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Sangre en el hielo: esplendor y miseria del hockey estadounidense

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Fotografía: Mike Powell / Getty.

Cuando, en 1977, George Roy Hill reclutó a su actor fetiche, Paul Newman, para hacer una película en torno a un equipo de hockey sobre hielo que no ganaba ni un partido, sabía perfectamente lo que hacía. Por extraño que pueda parecer ahora, y más aún en España, el hockey sobre hielo pasaba por entonces un momento de gloria: ningún otro deporte podía representar la violencia desatada de los años setenta como este. En ningún otro deporte estaban las peleas no solo permitidas, sino incluidas en el reglamento. En ningún otro, la agresividad en la pista pasaba a las gradas y de las gradas a los hogares post Watergate.

La película en cuestión se llamaba Slap Shot, y en español se tradujo magistralmente como El castañazo. En ella, Newman juega y entrena en un equipo venido a menos, sin espectadores, de una liga menor, que busca comprador urgentemente para evitar la desaparición inmediata. El equipo, los Chiefs, son un desastre, pero presumen de «jugar limpio» en una liga llena de matones y navajeros. El orgullo y la dignidad se echan a un lado ante la necesidad económica, y Newman acaba contratando para su equipo a tres hermanos, los Hanson —que no deben confundirse con el grupo de música—, para adaptarse a los nuevos tiempos, es decir, para dar hostias como panes.

La mejoría es inmediata: los Chiefs de Charleston empiezan a sumar victorias y victorias a base de castañazos, es decir, de violencia, sangre, peleas, humillaciones verbales, insultos, trampas… el deporte profesional en su máxima expresión. Como última caricatura, Paul Newman decide jugar el partido final apelando al «viejo hockey» del pase, la velocidad y la inteligencia. Al descanso, no solo van perdiendo de nuevo, sino que el vestuario se convierte en una farmacia, todos llenos de vendas, sangre y heridas. El dueño, desesperado, les dice: «Hay un montón de ojeadores de la NHL ahí afuera, buscando talento», y, cuando oyen la palabra ojeadores, todos se dan cuenta de lo que necesitan: más tortas, más violencia, más espectáculo. Porque la NHL, básicamente, es eso.

El deporte que llegó del frío

Para que el hockey sobre hielo se haga famoso en un país hace falta una cosa importantísima: el frío. Un continente frío, helado, de vastas extensiones que permitan a los chavales ir patinando a todos lados e incluso coger un stick para manejar un disco como quien da patadas a un balón en un país mediterráneo. Necesitas instalaciones, también. Lugares donde el frío interior sea menor que el exterior y los mismos chicos se metan ahí a entrar en calor y encuentren unas porterías, unos uniformes, unas protecciones y unas ganas inmensas de pasárselo bien.

Igual que el baloncesto amateur lo inventó un canadiense, el hockey profesional surgió en Canadá en 1917, y solo en 1924 incluyó la NHL a su primer equipo estadounidense: los Boston Bruins. Para los años setenta, los del gran apogeo, la década de las grandes audiencias, la liga acababa de llegar al lejano oeste. Lo que siempre había sido una liga de ciudades con inviernos gélidos se adaptaba de repente a Los Ángeles o a Oakland, la calurosa California, bajo el amparo del también propietario de los Lakers, Jack Kent Cooke, un fanático del hockey… y un fanático también de la violencia verbal, pero esa es otra historia.

Aún hoy en día, los partidos de la Stanley Cup —los playoffs por el título— más vistos de todos los tiempos pertenecen a ese inicio de los años setenta: los dos encuentros decisivos de las finales de 1971 y 1973 entre los Montreal Canadiens y los Chicago Blackhawks y el sexto y definitivo de la serie de 1972 que ganaron los Boston Bruins a los New York Rangers. De hecho, hasta tres partidos de esa serie están entre los nueve más vistos de la historia. La NHL se codeaba con la MLB por el segundo puesto en el corazón de los americanos, siempre por detrás de la inalcanzable NFL. Así fue durante el resto de la década, marcada por el dominio canadiense, en concreto de Montreal, y la pujanza de Boston como gran alternativa y Nueva York como eterno candidato.

La madre de todas las peleas

Precisamente los Bruins y los Rangers protagonizaron la que, para muchos, es la gran pelea de la historia de la NHL, justo en las postrimerías de los setenta, en el 1979, que, como veremos, empezó a cambiarlo todo. Era un 23 de diciembre y los Bruins visitaban Nueva York. Campeones de la Copa Stanley en 1970 y 1972, aquel era un equipo especialmente aguerrido, por llamarlo de alguna manera. En la prensa los llamaban los «Big Bad Bruins», y sería por algo. Fue un partido vibrante, con alternativas, y que se decidió por 4-3 para los de Boston después de que Phil Esposito, jugador de los Rangers, fallara un uno contra uno con el portero en los últimos segundos del encuentro.

Ambos equipos podrían haberse marchado tranquilamente a sus casas a preparar la Nochebuena, pero consideraron que la cosa no podía quedar ahí: como dos bandas de macarras, se juntaron en medio del campo y empezaron a retarse con la mirada. Unos veinte tíos, todos blancos, todos con el pelo alborotado, buena parte de ellos con los bigotes de la época, dando vueltas y empujándose sutilmente, como en la primera fila de un festival. Así, hasta que, inevitablemente, Alf Secord y Ulf Nilsson se engancharon a puñetazos junto a las mamparas de separación con las gradas.

Hasta ahí, todo normal. Dos jugadores pegándose tortazos mientras los árbitros intentan separarlos. Si la cosa no se extendía, nada de extraordinario. Pero se extendió, claro. John Kaptain, un aficionado del lugar, decidió bajar a repartir mandobles con un programa del partido enrollado. Esto también era habitual: los espectadores bajaban contra el metacrilato a gritar, a animar, a pegar sus propios puñetazos y reproducir la pelea en las gradas si era necesario. La mala suerte quiso que el golpe de Kaptain llegara a Stan Jonathan, jugador de los Bruins, y le hiciera una herida de la que empezó a salir sangre. No contento con la que había liado, Kaptain consiguió incluso quitarle el stick de las manos.

¿Cómo reaccionaron los «Big Bad» Bruins? ¿Cómo quieren que reaccione un equipo con ese apodo? Se olvidaron por completo de su rival en la pista y subieron en estampida a las gradas. El primero fue Terry O’Reilly, que aún ostenta el récord de peleas y minutos de suspensión de la franquicia. O’Reilly se lanzó a por el aficionado, lo arrinconó y empezó a golpearle con el puño. A partir de ahí, el caos. Todos los Bruins, con sus patines y sus cascos aún puestos, caminando por las escaleras del Madison Square Garden como si fueran Atila y sus hunos, repartiendo a todo el que se interpusiera en su camino, quitando zapatos y lanzándolos a la pista, donde, atónitos, los Rangers se preguntaban en qué demonios estaban pensando cuando empezaron todo esto.

Si Estados Unidos era un país salvaje en los setenta, un país de asesinos en serie, traumas posbélicos y delincuencia en las calles con la llegada de la heroína y, sobre todo, el crack, Nueva York era la capital de ese salvajismo. Frente a unos años sesenta dominados por la paz y el amor californianos, los setenta eran despiadados como un equipo de hockey haciendo de brigada antidisturbios al acabar un partido. Tiempos de bandas urbanas y de policía en los parques. Agresividad latente que derivaría en una década de chiflados, como serían los ochenta, y un actor de presidente intentando poner orden.

Los Bruins no volverían a ganar un título hasta 2011. De hecho, pese a jugar hasta cinco copas Stanley en los setenta, solo han disputado otras cinco en las cuatro décadas posteriores. Aquella temporada 1979-1980 vio el triunfo de un equipo de Nueva York, pero no fueron los Rangers, sino los Islanders, que saludaron el cambio de paradigma con cuatro títulos consecutivos. Era, en cualquier caso, el fin de la época dorada. Empezaba otra cosa, y la explicación había que buscarla en otro deporte.

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Garnet Hathaway y Adam McQuaid, 2019. Fotografía: Brett Holmes / Getty.

Muchacho, California, muchacho…

Si la violencia y la droga se hicieron con los Estados Unidos a finales de los setenta, ninguna liga profesional lo notó más que la NBA. En 1979, el año que acabó con los Bruins en las gradas del Madison, la liga profesional de baloncesto agonizaba en demasiados sentidos. En palabras de Spencer Haywood, uno de los mejores y más problemáticos jugadores del momento, «el 80 por ciento de los jugadores tomábamos cocaína». Entre otras cosas. 

La NBA posterior al fenómeno Bill Russell era una sucesión de actos violentos y pasotismo absoluto de unos jugadores que no sabías por dónde te iban a salir y que pasaban buena parte de su tiempo en clínicas de rehabilitación. Su mejor jugador, Kareem Abdul-Jabbar, era un hombre seco, serio, distante, que solo aceptó reírse de sí mismo cuando llegaron los ochenta y decidió hacer un cameo en Aterriza como puedas. Todo parecía conducir a la liga a la ruina cuando, ese mismo 1979, llegaron dos chavales de veinte y veintidós años llamados Magic Johnson y Larry Bird.

Con ellos, volvía una manera de entender el baloncesto atractiva, dinámica y competitiva. No faltaban las peleas, claro está, pero se jugaba para dar lustro al juego. Los Celtics inventaron el up-tempo y se llevaron tres anillos con transiciones enloquecidas. Los Lakers doblaron la apuesta con el «Showtime» de Jack McKinney, evolucionado posteriormente por Paul Westhead y Pat Riley. California, de nuevo. Palmeras y naranjos al sol. Chicas despampanantes que podrían salir en cualquier vídeo de la MTV. De repente, igual que el hockey había plasmado el espíritu del tiempo setentero, el baloncesto, y más en concreto el Forum de Inglewood, plasmaba lo que eran los ochenta: ejecutivos agresivos descargando adrenalina junto a supermodelos mientras James Worthy machacaba al contraataque y Magic Johnson le guiñaba un ojo a Jerry Buss.

¿Qué hizo la NHL, entonces? Notó el impacto, claro, pero, al fin y al cabo, eran públicos distintos. La NBA apelaba a las clases medias-bajas de las grandes ciudades, a las minorías étnicas que veían una salida en sus ídolos. La NHL era más cinturón del óxido, más ciudad industrial, más biblia en mano y con el mazo dando. Durante un par de décadas, con problemas lógicos, la NHL subsistió asumiendo un cuarto plano que le era suficiente, agarrada a la figura gigantesca del canadiense Wayne Gretzky, apodado el «Más Grande» por algo. Así, hasta que llegó el desastre de 2005. Un desastre del que solo ahora parece empezar a recuperarse.

El lockout que casi acaba con una liga

La NHL de principios de siglo era ya una liga internacional, con multitud de estrellas de la extinta Unión Soviética, otro país donde el frío había popularizado el deporte. De hecho, entre 1956 y 1992, la URSS y su heredero olímpico, la Comunidad de Estados Independientes, ganaron ocho de los diez oros olímpicos aprovechando su estatus de amateurs. La liga ya no era la de los hijos de los inmigrantes polacos o irlandeses, sino que iba dando paso a los Aleksandr Ovechkin, Pavel Datsyuk, Ilya Kovalchuk

En medio, contratos y negociaciones. Sueldos demasiado bajos y exigencias demasiado altas. Dos años de disputas legales que derivan el 16 de septiembre de 2004 en el anuncio de un lockout, o cierre patronal. La liga se suspendía, los sueldos se congelaban. Muchos se marcharon a ligas menores o incluso cruzaron el charco para seguir compitiendo. Otros se quedaron mano sobre mano esperando una solución que no llegaba. Por supuesto, no era la primera vez que pasaba en el deporte americano —la NBA vivió un sonado lockout en 1998, que, en parte, influyó en la retirada de Michael Jordan, y la propia NHL había pasado por una situación similar en 1995, además de la huelga de jugadores de 1992—, pero sí era la primera vez que no se solucionaba.

La cada vez más reducida base de aficionados pedía volver a los estadios, pero las posiciones seguían enquistadas. Las televisiones rugían de rabia. La sensación de impotencia y de caos era tremenda. Finalmente, el 16 de febrero de 2005, el comisionado Gary Bettman anunció la cancelación de la temporada completa. Nunca antes se había cancelado una temporada entera en una liga profesional estadounidense. Nunca antes, ni siquiera en los años de las dos grandes guerras mundiales, se había dejado de entregar una Copa Stanley.

El lockout fue un durísimo golpe en términos de audiencia televisiva, interés mediático y asistencia de los aficionados, pero, pese a un nuevo amago de tragedia laboral en 2012, el hockey sobre hielo sigue vivo en Estados Unidos, quizá porque venimos de una década que no se distingue tanto de los setenta. Una década de extremos y de enfrentamientos continuos. De necesidad de sacar adrenalina por donde sea. Justo antes de los confinamientos pandémicos, el séptimo partido de la Copa Stanley 2019 entre los St. Louis Blues y los Boston Bruins reunió a 8,72 millones de espectadores frente a la televisión, un 4,9 por ciento de la audiencia. Era la tercera vez en veinticinco años que un partido de hockey llegaba o superaba el 4 por ciento.

Lo que vendrá después del coronavirus no lo sabemos. Ni en el hockey ni en ningún otro deporte. De momento, la institución sigue en pie, y eso ya es algo. Las peleas no solo no han menguado, sino que parecen crecer, incluso en virulencia. Forman parte del espectáculo y nadie quiere decepcionar a un aficionado que tanto ha sufrido en silencio. El contrato televisivo con ESPN y TNT (las mismas cadenas que retransmiten la NBA) casi ha duplicado los ingresos, así que hay motivos para la esperanza. En cualquier caso, mientras haya frío, habrá un chico en Minnesota o en Pensilvania o en Massachussets, dispuesto a salir a la nieve y el hielo a patinar con su stick. El resto saldrá solo. Así ha sido y así será siempre. El viejo hockey y el nuevo hockey, como se dio cuenta Paul Newman, acaban siendo lo mismo.

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3 Comentarios

  1. Gran artículo.
    Y me interesa CERO el hockey.

  2. Morcillero

    No se si fué en otro artículo de Jot Down donde descubrí la figura del «Goon» en el Hockey. El matón. Un jugador destinado a proteger a los figuras de su equipo a hostias y, si llegaba tarde, vengarlos de forma que los contrarios se lo pensaran dos veces antes de tocar uno de sus cabellos. Ya de paso, cascar a los buenos del otro equipo. Si además eran capaces de jugar un poco, pues miel sobre hojuelas.
    https://www.sportslingo.com/sports-glossary/g/goon/

  3. Existe un grupo de hermanos llamado Hanson, sip, pero también existe un grupo de pop punk canadiense llamado The Hanson Brothers, en referencia a los individuos fichados por los Chiefs en la peli de Roy Hill. Actúan disfrazados como los Hanson Brothers filmicos; gafas, pelucas, parafernalia de hockey y tiritas. En realidad son la banda de punk No Means No en una segunda identidad. Saludos.

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