La lectura del ensayo de Elizabeth Roudinesco sobre la perversión y sus significados si algo despertaba era curiosidad por el sexo antes de la Revolución francesa. Sobre todo si tenemos en cuenta la afirmación que hizo William Naphy en su Sex crimes from Renaissance to Enlightenment de que hasta hace muy poco, al contrario de que lo que se pueda creer, el sexo estaba por todas partes en un mundo de habitaciones abarrotadas y camas compartidas. Podríamos hasta lanzar la hipótesis de que el sexo era de pobres y, conforme estos empezaron a ser menos abundantes con el advenimiento de las clases medias, pues se dejó de follar. Al menos, tanto.
Eso no quiere decir que, en teoría, no existieran fuertes restricciones morales, pero hay que ponerlas en su contexto. Una académica de Texas, Julie Hardwick, tiene estudios sobre el comportamiento de la juventud hace tres siglos y encontró conductas curiosas. Por ejemplo, era normal que existiera la amistad entre jóvenes, que socializasen, sin necesidad de que tuviera que celebrarse un matrimonio. Chavales de diferentes sexos podían pasear juntos, besarse y abrazarse, incluso «acariciarse de rodillas», que era el eufemismo al uso en Lyon para referirse al sexo oral, pero todo desde la más sana amistad. El coito no entraba en esa ecuación. Si bien un treinta por ciento de mujeres de la Europa de esa época se casaban embarazadas en el momento del matrimonio, solo había un uno por ciento de hijos ilegítimos, según sus datos.
En la Italia del Renacimiento, si atendemos a los fríos datos, según el investigador Michael Rocke, en Florencia, a finales del siglo XV uno de cada dos hombres menores de treinta años había sido amonestado por las autoridades por cometer sodomía. Los patrones de comportamiento todavía eran los tradicionales de la cultura helénica, maduro activo con joven pasivo. De hecho, el fenómeno se podía explicar por las costumbres matrimoniales. Lo normal era que las mujeres se casaran en su adolescencia y los hombres a los veintitantos. Durante todo ese tiempo que eran solteros, lo más frecuente eran las relaciones homosexuales. En Flandes, difícilmente diferiría en el fondo aunque lo hiciera en la forma, según se explica en Sex and Drugs Before Rock ‘N’ Roll, de Benjamin B. Roberts. Aquí no solo era una práctica habitual que los maestros compartieran cama con sus aprendices, sino que se consideraba un honor para el chaval. Las relaciones sexuales con menores antes del siglo XVIII eran constantes, no existía la protección de los niños ni estaba separada la esfera de los niños de la de los adultos.
La pederastia, la verdad, es algo predecible si echamos la vista al pasado siglos atrás, pero sorprende más la masturbación. En este mismo libro se habla de que desde el siglo XVIII ser empezó a advertir a los jóvenes de que la masturbación era albergar el mal en el interior de uno. En 1628, el cardenal François Tolet escribió que la masturbación era «un pecado muy grave y contra natura: no está permitido ni por salud, ni por la vida, ni por ningún propósito. Por tanto, los médicos que lo aconsejan por salud fundamentan gravemente el pecado y los que obedecen no están exentos de pecado mortal. Y este pecado se abandona con gran dificultad, sobre todo porque la tentación está siempre presente (….) Creo que no hay otro remedio eficaz que confesarse muchas veces al mismo confesor, hacerlo si es posible tres veces por semana».
El asunto se convirtió en un tema tan tabú que incluso desapareció de los tratados de los moralistas, lo que tiene mérito. Llama la atención que en el famoso diario de Constantijn Huygens, del siglo XVII, en el que, tras su paso por los tribunales de La Haya y Londres, contó que había visto casos de todo tipo de prostitución, hasta juicios a lesbianas travestidas, pero no escribió una sola palabra sobre tocarse a uno mismo. La prueba palmaria de todo esto que en el siglo XVIII lo relativo a la masturbación era anotado en las denuncias de los alguaciles de Amsterdam como «verregaande vuyligheden» (vulgaridades extremas). Una anécdota refleja perfectamente la situación. En 1771, en un atestado policial en Haagsche Bos, un bosque a las afueras de La Haya, una prostituta testificó que un cliente le había pedido «het saad uit te schudden» (que le sacudiera el esperma) y ella se negó en redondo por considerarlo «antinatural».
La cuestión es que con el trabajo organizado había aparecido el ocio y, dentro de él, hasta que los moralistas lo censuraron, la heterosociabilidad. Caricias, besos y, como hemos explicado, mamadas y cunninlingus, formaban parte de los entretenimientos entre amigos de distinto sexo. Este tipo de relaciones prematrimoniales eran parte integral del ocio de los jóvenes. Las clases altas, sin embargo, al tener la conducta monitoreada desde más de cerca, estaban más sujetas a los incipientes y detallados mandatos morales, pero los trabajadores no. Reiteramos que el sexo era de pobres. Los jóvenes de las clases urbanas, con la intimidad que daba la ciudad, donde no eran reconocidos por cualquier vecino o porque trabajaban lejos de casa, alternaban en bares y en los parques en su tiempo libre al acabar el tajo, donde se daban muestras de afecto como las descritas a la vista de todos y sin temor a reprimendas.
No obstante, en los pueblos el paseo también era una práctica muy extendida, solo que nocturno. Así como que las chicas dejasen la ventana abierta para que pudiera entrar un chico que le gustase y pasar la noche con ella. Todo sin coito, por supuesto. Según cita Roberts: «Aunque no tenemos registros de lo que pasaba, lo más probable es que sus actividades incluyeran de todo, desde caricias hasta masturbación mutua, pero sin penetración coital». Mientras tanto, las zonas verdes y bosques que rodeaban las ciudades eran lugares de encuentro sexual con desconocidos cada noche. Igual que el cruising actual. De hecho, Albert Serra preparó recientemente una instalación en el Reina Sofía titulada Personalien, que iba de eso mismo, del cruising en el siglo XVIII.
Un detalle interesante sobre la mentalidad juvenil de entonces es que, en 1624, Kaspar Barth tradujo al latín —lengua académica para que la leyeran los estudiantes— la comedia española La celestina porque consideraba que tenía lecciones muy necesarias sobre las tácticas que empleaban las prostitutas para camelar y/o timar a sus clientes. Editó el libro como manual de ayuda. De hecho, cuando acaban sus estudios, muchos lo celebraban con un gran viaje por Europa, exactamente igual que ahora, en el que aumentaba su libertad de acción y lo que demandaban, aparte de alimentar el alma con la cultura de otros pueblos, era prostitución. Se consideraba que su educación concluía cuando habían experimentado la vida parisina, visto los restos arqueológicos romanos y la belleza arquitectónica del Renacimiento en el norte de Italia. Era el último paso antes de la vida adulta y lo aprovechaban, atención, porque para los naturales de los Países Bajos, protestantes, los países católicos tenían fama de libertinos. El sur era tierra de «costumbres sexuales relajadas y mujeres inmorales». Baste como ejemplo que los franceses llamaban a la sífilis enfermedad napolitana, los napolitanos enfermedad francesa, los portugueses enfermedad castellana, y en las colonias de Portugal, enfermedad portuguesa.
Hay un libro escrito por un estudiante de gran reputación familiar, Matthijs van Merwede, que cuando visitó Roma en 1647 para admirar «sus hermosas pinturas y esculturas», se quedó más prendado de la mujer local y, en la obra, a la que siguieron dos libros más de poesías sobre el particular, hizo un desglose de todas las jóvenes italianas con las que había «fornicado» dando a sus lectores todos los detalles. En la misma introducción, el chaval escribió que nunca había tenido en mente casarse con ninguna, solo usarlas «recreativamente». Claro que se refería continuamente a «verwaende pop» (prostitutas) y «heeten kerkgang» (sífilis) lo que, como afirma el investigador, «dejó poco a la imaginación sobre cómo pasó su estancia en Italia». Para su desgracia, la obra generó gran escándalo, el joven tuvo que abandonar La Haya y los libreros que la vendían fueron multados.
En España también se han estudiado los registros judiciales de esa época. El historiador Juan Postigo lo hizo en los de Zaragoza y el resultado lo publicó en El paisaje y las hormigas (Prensa de la Universidad de Zaragoza, 2018). Los interrogatorios que reflejan la vida y costumbres sexuales con todo lujo de detalles están conservados en su integridad. Aquí la situación estaba determinada porque solo podía haber sexualidad dentro del matrimonio y lo demás estaba perseguido, pero eso no quiere decir que no existiera. En 1600, así lo ponía de manifiesto el procurador fiscal de la curia eclesiástica en un escrito en referencia a los problemas que estaban convirtiendo la ciudad en «un lugar de perversión»:
(…) dice el dicho procurador fiscal que a su noticia llegado y es assí verdad que en la prensente ciudad de Çaragoça muchas y diversas personas de diversos estados y calidades assí cassadaos y cassadas como solteros, con grande ofensa de Dios Nuestro Señor daño grande de sus almas y conciencias, y general escándalo de la república están públicamente amancebados tratando y comunicando los dichos carnales deshonestamente entre sí, entrando algunos de los dichos y saliendo en casa de sus mancebos, comiendo y durmiendo en ellas como si fuesen sus verdaderas mugeres, escandalizando en grande manera.
Paralelamente, fueron, precisamente, las restricciones morales las que llevaron a un aumento de la prostitución. Había proxenetas, que figuran procesados en esos archivos, pero también prostitutas que llevaban su negocio de forma autónoma. En el libro se cita, por ejemplo, a doña Floriana Deaux, natural de Sevilla, que vivía en la parroquia de San Miguel y recibía a «muchos hombres de diferentes estados, assí frayles como clérigos y hombres seglares, tiniéndolos con los susodichos tratos carnales y esto públicamente». Graciosamente, por lo que fue procesada Floriana fue por comer carne en los días de Cuaresma.
En fin, a ningún buen lector se le escapará la temática más abundante en la obra de Tirso de Molina, con maridos burlados, mujeres que se hacen pasar por hombres y hombres que se hacen pasar por mujeres tanto para consumar como para mantener amores prohibidos entre personas del mismo sexo. El Madrid de Almodóvar no es solo el de los 80, tuvo antecedentes siglos atrás, y vemos que Zaragoza no le andaba a la zaga. Por no mencionar a la escritora coetánea Feliciana Enríquez de Guzmán, que en Tragicomedia de los jardines y campos sabeos transgredía las normas morales de la época, pero por bastante, porque las protagonistas de su obra, ante la duda de a qué marido elegir entre unos candidatos, optan abiertamente por la poligamia. Esto es: todos.
Más detalles importantes. Desde el siglo XVIII hubo anticonceptivos rudimentarios. La marcha atrás, por supuesto, pero también condones de tripa animal reutilizables o las infructuosas duchas vaginales postcoitales. Casanova en sus memorias, por ejemplo, usaba uno de lino y colocaba una rodaja de limón como capuchón cervical. El aborto, en lugares como la Inglaterra del siglo XVIII, aunque no fuera ilegal, ya se consideraba una vergüenza y había que hacerlo a escondidas. Aunque las hierbas para abortar se vendían, pero con los prospectos al revés, es decir, indicando que tenían una función reguladora de cualquier trivialidad y alertando del riesgo que se corría de abortar si se tomaban estando embarazadas.
Desgraciadamente, el infanticidio también era una práctica que no era excepcional. Kate Lister, en A Curious Story of Sex, cita que en los registros de Old Baley entre 1700 y 1800 hubo más de ciento treinta y cuatro juicios por infanticidio, en su mayoría asesinato de hijos ilegítimos. En solteras, si una mujer se quedaba embarazada era una deshonra de por vida. Solo había una salida, cuenta Lister, esconderse durante la gestación y luego entregar al niño. El problema era, de nuevo, de clase. Las pobres no podían permitirse el lujo de desaparecer unos meses. No faltan casos, incluso en la literatura popular del siglo XVIII, en el que esta causa era la que conducía a las mujeres a la prostitución para sobrevivir.
Entre protestantes, la doble moral afectaba singularmente a los hombres en cuanto al delito de sodomía, que podía tener asociados duros castigos. En 1646, en Nueva Holanda las autoridades ejecutaron a un esclavo negro por sodomizar a un niño africano de diez años. El culpable fue estrangulado y quemado en la hoguera, pero la víctima también. Se le obligó a presenciar la ejecución atado a un palo y le golpearon con varas. En 1647, Harmen Meyndertz van den Bogaert, un cirujano, fue acusado de sodomizar a su sirviente negro, y tuvo que escapar de la justicia. Se ahogó en el río Hudson al romperse el hielo mientras lo cruzaba a pie. En el mismo lugar, un soldado que tenía a un huérfano a su cargo, también fue acusado de sodomizarlo y como pena le cortaron los brazos, le metieron en un saco y lo arrojaron al río. Sin embargo, esta justicia punitiva convivía con una homosexualidad, paradójicamente, aceptada. Los chicos, si eran guapos, eran cortejados tanto por sus compañeros como por hombres de mayor edad. En Sodomy in the Dutch Republic, 1600-1724 figura el testimonio de un hombre que a principios del XVIII presumía del dinero que había ganado de joven vendiendo favores sexuales, pero que desde que había cumplido diecisiete años le era imposible conseguir clientes.
No obstante, si hay una prueba que ponga de manifiesto la dinámica que se siguió al entrar en el siglo XIX la tenemos en los divorcios. En Nueva Inglaterra, en los registros de parejas que se separaban legalmente, la causa de «incapacidad sexual del varón» aparecía con mucha frecuencia. En el siglo XVII, una de cada seis parejas que se divorciaban era por esa causa, según constaba en los tribunales, pero en el siglo XVIII cuando ya se había extendido el puritanismo, solo aparecían unos pocos casos, tal y como documenta Sex and the Enlighteenth Century Man. Podría decirse que es costumbre humana, en determinados aspectos, dar un paso hacia delante y dos hacia atrás.