Hay artistas que definitivamente nacieron en el momento equivocado. Por demasiado tarde o demasiado pronto. Eso ocurre porque hay un instante cósmico propicio para cosechar en el arte, igual que para todo. Siendo por tanto una mera cuestión de fortuna, tenemos quien encuentra la gloria sin merecerla (no me hagan dar nombres, por favor, prefiero que se queden con el que ustedes tengan en mente) y quien no lo halla a pesar de su talento. Y es que el arte verdadero es un laberinto tan escurridizo y cuántico que no es suficiente con resolver el acertijo y desvelar cuál es el camino que te lleva a la salida. También es necesario que haya alguien en la meta cuando la cruces, no sea que llegues a la cima para descubrir que en el momento en que coronas allí no hay nadie.
José Val del Omar es uno de esos artistas que llegó demasiado pronto a todo, de manera que tocó el cielo de la excelencia en múltiples ocasiones sin que casi nadie se diera cuenta. Como mayor dato de su persona les diré que es granadino, porque por alguna razón (también cósmica y azarosa) Granada es esa fuente inagotable de arte y cultura, y eso lo saben bien todos los que llevan años parasitando del gran Lorca sin hacer otra cosa que llamarle Federico, que es como se refieren a él quienes viven de su figura sin intentar nada propio.
Val del Omar compartía con Lorca, entre otras muchas cosas, la fascinación por los colores. Por reventar los colores, se entiende, por quebrar ante el lector el cromatismo bobo de eso que se ha dado en llamar colores primarios —en sí una ofensa como definición a esa fiesta de los sentidos que es la percepción del color—. Si el de Fuentevaqueros inventó el verde carne y la fría plata como extensiones sinestésicas de lo que vemos, Val del Omar hizo lo propio con la violeta llama y la erótica celeste. Cuando alguien me pide que le recomiende algún talento granadino en ciernes, esperando que les señale algún veinteañero que despunta y escribe bien, siempre ofrezco la broma de que el único talento granadino pendiente de reconocer del que tengo noticia es José Val del Omar, muerto en accidente de automóvil en 1982, fecha injusta y trágica para una persona que dedicó tantos versos a recordar esa fórmula fugaz que es una vida humana:
Hombre= pizca de polvo que tiembla, se enciende y vislumbra.
Quien cree que escribió poco, es que no ha visto o no ha entendido su cine, que es pura literatura. Poesía en imágenes de la que muerdes y no se dobla. Espejo para buñueles en ciernes. Lo dejó claro en esta frase:
Yo quería fugarme del negro de los libros. Quería irme hacia la imagen luminosa. Como las mariposas son atraídas por la luz.
Cuántos escritores quisieran, como Val del Omar, fugarse del negro de los libros.
Como el cinematógrafo se le quedaba estrecho —en realidad cualquier formato se le convertía en una cárcel, pues su mente buscaba siempre los espacios amplios—, dedicó gran parte de su tiempo a imaginar nuevos formatos de reproducción y visionado. En su taller ascético-místico —así lo entendía él, no es licencia poética mía— trabajó en aparatos con nombres sublimes como el de «óptica temporal de ángulo variable» o «pantalla cóncava apanorámica», porque lo suyo era crear poesía usando la tecnología. Investigaba sobre óptica y mecánica de la visión como lo haría un poeta, no un ingeniero. Esa es una de sus grandezas y también la razón de su fracaso aparente —fracaso público, no artístico—, o su incapacidad de llevar a la industria del cine estos descubrimientos (y hacer mucho dinero con ellos, se entiende). Su taller se llamó PLAT, acrónimo de Picto Lumínica Audio Táctil. Díganme si el nombre no es ya en sí un poema futurista. Las dos investigaciones que le sitúan como ese McLuhan andaluz son el «cine relieve», que después rebautizaría como «táctilvisión», en el que obviamente prefiguraba la invasión contemporánea de la pantalla táctil. Vio incluso —o digo yo que vio— los peligros de la dependencia a ese mecanismo, adelantando nuestra adicción a la tecnología en este verso que me parece una revelación:
Andamos manipulados por mercaderes de luces marchitas.
Podía hacer estas cosas porque para Val del Omar ciencia, técnica, arte y amor eran una misma cosa. Tan amplio era el espectro de lo que trabajaba, que cuando se reunieron sus escritos tuvieron que elegir para nombrarlos Escritos de técnica, poética y mística, un pantítulo necesario para que comenzase a abarcar la variedad de campos de la que trataban. Sin distinción entre lo divino y lo humano —porque veía lo primero como una extensión de lo segundo—, una de las maravillas de su legado es esa unión de ciencia, trascendencia y vida que, si en tantos autores sigue siendo una lucha de contrarios, en el talento del granadino es siempre una misma cosa:
He visto una pizca de Dios en campo eléctrico.
Porque Val del Omar fue una especie de místico laico del siglo XX, su obra está preñada de imágenes de un misticismo quebrado y desgarrador. Sepulta al espectador/lector (no haré esta distinción más, pues creo que para este autor eran una misma cosa) de imágenes relativas al movimiento, la contemplación, la elevación, la expansión en los sentidos, el control de uno mismo:
El verdadero destino lo tienes en tu mano, reaccionando.
La cuestión estaba ahí, en reaccionar, en tomar la invitación del granadino a que no te dejaras arrastrar por la corriente y, si eras capaz de ello, dominases tu vida de la misma forma en que crees dominar tu cuerpo:
Hay que entendérselas con la conciencia vigilante.
Me encanta esa alusión a la conciencia vigilante, porque equivale a decir que no hay mayor enemigo que uno mismo, ni peor centinela que tu propia conciencia. Val del Omar hacía poemas que son aforismos, cine que era poemas, aforismos que eran ciencia, porque su vida y su obra era una feliz reunión de vasos comunicantes.
Se podrían destacar muchos símbolos en sus escritos (háganse ya con Tientos de erótica celeste, la recopilación que incluye los versos aquí reproducidos), pero yo me quedo con el de la llama, que había heredado de los místicos renacentistas para devolver la idea pasada por la visión de la vida humana. El fuego, en Val del Omar, es necesario para entenderte. Una vida encendida es una existencia plena, porque está consumiendo todo aquello que no necesita. Queda claro en este verso:
El que ama, arde.
Creía en el fuego como renovación, en la lucha contra la vejez de la rutina y el cansancio de la costumbre. Por eso muchos de sus versos nos animan a empezar de nuevo. Por eso su cortometraje Aguaespejo granadino es una inundación de símbolos básicos que te permiten intuir lo complejo. Gracias a Val del Omar he sido capaz de resumir la visión de mi ciudad en una sola palabra. Quien haya caminado por la Alhambra y haya sido suficientemente fuerte mentalmente para borrar el ruido del turisteo, podrá reconocer que la esencia del monumento es ese feliz hallazgo léxico del aguaespejo.
Los escritos de Val del Omar son por tanto un salón dorado de propuestas para renovarse. Mi verso favorito al respecto es el que dice simple pero terriblemente aquello de:
Hay que saber colgar nuestro viejo cuerpo de un clavo.
Luchó en vida contra el tiempo, que es como decir que perdió el pulso contra el olvido. Suerte que generó una religión de fanáticos, entre los que me incluyo, que de cuando en cuando lanzan un mensaje al mundo para que dirija sus ojos al legado de este genio. Lagartija Nick hizo lo propio con ese discazo de rock-literatura llamado simplemente Val del Omar.
Su obra, sabia en exceso, siempre preclara, supo ver antes que nadie que la vida contemporánea nos ahogaba en la prisa. Supo interpretar que la precipitación con que hacemos todo nos nublaba el pensamiento. Adelantó que la vida nos convertía en autómatas que tienen tanta prisa que piensan en todo menos en ellos mismos. Y supo condensar todo esto que les digo en un solo verso:
Tenemos los ojos sucios por la urgencia.
Quizá por eso, porque sabía de la lucha del tiempo contra uno mismo, uno de sus grandes poemas contiene una de las invitaciones más bellas que conozco a que nos riamos del tiempo. Me refiero a ese poema llamado «Tientos» en el que aconseja:
Ojalá tires
tu reloj al agua.
Pues ya saben, lectores. Piensen en la visión del fuego como una nueva oportunidad de vida. Lean y vean a Val del Omar. Pregúntense por qué Granada ofrece esos versos, y en esa cantidad. Y si notan que son esclavos del tiempo, de los compromisos, quizá ha llegado el momento de tirar su reloj al agua.
Ha conseguido su propósito. Encargados.