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Llamadme señora Ahab (y 2)

Señora Ahab.
Imagen: Tau. Señora Ahab

Viene de «Llamadme señora Ahab (1)»

Papel mojado

No, ni Melville, ni otro marinero llamado Joseph Conrad, me iban a explicar lo que quería saber. Tampoco mis profesores. Y busqué. Y vi que, aunque una parte de la crítica feminista le afea al autor de Moby Dick haber contado una historia solo de hombres, ignorar a las mujeres y romantizar hasta el extremo un tipo de masculinidad muy concreta, los huecos que dejó no están vacíos del todo.

Es cierto que she (ella) es uno de los vocablos que más aparece en Moby Dick, pero casi siempre se refiere al barco o a la ballena (ambas palabras son femeninas en inglés), no a las mujeres. Para empezar —y en todo su derecho, porque Melville eligió contar la historia desde el Pequod—, que un ballenero de mediados del siglo XIX no llevara mujeres a bordo era normal. Además, una vez borrada del imaginario colectivo Hannah Snell y convertida en personaje de folletín Mary Read, lo más habitual para las mujeres del mar era ser como la señora Ahab. 

Mujeres que cuando salen en esas páginas no tienen nombre. En un mundillo donde hasta el barco lo tiene. Ni siquiera sabemos cómo se llama la esposa de Ahab, así que ni la mujer del protagonista podría formular esa frase tan icónica con la que arranca Moby Dick: «Llamadme Ismael».

La excepción es tía Caridad, que en tierra cuida del barco y su tripulación. Una señora mayor que en puerto les regala adobos para las comidas; plumas para que el capitán escriba o «una pieza de franela para la rabadilla reumática de alguno». Ella sí tiene nombre, pero qué nombre. Uno parlante, pues al elegir Caridad da la impresión de que Melville está escribiendo un auto sacramental, donde los personajes no son los seres humanos, sino los pecados y las virtudes: Envidia, Justicia, Verdad… Esa elección, unida a las cualidades de la señora, la hacen parecer una alegoría, como si de alguna forma ella sola representara a todas las mujeres que se quedan en tierra.

No hay que perdonarle nada a Melville, pero basta compararlo con otro escritor del mar para entenderlo: Conrad, que se estrelló en el intento de dar volumen a sus personajes femeninos. Él, que construyó y nos regaló al Kurtz de El corazón de las tinieblas o al capitán accidental de Línea de sombra, falló con sus mujeres. «Fue un desastre», afirma contundente Frederick Karl, su principal biógrafo, que habla de «un fallo de comunicación» porque, aunque él sí las nombra y las narra una a una, todas parecen la misma. 

Así que quizá Melville pecara de romántico (al leer Moby Dick, pensad que parte de su inspiración fueron los naufragios de Turner, un tipo que se ató a un mástil en plena tormenta para pintarlos mejor) exaltando la masculinidad marinera, pero que haya más mujeres, como demuestra el caso de Conrad, no garantiza en una novela una mayor riqueza.

¿Un parche en el ojo?

¿Por qué no las nombras, Henry? ¿Por qué si en la orilla, ya lo hemos visto, no son solo penélopes que esperan? ¡Si hasta la mujer de Odiseo tenía un nombre! En tu libro esas señoras no lo tienen ni en las lápidas que dedican a los seres queridos caídos en la faena: «Su viuda», «Su hermana»… Así firman sobre la piedra.

Donde sí aparecen es en las cartas. Hay muchas en Moby Dick, misivas que, como en la vida real, llegan desde tierra para informar sobre cuestiones familiares o dar consuelo al que falta. Las que se escriben en el Pequod tienen como función principal el desahogo: como cuando Starbuck, el segundo de Ahab, explica en una a su esposa cómo le inquieta la agresividad que le brota cuando se enfrenta a las ballenas. Lo que describe es una cierta animalización, consecuencia de vivir tanto tiempo lejos de su afecto. Escribiéndole a ella recuerda quién era él y que ella existe. Por eso, y aunque sobre papel, esas mujeres también viajan en el Pequod. 

Una de esas cartas la lee el propio Ahab a uno de sus hombres, analfabeto. Cuando acaba, se percata de que se escribió meses atrás y que lo que cuenta podría no ser ya como se cuenta en esas líneas. Es un fragmento donde queda claro, como el agua, que la distancia en alta mar no es solo física. Que el tiempo pasa a otra velocidad, que la gente en tierra envejece a un ritmo diferente y que ocurren cosas en sus casas que ellos ignoran. Por eso su familia es la del barco; y la de tierra, unos extraños. Es lógico, por tanto, incluso acertado, que esas mujeres e hijos aparezcan como sombras. 

No, Melville no observó ni retrató ese mundo marinero con un parche en el ojo. Eligió a sus protagonistas, pero no ignoró a la gente en tierra. En todo caso, lo habría hecho Ismael, el narrador, pero hasta él se lamenta en un momento de que los periódicos que lee en los puertos no hablen nunca de las «aflicciones domésticas». Una pista más, otra miguita, con la que Melville traza el camino que une la vida en el mar con la de tierra.

Por ahí resopla

Los retratos de una época no los hace solo una persona ni los construye una sola novela, por completa que sea. El relato que acaba dominando es el que interesa al sistema, y ya hemos visto que, en los años que se publica Moby Dick, el modelo de hombre está en peligro y hay que salvarlo. Sería fácil deducir que un librito con tanta testosterona fuera perfecto para ese contexto y por eso pasó a la historia, pero lo cierto es que apenas vendió trescientos ejemplares de una primera tirada y esa fue la tónica hasta la muerte del escritor. Su fracaso comercial se ha explicado por la complejidad del libro: Moby Dick no es una novela de aventuras, ni coyuntural.

Había en las librerías ese año otras con mucho más tirón. Por ejemplo, La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, una historia de esclavitud en clave abolicionista que fue un bestseller. Su éxito permitió a la autora unos años después publicar dos series de relatos a la vez: una para la revista The Atlantic y otra para el semanario neoyorquino The Independent. En este publicó The Pearl of Orr’s Island, una historia situada en la costa de Maine donde Stowe sí sube a la mujer (Mrs. Eaton) de un capitán al barco y la hace pilotar, mandar y remar, aunque la trama principal está en la orilla. Lo que tiene en común con Moby Dick es el magnífico uso narrativo que hace del mar como escenario, catalizador y espejo: en su caso, para mostrar y reflejar las diferencias entre ambos sexos. Por eso es un libro ideal para leer junto al de la ballena blanca, no porque se parezcan ni se contradigan, más bien porque, acercándolos, el retrato del mar y sus gentes es más completo.

Hoy muchos saben quién es Henry y muchos menos quién es Harriet, pero en esos años Melville no tenía nada que hacer ante la fama de una señora que iba de gira por Europa gracias al éxito de La cabaña del tío Tom, donde creó personajes femeninos como Eliza para mostrar abusos específicos que sufrían las esclavas por ser mujeres además de esclavas. También las féminas son protagonistas en The Pearl of Orr’s Island, libro en el que hace una crítica a las restricciones que viven las mujeres e invita (muy sutilmente) a ambos sexos a entenderse.

Pero del mismo modo que a Melville no le sirvió atreverse a hacer una novela rara y ambiciosa para que le hicieran caso críticos y lectores, tampoco le sirvió a Harriet ponerles a las mujeres nombre y apellidos para pasar a la historia de la literatura. Quien sí acabó entrando fue Henry, años después de haber muerto, cuando a principios del siglo XX se empezó a construir un canon literario con la intención de reunir y concentrar en unos cuantos títulos lo mejor de la literatura estadounidense. Moby Dick entró y la «perla» de Stowe, no.

De Harriet, a quien también criticarían los estudios culturales por aquellos esclavos que narró con ojos de ricachona blanca, queda una huella endeble fuera de su país. En español, por cierto, su «perla» sigue sin traducción. Y es una pena porque The Pearl of Orr’s Island es una novela profunda y preciosa con ecos de La tempestad de Shakespeare, cuyo mérito no es que Stowe incluya mujeres, sino cómo las incluyó y qué hizo (literariamente) con ellas.

Lo que hizo es muy distinto a lo que hallé en Ahab’s Wife, novela de Sena Jeter Naslund que coge los motivos, personajes y escenarios de Moby Dick y los narra desde la orilla y por boca de la mujer de Ahab, a la que la autora llama Una. En esas páginas se oye hablar y pensar a esa mujer, a quien la autora le inventa una madre, un lugar donde se muda harta de esperar a Ahab e ideas sobre todas las cosas. Yo imaginaba esa voz menos madura, más dubitativa. Naslund narra bien y no hay anacronismos sangrantes, aunque el tono y las palabras y ese aire de heroína no son los que percibí en ninguna de las cartas ni diarios personales de mujeres reales. Se parecía demasiado a Ahab. 

Miré las listas de ventas del año de su publicación, 1999: en Estados Unidos fue un bestseller. Y no pude evitar acordarme de Harriet. No creo que el libro de Naslund pase a la historia, lo que me inquieta es que no pasara el de Stowe, aunque viendo la nómina de los nombres que defendieron y sostuvieron la permanencia de Moby Dick en aquel canon, intuyo al menos una razón: Faulkner, Hemingway, Kerouac, Camus

El caso de Stowe, autora exitosa y feminista activa, ejemplifica a la perfección la trampa que encierra el término pionera y que funciona igual en las letras que en el mar. Melville estaba muerto cuando le llegó la gloria, pero aún le dura. Harriet, aunque triunfadora en vida, fue aceptada como las piratas Read o Bonny: como una excepción, un divertimento mediático o flor de un rato. Abrió puertas, sí, pero tuvieron que abrirlas de nuevo otras más adelante, como si todo lo que las mujeres pueden hacer fuera de casa sea refrescar ambientes. Por eso, más que hacer hablar a la mujer de Ahab con palabras de ahora y no de entonces; o hacerle hacer cosas que seguramente no haría por el contexto, podríamos leer lo que otras en el pasado ya nos contaron mejor que bien. Y acumularlo, y hacer con su legado un caldo espeso, no un tentempié. Resumiendo: más que en enmendar a Henry, dedicar el tiempo a rescatar a Harriet.

Quien canta…

Hay pocas cosas más conmovedoras en la cultura popular que los cantos de trabajo. El flamenco creó muchos: para la siega o la trilla y hasta para amasar pan. El mar también tiene los suyos. En la cultura anglosajona los llaman sea shanties, y son cancioncillas que aún emplean los marineros para empujarse y darse ánimo en la dura tarea de pescar y mantener al día el barco. 

En ellas sí se nombra a las mujeres. Un amigo de Bob Dylan, Paul Clayton, lo pudo comprobar cuando en 1954, y aprovechando el estreno de la película que John Huston hizo sobre la novela de Melville, publicó un disco con veinte sea shanties que se cantaban en los años de Moby Dick. La añoranza, el agotamiento, la tristeza y el lamento están ahí, también algunos nombres de mujer. Todas jóvenes, alegres y de cabello rizado, un tipo capilar relacionado con las prostitutas. Esa obsesión en Inglaterra viene de lejos y daría para una tesis. Rizado y rubio es el de Portia en El mercader de Venecia, que Shakespeare describe como «una malla dorada que atrapa los corazones de los hombres», y aunque ella es virtuosa, también es, por decirlo en corto, una lianta. Rizado y oscuro es el de la casquivana Moll Flanders, creación de Daniel Defoe, que la dotó de varias características de Anne Bonny y Mary Read, piratas con la cabeza llena de caracoles.

Las madres también aparecen en esas canciones, pero sin nombre. Y las esposas y novias, vistas casi siempre como viudas inminentes y cuyo rol en las letras es cuidar y proteger en la distancia. Pero tampoco ninguna de ellas tiene nombre. Solo lo tienen las chicas de pelo rizado: «Oh, Sally Brown, es una dama criolla / anda, venga, gira, vete / Sally Brown es una señora alegre / yo me gasto mi dinero en Sally Brown».

«A Maid in Amsterdam» también habla de una prostituta por la que el marinero pierde todo su dinero. «The Girls Around Cape Horn» o «Spanish Ladies» son ejemplos que redundan en lo mismo. Porque el resto de alusiones femeninas en los sea shanties son para referirse al barco: «Lady Franklin’s Lament» es otra de las canciones que seleccionó Clayton, y habla de una embarcación propiedad de lord Franklin. Los libros, los estudios y las novelas ya lo dicen, pero estas canciones confirman que no pocos capitanes se sentían más casados con su barco (y su tripulación) que con su esposa.

En esas coplas hay sirenas, también sin nombre, como en «The Mermaid (Child 289)», donde el narrador cuenta que el capitán se quedó mirando a una y eso le hace pensar que morirán pronto todos. Efectivamente, la sirena en el mar es una señal de naufragio, por eso es mejor ni verla ni nombrarla ni cantarla. ¿Será por eso también que no se menciona a las mujeres queridas en alta mar? Qué antigüedad, ¿verdad? 

Seguidme, demos un último salto. Esta vez al presente. Hagamos con la historia periodismo.

La mala suerte

Que en el mar creen que las chicas damos mala suerte me quedó claro con Moby Dick y una tarde de 2018 en Barcelona. Empujada por la señora Ahab y todas las ballenas blancas que encontré en cartas, diarios y libros, acudí al Museu Marítim de Barcelona para escuchar los testimonios de mujeres que trabajan mar adentro. El objetivo de las jornadas era ampliar el relato sobre el mundo marítimo incluyendo testimonios femeninos. 

Allí oí de viva voz a capitanas como Núria Obiol, a jefas de salvamento marítimo como Eulàlia Pujol, a mecánicas como Clara Montejano, a pescadoras como Maribel Cera y a una armadora, Cristina Garriga, entre otras señoras que contaron su experiencia guiadas por la periodista Catalina Gayà, autora de El mar es tu espejo (Libros del K.O.). En la parte positiva, lo que tenían en común era un motor poderoso: la pasión. Entre las dificultades, muchas similitudes: la incomprensión de un entorno que no entiende por qué quieren entrar en un mundo tan duro; el rechazo a bordo bajo la excusa de que no pueden compartir camarotes con los hombres; decidir si tener hijos o no tenerlos; la culpa cuando los tienen y se ausentan durante meses…

También me enteré de que en las facultades de Náutica aún hay profesores que se ríen de las chicas que quieren subirse a un barco, y que en los tablones de anuncios donde se piden trabajadores no son pocos los que solo aceptan chicos. «Porque son más fuertes», alegan los empleadores del siglo XXI

Pero si una frase se me clavó en el alma fue esta: «El ochenta por ciento de la tripulación pensaba que por ser mujer traía mala suerte». Asintieron todas y en todas las charlas alguien dijo algo parecido. Yo ya había visto antes esa frase, mucho antes. De manos de una mujer muy lejana, sin cara pero con nombre, Betis Sears, cuyo diario personal se conserva en el Peabody Essex Museum. Lo escribió a bordo del Wild Ranger y en él se lee: «He oído a un marinero decir que el barco avanza más lento de lo normal y es por mi culpa. Temo darles mala suerte», escribe ella a punto de creer que es gafe. Era 1885. 

No, no son las novelas lo que hacemos fatal.

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2 Comments

  1. Ignacio Javier Romero

    Estimada Silvia;
    Muy buen artículo.
    Con mi agradecimiento, por esta segunda parte, desde el sur de América.
    Saludos.

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