Deportes

René Houseman y el gol del borracho

René Houseman en el Mundial de Alemania de 1974 DP
René Houseman (derecha) en el Mundial de Alemania de 1974. (DP)

A la tercera ducha, ya solo quedaba insuflarle otro termo de café. Porque él seguía canturreando en voz baja y dando tumbos por el vestuario. Se había ausentado de la concentración del equipo la noche anterior, excusándose en que se había llevado al hotel por error las llaves de su casa y su mujer le aguardaba, impaciente, en el portal del edificio. Pero, en realidad, lo que pretendía René Houseman era unirse a la farra por el cumpleaños de su hijo. Tanto se le fue la mano con el recado que, en lugar de regresar al rato, como había prometido al cuerpo técnico, volvió a las once de la mañana del día siguiente. Día de partido. 

Salió a jugar. Como pudo, pero salió. Enfrente, todo un River Plate. En aquel Huracán, el Hueso, como le apodaban por flaquito (también el Loco, por disperso), era imprescindible. Por talento y por estilo. Con su media melena y las medias arrebujadas en torno a los tobillos, deambuló por su banda con el estómago revuelto y las ganas de vomitar asediándole en cada trote. Hasta que, en el minuto cuarenta de la segunda parte, agarró un pase de Russo, avanzó en diagonal, la tiró larga entre dos centrales y respondió a la salida de Fillol con una gambeta y un puntapié manso que se posó en la red. No hubo celebración. Houseman, que se había trastabillado con el impulso final de la jugada, se quedó tirado en el suelo, riéndose. Un minuto después, simuló un calambre, pidió el cambio y se fue a su casa a dormir.

Si en Belfast hubo un quinto Beatle, en el Bajo Belgrano hubo un sexto. Allí, en esas calles villeras siempre a punto de ser asfaltadas, creció el genio del futbolista del que Menotti dijo que era «una mezcla de Maradona y Garrincha». A los catorce años, trabajaba en las calderas del Hotel Sheraton. Después, se ganó la vida haciendo los repartos de noche en una carnicería. Dormía apenas tres horas al día porque, con la luz del sol, se obligaba a estar despierto para jugar al fútbol en el barrio. «Cuando vivía en la villa, lo único que estaba era la pelota y con eso nos criamos», solía decir luego. Su padre, invadido por la polio, dejó descabezada a la familia. Y en las botas del chico terminó anidando la esperanza de la prole.

Fue en el Huracán campeón del Metropolitano en el 73 donde René Houseman encontró su hogar. Un equipo mediano, familiar, lejos de los focos de las grandes escuadras del país, pero con un plantel histórico. Aquel grupo de jugadores, inmortalizado en el inolvidable plano secuencia que Campanella ideó en El secreto de sus ojos por encima del Tomás Adolfo Ducó, grabó su estilo eficaz pero preciosista en los anales del fútbol argentino. Pero los goles de Brindisi y la creatividad de Carlos Babington siempre encontraron el himno oficioso de Houseman como banda sonora. «Y chupe, chupe, chupe y no deje de chupar, el Loco es lo más grande del fútbol nacional», atronaban las gradas del barrio de La Quema. Cómo sería la catarsis colectiva que, años más tarde, su partido homenaje se tuvo que interrumpir cuando cientos de espectadores saltaron de sopetón a la cancha solo con la intención de abrazarle. Él, lejos de escandalizarse, convirtió aquello en una postal de comuna hippie, rebozándose por la gente entre carcajadas.  

Tan llano es Houseman que se presentó en la ceremonia de inauguración del Mundial de 2006, a la que le invitaron exigiendo etiqueta, con unas zapatillas y un pitillo en la boca. «Nunca tuve guita y, si la tenía, la gastaba», contaba. «Total, si mi familia y mis amigos están bien, ¿para qué quiero la plata?». Era el mantra de un tipo al que lo que más le divierte es levantarse a las seis de la mañana y quedarse pateando la pelota contra un paredón. Por puro amor.

«Medio que se me fue todo a la mierda cuando me sacaron de la villa», dijo una vez en una entrevista. Jamás ocultó su condición de hombre de barrio, que algunos rivales le recordaban con insultos pero que a él, lejos de avergonzarle, le llenaba de orgullo. En su época de esplendor, los dirigentes de Huracán intentaron sacarle de la villa para evitar que tuviera fácil acceso al alcohol y a las malas compañías y le alquilaron un apartamento cerca del estadio del equipo. A los veinte días, estaba de vuelta con su gente. Decidieron que lo mejor era encargar a alguien que le acompañase en sus juergas. Él, al menor despiste, se escapaba por una ventana.

Vivió con Olga, su mujer, y su hijo Diego René. En la villa, cómo no. También tuvo otra hija, Jésica Evelin, que le hizo abuelo. El hombre que jugó al fútbol como vivió: esclavo de la inspiración. Nunca tuvo planes para el futuro porque jamás supo lo que iba a hacer dos minutos después. Murió a los sesenta y cuatro años a causa de un cáncer. El gran wing del fútbol argentino. El gran bohemio del fútbol argentino. 

«¿Qué a qué me hubiese dedicado si no hubiese sido futbolista?», le espetó a un periodista una vez. «A mirar mujeres».

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2 Comentarios

  1. Troiteiro

    Enorme. En el fútbol moderno ya no quedan tipos como Houseman. Al mismo nivel que Garrincha, Maradona o George Best.

  2. Si uno se interesa por el fútbol sudamericano es debido a talentos «salvajes» como el de Houseman. Es raro encontrar algo así en Europa. Argentina, Brasil, Colombia… suelen florecer por esos lares.
    Ahora bien, si saben adaptarse triunfan pueden triunfar otro lado del charco. Y a lo grande.

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