El brillo de sus ojos no parece, desde luego, el de una persona de ochenta y cuatro años. Ni rastro de cansancio, ni de desapasionamiento: por el contrario, todo en Dacia Maraini (Fiesole, 1936) transmite vitalidad, entusiasmo y fe en que las cosas pueden cambiar a mejor. En su casa romana, con una terraza desde la cual se puede contemplar todo el skyline de la Ciudad Eterna y El Vaticano, los libros proliferan por todas partes entre pinturas y recuerdos de una vida prolongada e intensa.
Fue descubierta en el mercado internacional con su novela —recientemente recuperada por Altamarea, junto a otros títulos— Los años rotos, que obtuvo el Premio Formentor, a la que siguieron títulos como Memorie di una ladra, Donna in guerra, Isolina, Lettere a Marina o Il treno per Helsinki. Sin embargo, su mayor éxito llegó con una novela histórica, La larga vida de Marianna Ucrìa, que obtuvo el Premio Campiello, fue llevada al cine por Roberto Faenza y ha vendido más de un millón de ejemplares desde su salida a la luz.
Pero la trayectoria vital de Dacia Maraini va mucho más allá de sus hitos literarios, que le han hecho figurar reiteradamente en las quinielas del Nobel. En su persona confluyen la fundadora del Teatro della Maddalena, gestionado por mujeres, la activista feminista y la mujer de cine: escribió para Marco Ferreri el guion de Historia de Piera (1983) y El futuro es mujer (1984); Yo soy mía (1978) para la directora Sofía Scandurra; para la alemana Margarethe von Trotta, Amor y deseos (1988), y para Pier Paolo Pasolini Las mil y una noches (1974), entre otras faenas.
Una aventura única, la vida de Maraini, que comenzó con una niñez marcada por los dos años de internamiento junto a su familia en un campo de concentración japonés, donde sufrieron las mayores penalidades. Y, sin embargo, al recordar aquellos hechos terribles, ni la sonrisa ni el brillo de los ojos la abandonan.
Siempre he tenido una duda: el hecho de crecer en un campo de concentración ¿es para usted un trauma, o lo que le hizo ser como es hoy?
Después de esta experiencia, me siento en condiciones de afrontarlo todo. Porque la guerra, las bombas, el hambre, las enfermedades, los parásitos, el miedo, los terremotos… Todo lo que pasó en aquellos años me hace pensar que, si superé aquello, no hay nada que no pueda superar.
Del hambre ¿se aprende, o es solo algo degradante?
Mucha gente piensa que el hambre es el apetito, pero son dos cosas distintas. No se trata solo de no comer en uno o dos días. El hambre trae enfermedades, el beriberi, el escorbuto, otras enfermedades de falta de vitaminas y proteínas, luego la anemia perniciosa cuando no hay glóbulos rojos, se caen los cabellos, se caen los dientes, no se ve bien… Si hubiéramos seguido un poco más así, habríamos sucumbido. Por suerte, acabó la guerra, llegaron los americanos, y debo decir que nos cuidaron muy bien. Me acuerdo de uno que me atendió y dijo: «Esta niña tiene un corazón como una berenjena». Era un corazón debilitado, un corazón negro. Comíamos diez gramos de arroz al día. Estábamos todos desnutridos. Allí conocí qué es el hambre, probándola en propia piel. Y aprendí que de hambre se muere.
¿Recuerda cómo llegaron allí?
Mis padres eran antifascistas, antinazis, antirracistas. No pertenecían a un partido, eran contrarios a todas esas ideas, su motivación era humana. Se negaron a firmar la adhesión a la República de Saló, y cuando Italia firmó un pacto con la Alemania nazi y Japón, sabían dónde acabarían. En cambio, pensaban que las hijas no seríamos prisioneras políticas, y mi madre ya tenía un acuerdo con diplomáticos suizos para que se hicieran cargo de nosotras. Pero les dijeron que no: todos al campo. «Hijas de traidores, traidoras ellas también». Al menos estuvimos juntos.
¿Y es cierto el episodio del…?
¿Del dedo? Sí. Mi padre exigía que nos dieran de comer a las niñas, porque no éramos prisioneras políticas. El pobre insistía: los adultos son adultos, decía. Pero yo tenía siete años, y mi hermana dos. Y le respondían que éramos traidores, mentirosos, viles. De modo que mi padre, que conocía bien la cultura, la mentalidad samurái, porque era antropólogo, tomó un hacha pequeña, y allí donde se cortaba la leña para hacer el fuego —no había gas—, se cortó un dedo y se lo arrojó al policía que ejercía de jefe, el más feroz. Le cayeron patadas, puñetazos… Pero funcionó. Al cabo de una semana, este policía trajo una cabrita, que dio un poco de leche, que nos dio la vida. Ahí había vitaminas, proteínas. Veinte gramos de leche al día eran suficientes. Lástima que ya era el final de la guerra, pero fue un acto de gran valor por parte de mi padre.
Antes de eso, su padre había pagado otro precio por ser antifascista: varios años sin que su abuelo le dirigiera la palabra, ¿no?
Sí, porque mi abuelo era fascista y le había dado el carnet fascista a mi padre. «Sin este carnet no se trabaja», le dijo. Y era verdad. El régimen fascista imponía esa discriminación inmediata, para cualquier trabajo te pedían el carnet del Fascio. Y la gente se inscribía, aunque no fuera fascista. Mi padre rompió en pedazos el carnet, mi abuelo se enfadó y estuvieron años sin hablarse. Pero mi abuelo, que era escultor, era fascista de los de la primera época, de cuando Mussolini era socialista. Creía que sería un político liberal, abierto, y no se percató del horrible cambio que se había producido para volverse un régimen dictatorial.
Ahora los fascistas vuelven en toda Europa. ¿Se ha preguntado alguna vez qué pensaría su padre si levantara la cabeza?
Estaría muy preocupado, porque después de la guerra parecía que no se podía ser nunca más fascista. Era tal experiencia de daños, de violencia, de destrozos en todo el mundo, porque Hitler hizo un daño monstruoso, pagándolo luego carísimo, que volver al fascismo parecía inconcebible.
En Japón no tenía libros, solo personas-libros, a lo Bradbury, a su alrededor. ¿Esto produce un tipo de escritora especial?
No lo sé… Creo que hay una sensibilidad hacia la palabra hablada, he hecho mucho teatro como escritora y para mí esa palabra hablada es muy importante. Estuve dos años sin ir a la escuela, pero mi padre me enseñaba matemáticas, geografía, filosofía… Y mi madre me contaba historias, me enseñaba el italiano, porque yo hablaba japonés [risas]. Se dividían el trabajo, mi padre más científico, mi madre más humanística. Fue importante, porque no se puede estar dos años sin educación.
Del japonés no recuerda nada, ¿verdad?
Desgraciadamente, lo he olvidado. Era muy pequeña.
Y la idea de la igualdad, que ha sido la base de su feminismo, ¿viene también de esa época?
Yo siempre he tenido sentido de la justicia. Esto creo que es innato, heredado de mis padres. Siempre me he puesto en la piel de quien sufre una injusticia. Naturalmente, la experiencia como mujer ha sido muy importante, pero he hecho muchas campañas e investigaciones periodísticas, por ejemplo, sobre las cárceles, los manicomios… He hablado de los sintecho, de la pobreza. No solo las mujeres sufren injusticias. Todos los que las padecen lo suscitan en mí.
Volveremos más adelante sobre ello. Quería preguntarle por el regreso de su familia a Bagheria, en Sicilia, antaño lugar de villas nobles, hoy una ciudad ruidosa, un poco grosera. ¿Por qué dice usted que le costó tanto tiempo poder escribir sobre Sicilia?
Porque los cambios que llegaron inmediatamente después de la posguerra, con el boom económico, no vinieron acompañados de un plan regulador. Bagheria nunca lo tuvo. Yo no estoy en contra de la construcción, pero hay que hacerlo sobre el plano, teniendo en cuenta el espacio público, los jardines, las escuelas. En cambio, se construyó de forma salvaje, cada uno cogía lo que quería. Se destruyó todo el verde que había, los jardines, los parques. Bagheria era en efecto el lugar de las villas de los nobles sicilianos del xviii, unas villas maravillosas con un parque cada una, con muchos, maravillosos árboles, bosques. Todo eso se destruyó, quedaron las villas como un muñón.
La propia Villa Palagonia, una de esas joyas, ahora está rodeada de tráfico y edificios feos. Cuando la visité tenía hasta un asador de pollos al lado…
Sí, qué pena, es horrible. Piensa que esas estatuas barrocas que la rodeaban, bellísimas, antes se recortaban en el cielo. Era una visión fantástica. Ahora se ve alrededor de todo, es espantoso.
A los dieciocho años decide marchar a Roma con su padre, que se había separado de su madre. ¿Cómo le cambió la vida esta decisión?
Perdí algo importante, que era la integridad del territorio siciliano, que era maravilloso: el mar limpio, accesible… Pero gané libertad, porque en Sicilia todavía estaba la idea de que las chicas tenían que andar acompañadas de alguien, y a mí me habían educado en la libertad responsable. «Debe acompañarla el padre, o la madre», decía alguno. No existía la idea de ser autónomas, siempre había un ojo espiando tras la persiana. En cambio, en Roma había mayor libertad. Y también estaba el encuentro con la gente del cine, del teatro, del mundo literario, que mi padre conocía. El mundo de la cultura estaba muy cohesionado, se iba a ciertos restaurantes donde te los encontrabas sin necesidad de quedar, esa es la diferencia con lo que ocurre hoy. Uno sabía que yendo a ciertos lugares económicos encontrabas a Guttuso, a Visconti, a Fellini, Calvino… El mundo artístico era mucho más solidario y amigable. Pero se veían no por motivos de trabajo, sino por estar juntos. Hoy conozco a todos mis colegas, pero los veo solo en las ferias, en los actos públicos. Ahora solo nos vemos con un propósito, antes era por gusto.
¿Era un mundo abierto a una chica joven como usted?
Sí, sí, había siempre por allí muchos poetas, escritores jóvenes que querían conocer al gran maestro, al gran director.
¿Fue entonces cuando conoció a Pasolini?
Sí, y a Moravia, a Elsa Morante, a Fellini, que vivía aquí al lado, en la calle Margutta. En esa misma butaca en la que está usted se sentaba a menudo. Me llamaba a menudo, era muy amigable, una persona deliciosa, un gran contador de historias, se divertía inventándolas… Él, mientras rodaba en Cinecittà, sentía placer de recibir a amigos, y cada día hacía una pausa a la hora de comer e invitaba en una sala donde podíamos comer todos juntos. Si uno quería, podía quedarse a mirar el rodaje, nunca se molestaba por ello.
Pero Pasolini era muy distinto, ¿no?
Pasolini era cerrado, una persona introvertida y silenciosa, pero no hostil. El suyo era un silencio amistoso. Con él hice muchos viajes, África, Afganistán, la India… Era un amigo íntimo, pero en la vida privada hablaba poco. Un silencio cercano, solidario.
El año próximo será el «Año Pasolini». ¿Su memoria vive un buen momento, o necesita ser recordado más?
Pasolini era muy extraño, porque sus teorías, que tal vez no eran suyas, porque Moravia ya había escrito El hombre como fin antes de conocerlo… Él tenía, además de un carisma especial, una fuerza simbólica. Ese es el punto que él tenía y otros no. Bassani, Calvino, Moravia, Morante: todos son escritores importantísimos, pero él tenía una fuerza simbólica, como digo, subversiva, era alguien que rompía la tradición. También estaba su vida sexual, el hecho de ser homosexual, el ser siempre a contracorriente, siempre crítico, siempre sorprendente también… Los jóvenes del 68 se lo tomaron fatal cuando él escribió un poema de parte de la policía, diciendo que la policía eran los hijos del pueblo, mientras los otros, los manifestantes, eran burgueses. Era un gran provocador, entre otras cosas.
De Moravia se sabe que él y usted fueron pareja. Recuerdo un escrito suyo en el que contaba que se había enamorado de usted, pero también apreciaba su obra. ¿Qué importancia tuvo esto para usted?
Vivimos juntos, aunque no nos casamos porque él nunca se divorció de Elsa Morante. Pero sí, si no hubiera habido una admiración literaria por su parte, no habría durado tantos años.
Escribieron incluso un libro juntos, ¿no?
Escribí una entrevista sobre su infancia, porque para mí la infancia es un momento esencial. Il bambino Alberto. Para mí no fue ningún problema convivir con un escritor, y tampoco para él, que era muy respetuoso de la autonomía, de la libertad. Al principio, hubo gente que dijo que era él quien escribía mis libros, ¡como si le sobrara tiempo después de escribir los suyos! Una mujer joven que escribe, ¿cómo iba a ser? Esa era una idea bastante misógina, cuando yo ya había publicado un montón de cosas. Pero todo eso se superó con el tiempo.
Su primer gran premio fue el Formentor. ¿Qué recuerda de aquella España que encontró?
Me acuerdo de que era una atmósfera simpática. Los problemas vinieron luego, cuando acusaron a Moravia de haberme dado un premio, cuando él no estaba en el jurado. De nuevo la misoginia, la maldad. Pero al cabo de los años me pidieron perdón.
Formentor es un lugar extraordinario, pero imagino que en aquellos años habría una energía muy especial, con mucho deseo de libertad. ¿Era así?
Era un momento de entusiasmo, de euforia. Se salía de una guerra terrible, y había ganas de construir, había una gran positividad en comparación con este momento actual de angustia, de pesimismo y de confusión, donde faltan las ideas, los valores compartidos. Y la política no se sabe adónde va.
¿A qué valores se refiere?
Para hacer funcionar una sociedad, necesitamos valores compartidos, que hoy no tenemos. Se confía en el valor personal, en el individualismo. Hay personas serias, honestas, con dignidad, que responden al propio deber, y luego están quienes van a la deriva. Cuando hay valores compartidos, es toda la sociedad la que avanza, la que crea una atmósfera positiva, de confianza en el futuro. Eso es lo que vi en Formentor, en la posguerra. Ahora faltan por completo esos valores.
La obra con la que ganó el Formentor, Los años rotos, era una novela dura. ¿Usted piensa que la protagonista sería hoy muy distinta, o sigue habiendo otras Enricas?
Hay algo que ha vuelto: piense que el año pasado me llamaron de China y me dijeron que querían traducir mi libro. Pensé que sería el último, pero me aclararon que se trataba de Los años rotos. ¿Por qué? Porque para nosotros es muy actual, me dijeron. El problema de la desocupación femenina, que es el eje en torno al cual gira el libro, está vigente. En este momento, en Italia, ha vuelto el paro femenino, también masculino. Pero ya no vemos la emigración del campesino con la maleta de cartón, que era la de principios del siglo xx. Antes de la posguerra, veinte millones de italianos habían emigrado a Australia, a América Latina, por todo el mundo. El hambre, la pobreza, les había hecho salir. Ahora tenemos la emigración de los licenciados, de chicos y chicas que han estudiado, se han ido todos. Y apenas llegan a países donde falta el trabajo y hay una meritocracia, demuestran ser estupendos. Eso pone de manifiesto que la escuela italiana funciona. Esto lo han entendido los chinos, han visto que es un tema de actualidad.
La violencia sobre las mujeres también es actualidad. Hace unas semanas vimos un caso espantoso en Italia, la violación en grupo y asesinato de una chica. En su s, usted se dirige a un hijo imaginario, y le dice algo así como que no puede imaginar que él sería como esos jóvenes violentos. ¿Cree que una aberración así la puede hacer cualquier chaval? ¿Qué está ocurriendo?
Mi idea es que, no habiendo, como decía antes, valores compartidos, cada uno va a lo suyo. Y hay una criminalidad juvenil, entre los doce y los diecisiete años, que no tienen una familia bien estructurada, culta o con valores. Y van a informarse a las páginas pornográficas. El sexo lo aprenden ahí. Ya habrá visto que hasta Ciro Grillo, el hijo de Beppe Grillo, el jefe de una formación importante, que incluso tiene la mayoría en el Parlamento… Pues bien, ese chico, junto a unos amigos, ha tomado a dos chicas de una discoteca, les han hecho beber a la fuerza vodka o algo así, y cuando estaban borrachas las han violentado y lo han filmado. ¿De dónde viene esta horrible violencia? Y no son pobres proletarios, son todos burgueses. El hijo de Grillo tiene una villa con piscina en Cerdeña. Esto no viene de la pobreza, sino de la mala educación. Y de aprender el sexo a través del porno.
Es muy interesante, porque en los ochenta en España, cuando apenas había aún educación sexual, el porno fue una fuente de información para mucha gente. Pero tal vez a partir de un fenómeno precisamente italiano, el de Rocco Siffredi, se fue normalizando la violencia sobre las actrices: el cachete, la mano que se cierra alrededor del cuello, el esputo en la cara. ¿Es esa la nueva escuela de educación sexual?
Es una pornografía basada en la violencia sobre las mujeres. Y como no hay una educación sexual en la escuela… Que yo prefiero llamar educación en los sentimientos, porque la Iglesia se ha opuesto siempre. Pero es muy importante, porque si empiezas a enseñar esa educación en la escuela, el respeto al otro, la idea de que el sexo puede estar ligado a sentimientos, pero no a la violencia, algo podría cambiar. En cambio, estos chicos van a nutrirse a sitios donde reina la violencia.
Si la escuela no hace su trabajo, lo harán otros, ¿no?
Por fortuna, hay familias conscientes, educadas, con un sentido del respeto, en las que todo va mejor. Pero no se puede confiar solo en esas familias, es necesario que el Estado intervenga.
En Cuerpo feliz, usted también recuerda ideas misóginas de Balzac, Kipling, Sófocles, Aristóteles y tantos otros. Es muy interesante para entender que los cerebros más brillantes de la historia eran machistas, pero, ¿a qué tenían miedo?
A la autonomía femenina. También a perder los privilegios, porque una mujer que se ocupa gratis de la casa, de los niños, de los mayores, y además te da el placer sexual, es cómodo. Pero si una mujer empieza a trabajar y te toca ocuparte un poco de esas cosas, supone la pérdida de un privilegio. Tienen miedo también porque identifican la propia virilidad con el privilegio. Si un hombre, en cambio, es libre de pensamiento, no se identifica con ese privilegio: entiende que el mundo está cambiando, y lo hace igual. En mi opinión, la cuestión biológica lleva a una forma de racismo. No creo que hombres y mujeres sean diferentes, el ADN es el mismo, la cabeza es igual, los sentimientos son iguales. Solo somos distintos históricamente: la mujer ha estado excluida de la representación, de salir, de ser externas a la familia y la casa. Una diferencia hay, naturalmente, pero es una diferencia cultural, creada en el curso de milenios.
Pero me parece que hay en estos hombres una dificultad para meterse en la piel de las mujeres y hacerse cargo de todas las presiones que han recibido. Y, por otra parte, usted habla de la complicidad de las propias mujeres con el patriarcado. Y ponía como ejemplo el éxito entre el público femenino de Cincuenta sombras de Grey.
Sí, es un eros masoquista. La idea es que la libertad, la gran libertad, es elegir a tu propio dueño, a aquel que te somete. «Me someto porque quiero». Es una cosa horrible, elegir ser golpeado… No acuso a los masoquistas, pero…
…es inasumible como sistema social. Porque los masoquistas no lo son a tiempo completo, ¿no? Realizan su fantasía y paran.
Bravo, así es. Son mujeres que han interiorizado esa idea de sexualidad violenta, y que en ella deben asumir la parte de la víctima. Piensan: si yo acepto, reclamo, mi elección, soy libre. Pero no eres libre.
Me recuerda al argumento de las conversas con la elección del hiyab en el islam. «Me pongo el velo porque quiero». Pero ¿pueden quitárselo cuando quieran?
Justo, estoy completamente de acuerdo. He probado a hablar con hombres musulmanes, les he preguntado por qué llevaban sus mujeres el velo: «Para no excitar la libido masculina», respondían. Pero ¿qué libertad es esa?
Porque se lo ponen hasta las niñas. Me parece hasta una ofensa a los hombres, como si fuéramos incapaces de controlarnos.
Bravo, lo he dicho así muchas veces. Lo que sucede es que las tradiciones son muy fuertes, van más allá del sentimiento. Es una adhesión no a algo cuya validez se reconoce, es una adhesión ciega.
Sí, pero usted sabe que esta tradición no existía hace unos años en Marruecos, Argelia o Túnez. Es una «tradición nueva», una tradición de importación.
¡Claro que no existía! Piensa que en los sesenta estuve en Afganistán, no había una mujer con el burka. ¡Ahora son todas! Estuve con Pasolini y Moravia en Nigeria, había pobreza, pero las mujeres eran libres, iban donde querían, los mercados eran suyos. Ahora van todas cubiertas de negro. Eso no es una tradición, es un fanatismo religioso que ha llegado hace treinta años. No hay que pensar en una cuestión religiosa, nuestros valores no son cristianos, son humanísticos. La idea de la sacralidad del cuerpo humano, que no puede ser torturado, humillado, es un valor universal, que vale para todos. En este momento esos valores están sometidos, porque han vencido los fanáticos. Pero todo el mundo sabe que eso no es libertad.
Aquí, en Occidente, ha hecho mucho ruido el caso de Harvey Weinstein. ¿Cree que el poder siempre quiere someter a las mujeres, abusar de ellas?
No siempre, pero es una tentación. Quien tiene poder, aprovecha. No todos, hay también gente correcta. Pero encuentras gente que hace chantaje: si quieres trabajar en el cine, tienes que venir a la cama conmigo. Y hay chicas que aceptan.
¿Usted ha conocido a algún Harvey Weinstein de la literatura?
No, debo decir que ha habido una buena relación. He conocido más en el cine, donde hay más poder, más dinero. La literatura nunca ha sido rica…
Al mismo tiempo, las iglesias siempre persiguen al cuerpo, en particular al de la mujer. Usted dice que «sexo y conocimiento es un binomio demasiado peligroso», pero ¿para quién?
Es peligroso por una cuestión de libertad. Jesucristo, que en mi opinión era un gran revolucionario, un defensor de la libertad, no tuvo nunca problemas con las mujeres. Mostraba un gran respeto por ellas. Pero la Iglesia no. Cuando se convierte en un poder, el poder, cualquier poder, quiere tener el control de dos cosas: la vida y la muerte. La muerte es la guerra, las prisiones, las bombas, los ejércitos, la justicia. Y la vida pasa por el vientre de las mujeres. El control de la vida es el control de las mujeres, y de ahí vienen los tabúes, la virginidad, el aborto, todas esas obsesiones sexófobas surgen de la necesidad de control. De todas las iglesias.
Ahora en España hay una fuerte polémica en torno a la «ley trans», que pretende reducir el sexo de las personas a una cuestión de voluntad. ¿Usted cree que esto puede poner en peligro las conquistas del feminismo?
No, no lo creo. No pueden desaparecer los sexos biológicos, y al mismo tiempo se debe dar la oportunidad a quien nace hombre, pero se siente mujer, de volverse mujer. Pero esos son casos rarísimos. No existe un continuo cambio de sexo, solo algunas personas, que antaño eran reprimidas e incluso acababan en el manicomio. Ahora se da la libertad a las personas de ser aquello que quieren ser.
Uno de los puntos conflictivos de esa ley consiste en bajar la edad para ser sometido a un cambio de sexo a los catorce años, sin consentimiento de los padres y sin informe médico. Y hay una industria quirúrgica muy interesada en que sea así.
Esto en mi opinión no tiene sentido, y desde luego existe el peligro de que nazca una industria del cambio de sexo, como hubo una industria del aborto. Cuando se hizo la ley del aborto, se acabaron todos esos médicos clandestinos que ganaban mucho dinero con los abortos. Sinceramente, creo que la ley no tiene por qué ser mala, solo habría que especificar mejor. Es cierto que la diferencia entre hombre y mujer se encuentra ahora en un estado de mayor fluidez, porque los roles no son tan determinados. Antes una mujer no podía hacer estudios superiores, ser ingeniera, no podía ser piloto aéreo. Ahora eso no es así, y diluyendo las diferencias o límites entre una función u otra, los sexos se vuelven menos cerrados. Pero no creo que sea un peligro.
¿No hay temor a que un violador se declare mujer y sea encarcelado en una prisión para mujeres, o que en una competición deportiva un hombre dispute medallas a sus rivales mujeres? Ambas cosas han sucedido ya…
No debe ser así, claro. Cambiar el sexo no es tan simple, es algo complicadísimo. Y en mi opinión, los casos de verdadera necesidad de cambio de sexo son una minoría absoluta. Y no confundamos, que seas hombre y te gusten los hombres no es una cuestión de cambio de sexo, es una preferencia sexual que no tiene nada de malo. La Iglesia católica los quemaba vivos, eran reprimidos, y en cambio vemos ahora cuánta gente reprimida había en su seno… En definitiva, la elección debe ser libre, pero el verdadero cambio de sexo es una cosa rarísima. Y los pobres deben enfrentarse a operaciones dolorosas, deben llenarse de hormonas…
En Sicilia hay una tradición literaria impresionante, de De Roberto y Lampedusa a Camilleri pasando por Pirandello, Verga, Brancati, Sciascia, Consolo y Bufalino, pero sin figuras femeninas fuertes. Y en eso llegó su Marianna Ucrìa, un personaje mudo. ¿Quería reflejar la mudez histórica?
Así fue interpretado, el silencio histórico de las mujeres. No era mi intención, pero fue leído así. Por lo general, los hombres que escriben tienen el punto de vista masculino, ven a la mujer como objeto y rara vez se identifican con él. Uno que sí lo hizo fue Ibsen, que debo decir que fue verdaderamente valiente y se metió en el punto de vista femenino. Un poco Tolstói…
¿Y en Italia? Moravia escribió mucho sobre mujeres.
Sí, pero no llegó a ese punto. En Italia es muy difícil encontrar a un hombre que se haya metido de veras en el punto de vista de las mujeres. No creo que lo haya.
Quizá está por venir…
Sí, quizá [risas].
Usted ha escrito también sobre la mafia. ¿Por qué las mujeres no han escrito mucho sobre este fenómeno? Apenas recuerdo Un granizado de café con nata de Alessandra Lavagnino, pero poco más…
La mafia ha cambiado mucho. Hay que decir que cambió en 1970, porque primero era la de los mercados, de los cigarrillos, el pescado… Y en 1970 encontró la droga y se volvió internacional. La mafia nacional, la siciliana, tenía sus reglas, por ejemplo, los niños y las mujeres no se tocaban. No digo que fuera buena, pero tenía esos límites. Con la internacionalización, con el descubrimiento de la droga que la ha vuelto millonaria, ha cambiado la actitud. Las mujeres han entrado, no como jefas, pero las han usado. Y en Catania hubo aquel caso de tres niños que habían reconocido a un mafioso, hubo una discusión muy fuerte en el seno de la organización para ver qué se hacía con ellos, y al final venció la idea de que había que matarlos, y los han estrangulado con ocho o diez años. Este fue el gran cambio. Y las mujeres se convirtieron en parte incluso responsable de estas prácticas. También cambió la forma de intervenir, compraron restaurantes y hoteles en Alemania, en Holanda, entraron en política, financiaron partidos. Maria Rosa Cutrufelli escribió sobre el tema, pero es verdad que han sido pocas, la mujer en general ha tenido un papel secundario en el fenómeno mafioso.
¿Para usted fue difícil hacerlo?
No, me interesaba mucho. En mis años de Bagheria era totalmente ignorada, por tanto, era peligrosísima. Al menos cuando se habla de ella se reconoce que existe, pero en aquel tiempo era una negación social, en términos psicoanalíticos, gravísimo.
Después de tantos años de lucha feminista, ¿cree que esta vez es la definitiva?
No creo que la lucha sea una flecha hacia el futuro. La emancipación, el progreso, no es nunca una línea recta, siempre hay pasos atrás. Pero soy optimista. Por suerte, lo veo de forma positiva, aunque a veces la realidad me contradiga. Si no creemos, no cambiamos nada. Se puede hacer, se puede mejorar, y hay tantas fuerzas, también en Italia, verdaderamente empeñadas… No se habla del voluntariado, en este país hay miles de personas que se pagan incluso sus pasajes, arriesgando la vida a menudo, para ayudar a otros en todo el mundo. Hay una red de personas extraordinarias de las que no se habla. Nuestro país es muy autodenigratorio, pero no se puede cambiar nada si no hay entusiasmo. No se puede dejar el entusiasmo y el orgullo solo para los partidos de fútbol.
Qué incómoda la transfobia del entrevistador, insistiendo e insistiendo para que Maraini se posicione en contra de una causa con la que simpatiza…
Desde mi modesto punto de vista, han quedado sin pregunta muchos asuntos que solo Dacia Maraini podía contestar. El entrevistador se ha centrado en lugares comunes y temas que implican respuestas poco menos que consabidas. Soy incuestionablemente feminista, pero en las sucesivas respuestas sobre el tema hay aspectos interesantes y bastantes lugares comunes. Quiero decir que mí me gustaría conocer más sobre el mundo personal y la ejecutoria cinematográfica de Pasolini (supongo que podía proporcionar declaraciones jugosas), sobre un personaje irreverente, histriónico y a menudo tan poco feminista como Marco Ferreri (incluso sobre el personaje de Piera), sobre el trabajo con von Trotta, sobre la personalidad íntima y real de Moravia detrás de su máscara, etc. Me da la sensación de que toda la entrevista es un preludio o introito y que lo interesante vendría justo cuando ha acabado. Mala sensación desde luego.
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