La primera novela de la poeta catalana Eva Baltasar, Permagel (Permafrost, en su versión al español) parece no haber dejado indiferente a nadie. La verdad es que tanto la novela como la autora han logrado cautivar al público desde el principio. Uno de los temas que más se ha comentado del imaginario de Baltasar fue su trato del sexo y del deseo; la manera en la que narra, describe y destripa el cuerpo, el placer y la sexualidad.
Permagel no deja de ser una colección de vivencias y recuerdos de una protagonista asfixiada por la vida, una mujer atrapada entre unas paredes representadas por su familia, por las presiones sociales y por su propio ser. Está obsesionada con su propia muerte, segura de que acabará sus días de una manera u otra antes de tiempo. Sin embargo, paradójicamente, en su paso atropellado por los días, que trascurren uno tras otro, no cesa de disfrutar de los placeres más básicos del cuerpo, como el sexo y la comida, que la autora llega a combinar en alguno de los pasajes. Se trata de una mujer que podríamos tildar de frívola, consentida, y soberbia, si cabe. Una protagonista que tiende a no caer bien.
Las críticas, en rasgos generales, tienden a ser positivas y mencionan temas recurrentes en la novela como son el suicidio, la maternidad, la familia o el sexo. Una de las críticas más duras llega de la mano de Elizabeth Duval en la revista Ctxt. La crítica es tenaz, directa, sin embudos. En general parece no gustarle, y una de las cosas que menos le gusta es justamente la manera que tiene la autora de hablar de sexo, más específicamente, de sexo lésbico.
Duval considera que la mirada de Baltasar es masculina y conservadora. Arremete contra el sexo de Permagel categorizándolo de machista. Un conjunto de descripciones que, nos dice, pilla desprevenidas a unas lectoras «pequeñoburguesas fácilmente escandalizables». Lo único que difiere de los discursos heteronormativos es, a su parecer, que las protagonistas son mujeres. Según ella, el enfoque de Baltasar no aporta nada nuevo. No queda demasiado satisfecha con la parte en la que la protagonista espeta que «si fuera un macho», «habría preñado» a una de sus amantes, o el pasaje en el que describe un clítoris «triplicado» en tamaño como un «micropene altivo». A Duval tampoco parece convencerle la segunda entrega de este tríptico, Boulder (2021), que ha concluido este 2022 con el tercer libro, Mamut.
En una de las presentaciones de la traducción inglesa, publicada por And Other Stories de la mano de Julia Sanches, se le preguntó a la autora sobre su trato de la sexualidad y el deseo haciendo referencia a la crítica de Duval. Parece ser que Baltasar no lee críticas, o eso fue lo que contestó. Lícito. Se quita uno de más de un problema, aunque es una pena no poder asistir a un tête-à-tête epistolar Baltasar-Duval.
La verdad es que, de entrada, este imaginario metafórico que Baltasar construye en sus descripciones del deseo ha gustado a gran parte del público. Sin embargo, después de leer la crítica de Duval surgen algunos interrogantes, había parte de razón en sus palabras: Baltasar hace uso de un discurso masculino para referirse a escenas sexuales de gran efervescencia a pesar de hablar de relaciones entre mujeres. Básicamente, el sexo lésbico más salvaje, la exageración sensorial de los afectos y del deseo, se describen en clave masculina. De hecho, en Mamut, el libro que pone punto final al tríptico, se narran encuentros heterosexuales, descritos de una manera muy diferente, sobre todo teniendo en cuenta que su protagonista es una mujer que desea a otras mujeres. ¿Utiliza Baltasar un discurso tan masculino? Es necesario acercarse a la imagen literaria que usa Baltasar alrededor del deseo —sobre todo a través de la mirada de Duval—, para analizar la representación del sexo en la obra.
Son importantes para el análisis piezas clave como son los textos de Wittig y Cixous, autoras estandartes en lo que se refiere a la agencia y visibilidad de la lesbiana en los movimientos feministas. Es un hecho que, sin sorpresa alguna, a lo largo de la historia, el erotismo entre hombres ha tenido mucho más peso en la expresión cultural y artística, ya sea porque el hombre ha tenido el privilegio de crear arte y cultura, porque el deseo homoerótico masculino ha sido socialmente más castigado, o porque, a su vez, la mujer ha quedado en un segundo plano, excluida tanto ella como su sexualidad (lésbica) de la escena sociocultural. Se ha hablado menos de cómo desean las mujeres a otras mujeres, de cómo follan las mujeres con otras mujeres. Tal y como indica la investigadora y escritora Beatriz Suárez Briones en su análisis de la obra de Wittig, las lesbianas han sido «sujetos del afuera, sujetos abyectos cuyo ser se había construido en y desde la negación (las lesbianas no son mujeres de verdad) y desde la falta y el desprecio (las lesbianas son pseudo hombres, patéticas copias que no tienen lo que hay que tener)».
Este último e importantísimo punto afecta enormemente la forma que tenemos (y hemos tenido) de referirnos al sexo y al deseo en cuanto sociedad. Como apuntó la antropóloga Esther Newton, «desde Freud, todo deseo y actividad erótica activa, valga la redundancia, es (son) masculino(s), entonces la mujer que desea a otra mujer no puede ser otra cosa que masculina». Existe pues una falta histórica discursiva y léxica para referirnos al mundo sexual lésbico. Con esto no se está diciendo que no exista —Wittig, por ejemplo, recurre a diferentes estrategias para referirse al sexo entre mujeres usando figuras que se apartan de la metáfora, basadas en un léxico anatómico que quiere combatir la intensa medicalización a la que se ha sometido históricamente el cuerpo femenino—, sino que parece que hay una concepción muy clara de lo atribuible a los sexos femenino y masculino. Por otro lado, hace falta mencionar que corrientes más actuales, como los feminismos queer, «han posibilitado espacios de existencia y visibilidad a otros cuerpos, otras vidas, otros deseos, otras voces» tal y como constata la investigadora Gracia Trujillo, y por ende han facilitado la creación nuevos recovecos de significado capaces de contener la diversidad sexual humana.
Así pues, es esta mirada masculina establecida, y extensamente compartida, la que propicia el uso de ciertos códigos y que podría generar este imaginario de Baltasar en relación con algunas prácticas o imágenes del deseo lésbico. Se podría añadir que la autora no lo hace de una forma deliberada ni consciente, en el sentido que su interés no radica en urdir un discurso masculino. Su interés yace, quizás, en el simple hecho de comunicar poética y metafóricamente una praxis y un sentir. No es de extrañar, pues, que su propuesta choque frontalmente con la opinión de Duval, que demuestra en su propia obra y pensamiento una mirada más crítica y transformadora hacia las teorías feministas y queer, cosa que no entra para nada, o poco, en los planes de Baltasar. Merece la pena mencionar que Baltasar nunca ha señalado un afán feminista en su obra; sus tres novelas parten de un ejercicio terapéutico en el que empieza a escribir desde el yo y del que se derivan las tres protagonistas, que resultan ser mujeres y lesbianas simplemente porque su autora es mujer y lesbiana.
En definitiva, la tesis que aquí se sostiene es que, si bien la lectura y crítica de Duval es certera y necesaria, quizás se requiere aquí un cambio en la mirada, que sea capaz de eludir la interpretación, como indicaba Susan Sontag. A lo mejor Baltasar no utiliza un discurso masculino por ser masculino, sino que presenta una situación y la describe haciendo uso de un código que le sirve para plasmar su imaginario y transferir unas sensaciones. En consecuencia, lo que interesa aquí es ver como socialmente la feminidad nunca se ha visto relacionada con la dureza, brutalidad y agresividad en las prácticas sexuales, cosa que siempre se ha visto asociado a lo masculino. La escritura de estos pasajes con una intención más subversiva (y tal vez, queerfeminista) es probable que hubiera buscado estrategias para rechazar ciertas imágenes en la descripción del sexo y del deseo lésbicos, apostando por nuevos referentes. Sin embargo, simplemente resultó que este no era el objetivo final de la autora. Además, hay muchos otros pasajes que describen el sexo entre mujeres con otras metáforas.
De esta manera, es posible entender la crítica de Duval a la vez que nos dejamos cautivar por los pasajes de Baltasar, que nos llegan a través de unos códigos (quizás patriarcalmente) reconocibles. Tal vez esto se deba a que somos el resultado de una herencia masculina y masculinizada, y que el factor generacional tenga un peso importante en como describimos y qué atribuimos a ciertas formas de placer. Sin duda alguna, la interpretación que hace Duval pone en relieve una realidad que, aunque viene de lejos, sigue persistiendo en los discursos epistemológicos socioculturales. Sus apuntes sin duda alimentan la eclosión de una valiosísima diversidad que será capaz de articular nuevos enfoques hacia la cuestión de la representación de las corporalidades y las sexualidades humanas.
Ya lo dijo Lacan: «LA mujer no existe».
Esta escritora «catalana» (que no «española», parece indicar el artículo) nos viene con avenencias y desavenencias sexuales a intentar dar consistencia al mero vacío. Ni que decir tiene que toca promocionar las cuotas lésbicas, bisexuales y poliamorosas, faltaría más…
La envidia de pene o ego desmedido, una obrita más para la estantería de hembristas revanchistas promocionadas por el Sistema Editorial Español (ahí es cuando se deja el catalanismo-nacionalista a un lado, la pela es la pela…).
Creo que el comentario está sesgado y trufado desde la óptica de Duval y no desde la visión de Baltasar. La autora, texto y contexto es lo que interesa y no lo que menganito, fulanito y zutanita digan, opinen o dejen de decir, porque al final deconstruimos a la autora y decimos lo que ella nunca quiso decir ni dijo.
Pingback: ‘Permagel’ y su sexo en masculino – Gonzalo Iturregui-Gallardo
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