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Escarabajos, apaches y leyendas: el ciclismo en Colombia desde el Zipa Forero hasta Egan Bernal

La apoteosis de Ramón Hoyos, de Fernando Botero (1959) Colombia
La apoteosis de Ramón Hoyos, de Fernando Botero (1959).

A veces el ciclismo no va de dar pedales.

A veces sí. A veces es solo eso, y tú te fijas en medias, y vatios, y posiciones, y ves los esprints, las escaladas, recuerdas esta curva de aquel puerto, el rostro afilado del campeón antiguo. 

Pero eso es a veces.

Otras no. Otras la bici es algo mucho más importante. Trascendental. Algo que permite abrazar naciones, dar a conocer geografías alucinantes que parecían imposibles a ojos ajenos, encontrar reductos para hablar en aquellos tiempos en que lo más sencillo, lo más fácil, es odiar los unos a los otros, caer en el desprecio, quebrar para siempre lo que fue. Ocurrió en Italia, tras la Segunda Guerra Mundial. En el este de Europa, con la Friedensfahrt

Y en Colombia.

Esta es la historia de cómo un objeto sencillo y vistoso (la cicla) ayudó a moldear un país, a olvidar las diferencias, a encontrar alegrías cuando más tristezas manan en periódicos y susurros. Esta es la historia de cómo unos muchachos a los que llamaban «escarabajos» llevaron el orgullo de tantos hasta el oído de todos. Y cuando las noticias eran tristes, ellos creaban noticias nuevas. Y cuando los cuentos eran de plomo, ellos dibujaban estrofas a golpe de panela y ataques alocados.

Sean ustedes bienvenidos a este realismo mágico sobre dos ruedas. 

Les prometo que no se sentirán defraudados.

Mejor en bici que con auto

«Bueno, pues yo lo haré».

Así empiezan las cosas, así se forjan las leyendas. Con un «no hay huevos», con otro «no te atreverás». La naturaleza del ser humano, supongo. Al menos cuando el ser humano monta en bici. 

La frase es, por cierto, de Efraín Forero. Efraín Forero (Zipaquirá, 1930), a quien llamaron Zipa, o el Indomable. Nos valen ambas. El papá de todos los pedalistas colombianos.

A ver, hubo carreras antes, no vayan a pensar. Con resultados trágicos. La travesía entre Bogotá y Tunja, que terminó con la vida de Alberto Piedrahita Córdovez, un español que, quizá, pensó en aquello como paseíto dominguero por la Casa de Campo. Y no. Años más tarde mismo final con un germano. Y, en 1929, celebran una ida y vuelta, sendas etapas, sobre ese recorrido. Ay, ay, malos precedentes, colegas. Y desaparece cierto italiano. Carlo Pastore. Joder, que se nos ha muerto otro extranjero, qué pasará, qué pasará, qué misterios habrá, etcétera. Afortunadamente encuentran al tal Pastore. Detrás de unos matorrales. Desnudo. En posición horizontal. Encima de una muchacha, también desnuda, también en posición horizontal. Frungiendo, vamos. En fin, besito y al lío, que yo estoy en carrera. Acabará octavo. Puesto más que reseñable, vistas las circunstancias. 

Pero estábamos con Efraín. Efraín Forero Triviño, de Zipaquirá. Le pillan ustedes una tarde tomando tintos, Café Pasaje. Y charlando de bicis con sus colegas, hola, qué tal, tú por aquí. Acuden a la tertulia Donald Raskin, Guillermo Pignalosa, Mario «Remolacho» Martínez y Jorge Enrique Buitrago. Flor y nata de la cicla en Colombia. Salta idea. Oigan, vieron el Tour y el Giro… ¿por qué no hacemos algo así? Todos niegan, imposible. Todos salvo Forero, que es el único ciclista, que es estrella por toda Hispanoamérica. «Se puede». Buitrago dice le demuestren que el proyecto no es quimera. Que entonces él conseguirá financiación y apoyo por parte del periódico El Tiempo. Meses después, cinco de enero, año 1951, la primera Vuelta a Colombia sale desde la sede de ese diario. 

Pero antes, prueba. ¿Cómo demostrar a estos tíos que podemos recorrer Colombia sobre bicis? Forero reflexiona, se le ocurre una idea. Lo haré yo mismo, en solitario. Sí, la carretera de Bogotá a Manizales son trescientos kilómetros, seguramente los más duros, los más agrestes que habrían de pisarse en una eventual Vuelta. Los que más asustarían a todos. Así que iré. Allá que se plantan todos, Forero con su cicla, el resto a bordo de una camioneta del Ministerio de Obras Públicas. En un momento dado, a la altura de Padua, el chófer dice hasta aquí. Yo no subo ese camino, están ustedes locos. Lo estaban. El Zipa los mira, den un rodeo, yo tiro hacia la cumbre, y los espero en Manizales. Donde no pudo el coche se aventura el corredor. Ascendiendo hasta Páramo de Letras, puerto ciclista más alto de Colombia. Sus 3677 metros sobre el nivel del mar, sus alucinantes ochenta kilómetros de subida. Un infierno, uno rodeado por cafetales, jungla, nubes. Por el mismo cielo. Sigue, sigue, siempre sereno. Indomable, claro. Con el aire que se va haciendo más fino, imperceptible, desasosegante. Lo llaman «soroche» o «puna». Efraín sufre. Llegará.

Hay Vuelta a Colombia. Gana él, claro. Aunque sufre caídas, aunque una de las veces es su misma madre quien lo socorre, limpia sangre y barro del rostro, lo anima, no te retires, Efraín, no te retires, no traigas vergüenza a nosotros, no te retires, sigue. Ya ven, instinto materno que te firma Bernard Hinault

La carrera es un éxito. El mito nace. 

Ese chico que parece un escarabajo

Hay varias formas de entrar en la leyenda.

Varias formas.

A ti te puede escribir una biografía el novelista más grande que haya dado tu país. O hacerte cuadro el pintor más grande que haya dado tu país. También es posible que seas ídolo para toda una generación. O que con tu sobrenombre se conozca a todos aquellos que, después, hicieron lo mismo que tú haces.

Hay varias formas, sí. Y Ramón Hoyos probó todas.

Ramón Hoyos (Marinilla, 1932-Medellín, 2014) nació en Antioquia. No es poco importante, porque hizo de su origen forma de ser y de estar. Tímido, serio, arisco en ocasiones, altivo y orgulloso siempre. Decían que asustaba a los reporteros, que su lengua chasqueaba ataques demoledores cuesta arriba. Y que, poco a poco, fue introduciendo en el habla giros. Giros de su tierra, de su origen. Lo paisa como una forma de vivir, de pensar. El ciclismo viajaba desde Cundinamarca hasta Medellín. Desde el Zipa a Ramón. Tiempos de polémicas y piques. La vida, para qué negarlo. 

Porque Ramón Hoyos fue enorme. De primeras, lo deportivo. Cinco veces ganador de la Vuelta a Colombia, treinta y ocho victorias de etapa. Dos veces olímpico, oros en pruebas internacionales aquí y allá. Hasta Cochise… rey indiscutible. Después de Cochise… leyenda indiscutida. Solo con eso, inolvidable.

Pero es que hay más. Lo de Gabo, por ejemplo. Que no es poca cosa, oigan. Una autobiografía escrita por el Nobel, nada menos. Solo que de aquellas García Márquez aun no era García Márquez, y el famoso de los dos resultaba Ramón Hoyos. Este chico de Aracataca… bueno, tiene pluma, es reportero imaginativo, esa novela que sacó, La hojarasca, no está mal, pero… Un montón de horas hablando, un montón de cigarrillos fumados. Desentrañándose el uno al otro. Oiga, dijo el as, y cómo hace para no cometer faltas ortográficas. Oh, contesta el escritor, eso me lo corrige el linotipista. Admiración mutua, parece. Sucede que Gabo es un demiurgo, y los demiurgos, más que reproducir, crean. Y él creó. Se vuelve el relato de Hoyos (el relato contado en primera persona por Hoyos, el relato escrito en primera persona por Márquez) un lugar de espacios reconocibles. Y hay simbolismo telúrico, y sueños premonitorios, y lucha contra la injusticia, y, sí, una miaja de eso que llamarán después realismo mágico. Se paladea como la mejor de las ficciones, se disfruta como la más maravillosa realidad.

Lo de Botero es aun mejor, porque pintó un cuadro a Hoyos (Apoteosis de Ramón Hoyos, 1959), y luego robaron el lienzo, y el mismo autor tuvo que pagar un rescate para recobrarlo, y le llegó con deterioro, pero pudo rehacerlo porque… en fin, porque ya lo había hecho. Y esa es la historia.

Díganme ustedes si no se entra así en el Gotha.

Pero queda más. Lo importante, lo trascendente. Cada vez que un escalador colombiano destaque en las cuestas del mundo, cada vez que algún periodista haraganee clichés… allí estará Ramón Hoyos.

Sucedió en una etapa de la Vuelta a Colombia. Subiendo Letras, dice el mito, aunque es todo tan perfecto que… en fin, creámoslo, que en eso consisten las historias. Ascendía Hoyos imperial, majestuoso, imparable. Ascendía Hoyos y el resto (todos los otros, todos los que no eran él) iban atrás, muy atrás. Ascendía Hoyos con ese estilo suyo característico, inclinado sobre su manubrio, las rodillas abiertas, los hombros moviéndose. Y entonces a Jorge Enrique Buitrago (ese que todos llamaban «Mirón», ese que estuvo en el Café Pasaje, ¿recuerdan?) le vino imagen a la mente. Sí, es exactamente eso. Un saltamontes, parece un saltamontes. Pero Mirón, locutor eterno, trastabilla, farfulla, tiene en su cerebro el bicho pero se quedó mudo con el nombre. Y sufre la equivocación más gloriosa del ciclismo colombiano. «Miren ustedes, queridos oyentes, a este hombre sin miedo. Es un auténtico escarabajo de las montañas».

Los escarabajos. 

A veces las historias más lindas llegan desde el error. 

Uno es internacional, el otro eterno

A Giovanni Jiménez (Medellín, 1942) le llamaron una vez «el Internacional». Porque es colombiano, tiene nombre transalpino, vive en Bélgica, corre para equipo francés y disputa la Vuelta a España. Fue el año 1974. Nunca antes un cafetero pisó esa carrera. Fue, para siempre, quien abrió camino allí.

(También en Amstel, también en Gante, también en De Ronde, también en Roubaix).

La de Giovanni es una historia tan fascinante como (casi) desconocida. Destaca como aficionado en su tierra, decide buscar futuro más grande. Buque Fort Carillon, destino Europa. Desde Santa Marta, tumba de Bolívar. Si es que todo parece novela.

Desembarca por Hamburgo. Allí lo ha recomendado Joachim Kautezky, ingeniero alemán que estaba en Medellín al servicio de la empresa Siemens, donde Jiménez trabajaba como vendedor. Toma, unas señas, tres palabras, este poquito de buena suerte. No sucede. Digamos que la Hansa no es sitio ideal para esto de correr en bici. Allí hay muchas carreras, sí, pero son «golfas», amateurismo puro y duro. Para esto hubiese quedado en Colombia, piensa Giovanni. Y decide arriesgarse más.

A estas alturas del relato ya habrán visto que nuestro chico no teme cambios y aventuras. 

Así que para Bélgica. A casa de un militar flamenco que conoció por las Germanias. Allí empieza a competir. Ruisbroek Sportief Cycling (acabaría casándose con la hija del presidente, porque Giovanni era así). Debut impactante. Prueba en Mouscron, dos tipos en cabeza. Uno es moreno, piernas finas como alambres, el otro forma parte del patriciado flamenco en esto de las bicis. Se llaman Giovanni Jiménez y Walter Planckaert (siempre hay un Planckaert en estos asuntos). Giovanni está a punto de dejarlo, el flandrien suplica. Vas mejor que yo, colombiano, dice, déjame acompañarte hasta la meta, firmo el segundo puesto, no te esprintaré. Trato. Solo que no, que esprinta, que gana. Pero cómo has podido hacer así el canelo, Giovanni, joder. Va donde Walter, grita, le arroja un termo de café, el otro está acojonado. Cierto periodista asiste a la escena. «La furia colombiana», titula al día siguiente un periódico. Ya es personaje familiar. 

Después, profesionalismo. Año 1968. Antes que ningún otro escarabajo, aunque todos piensen en Cochise. Mann-Grundig, Goldor-Fryns, Alsaver-Jeunet-De Gribaldy, Splendor, BIC. Equipos medianos, pequeños y legendarios. También victorias. Carreras menores, kermesses belgas de medias locas y charangas frente a meta. Amberes, Kruibeke. Era pionero.

Fue (casi) olvidado.

Pero es que el otro… el otro tiene tanto carisma. Cómo competir frente a eso. Quién querría hacerlo.

El otro… a ver, una anécdota. Él es un pilluelo pobre en Medellín, y se enamora de cierta chica. Clase alta. Altísima. Todo lo alta que puede ser por Antioquia. El padre de la nena no quiere saber nada de eso, oh, no, pero en qué estás pensando. Así que a nuestro protagonista no se le ocurre otra cosa que mandar serenata semanal para que cante bajo el balcón de la moza. Pero solo pueden entonar una canción. «El plebeyo», versión de Pedro Infante.

Ella de noble cuna

y yo humilde plebeyo.

No es distinta la sangre

ni es otro el corazón.

Señor ¿por qué los seres

no son de igual valor?

Ese era Martín Emilio Rodríguez (Medellín, 1942). Quien acabará siendo Cochise.

(Ah, se casó con María Cristina Correa Restrepo, emparentando, finalmente, con aquel linaje que tanto lo despreció).

Martín Emilio salió un día del cine convencido de que su nombre no era su nombre. Llamadme Cochise, como el guerrero indio. Estaba en el colegio, los habían llevado a ver Flecha rota. Llamadme Cochise. Y todos le dijeron así. Años más tarde cambió oficialmente en el Registro. Total, ya nadie me decía Martín, ni Emilio. Era, oficialmente, Cochise.

Y Cochise lo tenía todo para triunfar. Alto, guapo, patillas negrísimas, ojos profundos, una sonrisa que se deja caer poco a poco. Ah, y patas, porque en la bici, por guapo que seas, sin patas no llegas a ningún sitio. Y él llegó, vaya si llegó. Cuatro veces ganador de la Vuelta a Colombia, récord de etapas, preseas en esta competición, en aquellos juegos. No pudo ser olímpico porque lo boicotearon desde dentro. Estableció récord de la hora amateur. En México, como Eddy. Luego fue a correr a Italia. También como Eddy, pero al servicio de Gimondi, que era su gran rival. Dos etapas en el Giro, las primeras de siempre para cafeteros. Potencia y fuerza, la sensación de que saltó tarde, de que pudo haber logrado mucho más. Qué importa, queda el recuerdo. Nadie olvida al Cochise

También tuvo él incursión literaria inolvidable. Como Ramón. Solo que a Hoyos lo entrevistó García Márquez, y con Cochise cambió palabritas Gonzalo Arango. El nadaísta, el transgresor. Éramos más cínicos, fuimos más descreídos. Aquella pieza es un ejemplo perfecto sobre cómo hacer arte despreciando al otro (y recibiendo la misma moneda). Inolvidable… demasiado estricto, pero inolvidable. «El Corazón de Jesús más feo del mundo está en el Barrio Simón Bolívar», escribe Arango. 

«¿Los perdedores? Son necesarios. Estoy muy agradecido a ellos», recordará, años más tarde, Cochise.

La época dorada

Tiene tez morena, mirada triste y un bigotillo finísimo sobre el labio superior. Tiene, también, las piernas más delgadas de todo el ciclismo mundial. Y un ritmo cuesta arriba que, dicen, nadie es capaz de seguir. Lleva maillot con los colores de la bandera colombiana. Y está a punto de ganar en Alpe d’Huez. Se llama Luis Alberto Herrera (Fusagasugá, 1961), pero todos le dicen Lucho.

Los escarabajos debutan en el Tour de 1983. A lo grande. Cada vez que hay una cuesta empiezan a demarrar como si no quedasen kilómetros, como si la cima anduviera allí, dos curvas más arriba. Claro que, acostumbrados a Letras, aquellos puertos parecían poco menos que tachuelillas sin importancia. Era el principio de algo grande. Era toda una revolución.

Porque, de aquella, la misma Grande Boucle hubo de cambiar sus normas. Hacerse open, que vengan muchachos amateurs. Cuentan que si Lévitan anhelaba, sobre todo, a los soviéticos. Menudo golpe publicitario, tú, los soviéticos. Pero llegaron ellos, desde Colombia. Y todo fue maravillosamente real.

Al principio, incomprensión. No tenían experiencia, no tenían miedos. Pronto aquellos tipos de tez oscura son el chivo de cualquier problema. ¿Caída? Colombianos. ¿Maniobra extraña? Colombianos. ¿Alguien no sabe meter cuneta? Seguro que es colombiano. A veces era verdad, ojo (se las tenían tiesas con veteranos del Vietnam) pero otras únicamente… en fin, quedaba algo racista, algo colonial, para qué negarlo. Porque, además, rindieron. En las montañas, en sus cumbres. Patrocinio Jiménez, sobre todo, también «Condorito» Corredor o Samuel Cabrera. Exhibiciones cuando hay asfalto que mire el cielo. Están locos, atacan sin pensar, destrozan organismos. Empiezan los susurros. Es por lo que beben, algo beben, ustedes lo saben, en las poncheras (que ellos dicen caramañolas), algo beben. Sí, contestan ellos, la panela. Y qué es, la panela. Qué maravilla de dopaje, la panela. Vuelven a sonreír. Oh, nada más que azúcar. Azúcar y agua. 

Son leyenda. 

En 1984 Lucho Herrera gana en Alpe d’Huez. Primera victoria de un no profesional en el Tour desde… bueno, desde antes de la invasión nazi sobre Polonia. Ya ven. Otro año más tarde y delirio. Herrera domina cumbres, Fabio Parra es lugarteniente a su altura. La imagen de Lucho con el rostro ensangrentado tras caerse camino de Saint-Étienne. Icono, vidriera de catedral. El ciclismo colombiano tiene otro santo laico. 

Será él quien gane la Vuelta a España, primavera de 1987. Corrió sin ganas, como entrenamiento. Fue incontenible. Envalira, Lagos, Cerler, la sierra de Ávila. Incontenible. Fiesta en Madrid, otro muro que cae. Hubo cuatro colombianos entre los diez primeros. Para 1989 será dos entre los tres. Uno es Fabio Parra (Sogamoso, 1959), primer escarabajo en el pódium del Tour solo un año antes. Eran legión.

Estaban predestinados. 

Durante toda esa década de los ochenta aparecían escarabajos saltarines aquí y allá cada vez que el pelotón afrontaba la más mínima cuesta. Muchas veces eran tipos sin consistencia alguna, paisanos que perdían chispa como la gaseosa barata. Farfanes de la vida, para entendernos, Alirios Chizabas. Pero había tantos… Eran escuadrones completos. La Vuelta del 89 fue quintaesencia del colombianismo ciclista… aunque ganase Perico

Así que… cuestión de tiempo. Los grandes como Lucho o Parra se iban apagando, pero no podía tardar demasiado el primer escarabajo campeón en Paris. Eran más modernos, más adaptados al ciclismo de entonces. Desde jovencitos corriendo por Europa, por los mejores equipos del mundo. No es que el futuro llevase su nombre.

Es que ya había llegado.

Solo que no. 

Sueños que se fueron, sueños que vuelven

Los noventa fueron duros. Complicados. Tristes. Por el grunge. Por el fútbol control. Porque ya no había colombianos en las grandes carreras. Sobre todo por eso.

Los hay que hablan de ciclos. Otros aluden a la crisis en el precio del café (que terminó con un patrocinador gigantesco y tradicional allí), los de más allá hablan de tres letras misteriosas y mortíferas (una «E», una «P», una «O») que van dejando reguero de sospechas y desgracias a su paso. Que si los jóvenes se acomodaron, que si ya no saben sufrir. En fin. Quizá buscar una única explicación sea algo inútil, porque la vida casi nunca funciona de esa forma. ¿Leyeron todo lo anterior? Pues nos vale. Y reconocemos cada causa como válida en sí misma.

Sea como fuese, erial. Década y pico, casi dos. ¿Siguen apareciendo escarabajos? Sí, pero son excepciones, destellos fugaces, raras avis. Un Mejía por aquí, un Cacaíto por allá, póngame la historia de Cárdenas, qué tal va Chepe González. Digamos que ya no nunca se volvería al anonimato de los setenta, pero el contraste con tiempos felices resultaba llamativo. De dominar cumbres y pendientes a ser, con fortuna, cazaetapas al acecho de la menor oportunidad. Pasos indecisos. Un pueblo que, poco a poco, empieza a bascular entre la nostalgia a nuestros mayores y el desencanto por los tiempos que nos tocó vivir.

Hasta que llegó el renacimiento.

Sí.

Siempre llega, el renacimiento.

Fue en plena década de 2010. Un puñado de ciclistas. Rigoberto Urán, Duarte, Chaves, el irregular «Bananito» Betancur. Y él, claro. Él. Nairo Quintana (Cómbita, 1990). Quien alcanzó cotas nunca antes vistas. Una Vuelta. Un Giro. Rondando amarillos en Francia, ganando etapas, maillots a pepas. Uno de los ciclistas más importantes en los últimos años, uno de los mejores. Auténtico ídolo. La afición que despierta, la afición que cree. Y, finalmente, llega. El sueño tantas veces anhelado, el que robó relatos cafeteros desde aquel lejano Tourmalet de 1983, cuando Patrocinio coronó en cabeza. La Grande Boucle. Jaune en París.

Lo hizo Egan Bernal (Bogotá, 1997), jovencito de Zipaquirá. Sí, como Efraín Forero, porque las historias buenas siempre tienen ese aire simbólico que permite trenzar imágenes. En 2019, atacando con todo camino del Iseran. Luego… granizo, argayos. También recuerdos. A todos los que habían sido antes, a todos los que fracasaron intentándolo. Egan pisa escalón más alto en los Elíseos, y se le abre futuro sonriente. Después llegaron un Giro, una caída, una recuperación. Después llegó el vivir, que uno nunca sabe por dónde le llevará el vivir.

Ahora el ciclismo en Colombia se hizo mayor. Ya no tiene esa inocencia arrojada, casi naíf, de los años ochenta. Ya no atacan los escarabajos en cada repecho, ya no dinamitan carreras que nunca terminarán ganando. No, hoy son ciclistas como los demás, fríos y calculadores, enrolados en escuadras con organización de multinacional. No hay un Zipa, no hay un Hoyos, no aparece Letras como metáfora que abraza a todo el país por épocas oscuras. No. Pero el resto… el resto queda.

Y el resto es la pasión.

La pasión siempre queda. 

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6 Comments

  1. Cuando el autor habla de «tintos» supongo que se refiere en realidad a «tomar tinto» que es como se conoce en Colombia a beber café solo… pero que en realidad abarca todo el ritual de amistad y compañerismo que se genera al calor de beberlo en compañia de amigos.

  2. Sergio Acevedo Uribe

    Todo un gusto, todo un placer. Saludos.

  3. Daniel

    Excelente historia! Muchas gracias! Se me hizo corta, tal vez solo hizo falta un guiño al mundial contrarreloj de Botero y la playa de Uran en los olímpicos, siempre es un placer leerte

  4. Lux Interior

    …y Acevedo, y Cárdenas, y El «Patro» Jiménez…y Botero claro, y…»Los Niño» se me olvidaban «Los Niño»…que buena lectura.

  5. Fco_mig

    De momento, de toda la América, Colombia es el único lugar donde parece haber echado raíces el ciclismo. Esperamos que cunda el ejemplo.

  6. E.Roberto

    ¡Ah, la bici!, esos cuatro fierros que con dos infinitesimales puntos tangenciales apoyados sobre la tierra es lo más parecido al volar, sin quemar hidrocarburos, solo tus carbohidratos que están de más, libres con el aire que te llena los pulmones esperando llegar, adónde no importa, lo importante es pedalear. Muy bueno, Marcos. Gracias.

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