El arte perfecto parece ser natural, y la naturaleza triunfa cuando entraña un arte secreto.
Longino
«Bukowski solo escribe un poema: la vida es una mierda. Pero todos admiten que lo escribe más poderosamente que nadie». Desinhibida y exacta, esta frase de Don Strachan, reportero de Los Angeles Free Press, un diario underground californiano, presentaba hace medio siglo a sus lectores (gente sin coche que cogía el autobús en una ciudad atravesada por autovías) a un cincuentón con apellido alemán, herencia de un vago origen inmigrante, que decía ser escritor. El tipo había publicado algunos poemas, pasto de una tribu secreta, la mayoría en sencillos chapbooks, y cuentos en revistas de escasísima difusión y dudoso prestigio. Acababa de entregar a Black Sparrow Press, la editorial subterránea de John Martin, un vendedor de mobiliario y material de oficina al que había conocido (por carta) seis años antes, una novela —Post Office— en la que contaba, con humor y crueldad, las miserias del oficio al que había renunciado: cartero. «Hey tío, cuando escribo yo soy el héroe de mi mierda». No cabe decir que fuera un debut prometedor, pero sin duda el personaje (aquel encuentro había sido concertado para hacer una entrevista) poseía carácter.
La sensación de Strachan fue encontrarse delante de «un burdo trozo de carne». Se sentó frente al extrañísimo troglodita y lo invitó a hablar. Tenía la cara llena de cicatrices y los hombros caídos. Voz suave. Parecía un anciano prematuro. Nadie hubiera pensado —todavía cuesta creerlo— que en el interior de ese cuerpo rotundo y torturado por su propio dueño se escondiera el alma sensible de un poeta. Un heredero de la sagrada estirpe de Homero. Suele ocurrir: a menudo definimos a los demás —y los otros hacen lo mismo con nosotros— a partir de su aspecto, una impresión difusa, un detalle pasajero, una frase dicha a destiempo. Esa imagen improvisada se torna súbitamente tan sólida como una estatua. Perdura en el tiempo, aunque el modelo a partir del cual un día la esculpimos mentalmente ya no sea exacto, cambie o se difumine. No hay nada que hacer al respecto. El primer juicio sobre alguien es como una piedra en el riñón: goza de tal fortaleza que los hechos de toda una vida no consiguen diluirlo. Es como un peñasco hundido en el lecho de un río. La corriente de agua desgastará todos los días la piedra sin llegar a moverla de su refugio, que también es su tumba.
Lo mismo sucede con Henry Charles Bukowski Jr (1920-1994). A más de un siglo de su nacimiento en Ardenach (Alemania), tres décadas después de su muerte por leucemia en San Pedro (un suburbio de Los Ángeles), sus libros continúan en los estantes de las librerías. Sus novelas y relatos no dejan de reeditarse en colecciones de bolsillo. Los poemarios saturan la sección de antologías líricas. Se venden en inglés, traducidos y en versiones bellamente ilustradas. Sus obras más antiguas y raras, impresas manualmente por editores diletantes en los años sesenta, con tiradas cortas y numeradas para coleccionistas, alcanzan en el mercado de segunda mano en Estados Unidos precios superiores a los 15.000 dólares por ejemplar. Ninguno de sus títulos de los años setenta baja de los 7.000.
¿Cómo fue posible semejante prodigio? Digamos que la ascensión de Bukowski al Parnaso literario, si entendemos por tal la abundancia y persistencia de sus lectores, se debe a la fuerza extrema de su literatura, aunque para que esta fuera realmente estimada por los editores y el público —su valoración académica es relativamente tardía e irregular— requirió la combinación (afortunada) de dos factores ajenos a la creación propiamente dicha. El primero fue la construcción de un personaje público. Un rostro para la multitud. El segundo tiene que ver con la favorable acogida que algunos de sus libros, especialmente los narrativos, tuvieron en Alemania, Francia y España, donde comenzaría a ser publicado en las postrimerías de los años setenta. Ambos elementos —la devoción que en los círculos contraculturales suscitó el arquetipo del escritor depravado, fiel al viejo mito del artista consagrado al vicio, y la entregada respuesta del público en Europa (lo que suponía la existencia de un mercado editorialmente rentable)— contribuyeron a sacarlo de su anonimato americano. La máscara de Bukowski, un disfraz efectista si se quiere entender así, se instaló a partir de ese momento en el imaginario cultural del mismo modo que las caricaturas de otros escritores mayores, como Cervantes, Shakespeare, Baudelaire, Kafka o Pessoa. No había que haberlo leído para reconocerlo. Los lectores, sobre todo los más jóvenes, devoraban sus historias. Sus versos, escritos en cuartos oscuros y devastados, se usan ahora como guiones para anuncios sobre automotivación. Holy shit. Su vida ha sido objeto de películas, obras de arte, afiches y un sinfín de homenajes. Nunca un perdedor profesional, insistente, tenaz, pudo imaginar semejante ascendiente. Importa poco que la academia todavía minusvalore su obra, negándose no solo a incluirla en el canon in fieri de la literatura norteamericana, sino evitando someterla a un examen neutral. Bukowski está vivo.
El triunfo en vida y la gloria post mortem, en cualquier caso, no hubieran acontecido sin la severa dedicación del escritor a su oficio. Bukowski hizo del acto de escribir un destino vital, una misión, su principal dogma. Practicó la escritura como si fuera una mística, aunque su catecismo personal, su libro secreto de oraciones, nos hable de convicciones muy diferentes a las de cualquier religión estricta. Su mensaje: la belleza tiene su origen en la experiencia (ecuménica) de la vulgaridad. La trascendencia comienza en un callejón lleno de cubos de basura. La literatura de Bukowski es una grandiosa epopeya prosaica: el antihéroe se enfrenta en ella de forma agónica a un destino que frustra su vocación. Lucha para poder ser. ¿Triunfa? No importa en exceso. Lo trascendente es que libra su propia batalla. Y esta guerra es una vía de redención. La justificación de su existencia.
Del violento conflicto con la realidad mundana nace su poética. Cabe situar los orígenes de esta mirada contra el mundo en el periodo que va desde la expansión urbanística y demográfica de las grandes ciudades de California —la fundación de los estudios de Hollywood, el inicio de la industria del cine, la aparición en escena de Charles Chaplin, la llegada a Los Ángeles de un desconocido Walt Disney— hasta los años posteriores a la Gran Depresión, asociados a los quebrantos sociales del crack de 1929. En paralelo a estos acontecimientos históricos se entreveran las experiencias vitales: el maltrato familiar, la inadaptación escolar, el temprano descubrimiento dionisiaco del alcohol, el asombro de encontrar en los libros un reflejo de sus anhelos, la sensación de estafa que suponía vivir en un país que reemplazaba los ideales por el espejismo sonámbulo del consumismo. Todos configuran la forja íntima de un escritor salvaje. Lejos de ser meros eventos biográficos, estas intensas vivencias explican la convulsa sensibilidad de Bukowski. Son los sonidos iniciáticos de una voz fieramente humana.
El poeta norteamericano se hizo célebre en los círculos underground, antes que por sus novelas o por sus cuentos, gracias a las crónicas periodísticas que publicó a principios de los años sesenta en los diarios baratos que leían los hippies y los empleados sin formación. Su público eran obreros y yonquis. Su camino, sin embargo, había comenzado mucho antes. Bukowski venía de muy lejos. Atesoraba una prehistoria, aunque entonces solo la conociera él, que se remontaba a la década de los años cuarenta. Después sobreviene un decenio sin registros editoriales. Son los años inverificables: capitales para su formación como escritor, que es existencial y autodidacta. En ellos viviría las experiencias (nucleares) que nutren su obra. Para una parte de sus lectores su poesía es una perfecta desconocida. La prosa, en cambio, lo convirtió en un autor popular, rentable y, al final de su carrera, le permitió disfrutar —animado por las exenciones fiscales— de la condición de burgués irreverente, dueño de una casa propia con jardín y piscina que no prescindió nunca de la mentalidad del outsider, aunque la puesta en escena fuera irónica. Si en sus inicios fue un joven airado, un misántropo radical, su crepúsculo nos muestra a un inadaptado —a pesar de su suerte— que se ríe de los giros de la Fortuna, esa noria que un día te sitúa en la cima y, al siguiente, te hunde en el barro.
Bukowski probó con los relatos antes de intentarlo con los versos. Su primer cuento —«Aftermath of a Lengthy Rejection Slip»—, un grotesco sobre el desinterés de las editoriales por los autores que carecen de padrinos, aparece publicado en la revista Story en 1944. Tenía 24 años, ningún contacto editorial y un despiste cósmico que se alimentaba de un pálpito movido por la furia y la frustración. A lo largo de su carrera llegaría a publicar poemas y narraciones en 1.414 cabeceras distintas, lo que le valió el título de King of Underground Magazines. Pese a ver impresas muchas de sus historias, la discreta repercusión obtenida —buscaba visibilidad a través de una constelación de publicaciones efímeras, impulsadas por editores independientes y con una influencia muy escasa en el mercado del libro— hizo que abandonase su aspiración de convertirse en un escritor profesional. Se dedicó a pasear su desencanto por las grandes urbes de Estados Unidos durante dos lustros, alternando los trabajos temporales con el subsidio de desempleo, viviendo como un obrero itinerante en sucios cuartos de alquiler. Subsistiendo como un nómada alcohólico. «Era un vagabundo».
La Bildungsroman de Bukowski está hecha con esta sucesión de sombrías vivencias juveniles. Pero, al contrario que otros antecedentes de las novelas de formación sentimental, su personaje literario no encarna a un pícaro ni se retrata como un artista iluminado. Es un hombre absolutamente común, con aspiraciones remotas de realización personal y una sensibilidad cautiva. Que huye de un hogar y una familia que han dejado de ser tales. Un alma perdida que no persigue nada sublime y cuya única pretensión se reduce a sobrevivir por sus propios medios. Alguien que no busca el espejismo dorado del sueño americano. Su encrucijada vital es mucho más mediocre. Se reduce a la historia de un inadaptado que emprende un viaje de exploración y descubre un universo hostil donde el sujeto es un instrumento y el porvenir una rueda hecha de convenciones sociales. Bukowski decide entonces dimitir. Borrarse. Bebe para escapar de su naufragio. Renuncia absolutamente a todo. Relaciones, anhelos, sueños. Elige la gloriosa libertad, aunque el precio a pagar sea la indigencia.
El conflicto esencial de su literatura —la lucha por la vida— presenta una inequívoca formulación trágica, si bien enunciada desde presupuestos escasamente heroicos. El suyo es un drama sine nobilitate. La odisea de millones de personas que en la Norteamérica de la posguerra vivieron escindidas entre sus deseos y la imposibilidad de alcanzarlos. En sus libros no hay una aceptación pacífica del destino. Sus personajes no viven en una dolorosa resignación. Lo que transmiten sus versos y sus novelas, sobre todo Ham on Rye, acaso su obra más confesional, es una rebeldía cuyas armas son el nihilismo, la soledad y la obstinación. Un heroísmo diminuto que trata de mantener prendida la chispa sagrada que puede volver a encender el fuego. Bukowski entona una forma de canto distinta. Su América ya no es un paisaje telúrico ni la bíblica tierra de promisión de los pioneros, como sucedía en la poesía proteica de Walt Whitman. Ahora es una prisión que destruye las aspiraciones de individuos concretos. Seres perdidos entre una inmensa multitud. Gente sola.
Este trasfondo filosófico de su literatura —entiéndase este concepto con las debidas prevenciones— no casa, o solo lo hace en parte, con la caricatura del borracho desquiciado que escribe relatos pornográficos —historias saturadas de sexo, humorísticas, réplicas mecánicas de la misma fórmula narrativa— para satisfacer a una audiencia subprime. Que la máscara del autor, hecha mediante la destilación ficticia de sus experiencias, oculte el hondo sustrato existencial de su poesía denota el cambio en la percepción social del hecho literario. En la cultura pop, la imagen pública del autor devora a su obra. No hay que lamentarse en exceso: Bukowski fue el primero que jugó conscientemente esta carta de la autorreferencialidad para dejar atrás una irrelevancia personal que —conviene no olvidarlo— se dilató durante más de dos décadas en las que intentó, sin éxito, emular a Hemingway y conseguir el nihil obstat de las instituciones literarias. No way.
Toda tragedia incluye una anagnórisis. El momento que señala el desenlace del drama, cuando el héroe —en este caso, su némesis— descubre el tamaño de su desgracia y conoce cuál es su batalla. Bukowski vivirá este punto de giro en 1955 en la sala de urgencias de un hospital benéfico. Un lustro después de volver a Los Ángeles y encontrar un empleo como cartero, el alcoholismo furioso lo llevará al borde de la muerte. «Si bebe una copa más se morirá», le dijo el médico. Diagnóstico: 35 años y una úlcera sangrante. Con el pie en el estribo, protagonista de un suicidio premeditado, vuelve a escribir, pero esta vez serán versos. Palabras e imágenes de una poesía extraña, carente de rima y medida, ajena a cualquier preceptiva. Estos poemas hablan de escenarios extraños. Mañanas en el hipódromo. Tardes de boxeo. Bares con luz artificial y letreros de neón averiado. Noches infinitas y tormentosas. Dioses sordos. Los artículos de Open City tardarían un tiempo en llegar. Las novelas del borracho desquiciado las escribirá más tarde, impulsado por el pánico a la pobreza tras dejar, a los 50 años y con una hija, el único empleo estable que había tenido. Poemas escritos en soledad, sin más destinatario que él mismo. Hechos con las tripas, el humor revuelto de las madrugadas y una desesperanza tan cruda como enternecedora. Un hombre devastado se mira al espejo. Maldice. Y crea los versos inmortales que le sobrevivirán.
Este texto está incluido dentro del libro Charles Bukowski, de Carlos Mármol, publicado por Athenaica en su colección Breviarios.
CHARLES BUKOWSKI
Carlos Mármol Athenaica Ediciones. Colección Breviarios. En librerías: 8 de junio de 2022 |