Cantaba Rocío Jurado: «Te amo con la fuerza de los mares». ¿Eso es mucho? De primeras se diría que bastante, porque, a no ser que seas un psicópata, nadie dedicaría tiempo a componer una canción titulada «Como yo te amo» para que la conclusión sea: «Te amo regular tirando a poco». Bueno, y también porque luego se insiste en el asunto una y otra vez —«convéncete»— hasta llegar a un esclarecedor: «Te amo con mi alma y con mi carne». Si eres el amado ya no te harían falta más referencias, si te dicen eso es que lo tienes hecho. Otro de los grandes éxitos de la Jurado fue «Como una ola», así que podemos concluir que esta artista tenía cierta fijación con grandes masas de agua en movimiento. Por desgracia este artículo no versa sobre la Más Grande, sino sobre cómo se calculan las estructuras portuarias, donde «la fuerza de los mares» es un asunto importantísimo que se necesita cuantificar con numeritos. Y, como es evidente, la fuerza de los mares y las olas están íntimamente relacionadas.
Con el ímpetu del viento
En los océanos hay mucha agua. Aún diría más: muchísima. Por comparar, solo el 11 % de la superficie de los continentes está por encima de los dos mil metros de altitud, mientras que el 84 % de los fondos oceánicos tienen más de dos kilómetros de profundidad. Este hecho, unido al clásico «tres cuartas partes de la superficie de la Tierra está ocupada por mares», nos hace una idea del descomunal volumen de agua salada en comparación con la tierra firme observable. Y es en esa superficie oceánica donde se genera en la inmensa mayoría de los casos esa fuerza de los mares que causa los desvelos de los diseñadores de estructuras marinas.
Una característica de los líquidos es que, en el contacto entre dos capas de fluido diferentes —ya sea el contacto de un líquido con otro (por ejemplo, agua y aceite) o un líquido con un gas (el mar con el aire)— se producen ciertos fenómenos debido al desequilibrio entre las tensiones moleculares de atracción en su interior. Así, el contorno se comporta como una membrana tensa que se deforma proporcionalmente a la fuerza que se aplique sobre ella, que depende de un coeficiente denominado «tensión superficial». La tensión superficial es, como habrán podido adivinar, la responsable del oleaje generado por el viento. La fuerza ejercida por el viento genera una deformación en esa «membrana» en forma de ondas, que, al ofrecer más superficie enfrentada al viento, se retroalimenta de tal forma que el agua es arrastrada y se crean el oleaje y las corrientes. Sí, corrientes, porque, aunque se suele ilustrar el movimiento de las olas con una gaviota posada en el mar, subiendo y bajando en el mismo sitio según pasa la onda, en realidad también se produce un desplazamiento longitudinal de la masa de agua, incluso en alta mar, que se atenúa con la profundidad.
Curiosamente, ese arrastre que en superficie sigue la dirección del viento, en el conjunto de masa de agua arrastrada no sigue la misma dirección. A finales del siglo XIX el explorador noruego Fridtjof Nansen se percató de este fenómeno: los icebergs no se movían en la dirección del viento, sino desviados entre 20 y 45 grados hacia la derecha. Más tarde Vagn Walfrid Ekman lo modeló matemáticamente teniendo en cuenta la fuerza debida a la aceleración de Coriolis y la fricción interna entre las capas de agua. El viento, como es de esperar, no solo no moviliza toda la columna de agua que hay bajo la superficie, sino que el volumen de agua que se desplaza no sigue su misma dirección y se va girando cada vez más con la profundidad, perdiendo fuerza hasta hacerse nulo. Por eso los icebergs, que tienen del orden de un 90 % de su volumen sumergido, experimentaban ese comportamiento aparentemente errático que observó Nansen: el empuje del agua en donde está sumergido influye en su movimiento con más intensidad que el viento superficial en su parte emergida.
En la distancia y en el tiempo
Las ondas superficiales generadas por el viento se pueden caracterizar por una serie de magnitudes físicas: la longitud es la distancia entre dos posiciones iguales, y el período es el tiempo que tarda una onda en presentar la misma posición (por ejemplo, la distancia y el tiempo, respectivamente, entre dos crestas). También está la altura de la onda, que es la diferencia de cota entre la cresta y el valle. La onda de marea, por ejemplo, tiene una altura, que es la «carrera de marea» (la diferencia de altura del nivel entre pleamar y bajamar), y un periodo de unas doce horas y veinticinco minutos. Las ondas de viento, por su parte, tienen periodos de entre tres y treinta segundos y una altura que es el gran dilema: desde la paupérrima y calentita ola orillera, pasando por la traicionera que te llega al ombligo cuando te estás metiendo con cuidado en el mar, hasta las espectaculares de Nazaret.
Cuando se generan olas en diferentes temporales, estas tienen en general distintas alturas y periodos. Los vientos fuertes generan olas que viajan más rápido que las que se han creado con rachas menos intensas. Como unas circulan más rápidas que otras, se producen adelantamientos en su viaje desde alta mar, y al final las olas que se han generado con el mismo tipo de rachas llegan agrupadas a la costa, de tal forma que son parecidas entre sí, rompiendo en una serie tras la cual hay una relativa calma hasta la siguiente, como bien saben los surfistas. No obstante, unas olas se pueden generar a gran distancia de la costa, en una tormenta perfecta a miles de kilómetros, y otras más cercanas en una borrasca común posterior, por lo que en ocasiones alcanzan el litoral mezcladas entre sí: grupos de olas grandes, rápidas y muy agrupadas intercaladas con otras menores, más lentas y espaciadas.
La altura de las olas que llegan a la costa depende de muchos factores, aunque siempre hay leyendas numerológicas al respecto: en unos lugares se habla de las Tres Marías, las tres olas más grandes que llegan seguidas; en mitos escandinavos y anglosajones se menciona la novena ola como la más dañina; y en otros casos, la séptima ola, la misma que ayudó a Papillón (Henri Charrière) a escapar de la isla del Diablo. Y, oh, sí: «La séptima ola» también es el título de una canción de Rocío Jurado.
La realidad es que a priori no puede saberse cuál de las olas de una serie que llega es la peor ni la más alta, pero para ello tenemos series de datos y análisis estadísticos. Hay todo un complejo aparato matemático que, a partir de observaciones, modeliza las ondas en alta mar y su llegada a la costa, donde se da el fenómeno denominado «asomeramiento», que consiste en que al disminuir el calado (la profundidad), la altura de la ola aumenta y reduce su longitud. Al final, se obtiene una altura de ola, un número de ellas correspondiente a un estado de mar determinado, el ángulo de incidencia, etc., que permiten calcular la estabilidad de un dique portuario gracias a formulaciones obtenidas, en la mayoría de los casos, mediante la experimentación en modelos reducidos.
De una forma sobrehumana
El caso general de un dique cuenta con una banqueta de bloques pétreos sobre la que se dispone una estructura de hormigón. La banqueta de bloques pétreos puede estar completamente sumergida, desaparecer con las pleamares o estar siempre visible. En todo caso, su presencia afecta a las olas, porque cuando alcanzan el talud de un dique impermeable, las ondas se deforman, rompen, ascienden y descienden sobre el talud y finalmente se reflejan. Además, la banqueta influye en la rotura de las olas, porque varía tanto la inclinación como la profundidad del fondo. Y es que no es lo mismo que una ola rompa directamente sobre la estructura a que llegue ya rota, puesto que parte de su energía ya se ha disipado.
De observaciones y experimentos se ha verificado que una única ola genera dos máximos relativos de fuerza: horizontal, por la deceleración de la ola al encontrarse con un obstáculo, y vertical, por el descenso de la masa de agua acumulada contra la estructura. Hay diversos métodos de cuantificar estos efectos. En general, se asume que el oleaje ejerce sobre los elementos estructurales una serie de presiones que se clasifican en dinámicas (que tienen en cuenta este efecto del oleaje) y pseudohidrostáticas (similares al empuje de una columna de agua estática con la misma altura que la ola), además de tener en cuenta el efecto de la subpresión por encontrarse sumergidos total o parcialmente. Frente a esto, los elementos estructurales oponen únicamente su peso y el rozamiento entre ellos.
Y finalmente llegamos a poner números. Para tener un orden de magnitud vamos a poner unos ejemplos. Un espaldón vertical cimentado sobre una banqueta por encima de la pleamar viva media, en el que incide un estado de mar caracterizado por una altura de ola de unos 9,5 metros, ha de soportar un empuje de unas 16 toneladas por metro de longitud que, al estudiar el equilibrio de todas las fuerzas presentes, implica un peso de casi 100 toneladas de espaldón por metro de longitud para poder contrarrestarlo; es decir, el peso de cien utilitarios en cada metro lineal de dique.
En cuanto a los bloques exteriores de esa banqueta, se dimensionan según diversas fórmulas donde la altura de la ola influye notablemente, porque se expresa elevada al cubo. Por ejemplo, si suponemos un manto principal con un talud de inclinación 2H/1V, evaluando el inicio de avería del dique, para una ola de cálculo de 10 metros de altura —nada descabellado— resultarían bloques cúbicos de unas 56 toneladas, pero si la ola es de 11 metros serían necesarios cubos de unas 75 toneladas, un 25 % más para solo un 10 % de diferencia de altura de ola. En efecto, podemos concluir que la fuerza de los mares es una cosa sobrehumana; me atrevería a decir que incluso más grande que el amor de un hombre a su recuerdo.
Gracias siempre por acercarnos ciencia, tecnología y matemáticas de forma cotidiana.
P.D. Quizá haya querido decir Nazaré.