no solo en Málaga ciudad, también en los pueblos y las ciudades de alrededor. Yo he visto a Paco de Lucía en la cueva de Nerja…

Belén Cuesta

¿En qué momento te das cuenta de que tienes que irte a Madrid?

Bueno, cuando acabo en la Escuela, llega ese momento de: «Ahora, ¿adónde voy?», porque decíamos que en Málaga hay mucha oferta cultural, pero, al menos entonces, producciones no había tantas. Ahí se me plantea la duda de ir a Barcelona o a Madrid. En Barcelona se hacía muy buen teatro, sobre todo, pero, por cuestiones personales, porque tenía familia aquí, decidí venirme a Madrid. Además, ya tenía a mis repres, que son los mismos que ahora y estaban aquí.

La gran lucha por el repre, un clásico en todo actor o actriz que empieza.

Claro, porque cuando estás empezando, ¿quién te convoca si no para hacer una prueba? ¿Quién te propone? Es complicado…

¿Recuerdas cuál fue tu primer casting en la capital?

Lo que me viene a la cabeza es mi primer casting, pero en Málaga. Era para un anuncio, y nos apuntamos de extras mi hermano y yo. Era algo como mexicano, no sé [risas]. En Madrid, me acuerdo de que lo pasé fatal porque ni siquiera había acabado de mudarme. Estaba en casa de una prima, y vine con mi pequeño currículum, con las cosas que había hecho de teatro, y la dirección que tenía puesta era la de Los Boliches. Me dijeron que tenía que cambiar eso porque parecía «pueblerino», y me dolió muchísimo. Recuerdo salir pensando: «Me han dicho pueblerina, casi, en la cara».

¡Sin el casi! 

Claro, ¿y esta gente? Qué desprecio, ¿no? Fue cómo: hostia, qué duro, colega… Y ni me acuerdo ya de para qué era.

Siempre me ha asombrado la capacidad de actores y actrices para despojarse de todo ego y mostrarse ante alguien y a ver si lo eligen.

Es horrible, es horrible… Se pasa muy mal. Sales y te quedas pensando qué podrías haber hecho. Tuve la suerte de ayudar a una directora de castings, yo daba réplica a los que venían. Y ahí entendí que tenía que cambiar el chip: no se te puede ir la vida cuando llegas a un casting, porque eso se nota. Se nota la ansiedad, la inseguridad, el miedo… Tienes que pensar que igual ganas algo, pero que, en el fondo, no puedes perder nada. Lo que pasa es que es difícil. Haciendo castings desde el otro lado me di cuenta de la fragilidad de esta profesión, de la inseguridad que da que el trabajo no dependa de ti, sino que dependa de gustar a los demás. Eso es una mierda, y, a según qué edad, es muy difícil y puede ser muy traumático.

Yo te recuerdo en cortos como Camas, con Manuela Moreno, que también iba para actriz y ha acabado dedicándose a la dirección.

Esos primeros meses fueron estupendos, porque alquilamos una buhardilla en la calle Barbieri y desde el tejado se veían las azoteas de los demás pisos, con las antenas, y eso me parecía un poco pueblo y me daba buen rollo. Llamé a mi madre y le dije: «Estoy feliz, porque vivo al lado de la Gran Vía, pero desde casa es como un pueblo». Fue una época preciosa, hicimos una pequeña familia de supervivencia entre todos los que habíamos venido a Madrid. Fue algo muy bonito: descubrir Madrid con tus compañeros, currar de lo que fuera. Mi pareja de entonces trabajaba en la ECAM y hacíamos cortos, también, como el de Manuela, todo por amor al arte.

En 2011, llega tu primera gran oportunidad en la tele, con Palomitas, de El Terrat.

Nos fuimos todos los amigos a Barcelona, a hacer la prueba en El Terrat, y nos cogimos un hostal horroroso ahí en Las Ramblas [risas]. Nos preparamos los personajes entre amigos, y nos inventábamos cada disparate… Yo siempre me lo he pasado genial, la verdad, pero ese casting fue especialmente divertido. En fin, que a mí me cogieron. Además, fue un momento muy especial, porque se acababa de morir este amigo que te decía que era dramaturgo y había estado en Argentina. Era el primer amigo que se moría, algo tan importante, y justo en ese momento me salió el primer trabajo serio.

Una serie de culto, por cierto.

Sí, no tuvo continuación, pero todo el equipo que lo hacía era muy joven. Yo aluciné un poco cuando llegué a Barcelona y vi que incluso todos los jefes de departamento eran muy jóvenes. Ahí estaba Miki Esparbé, también, por ejemplo. El Terrat había confiado en gente nueva, más anónima, y me vino muy bien.

Pero, mientras, seguías haciendo episódicos, como en El tiempo entre costuras o Amar es para siempre. ¿Hasta qué punto son importantes estas series para los actores que empiezan?

A ver, es que yo hice hasta Bandolera. En estas cosas se aprende muchísimo. Es una fortuna poder hacer una serie diaria, te da unas tablas tremendas, te hace resolver cosas en el momento, te ayuda a memorizar texto… 

Y, sin embargo, hay mucho prejuicio, como si eso no fuera actuación de verdad o «alta cultura».

Sí, pero no lo entiendo. Yo siempre he hecho lo que he podido y lo he valorado mucho. Son series que consume muchísima gente, con equipos muy grandes detrás, y creo de verdad que sí es un aprendizaje muy válido.

Belén Cuesta

Aparte de la actuación, trabajaste primero en la FNAC y luego de camarera. ¿Cómo te las apañabas para llegar a fin de mes?

Pues haciendo de todo: de cajera, de camarera, dando clases de teatro a niños… También he sido coach de niños en alguna peli. Llegas a Madrid y todo es carísimo comparado con Málaga. Lo que pasa es que, cuando lo compaginas con lo que te apasiona, vas matado, porque son muchas horas, pero vas feliz.

Hay una escena en Paquita Salas maravillosa para cerrar la segunda o la tercera temporada, en la que están todos los camareros con sus separatas…

Es que en los bares hay mucho talento. Coincidí con muchos compañeros muy buenos, pero qué difícil es, qué vidas hemos elegido… Me pasa también con amigos músicos, pero, bueno, al final, cuando es algo que te llama, no se puede evitar intentarlo, al menos.

A los Javis los conoces en La Casa de la Portera, poco más que un piso que había en La Latina, donde se representaba microteatro. 

Sí, estábamos haciendo Presencias, de Secun de la Rosa, dirigida por su hermano Benja. Un día a la semana venía un actor invitado a hacer un personaje con nosotros, y una vez vino Javi Calvo. Me cayó fenomenal, me moría de la risa con él. Otro día, vino Ambrossi a recogerlo, nos llevamos muy bien y me contactaron para hacer un microteatro, cuando estaba de moda.

El grande, ¿no? El de la calle Loreto y Chicote

Sí, yo me había ido a Nueva York, y me pasaron el texto para una cosa que dirigían los dos Javis con Brays Efe. Lo leí y me morí de la risa, así que lo hicimos. Y ahí empezó todo.

Era la época en la que todo el mundo estaba ahí o quería estar ahí, una pequeña «hoguera de las vanidades» del Off Malasaña.

Es verdad, había siempre unas colas enormes para entrar. Era divertidísimo. Luego estábamos ahí abajo todos los actores, cada uno en su sala. De repente, subías a ver quién había venido. Yo hice varios micros y me lo pasé genial, y he ido a ver alguno fascinante. Por ejemplo, uno de Ramón Salazar, donde actuaba él, que era como entrar en el salón de una casa en la que había habido una fiesta, como a las siete de la mañana, y el público era parte de aquello. Buenísimo.

¿Llegaste a trabajar con ellos también poniendo copas en el Válgame Dios, o solo con Ambrossi?

Con Ambrossi. De hecho, hay un capítulo en Paquita Salas en el que Anna Castillo hace de Belén de Lucas, que es un personaje un poco basado en mí. Yo lloraba viendo ese capítulo, porque Javi plasmó toda esa época ahí, claro. No se me daba muy bien, la verdad. Hay veces que pienso que deberían contar eso, cómo fue, porque fue bonito.

¿En cuántos bares trabajaste?

En varios… En uno en la Plaza Mayor, en otro en Manuela Malasaña, en El Diurno, en Chueca… En muchos bares.

¿A cuál de esos bares no has vuelto nunca ni piensas volver?

A varios, que no voy a decir [risas].

En mayo de 2013 se estrena La llamada en el Teatro Lara. Cuéntanos un poco cómo se fraguó el proyecto.

Ellos iban escribiendo La llamada mientras Javi y yo trabajábamos en El Diurno y en otros sitios. A la vez, la ensayábamos por las noches. La idea era hacerla cuatro días en el hall del Lara, porque les preguntaron a los Javis si tenían algo para el hall, y ellos dijeron que sí, cuando en realidad no tenían nada, solo una idea.

Y se convirtió en un fenómeno.

¡Que sigue, es increíble!

Justo, además, en el teatro que quedaba enfrente de las salas de microteatro. 

De hecho, ensayamos un par de veces en el local de al lado del micro. Hace poco vi una foto de cuando estrenamos en la sala grande, que fue un mes o dos después de hacer lo del hall, en la que estamos en la calle del microteatro con las literas, descansando, porque las llevábamos entre todos. Estamos como en mitad de la calle, sentados en las literas, con una cara de cansancio…

¿Recuerdas dónde y cuándo surgió entre vosotros la frase «Lo hacemos y ya vemos»?

Bueno, esa es una frase de los Javis. Luego ya se quedó para el grupo, pero representa el espíritu suyo, el de Javi Calvo y Javi Ambrossi. De verdad que era fascinante verlos currar, porque ellos hacían: si tenían que hablar con la escenógrafa más top que había en el momento y pedirle algo, ellos lo pedían. Conseguían cosas así porque pedían desde el corazón y la gente les ayudaba.

Un musical sobre la religión, con monjas lesbianas que, sin embargo, no escandalizó a nadie. 

Es que la película defiende la libertad, ante todo. Si tú quieres creer, si eres religioso, ¿por qué voy a juzgar yo eso? Han venido excursiones de monjas a La llamada y hemos estado hablando con ellas. Ha sido maravilloso. Siempre ha habido alguien que se ha podido ofender, pero han sido los menos. Lo que más nos ha sorprendido de La llamada es esa gente religiosa que se ha reído con nosotros, que lo ha disfrutado. Ha sido muy bonito. Al final, habla de que la llamada que cada uno sienta es la que tiene que seguir, no solo en la religión.

¿Notas ahí un cambio en tu carrera? Sigues haciendo tele (Vis a vis, Aquí Paz y después Gloria), pero te llaman para tu primer gran papel en cine, Judit, de Ocho apellidos catalanes.

Bueno, el primero que me llamó fue Buenafuente, para trabajar en En el aire. Cuando nos fuimos de gira con la obra, tenía que compaginar las dos cosas. Claro que se nota un cambio: de repente, te llaman directores, productores… Recuerdo estar en los camerinos del Teatro Lara, y era una época fascinante, porque Anna Castillo y yo estábamos todo el rato: «Pues me han llamado para esto», «Yo voy a hacer esto otro».

Fue cuando Anna Castillo hizo El olivo y la nominaron al Goya, ¿no?

Sí, estábamos nominadas las dos y se lo llevó ella.

Belén Cuesta

¿Y lo de hacer la continuación de Ocho apellidos vascos? Yo creo que nos hemos olvidado de lo que supuso esa película para el cine y para la sociedad española…

Claro, claro…, teníamos que hacer la secuela. Lo viví con mucha ilusión, con mucho nervio, con mucha responsabilidad, también. Pero tenía muchas ganas de trabajar con ellos: con la Machi, con la Sardá… Fue una suerte tremenda, ¡poder hablar con la Sardá! Bueno, y con Dani, con Clara, con Karra, claro…

¿Qué tal con Emilio Martínez-Lázaro?

Maravilloso. Recuerdo muchas escenas maravillosas allí, en Calella de Palafrugell. Nos quedábamos todos después del rodaje para cenar juntos, era primavera, fue un rodaje muy bonito.

La película funcionó peor en taquilla, porque mejor era imposible, y además pilló en un momento político delicado.

Sí, quizá era un tema más sensible, pero yo no recuerdo una mala acogida. Tampoco creo que se generara muchísima polémica. No sé, yo sí noté muestras de cariño hacia la película, quizá porque estaba más predispuesta a ello, al ser de mis primeras películas.

Y al año siguiente, el bombazo Paquita Salas, que empezó como serie en una plataforma de internet, ¿no?

En Flooxer, sí. Empieza como La llamada, por amor al arte. Un proyecto de amigos. Ya se sabía que los Javis iban a hacer la película de La llamada y querían probarse como directores de audiovisual. Hicimos los cinco capítulos de la primera temporada en ocho días. Sin dinero ni nada. El que no rodaba en ese momento, se bajaba al chino y preguntaba qué querían los demás. Ese era el catering [risas]. 

El personaje de Magüi se convierte en un icono. ¿Puede ser por el que más conocida eres, el que más cariño despierta?

Sin duda. En la calle, te viene gente y te dice una frase o te pide que la repitas tú. Me parece una maravilla poder hacer un personaje y que la gente se quede con él y lo haga suyo. Estoy deseando volver a hacer a Magüi, me encanta hacerlo. Y aparte está lo de los memes.

El «evidentemente». 

«Evidentemente», sí, o «Uf, Samur» [risas].

Hubo un momento en el que se utilizaban para todo. ¿No te daba un poco de corte verte a ti misma todo el rato?

Pues sí, da un poco de pudor, claro, pero también dices: «Pues, jo, qué bien que la gente lo use».

¿Sabes si van a hacer otra temporada?

Ganas tenemos, pero no sé, porque ahora los Javis tienen mucho lío, están en muchas cosas, pero creo que sí, que lo retomaremos en algún momento.

El éxito te llega a los treinta y dos años. ¿Mejor eso que a los veintiuno? ¿Te has ahorrado muchos errores?

Bueno, me ha venido cuando me ha venido. No sé cómo habría sido con veintiuno. Lo que sí sé es que mis veintiún años no los cambiaría por otros veintiún años. He vivido una época de estudiante maravillosa. A lo mejor, si hubiera estado metida ya en el trabajo, hubiera sido más conocida o hubiera tenido menos privacidad, no lo habría disfrutado igual. Pude tener unos veinte años más locos. No lo cambio por nada. Esta profesión es como es, tengo compañeros que son actores desde niños y no han tenido esa libertad, o ese anonimato, pero ellos seguro que repetirían su vida igual.

¿Cómo gestionas 2017? Es el año en el que Paquita pasa a Netflix, con premio Feroz incluido, y estrenan en cines La llamada y Proyecto Tiempo, con Isabel Coixet. Supongo que ese año, además, estarías rodando con Calparsoro.

Creo que tampoco fui muy consciente, ni siquiera ahora, con el tiempo, lo veo como una cosa arrolladora. Al final, poco a poco, aunque parezca que sea mucho, cada cosa tiene su hueco en el tiempo. A lo mejor, como no soy de agobiarme o hacer bola de las cosas, no lo recuerdo como algo que me agobiara ni que me elevara a ningún sitio.

¿Nada de presión?

No, no. Lo viví con muchísima suerte y fortuna.

También es el año de la primera de tus tres nominaciones a los Goya, por Kiki, el amor se hace, de Paco León.

Ahí volvía de Islandia, y ni sabía cuándo eran las nominaciones de los Goya, ni nada. Recuerdo llamar a mi madre y decirle: «¡Mamá, que me han nominado a un Goya!», y ella se quedó callada y después preguntó: «¿Por qué?» [risas]. Lo de Coixet también fue una suerte, con la Machi otra vez… Fueron muchas cosas, pero cada una la disfruté a su manera.

En 2019, doblas la apuesta: La trinchera infinita, con premio Goya prepandémico, ya en 2020, y además en el Martín Carpena.

El Goya estuvo muy bien, y los premios son muy importantes, claro que sí. Pero yo me quedo con San Sebastián, con cuando fuimos a presentar la película a la Sección Oficial. Esa noche que vi La trinchera infinita con público, en ese Kursaal, con la gente… Ahí sí que recuerdo vértigo y mucho nervio por lo que pasara luego con la peli, si le iba a gustar a la gente o no. Ese año sí lo recuerdo con una mezcla de nerviosismo y emotividad. Todo. Donosti, los Feroz y los Goya, en mi casa. Con toda mi familia ahí, con todos mis amigos, mis compañeros de estudios de arte dramático, que pudieron entrar en el gallinero, con estas primas con las que me había criado… Recuerdo que ese día comí rápido y les dije a los chicos que me iba a descansar un rato porque estaba nerviosa. No sabía si quería que llegara el momento, si no… Les mandé un mensaje a todos, muy sensiblón, diciéndoles: «Oye, que, si no gano, gracias a todos por venir, por haber hecho un esfuerzo, por haberos puesto guapísimos». Fue una noche de mucha emoción. No solo porque yo quisiera ganar, que claro que quería, sino porque me acompañaba mucha gente que quería que ganara.

Antonio Banderas fue una figura omnipresente aquel año, que, de paso, se llevó también su Goya a mejor actor: doblete malagueño. 

Málaga a tope, sí [risas]. Fue maravilloso.

En la gala no apareció Marisol, pero estuvo Rosalía cantando a Los Chichos…

No, eso fue el año anterior, en Sevilla. Me acuerdo porque yo daba un premio en esa edición y estaba ahí entre bambalinas, viéndola con la boca abierta. 

Eres fanática de Rosalía, ¿verdad?

Me encanta, sí. Tiene una voz maravillosa. Bueno, no solo la voz, toda ella es maravillosa.

¿Qué otro tipo de música escuchas?

Me he criado con unos padres que crecieron en los setenta, así que sobre todo se escuchaba rock de esa época, y eso es lo que me ha marcado: la Janis, Pink Floyd, Supertramp… Su juventud la pasaron en Sevilla, donde había más acceso a ese tipo de música, pero también escuchaban son cubano, música brasileña. Siempre ha habido música en casa.

Hablando de malagueños, ¿cómo fue trabajar con Antonio de la Torre? Siempre da la sensación de estar un par de peldaños por encima del resto.

Antonio de la Torre tiene muchísimo talento y además se lo curra muchísimo. Cuida cada detalle, es muy minucioso, muy obsesivo con su trabajo. Te dan ganas de estar a la altura. Es fascinante verlo currar, ver en qué se fija, qué detalles cuida. «Cuida el detalle y serás grande» es una frase que se le puede aplicar a Antonio sin problemas.

Y, para entonces, 2019-2020, ya estás en La casa de papel.

Me llamaron Eva y Yolanda, que son las directoras de casting, que también me dieron el papel de La trinchera. Me reuní con ellas y Álex Pina y me dijeron que querían ofrecerme un papel, pero que iba a ser algo muy inmediato porque ya estaban rodando. Yo ya había trabajado con Álex Pina en Vis a vis, pero solo había hecho el primer capítulo y me quedé con ganas de más. Vencí el vértigo y el miedo y para delante.

Probablemente sea la serie más internacional que se ha hecho nunca en España. ¿Te ha abierto otros mercados?

Sí, han llegado cosas que no he podido hacer. Es bonito recibir el cariño de público de fuera, pero todo lo que tiene que ver con la exposición que te da una serie así no me importa demasiado. Lo que pensé, y esto es verdad, fue: «Qué guay poder hacer acción, que no he hecho nunca» y, a la vez: «Qué miedo me da hacer esto». No sabía si se me iba a dar bien. Más que el miedo o el atractivo de la exposición es el miedo o el atractivo de hacer algo que nunca has hecho en una producción que ya está funcionando y ver cómo encajas.

¿Existe aún el prejuicio de que actuar «bien» es actuar en drama y no en comedia o en acción?

Creo que sigue existiendo, sí. Me molesta un poco que incluso dentro de la profesión, que sabemos cómo es todo, también pase esto. Creo que son difíciles las dos cosas, también el drama. Luego, hay comedias donde una lo pasa peor y dramas donde una lo pasa mejor.

Belén Cuesta

Siempre que surge algo nuevo, lo viejo tiembla de miedo. Netflix iba a acabar con el cine. ¿Ha ocurrido justo lo contrario? ¿Ha multiplicado las oportunidades de los que trabajáis en el audiovisual?

En todo hay gente más perjudicada, según el sector. Sí que creo que la gente consume más, y si la gente consume más, va a querer más. También pasa que ahora consumimos mucho con el teléfono. A mí me gusta ir al cine, porque ir al cine es una forma de estar con la película de verdad y ya. Creo que siguen siendo, afortunadamente, cosas diferentes. Creo que puede beneficiar en que, si has visto algo de alguien en la tele o en tu móvil y te ha gustado, puede que luego quieras ir al cine a ver otra cosa de esa persona. Aun así, sigo creyendo que son experiencias muy distintas. Hay películas, como Annette, que solo se pueden ver en el cine. 

¿Qué será del antiguo modelo de cine y palomitas? ¿Quedará algo después de la pandemia?

Yo creo que sí. A lo mejor, soy demasiado ilusa. Ahora, lo que está pasando es que, aunque quieras ir al cine —yo fui el otro día a ver la de Wes Anderson y estaba la sala llena—, la gente ya está harta de la mascarilla, no quiere ir a sitios con mascarilla y es normal. Prefieren quedarse en casa. Yo prefiero pensar que el cine seguirá y que las salas estarán llenas, aunque haya que reinventarse.

Este año has vuelto al teatro con El hombre almohada. ¿Cómo es hacer una gira en estos tiempos confusos?

Pues ahora, afortunadamente, más fácil. Es verdad que cuando se cerraron los bolos, la cosa estaba aún complicada, así que será más corta de lo que es normal en otoño. Está siendo una gira más relajada, porque es en plan un fin de semana sí, un fin de semana, no. Es decir, hay huecos para descansar, que tampoco está nada mal. Creo que la gente tiene ganas también, aunque tengan que estar con mascarilla. Ganas de ir al teatro, de ir a un concierto, de ir al museo. Apetece mucho eso, o al menos es lo que estamos viendo. En los bolos que hemos ido haciendo hasta ahora, los teatros estaban llenos o casi llenos, y sabemos de sitios donde está ya todo vendido. Es muy emocionante. Hemos ido a algún teatro que sigue con limitaciones, a otros que están quitándolas ya, así que es un poco una locura porque no se sabe. Los productores teatrales están corriendo un riesgo enorme, porque si el teatro ya de por sí es arriesgado, imagínate ahora.

¿Cuánto tiempo llevabas sin hacer teatro?

Desde 2019, que hice La metamorfosis en Mérida, con David Serrano.

Volviendo al cine, y para acabar, ¿quién es el siguiente director o la siguiente directora que lo va a petar y aún no los conocemos lo suficiente?

Pues anoche fui al estreno de Cardo, de Claudia Costafreda y Ana Rujas, y me encantó. Es una historia que han creado ellas; Ana actúa fenomenal, y Claudia tiene un talento fantástico, me gusta mucho cómo dirige.

¿Qué actor o actriz te gustaría ser algún día?

Buf, muchísimos, no sé… Es que cada vez que veo una película y me gusta, pienso: «Quiero ser ese actor, me gustaría hacer ese personaje». Me gusta mucho esa cosa que tiene Daniel Day-Lewis, que está quieto y ya es fascinante. Es un tipo que se le ve escuchando y ya te dice algo. ¡Qué no hacer nada con tantas cosas! Ojalá rectifique y no se retire del todo [risas]. Es un actor que me fascina, de verdad, pero me encantaría también hacer mil cosas, como Meryl Streep o esa cosa de tripa que tiene Kate Winslet, o lo que tiene Javi Cámara, que me fascina también. No sé, es que hay mil. 

Belén Cuesta

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