Deportes

“Pistol” Pete Maravich: el ídolo con el corazón roto (I)

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Sí, vamos a hablar de baloncesto. O mejor dicho, de un ser humano que se refugió en el baloncesto y al final fue completamente secuestrado por el juego al que tanto amaba, que se escondió detrás de un icono y a quien su propio icono suplantó ante el mundo; un espíritu vulnerable devorado por su propia fama. Hablaremos de lo que el baloncesto hizo por él, de lo que hizo con él y de lo que hizo contra él. Pero dejemos que sea alguien tan improbable como Bob Dylan quien tome la palabra en primer lugar. «¿Dylan? ¿En un artículo sobre baloncesto?» Pues sí, Bob Dylan, el músico, el poeta de las melodías amargas. Porque por poco que parezca tener que ver con el mundo de la canasta —y en realidad no lo tiene— Dylan siempre ha demostrado un fino olfato para detectar el talento ajeno, siempre ha sabido apreciar la obra de otros. No en vano, tras conocer la trágica y prematura muerte del protagonista de este artículo, escribió una canción inspirada por él. Que sea el legendario trovador, pues, quien comience a contarnos la historia:

“La radio estaba encendida y emitían las noticias. Me sentí horrorizado al oír que Pete Maravich, el jugador de baloncesto, se había desmayado en una cancha de Pasadena; simplemente se había caído y ya no se volvió a levantar. Una vez vi jugar a Maravich en New Orleans, cuando los Utah Jazz aún eran los New Orleans Jazz. Era algo digno de ver —una tupida mata de pelo castaño y calcetines caídos—, era el sagrado terror del mundo del baloncesto, el que volaba alto, el mago de las canchas. La noche en que lo vi jugar hizo un dribbling con la cabeza, anotó desde detrás de la espalda, encestó sin mirar, dribló a todo lo largo de la pista, lanzó una pelota al tablero y recogió su propio pase. Era fantástico. Anotó algo así como treinta y ocho puntos. Podría haber jugado a ciegas. Pistol Pete no ha jugado profesionalmente desde hace un tiempo y se pensaba que estaba como olvidado. Pero yo no me había olvidado de él. Algunas personas parecen haberse desvanecido, pero cuando de verdad se marchan es como si jamás se hubiesen desvanecido en absoluto”

Y Dylan tiene razón. Es como si nunca se hubiese marchado. Cuando un espectador piensa en ese ente abstracto y poderoso llamado NBA —esa especie de octavo arte que ha llegado a desafiar al propio Hollywood por el predominio en el espectáculo—, cuando mira esa liga de superestrellas que durante los ochenta forró las carpetas de adolescentes de medio mundo con las imágenes de un nuevo tipo de artistas que habían conquistado las canchas, ese espectador no ve a la NBA: lo ve a él. Incluso aunque no sepa que él una vez existió, aunque no le suene su cara y desconozca cómo se llamaba, pero él está allí, mirándonos con ojos tristes. El espíritu de la NBA es su espíritu. Al menos el de la NBA ideal, aquella que muchos querrían recuperar de entre tanto músculo y tanto mate. A veces el deporte son números, y entonces interesa a las mentes dinámicas o a los niños más estudiosos de la clase. A veces el deporte es competición, y entonces interesa a los tertulianos de bar y a quienes viven de confeccionar titulares y portadas. Y a veces, pocas, el deporte es un arte: los términos “mejor” o “peor” ya no son los más importantes, sino “más bello” o “menos bello”, “más inesperado”, “más difícil” o incluso “más inexplicable”. Entramos en la tierra de lo mágico, y entonces es cuando más nos interesa el deporte a quienes, como Dylan, nos empeñamos en seguir recordando al prestidigitador del peinado Beatle y los calcetines caídos.

“Me siento genial”

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Se ganó su célebre apodo por la curiosa forma de lanzar el balón desde la cintura que desarrolló siendo un niño y que siguió usando ocasionalmente como profesional.

Esas fueron las últimas palabras que pronunció en su vida. Y cómo no, estaba con una pelota de baloncesto entre las manos. El objeto más importante de su existencia, el que más momentos de felicidad le había dado y también el que le terminaría robando muchos años de infancia y juventud. “Me siento genial”, dijo sonriendo. Pero no transcurrió ni un minuto hasta que sus compañeros de partido lo vieron desplomarse y quedar tendido en el suelo, inconsciente. Ya nunca volvió a despertar. Eso fue todo. Acababa de morir Pete Maravich, el genio solitario, el artista retraído, el inventor de jugadas imposibles, el ídolo que nunca fue feliz. Era un 5 de enero de 1988. Había terminado una vida. Y empezaba una de las mayores leyendas en la historia de la NBA.

En las horas siguientes los noticiarios y periódicos que durante algunos años habían dejado de lado su nombre, eclipsado por el brillo de sus herederos y discípulos, se hicieron sorprendido eco de su repentina muerte. Nadie pudo entender la causa del fallecimiento hasta que no se le practicó la autopsia: descubrieron que el corazón de Pete Maravich padecía un raro defecto de nacimiento, un defecto que él mismo desconocía y con el que había convivido siempre. Una condición cardiaca de la que no tuvo noticia ni durante los partidos en el patio trasero de su infancia, ni en las competiciones de instituto o universidad, ni durante su carrera profesional. Algo que podía haberlo matado en cualquier circunstancia y en cualquier momento de su vida, cinco, diez o veinte años antes. De hecho, lo normal desde un punto de vista médico habría sido que hubiese fallecido durante sus años universitarios: la mayoría de pacientes de esa inadvertida malformación no viven mucho más allá de los veinte años. Están condenados desde el mismo instante de venir al mundo a no ir mucho más allá de su adolescencia.  Pero el caso de Pete Maravich fue distinto: él sí sobrevivió. Un tiempo más, al menos. Sin saber que estaba siempre en la cuerda floja y siempre bajo el terrible riesgo de morir en cualquier instante, le dio tiempo a esculpir su nombre en el Olimpo de la historia del deporte. Pudo haber muerto repentinamente en la cancha de los Boston Celtics o de los New York Knicks, ante miles de espectadores, o pudo haber muerto antes, en algún entrenamiento en el gimnasio de la universidad. Pero los dioses le concedieron una prórroga y se quedó con nosotros lo suficiente como para casi —casi— cumplir sus sueños de infancia y desde luego también lo suficiente como para dejar tras de sí una huella imborrable e iluminar un poco más nuestras vidas, las de aquellos que disfrutamos contemplando a otros hacer lo imposible. Él fue un creador de belleza, algo que nunca abunda lo suficiente en este mundo nuestro. Su corazón iba a fallar, estaba escrito en las estrellas, pero al menos deberíamos agradecer que lograse seguir latiendo durante algunos años de más porque ahora nos queda su legado.

Son of a coaching man

”Es duro cuando tu propio padre es también tu entrenador. Nunca sabes dónde acaba el uno y dónde empieza el otro”

Dicen que algunas personas proyectan sus sueños o frustraciones en sus hijos, y desde luego ese fue el caso de Petar “Press” Maravich, su padre y figura omnipresente en su vida que modeló su carácter y su destino. Press, hijo de un inmigrante serbio, había encontrado en el baloncesto una forma de escapar del que había sido su único destino posible: el acero. Para alguien nacido y crecido en la pequeña Aliquippa —un suburbio industrial de Pennsylvania— la existencia no contemplaba muchos más caminos que terminar desempeñando un duro empleo en la fundición local, el humeante antro que escupía fuego y vigas de metal, en torno al cual giraba toda la vida económica del pueblo. Eran mediados de los años cuarenta; tiempos de posguerra y bonanza para los Estados Unidos, pero también de porvenires decididos de antemano para la gente de origen humilde. Como a menudo sigue sucediendo hoy, el futuro estaba predeterminado por dónde nacías y por cuál era tu familia. Press Maravich, como cualquier otro joven de la localidad, podía aspirar a conseguir trabajo en la fundición, un empleo que probablemente conservaría hasta la hora de jubilarse o morir; calor, fuego, humo y chispas que serían todo lo que vería durante el resto de su tiempo en la Tierra. Para muchos de sus congéneres, quizá, la seguridad de la acería constituía una opción aceptable. A fin de cuentas resulta fácil aceptar lo único que conoces y un puesto en la fundición era mejor que nada. Pero aquella resultaba ser una perspectiva poco estimulante para alguien como el inquieto Press, que albergaba un impulso creativo en su interior, un “algo” que no conseguía identificar pero que lo hacía detestar la idea de verse encadenado a una fábrica de por vida. Visto así, fue afortunado, porque pronto encontró un salvavidas: su habilidad como jugador de baloncesto. Saber desenvolverse con el balón le permitió conocer otro mundo, el del deporte, y escapar a un monótono porvenir de obrero sin perspectivas. Entre 1945 y 1947 Press Maravich jugó dos temporadas como profesional en las ligas que existían por entonces, NBL y BAA, las mismas que un par de años más tarde se fundirían para dar origen a la NBA. Un muy breve periplo como jugador, pero que fue más que suficiente para abrirle las puertas del mundillo del baloncesto y le permitió convertirse en entrenador profesional; primero en pequeños equipos de instituto y más adelante en escuadras universitarias. No era un trabajo bien pagado, pero tampoco se hubiese hecho rico sudando en la metalurgia. Su nueva profesión se apoderó de él; el baloncesto le había salvado del acero y Press se lo agradeció vendiéndole su alma… y, más adelante, también el alma de su propio hijo.

“Mi padre pensó que yo había nacido para jugar al baloncesto. Cuando tenía siete años, me sentó y dijo: «Pete, estoy ganando noventa y seis dólares a la semana. No hay manera de que pueda pagarte la universidad. Pero si me dejas que te enseñe a jugar al baloncesto, obtendrás una beca. Quizá algún día jugarás al nivel profesional como yo lo hice. Quizá estarás en un equipo que gane el campeonato ¡y entonces te darán un gran anillo!» Mis ojos se iluminaron. De repente quería ese anillo más que ninguna otra cosa en el mundo, así que contraje un estricto compromiso con el baloncesto. Jugué entre seis y diez horas al día durante el verano. Cuando mis amigos se iban al lago a nadar, yo me quedaba en el gimnasio, a 40º, y trabajaba en mis tiros. Mi padre lo llamaba ‘deberes del baloncesto’. Me fui a la cama con un balón de baloncesto hasta que cumplí catorce años”

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Petar «Press» Maravich: padre, entrenador, figura omnipresente.

Desde que su hijo era muy pequeño, Press estuvo decidido a convertirlo en un gran jugador de baloncesto: a los siete años le enseñó los fundamentos del juego, aunque el niño ya había mamado baloncesto casi desde la cuna. Su padre le transmitió, qué duda cabe, una absorbente fijación por aquel deporte. También ayudó el temperamento competitivo del propio Pete, que se manifestó ya desde sus primeros años: cuando fallaba una canasta y su padre le hacía un comentario burlón al respecto, Pete no se desanimaba sino todo lo contrario. Enfurecido, agarraba el balón y seguía practicando ese mismo tiro una y otra vez hasta que lo perfeccionaba al máximo.

Su temprana obsesión por el basket se tradujo en muchas conductas inusuales. Se convirtió en un niño decididamente singular. A veces dormía usando el balón como almohada, incluso estando como visitante en casas ajenas, como rememorarían después —y no sin cierta perplejidad— sus amigos de la infancia. Iba a todas partes botando su balón de baloncesto. Literalmente, a todas partes. Incluso a una sala de cine… no pocas veces le llamaron la atención porque era incapaz de dejar de botarlo mientras se proyectaba la película de turno. Se sentaba en una butaca junto al pasillo, lo botaba con la mano derecha y al cabo de un rato se cambiaba de butaca para poder botarlo con la izquierda. Y así seguía botándolo, por todas partes, quieto o en movimiento. El mundo entero era una cancha de baloncesto. Incluso en el coche de su padre y mientras iban en marcha, Pete sacaba el brazo por la ventanilla y botaba el balón sobre el asfalto; cuando se cansaba de hacerlo con un mismo brazo cambiaba de ventanilla para seguir practicando con el brazo contrario. La extraña imagen del automóvil de los Maravich atravesando muy despacio la calle mientras un bracito infantil se asomaba y botaba el cuero a lo largo de la calle terminó siendo una estampa habitual en el vecindario. Incluso aprendió a montar en bicicleta mientras seguía botando la pelota. Tal era su entusiasmo y dedicación por entrenar que se levantaba un par de horas antes de que empezaran las clases, para poder acudir a la cancha de la escuela. Tras las clases volvía a la cancha y seguía entrenando hasta que no le quedaba más remedio que marcharse a casa. Incluso sus compañeros de equipo encontraban agotadora y excéntrica su obsesiva rutina. Uno de ellos recordaba tiempo después que no había forma humana de sacarlo de la pista:

“Pete, vámonos a casa ya.”
“Espera, deja que practique este tiro y en cuanto falle uno, te prometo que nos vamos.”
“Bien, ok.”

Más de ciento setenta tiros después, Pete aún no había fallado.

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Pero aquella pasión por el juego camuflaba sus carencias e inseguridades en otros aspectos de la vida. Era un niño más bien retraído, raro, que no se sentía demasiado cómodo en las situaciones sociales habituales. El pequeño Pete Maravich no tenía demasiada autoestima y no era muy popular entre el resto del alumnado. La incomprensión era mutua, él tampoco los entendía a ellos. Aunque tenía amigos, las estructuras de relaciones propias de su edad y las convenciones del sistema social de un colegio se le escapaban. Desarrolló una marcada tendencia a aislarse. Era introvertido y poco comunicativo: aquella fue una característica de su personalidad que lo acompañaría durante toda su vida. Sólo sobre la cancha —haciendo lo que más le gustaba y mejor dominaba— parecía completamente libre, verdaderamente feliz de ser él mismo.

No es extraño, pues, que tuviera que ser el baloncesto lo que le diese sus primeras satisfacciones y recompensas, con lo cual quedó atrapado en el juego para siempre. Toda aquella obcecación con el entrenamiento y la práctica, unida a un talento natural considerable, empezó a dar frutos espectaculares. Incluso en época escolar su habilidad con la pelota empezó a llamar muchísimo la atención. Aquel niño no era normal. En 1960, a la edad de trece años, su portentosa técnica y su inagotable inventiva se manifestaban de manera deslumbrante, especialmente teniendo en cuenta que no había entrado de lleno en la adolescencia y que todavía era demasiado bajito y enclenque para el deporte de la canasta. Pero era tal su torrente de genialidad que poco importaba su físico: podía driblar a jugadores mucho más altos y fuertes que él, podía rodearlos a una velocidad endiablada para tirar a canasta y encestar. Podía pensar rápido, podía lanzar pases que dejaban helados a los defensores. De hecho era tan bueno que aun con el hándicap de poseer un cuerpecillo insignificante empezó a jugar en el equipo titular del instituto… cuando todavía no tenía edad para asistir a sus clases. Una vez en aquel equipo no dejaría de asombrar a todos. Se convirtió en el suceso paranormal favorito de los institutos de la región. A la gente del pueblo y a los equipos rivales les costaba creer lo que veían. Un entrenador rival llegó a parar el juego para decir en voz alta al banquillo contrario “muy bien, ¡tiempo muerto! ¿¿Quién demonios es este chico??”. Pete Maravich era algo especial. Algo que aquellos espectadores de modestos partidillos de instituto no habían contemplado antes y no volverían a contemplar después. Varios testimonios de aquella época —entrenadores, compañeros, rivales— coinciden en la idea: Pete Maravich fue el jugador con mejor manejo del balón que nunca habían visto, antes o después.

Aunque aquello no evitaba que Pete siguiera atormentado por sus complejos: como era más joven que sus compañeros de equipo y aún no estaba físicamente desarrollado, siempre llegaba tarde a los entrenamientos para no tener que desnudarse frente a ellos en el vestuario. Aquello acentuaba su actitud esquiva y solitaria, la que se prolongaría de uno u otro modo a su carrera profesional; a veces por elección propia, a veces como respuesta a un entorno hostil.

El pequeno Pete
Insólita imagen: el pequeño Pete sembrando el terror en las canchas.

Sin embargo, a decir verdad, en el equipo del instituto el entorno terminó teniendo poco de hostil. Pete empezó a volver locos a los espectadores de aquellos partidos escolares: alumnos, padres y curiosos que se acercaban a observar sus apariciones… todos respondían a su juego con ruidosa exaltación. Aquel chavalín era extraordinario, sencillamente extraordinario. Usaba trucos que solamente solían emplear los profesionales. Por si fuera poco, también comenzó a hacer cosas que nadie en sus todavía reducidas audiencias podía haber visto hacer a otro jugador, ni siquiera en las grandes ligas como la NBA. Por aquellos años, Oscar Robertson, el “Gran O” —uno de los mayores ídolos de Pete— estaba apenas comenzando su prodigiosa andadura en la NBA, por citar un buen ejemplo. Y por extraño que pareciera, aquel adolescente de un instituto perdido en mitad del país estaba ofreciendo unas exhibiciones técnicas más propias de los grandes nombres que jugaban en las mayores escuadras de la nación.

Fue precisamente en aquellos días de instituto cuando Pete se ganó su famosísimo apodo, cuyo origen no deja de resultar curioso. Jugando con su cuerpo pueril entre grandullones repletos de testosterona, el esmirriado Pete tenía que recurrir constantemente al ingenio para salir adelante. Apenas tenía fuerza en sus escuálidos brazos para efectuar un pase largo o un tiro lejano desde el pecho, la técnica habitual. Así que buscó una manera distinta de poder enviar el balón a bastante distancia, lanzándolo desde la cintura, de abajo arriba, como quien tira una bola de bowling. Aquella curiosa manera de lanzar pases desde su cadera —y que como decíamos siguió empleando ocasionalmente durante toda su carrera profesional— recordaba al movimiento que hacían los cowboys del cine al disparar su revólver. Aquel pequeño jugador enviaba la pelota desde la cartuchera, desenfundando como si fuese el sheriff de una película de John Ford. El apodo llegó, pues, por sí solo: acababa de nacer “Pistol” Pete Maravich.

El más grande jugador universitario que el mundo ha visto

”Pete Maravich tenía la habilidad de hacer sobre la pista de baloncesto cualquier cosa que fuese posible y que él quisiera hacer” (Scotty Robinson, entrenador)

Al terminar su paso por el instituto, Pete Maravich ya había madurado físicamente. Siguió siendo un tipo más bien flacucho, pero creció hasta una estatura conveniente para su puesto de base, 1’96. Su inconmensurable talento se había unido, por fin, a la envergadura propia de un verdadero baloncestista. Aquello era lo que le faltaba para terminar de elevarse varios escalones (no: muchos escalones) por encima de sus compañeros de equipo o de sus rivales. Cuando una altura adecuada acompañó a su fabulosa destreza ni siquiera parecía ya que estuviese practicando el mismo deporte que los demás chavales, era como si hubiese caído de otro planeta. Su juego en la etapa final del instituto, cómo no, deslumbró por completo a los observadores que buscaban posibles fichajes para sus universidades, que se acercaban para evaluar su potencial y redactaban sus informes completamente incrédulos ante lo que habían tenido ocasión de contemplar. Pete Maravich salió del instituto convertido en una cotizada pieza para los equipos universitarios de todo el país. Su repertorio técnico no se parecía al de ningún otro jugador que los ojeadores pudiesen recordar. Era un auténtico diamante en bruto, la clase de joven fenómeno que se da una o dos veces en toda una generación como mucho… si es que se da en absoluto. Pistol Pete tenía las puertas abiertas en absolutamente cualquier campus universitario que dispusiera de una cancha con dos canastas. Podía señalar cualquier “college” en el mapa y sabía que sería, no ya aceptado, sino bienvenido como un Mesías por los responsables de la sección de baloncesto. Todo entrenador de la liga universitaria estadounidense (NCAA) hubiese dado cualquier cosa por tenerlo en su equipo. Incluido, cómo no, su propio padre:

—“Si no firmas esto, no vuelvas a pisar mi casa”

Louisiana State University
Sus promedios anotadores en la universidad bastarían para considerarlo una leyenda, aunque no hubiese pisado jamás la NBA.

”Esto” era la inscripción en la LSU (Universidad del Estado de Louisiana) donde Press Maravich, el padre de Pete, ejercía como entrenador. Así, con esa dura frase, le puso las cosas claras a su prometedor hijo, quien por entonces contaba con dieciocho años. Su padre quería tenerlo en su equipo a toda costa y se lo planteó en términos de ultimátum. Pete, claro, firmó. Qué remedio. Así que no se marchó a ninguna de las grandes universidades con grandes equipos y se quedó en la modesta escuadra de Lousiana jugando durante cuatro años bajo la batuta de su propio padre. Serían pese a todo los años más felices de su vida. A su llegada nadie pudo acusarle de ser un “enchufado” de papá entrenador, porque desde el mismo instante en que pisó una cancha quedó claro que estaba en otro nivel y que los jugadores universitarios eran algo que ya por entonces le quedaba pequeño. Más aún en la División del Sudeste, no particularmente potente en comparación con el resto del país. Años más tarde Pete Maravich hizo algunas grandes cosas en el baloncesto profesional, pero fue sobre todo en la NCAA donde escribió una página única en la historia del baloncesto. Es más: cambió el baloncesto universitario.

Porque la suya fue una andadura de película. Tal cual. Como en esos argumentos de melodrama juvenil en donde de repente aparece un chaval enclenque y de aspecto anodino que para sorpresa de todos resulta capaz de las filigranas más inverosímiles. Todo muy hollywoodiense e increíble cuando lo vemos en un film, que nos parecería una burda exageración si estuviese escrito en un guión de cine. Pues bien, así, precisamente así, sucedió todo. Su juego era demasiado excepcional como para parecer real… pero lo era.

Cincuenta puntos, catorce rebotes y once asistencias en su partido de debut bastaron para dejar a todos los asistentes completamente atónitos. Y no sólo por los números en sí, sino por la forma en que los obtuvo. Nunca habían visto jugar a nadie de aquella manera. ¿Éste es el hijo del entrenador? ¿Qué le ha dado de comer? ¿De dónde ha salido? ¿Es esto siquiera posible? Maravich tenía todo un arsenal de filigranas técnicas inesperadas y deliciosamente aberrantes que como decíamos ni siquiera se habían visto entre los profesionales. Su visión del juego y su rapidez mental apabullaban a sus contrarios e incluso a sus propios compañeros de equipo: no pocos de sus pases terminaron golpeando en plena cara a algún colega que no había sabido leer su enésima jugada imposible, que no estaba preparado para recibir un balón que le aparecía de la nada sin saber muy bien cómo. Pete Maravich era un prestidigitador, un mago, un brujo. Los espectadores locales comenzaron a tener la sensación de que estaban asistiendo a un espectáculo irreal, y muy pronto esa sensación se transformó en otra cosa: la certeza de estar siendo testigos de algo histórico.

”Tan pronto como ponía sus manos sobre el balón, tenías miedo de apartar los ojos de él… porque cualquier cosa podía estar a punto de ocurrir”

Así lo recordaba un antiguo compañero de universidad, que fue uno de los tantos que rápidamente engrosaron el creciente público. Y como en esas películas inverosímiles que comentábamos, unas canchas que habían estado vacías comenzaron a llenarse hasta los topes de nuevos espectadores atraídos por el alboroto que estaba despertando aquel chaval de peinado a lo Beatle, que siempre llevaba los mismos calcetines gruesos y medio caídos. El baloncesto universitario había estado en horas bajas durante bastante tiempo, especialmente en el sur, donde las secciones de aquello que llaman “football” copaban por completo la atención popular en los campus. En la Conferencia del Sudeste los partidos de basket se habían celebrado tradicionalmente ante unas gradas casi vacías. Pistol Pete cambió aquello. Un poderoso boca a boca y la oportunidad de contemplar en acción a aquel fenómeno de la naturaleza, consiguieron que las canchas fuesen llenándose incluso cuando visitaba las universidades rivales. Empezaron a formarse colas cada vez que Pete Maravich acudía a enfrentarse al equipo local. Un nuevo espectáculo había surgido en el sur de los EE. UU.

Y Pete amaba toda aquella atención. Cuanto más lo jaleaba el público, intentaba jugadas más enrevesadas. Su magia, un torrente de creatividad sin fin, le valía sonoros aplausos primero, tormentosas ovaciones después, e histeria desatada más adelante. La LSU no ganaba muchos partidos —un solo jugador no puede obtener victorias si no cuenta con un equipo sólido— pero a sus seguidores les importaba bien poco. Todo lo que querían era contemplar a Pistol Pete en acción, ganase o perdiese su equipo. Sus habilidades individuales eran el reclamo, un motivo más que suficiente para pagar una entrada y sentarse a experimentar de primera mano las maravillas de aquel talento: ¿qué hará hoy? ¿A cuántos defensores humillará? ¿Con qué nueva maniobra de ciencia-ficción nos deleitará? Era un ídolo en Lousiana y un fenómeno incipiente en el resto de la nación. Disfrutó mucho de todos aquellos halagos y de la respuesta eufórica del público. Por primera vez en su corta vida se sentía reafirmado. Hey, ahora era lo bastante buen jugador como para ser querido. Ya no era el chaval rarito que se oculta en un rincón y al que los demás miran con una mezcla de extrañeza y cierto desprecio; ahora era el ídolo, al que la gente jaleaba, al que las chicas se querían acercar, al que se aplaudía y se reconocía con entusiasmo. Recibía afecto, recibía palmadas en la espalda y ya no tenía por qué sentirse solo. Por primera vez era parte integrante de la red social que le rodeaba, y una parte importante además. Había encontrado el papel que le daba sentido a su vida y le proporcionaba rachas de verdadera alegría que antes rara vez había conocido: el papel de héroe del baloncesto. Aquel era su sitio. Era una sensación maravillosa, uno de los pocos periodos de su vida en que llegó a experimentar algo parecido a una seguridad emocional, a un amor propio con el que podía escapar de la torturante sensación de inferioridad y rechazo. Lo querían y él consiguió quererse a sí mismo, aunque fuese sólo por unos años. Además, su ambición deportiva crecía con su gloria universitaria:

“Quiero llegar a la NBA y ser el primer jugador que firme un contrato por un millón de dólares”.

Números, números y más números

Pete y Press
Press y Pete Maravich en el mismo equipo: ¿padre e hijo, o entrenador y estrella?

No era una bravuconada. Sabía que podía conseguirlo, porque básicamente estaba jugando como nadie había jugado en la NCAA hasta entonces. Durante su primer año como novato sus números no fueron contabilizados oficialmente—las reglas de la NCAA lo impedían por entonces— así que sus cifras en aquella temporada no se tienen en cuenta a la hora de redondear sus estadísticas universitarias. Pero poco importa. Sus tres temporadas siguientes no fueron distintas a la primera y constituyeron la carrera universitaria más brillante que hubiese tenido nunca un jugador. Hablemos de récords, porque Pistol Pete rompió todos los récords de anotación en el baloncesto universitario, estableciendo algunas marcas que muy probablemente no veremos igualar durante nuestras vidas, y es posible que tampoco durante la siguiente generación… y ya se verá si alguien lo consigue alguna vez. Decíamos que el primer año —donde fue el máximo anotador de la liga con unos apabullantes 43 puntos por partido— no quedó oficialmente incluido en sus estadísticas. Y decíamos también que poco importa, porque también terminó cada uno de los tres años siguientes como máximo anotador de la NCAA a nivel nacional (un triplete que, excepto él, únicamente ha conseguido su admirado Oscar Robertson). Aquellas tres temporadas siguen siendo hoy en día las tres primeras en la lista histórica de mayores promedios de anotación universitaria. Tomadas en conjunto, Pete Maravich finalizó su periplo con un promedio global de 44’2 puntos por partido. Algo que ningún jugador universitario había conseguido antes  y se piensa que ningún otro va a poder conseguir en el futuro. Para que nos hagamos una idea de la enormidad de esta cifra, el segundo clasificado histórico (Austin Carr) terminó con un promedio total de 34.6 puntos por partido… ¡eso son diez puntos menos por partido de lo que consiguió Pistol Pete! Cifras que resultan aún más alucinantes si tenemos en cuenta que Maravich las consiguió antes de que se estableciese la regla del tiro de tres puntos, porque se caracterizaba precisamente por su puntería en los tiros lejanos, a los que recurría con frecuencia aunque por entonces sólo valiesen dos puntos. Alguna vez se ha hecho un cálculo de las anotaciones que podría haber obtenido de haber existido la regla de los tres puntos, y su medía anotadora podía haberse disparado desde los ya astronómicos 44’2 puntos hasta unos inhumanos ¡57 puntos por partido! Algo verdaderamente asombroso. Un antiguo entrenador lo resumía así:

“Si hoy en día quieres superar su récord, dado que entonces no había tiros triples, todo lo que has de hacer es encestar quince triples por partido, en todos y cada uno de los partidos de tu carrera universitaria. Pero nadie va a conseguirlo jamás”

Pese a no contabilizarse todo lo que anotó en su primera temporada como novato —algo que también le pasó a otros grandes nombres como el propio Robertson—, también es el líder histórico en el total de puntos anotados. Maravich acumuló en los tres años restantes un total de 3667 puntos. Eso le sitúa en el absoluto número uno con (atención) más de 400 puntos de ventaja sobre el segundo clasificado, Freeman Williams, que logró 3249 puntos… pero que los logró en cuatro años. Es decir, Maravich le saca 400 puntos al jugador que más se le ha acercado, ¡habiendo contado una temporada completa de menos! Y si alguien pensare que Maravich obtuvo estas cifras imposibles a base de lanzar a canasta como un loco sin ningún tipo de criterio —ya que no tenía la envergadura de un Wilt Chamberlain— cabe recordar que su porcentaje total de acierto en tiros de campo fue de un respetable 43’8. No tiraba tan a lo loco. Era, sencillamente, un prodigio ofensivo como nunca se había visto en los campus estadounidenses.

No, Louisiana no ganó nada (como dijo un jugador rival de aquellos tiempos, “en los seis partidos que jugamos contra LSU, Pete promedió cincuenta puntos por partido… pero nosotros ganamos los seis partidos”), sin embargo Pistol Pete se convirtió en un héroe local de proporciones épicas y en una figura deportiva de renombre nacional, pese a no haber abandonado la universidad gozaba de una fama que empezaba a ser comparable con la de grandes iconos del deporte profesional. En su último partido universitario lo subieron a hombros y le dieron una apoteósica despedida, con una gran pancarta que rezaba “Pete Maravich nº1” ya que se había convertido en el más grande anotador que hubiese pisado jamás la NCAA.

LSU
Pistol Pete, ídolo absoluto en la Universidad de Louisiana: probablemente los días más felices de su vida. No se volverían a repetir.

Cabría discutir si se puede considerar a Pete Maravich el más grande jugador universitario de la historia del baloncesto norteamericano o si hay que valorar, por ejemplo, factores más allá de la anotación como el dominio apabullante de un joven Lew Alcindor —a quien conoceríamos más adelante como Kareem Abdul-Jabbar—, quien seguramente es el principal candidato a disputarle ese papel a Pistol Pete. No pocos sitúan a Alcindor primero en la lista. Es una cuestión que puede discutirse, pero eso es lo de menos ahora. Lo importante es esto: no cabe duda de que Pistol Pete supuso una inyección de adrenalina para el deporte universitario en general y para el baloncesto de la NCAA en particular. Su manejo del balón —que para algunos no ha llegado a tener paralelo— y su estilo de fantasía transformaron aquel ignorado baloncesto de facultad en un gran espectáculo de primer orden. Pistol Pete jugaba para agradar al público y no sólo agradó, sino que consiguió enloquecerlo. Su gloria universitaria no tuvo parangón con la de ningún baloncestista amateur que el mundo hubiese conocido. La universidad, demostró él, podía producir superestrellas como las ligas profesionales. En 1970 y a punto de cumplir veintitrés años llegaba el momento de saltar a la NBA. El difícil paso que separa a los grandes universitarios de los grandes jugadores de verdad. No todos los grandes universitarios consiguen triunfar como profesionales.

Transformado de antemano en una figura del deporte estadounidense y despertando una vibrante expectación en torno a su llegada a la liga de los mayores, Pete Maravich fue elegido en la tercera posición del draft de 1970 por los Atlanta Hawks en mitad de un más que considerable revuelo mediático. Como él mismo había predicho años atrás, siendo aún un adolescente, firmó un contrato no de un millón sino de casi dos millones de dólares de la época. Lo nunca visto. El mejor jugador universitario de la historia aterrizaba en la liga más grande de la Tierra y firmaba el mayor contrato de todos los tiempos. Estaba dispuesto a tomar la NBA al asalto. Quería aquel anillo dorado del que su padre le había hablado cuando tenía siete años. Uno de los momentos más emotivos de Pete Maravich ante una cámara, no por su expresión facial o por su tono de voz, sino por su sinceridad y sobre todo porque hoy sabemos lo que significaba para él, fue el día en que ya siendo profesional declaró (vídeo):

“No soy una persona avariciosa. No me preocupa tener diez anillos. Sólo quiero uno”

Aquel era el gran sueño de su vida; el anillo era su Santo Grial, lo que lo había mantenido pegado a un apelota desde los siete años. Y no, nunca lo consiguió.

Es más, las cosas no le iban a resultar nada fáciles en la NBA. Sabemos que nunca fue consciente de la amenaza mortal que latía silenciosa en su maltrecho corazón, pero sí experimentó los sinsabores de una liga profesional que no estaba preparada para el advenimiento de una personalidad semejante. Se abrían unos años complicados frente a él. Su juego fue incomprendido y su figura —aun con sus notables logros individuales— no terminó de encajar. Fue un ídolo, pero un ídolo adelantado a su tiempo, acostumbrado a un juego de fantasía que en el ámbito profesional no agradaría a todo el mundo. Alguien tenía pagar el precio por facilitar el amanecer de una nueva era, el advenimiento de un nuevo baloncesto. Alguien tenía que abrirle camino a futuros artistas como Magic Johnson o Larry Bird. Y ese precio lo pagó él. Además estuvo la mala suerte. La mala suerte en lo deportivo y en lo personal. Para alguien que sólo había conocido la felicidad a través del baloncesto, ¿qué ocurriría si el baloncesto fallaba? Antes de que pudiera darse cuenta resurgirían las carencias de su infancia, los desajustes de su familia y los demonios de su propio interior. Pistol Pete, la superestrella, iba a volver a dejar paso a aquel pequeño Pete Maravich, el niño huidizo e inadaptado que, incómodo, lanzaba una mirada triste a su alrededor mientras buscaba un rincón oscuro donde esconderse. (Continúa)

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27 Comentarios

  1. Tremendo, espectacular. Muchas gracias.

  2. Brillante!!! Me ha mantenido enganchado de principio a fin…, espero ansioso la siguiente parte. Gracias.

  3. Grande, E.J.

  4. dcdsoundsystem

    Quizás sean cosas mías, pero por época, por biografía, y hasta por parecido físico si me apuras, siempre he encontrado cierto paralelismo entre la figura de ‘Pistol’ Pete y la de Alex Chilton: http://en.wikipedia.org/wiki/Alex_Chilton (casi como un ‘Pistol’ Pete con guitarra). De hecho, me gusta imaginar de forma inocente a Maravich escuchando a Big Star mientras daba sus primeros pasos en la NBA de la época… Finalmente, ninguno de los dos pudo triunfar de la manera que les hubiese gustado.

    Gran artículo, espero con impaciencia la segunda parte.

  5. No tengo nada contra Pete Maravich, pero nunca he entendido por qué se siguen escribiendo columnas y más columnas sobre él. Entiendo la mística del perdedor y tal, pero no que sea casi el único jugador de la década de los setenta sobre el que se escribe. En vez de los que ganaban partidos y eso.

    • E.J. Rodríguez

      Hola meej,

      Cuestión interesante. En este caso el artículo lo sugirió un lector en los comentarios de un texto sobre Ricky Rubio y me pareció una buena idea. Sé que hubo jugadores tan buenos y mejores que Pistol Pete en aquella década, sobre los que se podría escribir también, y quizá lo haga. Gente que efectivamente ganaba más partidos. Pero Pete Maravich es un personaje especialmente interesante, alguien con toda una historia psicológica detrás. Además tenía algo que no se puede comprar ni vender y que tiene poco que ver con los porcentajes de victorias… y ese «algo» era el carisma. Quizá fue un «prototipo fallido» de la figura de superestrella NBA, pero nadie puede negar que tenía más condiciones que nadie entonces para el estrellato (hablo de estrellato en estado puro, de amor del público, no hablo de victorias, anillos ni trofeos), aunque no todo le fuese bien. Es un personaje con el que resulta fácil empatizar, que nunca dejó de ser un niño triste (algo que el público, inconscientemente, captaba), alguien que no disfrutó demasiado de su mucho dinero ni de su fama.
      Sí, se podría escribir sobre las cifras de Walt Frazier, por ejemplo… pero cuando a Maravich se le han dedicado películas o canciones, es por algo. Es la clase de figura que trasciende el deporte que practicó, y cuya historia puede interesar a cualquiera, incluso aunque no sepa nada sobre baloncesto. Y creo que eso es lo importante: las historias. Creo que por ese motivo se sigue hablando de él, y este tipo de personajes, al despertar esa simpatía, ayudan a que gente ajena al baloncesto sienta curiosidad y busque algún video de Maravich en Youtube: «a ver qué cosas hacía este jugador del que están hablando aquí». Es difícil crear nuevos aficionados simplemente volcándoles promedios de asistencias o estadisticas de los play-offs. Además, el juego de Maravich podía no ser el más efectivo para alguien con una mentalidad más de «ganar partidos», pero era un estilo de juego extraordinariamente bello y espectacular. Eso tiene también un valor intrínseco que va más allá de las cifras.

      Un cordial saludo.

    • Es el tipo de jugador que esta por encima de los números, marca época por lo que era y por como jugaba…sin más despues entramos a debatir si era mejor o peor.

      Pero tiene un intangible que no tienen los demás, por muchos números, anillos, o estadísticas.

      Impresiona y se te queda en la retina, porque divertia.

      Es como si a mi me preguntas…¿Quien es el mejor jugador y el mejor equipo que has visto? Y te respondo que Jason Williams y los Kings de hace 10 años. No ganaron nada pero te divertian y te sorprendian y eso…eso marca.

      Al menos a mi.

  6. Deseando leer ya la segunda parte. Gran artículo.

  7. me ha encantado!!

  8. de locura. Pedazo de texto

  9. Pedro Torrijos

    Hay una interesante discusión sobre Pete Maravich en el foro de la ACB:
    http://foros.acb.com/viewtopic.php?f=1&t=449045#p21534926

  10. Me ha encantado. Me ha emocionado. Además me he motivado y me he puesto la banda sonora de Hoosiers (http://grooveshark.com/#!/album/Hoosiers/6246905) porque me ha recordado en cierta medida al personaje de Jimmy. No sé mucho de baloncesto, he visto poco y he leído lo suficiente como para considerarme un ‘inculto avanzado’, pero no conocía la historia de Pistol. Fantástico, muchas gracias, de verdad que me ha emocionado y espero la segunda parte. Gracias y a seguir así, sois un ejemplo.

  11. Da gusto leer este tipo de articulos. Desconocía la historia de este jugador, y lo único que sabia de él a fecha de hoy, era la comparacion que habian hecho de RR con este jugador. Esperando la segunda parte de esta gran Historia. Enhorabuena al redactor.

  12. Pistol lo tenía… vaya sí lo tenía.

    También espero la segunda parte por supuesto. Muchas gracias EJ.

  13. Bernardo de Gálvez

    Gracias por el artículo, señor E.J. Rodríguez. El Pistol ofrece una buena historia. Estos artículos son de los que hacen afición.

  14. Grandioso artículo.

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  16. Pues siento poner la nota discordante, pero me parece demasiado hagiografico.

    Creo que ya en 1971 estaba mas que claro que Pete no era el mejor jugador universitario de la historia (de hecho le eligen en el numero 3, a cualquier anterior potencial «mejor universitario de la historia» los habian elegido en el numero 1). Ni el segundo. Ni el tercero. Jugador de enorme talento, anotador compulsivo y chispa especial pero en universidad poco importante, en conferencia flojita y donde podia hacer lo que quisiera sin tener responsabilidades sobre el resultado final. Un calco a su carrera NBA.

    Lo otro que me me parece muy exagerado es lo que se desprende del texto sobre que Pete hizo de la NCAA una competicion de masas («transformaron aquel ignorado baloncesto de facultad en un gran espectáculo de primer orden»). Ya lo era mucho antes por su propia idiosincrasia. De hecho muchisimo mas importante y relevante que el baloncesto profesional.

    Aun asi me parece un buen articulo en general, muy currado, simplemente la tendencia a la desmesura en el acercamiento al jugador no ayuda, me gustan mas los tonos mas neutros

    saludos

    • Michael Jordan, que para mí fue el mejor jugador de todos los tiempos, fue nº3 en el draft del 84 (el primero fue Sam Bowie, y mira qué finos estuvieron los que lo eligieron).

    • Además, el propio «Magic» Johnson le puso como inspiración. De hecho, yo diría que algunos de los movimientos de Jordan tienen reflejo en lo que hacía este hombre. La historia está llena de gente muy avanzada que no sintoniza bien con su época, y a la que sólo se le reconoce muchos años después.

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