Quién le iba a decir a Hildegarda que su vida comenzaría el día de su funeral. El calendario marcaba el año 1111. Un par de años antes había muerto el Cid en España; en Tierra Santa había terminado recientemente la Primera Cruzada y en Europa el emperador del Sacro Imperio Romano y el papa eran las dos figuras más importantes de su tiempo. Mientras el gran devenir de la historia seguía su curso, en una boscosa e inaccesible colina de lo que más adelante sería Alemania, una joven de catorce años lloraba en el monasterio de Disibodenberg durante la ceremonia que festejaba su enterramiento en vida como discípula de Dios. Lo que aquella niña no podía entonces imaginar es que, para cuando finalmente llegase el día de su muerte, se habría convertido en una de las personas más influyentes y excepcionales no solo de su tiempo, sino de toda la historia.
Se llamaba Hildegarda y había tenido la fortuna —o la desdicha— de nacer en el seno de una familia pudiente que la había concedido a la Iglesia como pago de su diezmo. Era una práctica habitual entre las familias con muchos hijos, ya que entregar a uno de ellos a la vida religiosa les servía para ahorrarse el impuesto eclesiástico y a su vez asegurarse convenientemente de que siempre hubiera alguien rezando por ellos. En realidad, aquella tampoco era la peor opción para una hija. Antes de la llegada de la peste negra, cuya devastación también propició durante un tiempo una inclusión sin precedentes de las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad, las leyes medievales infantilizaban a la mujer y la retrataban como subsidiaria del hombre. Si bien la realidad siempre es relativa y de una manera u otra las mujeres frecuentemente conseguían cierto grado de autonomía, la vida religiosa se presentaba como una de las pocas maneras que tenían de recibir una educación completa y de evitar matrimonios forzosos y abusivos. Aun así, para lograr más independencia intelectual y espiritual, las monjas (a diferencia de los monjes) debían renunciar a su libertad física: quedaban recluidas de por vida.
A todo ello se comprometía Hildegarda aquel día de Todos los Santos de 1111, y de la manera más brutal: al ser aquel un monasterio masculino, ella, su mentora Jutta y otras dos compañeras entraban al mismo como eremitas. Por lo tanto, quedarían confinadas en una celda adyacente al monasterio, cuya única vía al exterior era una pequeña ventana por la que pasar comida y en la que vivirían emparedadas hasta su muerte. Dudando de la capacidad de comprensión y la devoción reales de una niña de su edad, parece imposible imaginar lo que pensaría Hildegarda mientras recibía la extremaunción y entraba en su mausoleo. Fueron casi treinta largos años los que vivió recluida en aquella celda, rezando, aprendiendo latín, tocando el arpa y viendo como su superiora manifestaba su extrema devoción mediante la flagelación y las privaciones. Con el paso del tiempo, cada vez más mujeres se fueron incorporando a aquel habitáculo y cuando alcanzó los treinta y ocho años, Hildegarda vio por primera vez un poco de luz: debido a la muerte prematura de Jutta, sus compañeras la eligieron democráticamente como su sucesora. Este nombramiento, una inesperada bocanada de sufragio femenino impensable en cualquier otro contexto, pareció marcar el momento en el que decidió empezar a ser dueña de sus propias decisiones.
Si bien como abadesa en un monasterio mixto seguía respondiendo ante Cuno, el abad masculino, Hildegarda rápidamente supo encontrar formas de expresarse, aunque eso conllevara saltarse tanto la legalidad como todas las convenciones sociales de su tiempo. Según la ley canónica, basada en las enseñanzas de san Pablo, las mujeres no debían hablar. Por supuesto, habiendo dado el apóstol una lección tan general, los mortales rápidamente advirtieron cuan práctica podía resultar y comenzaron a usarla como justificación para prohibir cualquier tipo de expresión femenina: las mujeres no podían votar, expresarse por escrito, ni hablar o cantar en las misas. Tan útil les pareció aquella máxima que incluso más de quinientos años después siguió siendo utilizada como justificación para la prohibir a las mujeres ejercer como actrices en Inglaterra (algo que tuvo un resultado tan irónico y fascinante como que los papeles femeninos fueran interpretados por hombres travestidos, y que bien podría dar materia suficiente para otro artículo). De cualquier manera, la explicación última de este silenciamiento radicaba en la convicción de que las mujeres, como dignas hijas de Eva, solo nos dedicaríamos a engañar y manipular si abríamos la boca. Claro que, extraoficialmente, también resultaba muy práctico tener sometida y silenciada a la mitad de la población.
No obstante, Hildegarda consiguió hacerse oír argumentando que la suya era una voz que estaba por encima de cualquier edicto terrenal: era la voz de Dios. Tras haberlo mantenido en secreto durante treinta años, reveló que de niña una aparición le había otorgado conocimiento instantáneo y total de las escrituras. Desde entonces decía tener visiones en las que Dios le hablaba, asegurando que todo aquello que ella expresaba provenía en realidad «de más arriba». Pudiendo casi percibir la arqueada ceja del lector ante dicha afirmación, que hoy puede resultarnos inverosímil e incluso irrisoria, convendría tener en cuenta que la sociedad medieval estaba más abierta a los posibles funcionamientos metafísicos de la psyche. Y si bien hoy vivimos en una era de paternalismo histórico y veneración de lo racional, quizá merezca la pena pararse a pensar cuántos de nosotros también admiramos a otro tipo de profetas (ya sean curas, políticos o gurús del bienestar) porque consideramos que tienen una percepción más clara o verdadera de la vida.
No obstante, lo que hizo especial a Hildegarda no fue el hecho de afirmar que se comunicaba con Dios, sino ser una de las primeras mujeres en hacerlo. Para una monja viviendo bajo las leyes de san Pablo, las visiones constituían un poderoso medio para hacer llegar sus mensajes a todas las clases sociales sin ser castigada por haber transgredido las normas de su género. Bajo el pretexto de ser meramente una «débil y simple mujer» que no había elegido su destino, Hildegarda se propuso denunciar la corrupción de la Iglesia como institución e incitar a profundas reflexiones sobre moralidad, ciencia, política y ontología.
Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, sus superiores masculinos no iban a aceptar fácilmente que una mujer se saltara todas las normas sociales y religiosas para alzar la voz. Por ello el abad Cuno, cansado de tener una figura de autoridad femenina en su monasterio y viendo herejía en sus visiones, la denunció ante las autoridades eclesiásticas, que enviaron una comitiva inquisitorial. El grupo indagó en el monasterio, interrogó a sus miembros y llevó la primera e inacabada obra de Hildegarda al mismísimo papa para su verificación.
Dicha obra, el Scivias, no solo desafiaba los cánones de la época con sus ornamentadas ilustraciones, sino que lo que la hace realmente fascinante son las numerosas imágenes cosmológicas en las que Hildegarda representa el universo con formas que cualquier lectora reconocerá como más anatómicas que celestiales (y que pese a su obviedad ni los lectores ni los historiadores masculinos supieron ver durante siglos). A pesar de todo ello y para sorpresa de todos, el papa Eugenio III quedó maravillado con la obra y conocimiento de su autora. Tanto, que recitó pasajes de la misma ante las autoridades y concluyó lo impensable: darle permiso para predicar, convirtiéndola así en la primera mujer en poder hacerlo.
En solo un par de años el caso de la mística alemana que había embelesado al mismísimo papa había recorrido Europa y todo tipo de figuras internacionales escribían a Hildegarda para pedirle consejo político, moral e incluso sexual. No contenta con esto, y levantando multitud de odios y envidias, alrededor del 1150 Hildegarda y sus monjas —que se habían doblado en número— abandonaron Disibodenberg para fundar su propio monasterio cerca de Bingen.
Poco después de su «emancipación», como ella misma lo llamó usando un término sorprendentemente acertado y avanzado a su tiempo, el enclave se fue perfilando como una especie de club de élite y ensueño que nadie esperaría encontrar en la Edad Media, y menos en un convento. Para empezar, lejos de ocuparse de los pobres y desfavorecidos como era costumbre, Hildegarda decidió aceptar solo mujeres de alta cuna que pudieran aportar suculentas dotes al entrar como novicias. Además, y gracias a abundantes tejemanejes políticos de no poco valor, Hildegarda consiguió que el monasterio se erigiese como un monumento destacado en la región, con más riquezas y visibilidad que los de sus compañeros masculinos.
Mientras tanto, de puertas para dentro lo que realmente reinaba era la música. En aquella época el canto gregoriano era el elemento musical litúrgico por excelencia, consistente en líneas melódicas cantadas al unísono, sin acompañamiento, y dentro de una sola octava. Como la vida, la música religiosa debía ser austera. Hildegarda en cambio, profundamente convencida de que la música era el espejo del orden divino, decidió saltarse las reglas una vez más y se lanzó a componer ella misma canciones repletas de ornamentos, métricas irregulares y vertiginosos saltos interválicos para sus misas. Acompañando todo ello de una letra que evocaba un imaginario sensual y exuberante, consiguió que al escucharlas el oyente sintiera que, de haber existido la música en el Edén, debía ser así como habría sonado. Atentando aún más contra todos los valores benedictinos de la Iglesia, ella y sus monjas también cantaban, bailaban e interpretaban sus canciones adornadas con costosas coronas y luciendo vestidos de seda repletos de piedras preciosas.
Pero Hildegarda no solo ocupaba su tiempo con la música; el desarrollo intelectual en el ámbito de las ciencias naturales también fue fruto de su interés. Muestra de ello son sus impresionantes obras Causa et Curae y Physica, por las cuales es ampliamente considerada hoy en día como la primera mujer científica. De ambas, Causa et Curae ha tenido además una relevancia añadida por incluir la primera descripción registrada del orgasmo femenino. En una época en la que la sexualidad femenina se consideraba inexistente, no cesa de sorprender que dicho tema fuera abordado sin prejuicios y con tanto detalle por una monja medieval que, según todo apunta, respetó siempre sus votos de castidad. Por si esto fuera poco, algunos de estos escritos están cifrados en su lengua ignota, lenguaje de su propia creación considerado uno de los primeros lenguajes inventados. Tal era su ingenio que, aunque dejó un glosario de cientos de palabras, su misteriosa lengua aún no ha podido ser descifrada en su totalidad.
De alguna manera, mientras componía canciones, escribía obras e inventaba lenguas, también tuvo tiempo de fundar un segundo convento y de intercambiar correspondencia con emperadores, papas y demás autoridades de toda Europa. Tan valiente como temeraria, a los hombres más poderosos de su tiempo no tenía inconveniente en escribirles cartas que con frecuencia incluían reprimendas o incluso amenazas. Argumentado que no era ella quien hablaba sino Dios, se atrevió a enviarle a su propio y todopoderoso emperador Barbarroja una carta con solo treinta y tres palabras:
Yo destruyo la desobediencia y aplastaré la oposición de los que me desprecian. ¡Oh, la malicia de los malvados que me desprecian! Escuche esto, rey, si desea vivir; si no, sentirá mi espada.
Aun así, su reputación y capacidad eran tales que a pesar de estas líneas consiguió disfrutar de la protección imperial cuando el cisma papal puso en peligro sus conventos.
Pero por mucho que lo pareciera, Hildegarda no era invencible. Las ironías del destino quisieron que la única derrota de esta mujer a la que nada ni nadie se interponía fuera precisamente en aquello que más le importaba. Durante los diez primeros años tras proclamarse visionaria, Hildegarda había estado asistida por dos fieles compañeros: su secretario Volmar y otra monja, Richardis von Stade. Si bien Volmar siempre fue su más sincero amigo y admirador, se puede concluir que con Richardis, que era veinte años más joven, de familia noble y gran belleza, su relación era algo más complicada. La misma Hildegarda declaraba en sus memorias que había sentido «un profundo amor por cierta noble joven» mientras escribía el Scivias. Ese amor, que antes de la historiografía feminista había sido inocentemente tildado como simple amistad por historiadores masculinos, quedó dolorosamente palpable cuando Richardis decidió dejar a Hildegarda para ser abadesa de otro convento. Acostumbrada a conseguir todo lo que se proponía y decidida a no dejarla ir, nuestra protagonista hizo acopio de toda su influencia política para impedir su partida. Escribió con desoladora desesperación al que sería su nuevo monasterio, al arzobispo, a la madre de Richardis e incluso al mismísimo papa, pidiéndoles que invalidasen la oferta. Pese a todo, el azar quiso que por primera vez en su vida Hildegarda perdiera la batalla, y a Richardis con ella. Tras aceptar su derrota, la mística envió a Richardis una carta que ha sobrevivido al tiempo como muestra del lado más humano y vulnerable de Hildegarda, y como una de las más desgarradoras declaraciones de amor conservadas:
¿Por qué me has desamparado como a una huérfana? Me gustó tanto la nobleza de tu carácter, tu sabiduría, tu castidad, tu espíritu y, de hecho, todos los aspectos de tu vida, que muchas personas me han dicho: «¿Qué estás haciendo?». Ahora todos los que tienen un dolor como el mío se lamentan conmigo. Todos los que han tenido tanto amor en sus corazones y mentes por una persona como yo lo he tenido por ti, pero que les fue arrebatado en un instante, como tú lo fuiste a mí.
Casi dos años más tarde, Richardis moría en su nuevo convento, pero no sin antes haber declarado entre lágrimas su deseo de volver con Hildegarda. Pese a su pérdida, Hildegarda continuó escribiendo, llegando a completar cinco grandes obras, más de cuatrocientas cartas y ochenta canciones. Además, hasta casi sus ochenta años se embarcó en no menos de cuatro giras de predicación que dejan la inaudita imagen de una anciana que, burlándose de toda norma y pese a las arduas circunstancias, subía a los estrados de las principales catedrales de Europa y lograba agitar a enormes multitudes.
Ninguna otra mujer medieval, y tampoco ningún hombre, alcanzó el nivel de producción literaria y artística de santa Hildegarda de Bingen, que finalmente murió con ochenta y dos años y doblando la esperanza de vida de su tiempo. Sin embargo y pese a su inigualable fama en vida, tras su muerte fue cayendo en el olvido. La narrativa de la Edad Media como una época oscura entre la gloria de la antigüedad y la iluminada Edad Moderna, que tanto se fomentó durante el Renacimiento para elevar su propia época, enterró su recuerdo un poco más. Más tarde, los primeros medievalistas profesionales continuaron con esta tendencia, dudando sistemáticamente de cualquier obra firmada por una mujer y atribuyéndosela a algún pariente o personaje masculino cercano. Esto, unido a la concepción que tenemos de la historia, en la que el progreso se usa como baremo para medir nuestra humanidad, contribuyó a que se mirase con desdén y falta de interés al pasado. Si además ese pasado era el de una mujer, y más aún una religiosa medieval, nuestro olvido colectivo se tilda casi de crónico.
Pero incluso cuando el mundo y la historia se empeñaban en silenciarla, Hildegarda conseguía abrirse paso demostrando una genialidad atemporal. Una reedición de sus obras realizada en 1983 —y que nadie quería publicar— consiguió vender medio millón de copias y ganar premios internacionales. También demostró su perenne importancia como guía en tiempos de crisis cuando el papa Benedicto XVI acudió a sus visiones como brújula moral ante los abusos descubiertos en el seno de su Iglesia. Tanto la valoró que fue él quien por fin le concedió la canonización en 2012, tras ochocientos años de espera y numerosas peticiones. Ese mismo año fue también nombrada doctora de la Iglesia, un título que comparte con solo treinta y cinco personajes históricos, de los que únicamente tres son mujeres.
Pese a los recientes avances para recuperar su memoria, en el esfuerzo por rescatar a grandes figuras olvidadas a menudo se peca encumbrando al personaje, como si este solo pudiera ser merecedor del recuerdo colectivo si demostrase su absoluta perfección. No obstante, una historiografía realmente justa es aquella en la que sus protagonistas son rescatados y admirados en toda su complejidad humana, sin que ello desmerezca su valía.
Y eso es precisamente lo que hace fascinante a Hildegarda: sus luces nos suscitan admiración, pero son sus sombras las que nos acercan a la persona real. Si bien consiguió tener el mundo a sus pies, todo apunta a que probablemente fue una persona soberbia y autócrata, sin que ello evitara que pudiera sentir y amar como lo hacemos hoy. En suma, en una época en la que las mujeres vivían atadas a sus cuerpos, Hildegarda demostró una inteligencia, valía y coraje que pusieron en jaque la concepción del «sexo débil» sobre la que se basan nuestras convenciones sociales y religiosas.
Armada únicamente con su palabra e ingenio, consiguió ser una pionera en todos los ámbitos de su vida y tener a su merced a papas y emperadores. Su longeva e impresionante existencia continúa derribando prejuicios históricos y arrastrándonos a coquetear con la idea —a sabiendas imposible de creer— de que semejante genialidad pudiera atribuirse ciertamente a una intervención divina. No obstante, fuera realmente la elegida de Dios o no, lo que sí sabemos con certeza es que debemos seguir recordándola.
Enhorabuena por el texto, muy interesante. Podrías recomendar algo de bibliografía para saber más acerca de Hildegarda? Gracias!
Hola Víctor! Muchas gracias por tu comentario. Por supuesto que te puedo recomendar más material. Para empezar, te recomiendo googlear las ilustraciones del Scivias, que son espectaculares y muy sugerentes. También es buena introducción a Hildegarda y a otras mujeres que se le parecieron el podcast Las Hijas de Felipe, que tiene un episodio específico sobre ella (aunque todos son maravillosos). Algunos libros que recomiendo (aunque no sé cuántos estarán disponibles en castellano):
Victoria Cirlot – Hildegard von Bingen y la tradición visionaria de Occidente
Fiona Maddocks – Hildegarda de Bingen, una mujer de su tiempo
Joseph L. Baird y Radd K. Ehrman – Las cartas de Hildegarda de Bingen
Sarah L. Higley – El lenguage desconocido de Hildegarda de Bingen
Un saludo!
¡Muchas gracias!
muy buen articulo!
yo tengo salido de no se donde un CD con música de Hidelgarda con arreglos «modernos».. veo que esta en Spotify..
https://open.spotify.com/artist/2xt1t3lfZ5FGaEKrs0jp0d/discography/all?pageUri=spotify:album:6E5bJgcbFNZDqTnYAOxDFw
Hola Monica, muchísimas gracias pos este excelente articulo. Hice hace algunos años (2011) un trabajo artístico sobre las mujeres místicas y me alegro que poco a poco vayan ocupando su lugar. Teniendo en cuenta que Hidelgarda fue una mente inquieta Y PIONERA avanzándose 8 siglos a preocupaciones muy actuales; salud psíquica, física y espiritual, ecología, respeto por la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Te adjunto un enlace por si quieres conocer la obra con la que la represente.
Saludos y gracias de nuevo. montse
Muy buena y oportuna divulgación con una prosa excelente, especialmente en estos tiempos de justas reivindicaciones. Encuentro un cierto paralelismo con la nuestra Sor Juana Inés de la Cruz. Y sabrá disculparme si me voy por las ramas, pero si lo hizo Catón que era un rancio guerrero aristocrático, puedo hacerlo yo que soy un plebeyo pacifista en tiempos modernos. Este agrio romano, asi hablase de los dioses, de agricultura, de leyes etc. etc terminaba siempre sus discursos con un: De otra parte pienso que Cártago tiene que ser destruída. Bien, yo digo y diré que sería hora de cambiar de paradigma social, nosotros en casa a cuidar la cría, fregando, cocinando, lavando etc. etc tratando de adquirir una sensibilidad «más femenina» que no es imposible ya que nos acostumbramos a todo, con la prohibición explícita para acceder a la política, religión y a las armas, como hicimos con las mujeres en tiempos ha, y ellas en los parlamentos. Estoy seguro de que esta estúpida guerra no habría tenido lugar.
Hace poco descubrí esta pelicula de Margarethe von Trotta » Visión. La historia de Hildegard Von Bingen» https://www.filmaffinity.com/es/film485431.html
Por algún sitio he oido que también escribió sobre la cerveza.
Magnífico articulo.
Que maravilla de artículo, gracias!
Pingback: Victoria Cirlot: «Comprender un texto es como encontrar una espada enterrada» - Jot Down Cultural Magazine
Gracias por el artículo.
Os recomiendo también el libro «La creación de la conciencia feminista», de Gerda Lerner, en el que se dedica un capítulo entero a la aportación de Hildegarda.
Un saludo