A comienzos de 1982 —hace ahora cuarenta años— los militares que gobernaban la Argentina tuvieron una idea que les pareció brillante: recuperar por la fuerza las islas Malvinas. Creyeron que tal acción sería un espaldarazo de popularidad, un golpe de efecto similar al que había representado el Mundial de fútbol desarrollado en el país y ganado por la selección local cuatro años atrás. El resultado, sin embargo, fue exactamente el opuesto. La derrota militar en la guerra contra el Reino Unido precipitó el final de la dictadura que llevaba ya seis largos y atroces años en el poder.
Lo que vino después en relación con esa guerra (la única en la que se involucró la Argentina en el último siglo y medio) fue el silencio, el ninguneo, una suerte de afán por meter la basura debajo de la alfombra. Como si lo necesario o lo aconsejable fuera el olvido. Los que no podían olvidar, por supuesto, eran los que habían estado allá, quienes al trauma bélico debieron añadir el desprecio de una sociedad que primero los mandó al infierno y luego los dejó a la buena de Dios. Más de quinientos excombatientes se suicidaron en las cuatro décadas transcurridas desde entonces.
Poco a poco, no obstante, el paso del tiempo y el recambio generacional han hecho que la mirada sobre ese capítulo del pasado reciente se haya ido modificando. Pero para los argentinos Malvinas sigue siendo un tema doloroso, chocante, contradictorio, hasta cierto punto incluso bastante desconocido. Cuarenta años después, ¿en qué pensamos cuando pensamos en Malvinas?
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En Argentina, el 2 de abril es festivo: recuerda la fecha de 1982 en que se produjo el desembarco y la recuperación (temporal) de las islas. Hay municipios, calles, estadios, plazas, clubes, centros culturales, hospitales, museos, torneos de fútbol, un aeropuerto e incontables otros lugares e instituciones que llevan el nombre de las Malvinas. El mapa del archipiélago se reproduce en infinidad de sitios: camisetas, calcos pegados en los coches, grafitis y murales en las paredes, banderas en los partidos de fútbol y los conciertos de rock. Todos aquí crecemos sabiendo que «las Malvinas son argentinas».
«Estamos atravesados por Malvinas», me dice el historiador y escritor Federico Lorenz, quien se ha especializado en esta cuestión y acaba de publicar la novela Para un soldado desconocido, ambientada precisamente en esta guerra. Es algo que «llega como mandato a los más jóvenes a través de la escuela y los medios». Pero aclara que por Malvinas se entienden dos cosas. En primer lugar está el recuerdo de la guerra; en segundo plano —aunque en buena medida superpuesto al primero— «la causa nacional por la recuperación de las islas». Esa superposición «complica un poco el debate».
¿De qué forma lo complica? Lorenz —quien entre 2016 y 2018 dirigió el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, con sede en Buenos Aires— señala que, por un lado, cualquier crítica contra la guerra es vista desde ciertos sectores como algo que puede atentar contra la reivindicación argentina de su soberanía sobre las islas. Por el otro, cualquier propuesta de revisar los fundamentos de esta «causa nacional» parece desestimar el sacrificio de quienes dieron su vida en el 82. «Es medio como el perro que se muerde la cola», añade Lorenz. «Y eso no le hace justicia a ninguna de ambas cosas: ni al recuerdo de la guerra ni a la historia larga de las islas».
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Y sí que es larga la historia de las islas. Aparecen en los mapas desde 1502. Durante siglos, Francia, Reino Unido y España se disputaron su soberanía. Desde 1766 las Malvinas tuvieron gobernadores españoles. Tras la independencia argentina, obtenida en 1816, Buenos Aires se hizo cargo de su administración. Hasta que en 1833 llegó una fragata de guerra británica que expulsó a los argentinos y tomó posesión de las islas; es decir, lo mismo que hicieron las tropas argentinas —con resultados tan distintos— un siglo y medio después.
Desde entonces, la Argentina protesta por esa usurpación, alegando razones históricas y políticas y también geográficas: el archipiélago se encuentra dentro de los límites de su plataforma continental. En 1965, la Asamblea General de las Naciones Unidas reconoció la existencia de una disputa de soberanía y que el caso se encuadra en una situación de colonialismo, e invitó a ambos países a «encontrar una solución pacífica al problema» teniendo en cuenta «los intereses de la población de las islas». Pero los militares argentinos de principios de los ochenta decidieron jugar su juego.
Para los argentinos hubo una suerte de revancha simbólica: el partido que enfrentó a la selección albiceleste con la inglesa en el Mundial de México en 1986. Diego Maradona convirtió ese día dos de los goles más famosos de la historia del fútbol, el de la Mano de Dios y el Gol del Siglo, «barrilete cósmico —como dijo Víctor Hugo Morales en su archifamoso relato—, ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina?». En ese puño apretado había mucho más que fútbol, indudablemente.
El caso es que, en la actualidad, las Malvinas siguen siendo uno de los diecisiete territorios no autónomos supervisados por el Comité Especial de Desconolonización de la ONU. En enero de este año, un grupo de personalidades españolas —entre las cuales se destacan los expresidentes González, Aznar, Zapatero y Rajoy— instó al Gobierno británico a reabrir las conversaciones con su par argentino por el tema Malvinas. Como era inevitable, la tensión por la actual guerra entre Rusia y Ucrania hizo que estas buenas intenciones quedaran en un plano muy secundario.
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A los excombatientes argentinos les pasa más o menos lo mismo que a los veteranos de todas las guerras. Algunos se quedaron detenidos allí, como si nunca hubieran podido escapar de ese momento de sus vidas: hablan todo el tiempo de eso, «gente que quedó monotemática, que te habla de la guerra y hace el ruidito del proyectil en el aire y las explosiones, que mitad en chiste y mitad en serio habla imitando la manera de hablar de los militares». Me lo cuenta Sergio Omar Rotundo, que tenía diecinueve años cuando lo mandaron a pelear a las islas.
Otros no hablaron de la guerra nunca más. «Gente que se encerró, o evade el tema, casi que reniega, que en su momento ni siquiera invocó su condición de excombatiente para buscar trabajo». Este último dato no es nada menor, sobre todo si se tiene en cuenta que durante mucho tiempo —en las décadas del ochenta y noventa e incluso en los 2000— era bastante común que, vestidos con ropa militar, muchos veteranos de Malvinas se ganaran la vida en el transporte público, vendiendo baratijas con el contorno de las islas y los colores celeste y blanco de la bandera argentina.
Rotundo siempre se sintió «en un lugar intermedio». Y alude también a esa contradicción entre la guerra y la «causa nacional» cuando se refiere a Malvinas como tema en la sociedad: «Es un sentimiento pero a la vez una molestia, algo que duele. Como cuando tenés una persona querida muy enferma y no sabés si preguntarles a los familiares o no, si ofrecerles ayuda, si ir a visitarlos, y cuando hablás de eso se genera una situación medio tensa».
De hecho, enfatiza Rotundo, en los primeros años después de la guerra, Malvinas era un tema del cual, en la vida cotidiana, casi no se hablaba. Él no solía sacar el tema en las conversaciones porque «no quería incomodar» ni hacer que alguien se sintiera «obligado» a hablar de eso. Durante muchos años, agrega, las Malvinas fueron «un informecito en el noticiero cada 2 de abril y nada más».
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Por cierto, es interesante repasar la historia de las fechas elegidas para las conmemoraciones de Malvinas: equivale a analizar la historia de la memoria argentina sobre la cuestión.
El 28 de marzo de 1983 —cinco días antes del primer aniversario del desembarco argentino en las islas— la dictadura todavía gobernante (aunque en retirada, pues ya se había anunciado que a finales de ese año habría elecciones para volver al régimen democrático) decretó que el 2 de abril sería feriado, en ocasión del «Día de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur».
Un año después, sin embargo, el gobierno constitucional de Raúl Alfonsín decidió trasladar el festivo al 10 de junio, «Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Malvinas, Islas y Sector Antártico» (en recuerdo de la fecha de 1829 en que la Argentina designó su primer gobernador de las islas, Luis Vernet; esta conmemoración se había establecido una década atrás, pero siempre había sido día laborable).
Tuvieron que pasar diez años de ninguneo y desdén para que, en 1992, el 2 de abril fuera declarado «Día del Veterano de Guerra». Y casi otra década más para que, desde 2001, esa fecha —ahora con el nombre específico de «Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas»— volviera a ser feriado nacional, en reemplazo del 10 de junio. Y así continúa. La herida sigue abierta, pero poco a poco ha ido cicatrizando.
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El tiempo ayuda a que los hechos se puedan ver con mayor perspectiva. Y también colaboran otros factores. Por ejemplo, el acceso a la información posibilitado por internet. «Un pibito de hoy se va a encontrar con Malvinas, aunque sea por accidente, muchas más veces que un adolescente de los ochenta o los noventa, cuando no había información por casi ninguna parte», destaca Rotundo.
El recambio generacional, por su parte, también entraña dificultades. Rotundo cuenta que, a lo largo de estos cuarenta años, con mucha frecuencia fue convocado a escuelas e institutos para contar su experiencia en la guerra. «Al principio, debía tener presente que los pibes habían sido muy chiquitos en la época de Malvinas, o que tal vez ni siquiera habían nacido. Pero ahora tengo que ser consciente de que yo fui a una guerra cuando ni siquiera habían nacido los padres de esos chicos».
Y eso obliga a explicar desde cero algunas cuestiones que para los niños y adolescentes de hoy suenan (por fortuna) cada vez más remotas: que el gobierno era militar y no había sido elegido por la vía democrática, que existía un servicio militar obligatorio… Hay que recordar que los dictadores argentinos enviaron a la guerra —contra una de las mayores potencias armamentísticas y con más prestigiosa historia bélica del mundo— a miles de muchachos de entre dieciocho y veinte años cuya formación militar se reducía a lo que habían aprendido en la colimba (nombre coloquial de la mili en Argentina, acrónimo de «corra, limpie y barra»). Algunos de esos muchachos —los nacidos en 1963, quienes llevaban unas pocas semanas como reclutas— ni siquiera tenían claro cómo se manejaban las armas con las que fueron enviados a «defender la patria».
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En una conversación con una chica inglesa, hace unos cuantos años, cuando yo vivía en Madrid, surgió el tema de Malvinas. Ambos coincidimos en calificar la guerra de desatino y de tragedia. Más o menos como todas las guerras. Casi sin pensarlo, pronuncié una de esas frases que los argentinos repetimos miles de veces de forma automática, algo así como: «Fue un delirio de los militares que solo sirvió para que murieran un montón de argentinos». Ella me miró fijo, y yo también la miré fijo, porque me di cuenta de lo que acababa de decir. «Y un montón de ingleses también, claro», añadí.
Solo entonces fui consciente de cuán impregnados estaban en mí los discursos que había escuchado y leído desde mi infancia (yo tenía cuatro años durante la guerra). Y de que nunca, o casi nunca, me había tomado el trabajo de cambiar de perspectiva, de pensar los hechos desde otro punto de vista. Claro que murieron un montón de argentinos en Malvinas: seiscientos cuarenta y nueve. Pero también murieron doscientos cincuenta y cinco ingleses. Y muchos más británicos sufrieron las políticas neoliberales del gobierno de Margaret Thatcher, en buena medida también como consecuencia de la guerra. En 1983, la primera ministra fue reelegida con la victoria electoral más amplia desde la Segunda Guerra Mundial, gracias al inmenso respaldo popular que se ganó a fuerza de reavivar las nostalgias del viejo imperio.
Sucede que, en cierto sentido, pese a que muchas veces nos sentimos en las antípodas, agua y aceite, cara y cruz, lo cierto es que argentinos e ingleses somos bastante más parecidos de lo que solemos querer ver. Hernán Casciari, al escribir sobre un cuento de Nick Hornby, destaca «la enorme cercanía entre los universos argentinos de provincia y los escenarios suburbanos de Inglaterra». Habla de las ficciones televisivas inglesas, en las que «hay mucho fútbol (en la calle, en los bares) y muchísimo trapicheo argentino, muchas sobremesas con porro y conversación». Se advierte con claridad en This is England, que primero fue una película y luego una serie, «donde los protagonistas ingleses, un grupo de adolescentes, pasan por dos momentos históricos clave: la guerra de Malvinas, en el 82, y el gol con la mano que les metió Maradona en México».
Guillermo Saccomano, en un cuento titulado «Jonás», de 2011, sí invierte la mirada: sus personajes son traumatizados excombatientes ingleses, entre ellos el que disparó los torpedos que hundieron al crucero General Belgrano, acción en la que murieron trescientos veintirés hombres (casi la mitad de las bajas argentinas en todo el conflicto). Raúl Vieytes fue más lejos aún en su novela Kelper, de 1999, un oscuro policial ambientado en las Malvinas, protagonizado por isleños que desprecian a los argentinos y en el que la guerra es solo un mal recuerdo que es mejor nombrar lo menos posible.
La más importante de las obras que ponen en perspectiva el enfrentamiento probablemente sea el biodrama Campo minado, de Lola Arias, estrenado en 2016. Está construido sobre los testimonios reales de seis excombatientes: tres argentinos y tres ingleses (uno de ellos, en realidad, un gukha nepalés). La particularidad es que son ellos mismos quienes ponen el cuerpo: se suben al escenario y les cuentan a los espectadores sus sobrecogedoras experiencias. «En 1982, cuando vi a los argentinos por primera vez, me parecieron arrogantes —dice Lou Armour, uno de los ingleses—. La segunda vez estaban heridos o muertos. La tercera vez estaban derrotados. Ahora todos tenemos cincuenta y pico y somos veteranos de la misma guerra».
De todos modos, nadie lo dijo mejor que Borges en su brevísimo relato «Juan López y John Ward», publicado en el diario Clarín en agosto del 82:
Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras. […]
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
Hay, de todos modos, una diferencia fundamental en el modo de recordar la guerra en Argentina y en Inglaterra. La refiere el mismo Lou Armour: «Cuando llegué a Buenos Aires [en 2016] estaba sorprendido, las Malvinas estaban por todos lados: remeras, calcomanías en los autos, fotos en un hospital de niños… Pero nosotros ya no hablamos de las Falklands en el Reino Unido. Los niños británicos no aprenden sobre esa guerra en el colegio, lo cual es extraño porque fue nuestra última guerra al viejo estilo, en la que peleamos trinchera a trinchera con bayonetas como en la Primera Guerra Mundial».
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En Argentina también hay voces que se apartan de —y en ocasiones incluso se oponen a— la posición mayoritaria. Hace una década, en ocasión del 30º aniversario de la guerra, un grupo de diecisiete intelectuales, periodistas y constitucionalistas (entre los que se encontraban personalidades como Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Santiago Kovadloff y Jorge Lanata) firmaron un documento titulado «Malvinas: una visión alternativa». Basándose en el principio de autodeterminación de los pueblos, el texto señala que «los habitantes de las Malvinas deben ser reconocidos como un sujeto de derecho» y que «respetar su modo de vida implica abdicar de la intención de imponerles una soberanía, una ciudadanía y un gobierno que no desean».
El derecho a la libre determinación es el principal argumento esgrimido por el Reino Unido para negarse a reabrir el diálogo sobre la soberanía de las islas. El Estado argentino considera que ese derecho no les corresponde a los malvinenses, pues no constituyen una población originaria sino que fue «implantada» en ese territorio por el país usurpador.
En marzo de 2013 los isleños fueron convocados a un referéndum sobre su soberanía: «¿Desea que las Islas Malvinas conserven su actual estatus político como Territorio de Ultramar del Reino Unido?». La participación superó el noventa por ciento. Hubo mil quinientos diecisiete votos por el sí y tres votos por el no. Tres. ¿Quiénes habrán sido esas tres personas que votaron por el no? ¿Qué clase de frustración los habrá impulsado a ir a las urnas a expresar su desacuerdo con casi todos sus vecinos? ¿Le habrán revelado a alguien, en alguna de las largas y heladas y ventosísimas e innumerables noches malvinenses: «Yo soy uno de los tres que aquella vez dijeron que no»?
Beatriz Sarlo viajó a las islas, enviada por el diario La Nación, para cubrir el referéndum. Lo cuenta en uno de los textos incluido en su libro Viajes, publicado un año después de esa votación. Ratifica allí, desde luego, la «visión alternativa» del documento de 2012. Llama Stanley a lo que para nosotros es Puerto Argentino. «No puedo contarle a esta gente [los malvinenses] la violencia de mis sentimientos sobre las islas —escribe—. No las quiero como territorio argentino».
También menciona la «extraña historia de Alejandro Betts, el único isleño que eligió vivir en la Argentina. Consiguió trabajo en el aeropuerto de Córdoba y ahora sostiene los derechos argentinos a las islas. Es el único caso que se ha conocido. ¿Se inscribe en la iluminación histórica o en las peripecias de la vida de un hombre?».
Pero Betts (quien murió hace dos años, a la edad de setenta y dos) no era el único. Hay al menos un caso más: el de James Peck, quien nació en Malvinas, cuando tenía trece años fue testigo de la guerra (su padre combatió para el bando inglés), luego se casó con una mujer argentina, se mudó a Buenos Aires y el 14 de junio de 2011 —día en que se cumplían veintinueve años de la rendición argentina en las islas— recibió, de manos de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el documento de identidad que lo acreditaba como ciudadano argentino.
«A lo largo de los cuatro días que siguieron recibí un aluvión de mensajes, en distintos formatos —cuenta Peck en su libro Malvinas, una guerra privada, de 2013—. Me llegaron insultos a la cuenta de correo electrónico y otros me criticaban en conversaciones que mantenían en las redes sociales. Había también quienes me trataban como a un héroe y enviaban cartas de felicitación o me asaltaban a gritos en la calle. Yo sentía con más fuerza que nunca el carácter simbólico de mi gesto junto con el fantasma permanente de la guerra y el tener que justificar algo que otros habían inventado».
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Sarlo destaca en su artículo que «la ocupación argentina de 1982 fue uno de los hechos más traumáticos de [su] experiencia política durante la dictadura». «Nunca me sentí más lejos del país donde vivía —enfatiza— que en esos meses donde todo había sido eclipsado por la ilusión de que, guiada por la dictadura, la Argentina vencía a Gran Bretaña. Esa fantasía colectiva fue mi pesadilla». (Para mensurar el tamaño y la fuerza de aquella fantasía colectiva, nada mejor que el documental 1982, de Lucas Gallo, estrenado hace tres años y construido enteramente con fragmentos de programas de la televisión argentina emitidos durante los setenta y cuatro días que duró la guerra.) Sarlo añade que oponerse a la guerra en el momento mismo de los hechos «implicaba formar parte de un grupo casi invisible».
También en ese sentido se puede trazar un paralelismo con el Mundial 78. También en ese momento quienes se opusieron al triunfalismo dominante conformaron un grupo minúsculo, casi imperceptible. En la final de ese Mundial, cuando restaba un minuto para el término del tiempo reglamentario y Argentina y Países Bajos empataban 1-1, un remate del neerlandés Rob Rensenbrink dio en el poste. En la prórroga, Argentina ganó 3-1. ¿Cómo habría cambiado la historia si el tiro de Rensenbrink iba cinco centímetros más a la derecha y la selección campeona del mundo no era la local sino la entonces llamada Holanda? ¿Acaso la frustración popular habría precipitado el final de la dictadura, lo cual habría evitado innumerables males, entre ellos la guerra de Malvinas?
Imposible saberlo. Del mismo modo en que es imposible saber cómo habría cambiado la historia si Margaret Thatcher decidía hacer caso a la mayoría de sus asesores, que le recomendaban negociar (como se ve en la película La dama de hierro, de 2013, con Meryl Streep en el rol protagónico) y no ir a la guerra en el Atlántico Sur.
La película Historia de lo oculto, de 2019, propone una extraña ucronía en la cual la televisión argentina ofrece a las Malvinas como destino turístico. Sobre imágenes en blanco y negro de la típica arquitectura malvinense, primero, y de pingüinos, después, se escucha una voz de mujer en off que anuncia: «¿Busca paz? ¿Busca tranquilidad? Encuéntrelas visitando islas Malvinas. Un orgullo nacional ubicado en el extremo más austral de nuestro país. Averigüe todas las promociones vigentes. Es un mensaje de la Secretaría de Turismo de la Nación».
Al ver esa escena sentí un estremecimiento parecido al que me acometió durante la conversación con aquella chica inglesa, porque me di cuenta de que nunca me había puesto a pensar realmente cómo serían las cosas si la Argentina hubiese recuperado el control de las islas en 1982. ¿Cuánto tiempo más se habrían mantenido los militares en el poder? ¿Serían las Malvinas un destino turístico apetecible para los argentinos? ¿Les habría metido Maradona sus goles a los ingleses en el Mundial 86?
También resulta imposible saberlo, por supuesto. La realidad es la que es, y pensar en qué habría pasado si no es más que un juego de la imaginación. Bien mirado, sin embargo, imaginar qué habría pasado si también es una forma de analizar y de entender el presente. Es otra de las tantas cosas en las que pensamos, o podemos pensar, ahora, cuarenta años después, cuando pensamos en Malvinas.
Decía Woody Allen que la inteligencia militar es una contradicción de términos. Argentina está más cerca de las Malvinas que UK. El tema era bien claro. Invadir las Malvinas. Según las fuerzas de UK se acercaran, embarcar las tropas y para Argentina. UK hizo un gasto económico notable que rentabilizó políticamente. Pero si las tropas hubieran regresado, el gasto no habría sido amortizado y, lo que es peor, ese estado de cosas podría haber vuelto ocurrir, con lo que los gastos en defensa de las islas habría siendo considerable. El arte supremo de la vida consiste en amargar la victoria del enemigo de tal modo que llegue el instante en que desee haber perdido. ¿Por qué no se hizo? Porque un gobierno militar querría una victoria épica para mantenerse en el poder. Había intereses para seguir ese guión.
En España el tema con Gibraltar es diferente. En lugar de construir un muro e impedir el abastecimiento por tierra y aire, los sucesivos gobiernos han comerciado continuamente con la colonia. Así pues, no debe haber mucha voluntad política en terminar con ese problema. Es más, tiene que haber intereses ocultos. De lo contrario, mantener ahí esa obsolescencia no saldría a cuento.
La economía explica bastantes cosas, como el compadreo ideológicamente inexplicable de Europa y Rusia. Ahora nos enteramos que los rusos de clase alta viven en Europa mientras exprimen Rusia y que residen tanto en Londres que lo llaman Londongrado (y en Paris o Pariscú) y que viven como dioses y asoma otra verdad obvia: que su estilo de vida refleja el del resto de las oligarquías occidentales, mientras el resto de los ciudadanos tenemos dificultades para llegar a final de mes.
Pues ya nos enteramos de algo al menos.
Porque sobre el golpe de estado de 2014 en Ucrania, infiltrado de neofascistas y neonazis (banderistas) y apoyado por la UE y EEUU; sobre la presencia de esos neonazis en batallones del ejército ucraniano (Azov); sobre la persecución a los rusófonos; sobre la prohibición de partidos; y sobre todas las cosas, sobre la guerra en el Dombás desde abril del 14, mecachis, de todo eso no hay manera de que se entere la gente. Claro, si no se emite de la mañana a la noche machaconamente, como sí se hace con otras cosas…
Siempre me he preguntado qué apoyo a la ocupación sentían que tenían. Parece ser que , después de que la dictadura Argentina aportara medios y personal para la represión generalizada en centroamérica, un general norteamericano dijo con la boca pequeña que se les permitiría ocupar las malvinas.
Las Malvinas son argentinas.
Y respecto a Gibraltar, que un país europeo, hasta ayer miembro del mismo club UE del que formamos parte nosotros, tenga una COLONIA en otro país europeo es… no sé qué decir. ¿Increíble, raro, vergonzoso, extraterrestre, chipiritifláutico?
Por cierto, los progres, biempensantes y toda esa fauna que siempre está dispuesta a llorar por víctimas y oprimidos reales o imaginarios podría alguna vez decir algo sobre el asunto. No recuerdo haber oído jamás nada.
Que cualquier pais, sea europeo, africano, americano, asiático u oceánico, tenga una colonia en su mismo continente o en cualquier otro, es vergonzoso.
Tiene usted toda la razón. El mero hecho es vergonzoso.
Pero la cercanía y los vínculos, para mí, agravan ese hecho.
Será la cobertura?
Mucho han dicho, esos que llamas «progres bienpensantes» sobre el tema, pero bueno, si hablamos de «colonias», igual deberíamos incluir Ceuta, Melilla y Canarias? Al fin y al cabo, están en otro continente……
Pues Ceuta, Melilla y Canarias por el mero hecho de estar en África, no han de ser colonias. Países trascontinentales hay varios y no implica que colonización. En cualquier caso el comité de descolonización de la ONU no incluye a esos territorios entre los 17 que sí son colonias; Gibraltar y Sáhara Occidental sí están entre ellas.
Me hacen gracia este tipo de comentarios. No es solo que oficialmente las Malvinas y Gibraltar sean británicos. Es que además las personas de esos sitios quieren pertenecer al Reino Unido como es obvio. No son colonias ni desde un punto de vista jurídico ni de facto. Es como decir que la Nueva Caledonia es una colonia francesa. Un referendum hubo hace unos meses y los «kanaks» eligieron seguir siendo franceses.
Se equivoca. Porque la legislación internacional señala claramente lo que es una colonia y da la lista de colonias realmente existentes a fecha de hoy.
Anguila,
Bermudas,
Gibraltar,
Guam,
Islas Caimán,
Islas Malvinas,
Islas Turcas y Caicos,
Islas Vírgenes Británicas,
Islas Vírgenes de los Estados Unidos, Montserrat,
Nueva Caledonia,
Pitcairn,
Polinesia Francesa,
Sahara Occidental,
Samoa Americana,
Santa Elena
y Tokelau.
No lo digo yo, lo dice quien puede decirlo
https://www.un.org/dppa/decolonization/es
Así que no ha dado ni una. Las tres son colonias.
Por cierto, por esta legalidad internacional es por lo que se habla de referéndum en el Sáhara Occidental 46 años después de la ocupación marroquí y no en otros sitios. Los referéndums de autodeterminación están inventados para este tipo de territorios.
Por supuesto, con independencia de que las instancias estatales correspondientes en determinados casos decidan celebrar los referendos que vean oportunos.
Calificar a las Malvinas, a Gibraltar o a Nueva Caledonia de «colonias» me parece demasiado tajante, polémico y que tiene poco que ver con la realidad. La relación que existe entre dichos territorios y el Reino Unido o Francia no es la propia que existiría entre una colonia y su metrópolis. Los habitantes de dichos territorios no pueden ser considerados como colonos tampoco. Se trata de territorios con bastante autonomia además. Y de nuevo le digo que no tiene sentido afirmar que las Malvinas son argentinas. Son británicas y la gente que las habita no quiere cambiar de nacionalidad.
Que no es cuestión de opinión. La legalidad internacional es la que es. Que no se aplique o que se considere este o aquel punto incorrecto o mejorable es otra cuestión.
O sea, Malvinas, Gibraltar y Nueva Caledonia son colonias. Cómo acabará cada una ellas es otro cantar.
Pero vamos, que si queremos decir que lo blanco es negro y lo negro es blanco, vale. Ahí están los supremacistas catalanes diciendo que el resto de catalanes españoles son colonos.
De parte de un progre biempensante, para que oigas algo.
Me importa un bledo Gibraltar, y como a mí, a la mayoría de los españoles, como puedes preguntar en cualquier momento en la calle.
Si algo sobra en el mundo son patriotas como tú.
Y es más posible que Ceuta y Melilla terminen siendo marroquíes que Gibraltar español, con toda esa legislación internacional con la que te llenas la boca.
Se echa de menos la prodigiosa novela de Fogwill, «Los Pichiciegos», escrita en un rapto insomne, alimentado por la cocaina y el estupor, mientras la guerra transcurría ante sus ojos. Alucinada y lúcida, uno de los mejores relatos sobre la guerra, escrito por un publicista porteño de apellido inglés, que nunca estuvo allí, pero fue capaz de verlo todo, clarividente.
Yo siempre pienso en lo mismo: en la cobardía de esos seres que inician guerras que otros deberán pelear. Esos que mandan gente a la muerte y que nunca arriesgan su propia vida.
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