(Viene de la primera parte)
Máquinas extraordinarias
Los accidentes durante las pruebas de dirigibles eran bastante frecuentes y de no ser tan trágicos serían hasta graciosos, basta imaginarse a hombres con bigote y levita, a la moda de la época, montados en un globo que se mueve dando bandazos mientras se deshincha sonoramente. Para evitar lesiones o posibles concursos de voluntarios desiertos, a Leonardo Torres Quevedo se le ocurrió inventar un aparato que permitiera maniobrar el dirigible a distancia, sin necesidad de estar montado en él, lo que es sin duda el precedente de los drones que aportaron a Barack Obama un primer mandato relativamente apacible y a Homeland un argumento bastante sólido.
Apoyándose en los descubrimientos de Heinrich Rudolf Hertz primero (las ondas electromagnéticas) y de Guglielmo Marconi después (la radio —aunque el mérito real sea de Tesla—), el ingeniero español empezó a realizar ensayos con un triciclo, despertando el asombro de las frecuentes visitas que acudían al taller a presenciar lo que parecía magia: el juguete giraba, frenaba y arrancaba obedeciendo las órdenes que le dictaba Torres Quevedo por medio de lo que denominaba «telegrafía sin hilos», que no dejaba de ser un dispositivo de radiocontrol. La máquina, llamada Telekino, etimológicamente dejaba clara su utilidad (tele: a distancia; kino: movimiento).
El punto álgido (y un tanto bizarro) del Telekino tuvo lugar el 25 de setiembre de 1906, cuando se probó el dispositivo en un pequeño barco en aguas del Cantábrico en presencia de un gran número de público presidido por el rey Alfonso XIII. Además de las maniobras habituales (giros, marcha, frenado…), frente al club marítimo del Abra de Bilbao, izó y arrió varias veces la bandera de España que estaba en la embarcación, para alborozo de los presentes. En vista de que su máquina funcionaba a la perfección, Torres Quevedo ofreció al ejército una aplicación del Telekino en torpedos, pero una vez más no hubo sintonía con los militares y declinaron su oferta. Paradójicamente, el Telekino, que se pensó para pilotar dirigibles, nunca se puso en práctica en aerostatos.
El interés de Torres Quevedo por las máquinas venía de lejos, como él mismo decía: «Recuerdo haber visto de niño un juguete que me produjo impresión profunda: era un canario entre unas ramas, que cantaba, movía la cabeza y las alas y aun saltaba de una rama a otra. ¡Parecía un pájaro vivo! Gran entusiasmo me produjo aquella que yo reputaba maravilla de mecánica, y mi mayor satisfacción hubiera consistido en ser dueño del pájaro, para deshacerlo y ver lo que tenía dentro». Tal vez, ese afán por recrear un organismo vivo le llevó a construir máquinas que se asemejaran al ser humano en su faceta más inimitable hasta ese momento: resolver problemas. Desde mediados del siglo XIX ya existían máquinas que realizaban multiplicaciones e integraciones, pero Torres Quevedo fue más allá. Con la publicación en 1895 de Memoria sobre las máquinas algébricas (máquinas analógicas que resolvían ecuaciones) se dio a conocer mundialmente, y construyó a modo de ejemplo de sus teorías un ingenio que resolvía ecuaciones de ocho términos.
Pero su aportación a la historia de la ciencia, que le ha valido los sobrenombres de Abuelo de la Cibernética, Padre de la Inteligencia Artificial y Cuñado de la Informática (u otras combinaciones aleatorias entre parentescos y estas disciplinas técnicas), fueron sus Ensayos sobre Automática (1914), donde Torres Quevedo demostró, desde el punto de vista teórico, que siempre es posible construir un autómata que obedezca unas reglas (más o menos complicadas) que se le impongan arbitrariamente en el momento de la construcción. Frente a las máquinas algébricas, analógicas, que funcionaban de acuerdo a principios geométricos y físicos1, tras Ensayos sobre Automática se centró en el diseño y fabricación de máquinas electromecánicas, es decir, digitales. Su Aritmómetro electromecánico (1920) fue probablemente la primera calculadora digital (o incluso el primer ordenador) de la que se tiene constancia. El ingenio consistía en una máquina de escribir unida a varias carcasas con mecanismos y cables. Era muy sencillo de utilizar: en la máquina de escribir se tecleaban los números y operaciones que se querían realizar; al poco, la máquina de escribir escribía ella sola el resultado requerido.
Aunque tanto el Telekino como el Aritmómetro electromecánico fueron avances increíbles en la época, sus Ajedrecistas tal vez sean sus logros más importantes desde el punto de vista conceptual: una máquina que era capaz de jugar al ajedrez frente a un humano ¡y ganarlo! Desde luego no era comparable a Deep Blue, ya que se trataba de un final de partida donde el Ajedrecista jugaba con blancas y tenía rey y torre, mientras que el oponente humano, con negras, solo contaba con su rey, pero la máquina conducía la partida inexorablemente hacia el mate, anunciando los diferentes jaques e incluso avisaba si el humano se equivocaba o se pasaba de listo haciendo un movimiento no permitido (detectaba la posición de los trebejos a través de sensores en el tablero). Es más, el Ajedrecista tenía cierto orgullo, porque a la tercera vez que su contrincante movía erróneamente una pieza, entendía que le intentaban hacer trampa, por lo que emitía una señal luminosa y se negaba a seguir la partida (personalmente, para dar más dramatismo a su indignación, yo habría añadido un muelle bajo el tablero que lo hiciera saltar por los aires junto a las piezas)… aunque no era rencoroso y, si «lo reiniciabas», volvía a jugar.
Puede parecer un problema sencillo —o una encerrona para el humano—, pero en aquel momento fue una revolución: para hacernos una idea, Torres Quevedo no aparece ni citado en la famosa obra Cibernética (1948) de Norbert Wiener, donde se anunciaba pomposamente que «en un futuro» se podrían construir máquinas que jugaran al ajedrez. Años más tarde, en 1951, Wiener conoció de primera mano el segundo Ajedrecista. Y como todo hijo de vecino, perdió contra la máquina de nuestro genial inventor. Además de eficiente, la máquina en sí era bastante vistosa, sobre todo su segunda versión de 1920, que solo se diferenciaba de la primera (de 1912) en su apariencia: en el segundo Ajedrecista, las piezas se movían mediante rodamientos y electroimanes, deslizándose sobre el tablero por sí mismas, mientras que en el primero un brazo mecánico era el encargado de moverlas.
0,1 leguas de viaje en transbordador
En aquellas idílicas tierras cántabras en las que pasaba largas temporadas durante su retiro para pensar, gestó Torres Quevedo su primer gran invento, que denominó transbordador, y que consistía en un original sistema de transporte funicular aéreo. Un transbordador es, para que nos entendamos, un teleférico más o menos horizontal, un medio de transporte que permite unir puntos separados por un valle o una depresión mediante unos cables sobre los que se desplaza una barquilla en la que se alojan los viajeros. En sus primeros ensayos, Torres Quevedo utilizó un par de vacas como fuerza tractora. Tiene lógica: Newton, que estaba en una granja, se supone que se inspiró al ver una manzana caer; Torres Quevedo, que estaba en la Cantabria profunda, veía montañas y vacas.
El teleférico que Torres Quevedo ideó tal vez no sea el primero de la historia2,pero sí el más ingenioso. Nos hemos cansado de ver en películas de serie B el típico teleférico en el que el cable se está pelando poco a poco y la cabina amenaza con precipitarse al vacío con los protagonistas a bordo. En el sistema patentado por Torres Quevedo las probabilidades de que se produzca esta situación son bajísimas: la barquilla circula sobre seis cables independientes entre sí y diseñados de tal forma que están siempre bajo la misma tensión. A diferencia de los puentes colgantes, con los que comparte ciertas similitudes estructurales3, los cables del transbordador de Torres Quevedo solo están anclados al terreno en uno de sus extremos, mientras que en el otro pasan sobre una polea y cuelga de cada uno de ellos un contrapeso. De esta forma, si la barquilla va muy cargada, el cable desciende en el vano, lo que hace girar la polea y subir el contrapeso; en caso contrario, el contrapeso baja, pero el cable se mantiene en ambos casos sometido a la misma tracción.
Además, está diseñado de tal forma que si se rompe uno de los cables el resto sería capaz de sostener la barquilla, deformándose, sí, pero se mantendrían bajo la misma tensión y el transbordador seguiría funcionando normalmente, tras el pequeño susto de una caída súbita de en torno a un metro. Obviamente, que dos cables independientes se rompan durante el mismo trayecto es muy poco probable, por no decir imposible a no ser que se trate de un sabotaje. Con esta idea, patentada en 1887, se presentó en 1890 Torres Quevedo en Suiza donde debido a su famosa accidentada orografía suponía que iba a tener buena acogida su idea. Pero no fue así, incluso la prensa local ridiculizó su propuesta. Abatido, Torres Quevedo aparcó esta patente durante años y se centró en otros trabajos. Finalmente, en 1907 se inauguró el transbordador del Monte Ulía, en San Sebastián, aunque cayó rápidamente en desuso. La puesta en práctica de su sistema tocó techo con el transbordador del Niágara, llamado Spanish Aerocar (haciendo honor a su nombre, está pintado con los colores de nuestra bandera nacional), de 550 metros de luz. A pesar de haberse inaugurado en 1916 sigue en funcionamiento, y no ha sufrido ningún accidente en estos casi cien años… lo que tampoco es una noticia como para lanzar sombreros al aire, puesto que está calculado con un factor de seguridad de ¡4.6! No es que Torres Quevedo se la cogiera con papel de fumar, que también, sino que fue un condicionante del proyecto por parte de las autoridades canadienses, que aún tenían fresco el hundimiento de un puente en construcción en Quebec4 y pensaron, sensatamente, que una desgracia en un transbordador construido para atraer turistas podía producir el efecto contrario.
De ciencias a letras
Torres Quevedo alcanzó un reconocimiento nacional (e internacional) difícil de entender hoy en día debido al olvido en el que se ha sumido su figura. Incluso le ofrecieron en 1918 el cargo de ministro de Fomento, que rechazó por no sentirse capacitado (!!!). Tal era su prestigio que encabezó la comitiva española al Congreso Científico Internacional que se celebraba en Buenos Aires con motivo del centenario de la Revolución argentina, en 1910, incluso por delante de Santiago Ramón y Cajal, que ya había ganado el Premio Nobel. Este congreso argentino fue el germen de su Diccionario Tecnológico Hispano-Americano, que pudo lanzar gracias a su ingreso en la Real Academia Española, en 1920, en el sillón que había ocupado Benito Pérez Galdós. No fue su único contacto con temas lingüísticos, puesto que también fue un gran defensor del esperanto, en el que creía como vehículo no ya para las relaciones entre distintos países, sino como lenguaje internacional científico. En este sentido, intentó establecer una codificación universal para la descripción de las máquinas, como un lenguaje de programación, que facilitara el entendimiento de las mismas. No tuvo éxito, y a día de hoy sigue sin existir algo similar.
También se interesó por la educación, no solo con sus patentes de un proyector didáctico o un puntero proyectable como ayuda para el desarrollo de clases magistrales, sino que dedicó algunas palabras a la enseñanza de la ingeniería de la época:
Yo tuve que aprender de memoria (…) muchas obras, máquinas y aparatos de diferentes clases, con detalles excesivos, que había olvidado antes de terminar la carrera, y no me produjeron más beneficio que hacerme trabajar y perder el tiempo miserablemente. Hay que evitar que esto siga así. Lo que importa no es la erudición técnica del ingeniero; es la orientación de su inteligencia.
Recordemos que solo fue el cuarto (de siete) de su promoción, pero a pesar de ello ha sido uno de los más grandes genios de la historia de nuestro país. Más de un siglo después de esas palabras, los estudiantes de ingeniería tienen que aprender, como la lista de los reyes godos, definiciones exactas que no volverán a necesitar en su vida, pero en cambio apenas se menciona la obra de Torres Quevedo, tan desapercibida como pasó su muerte en España, que estaba inmersa en la guerra civil, en diciembre de 1936. Que su recuerdo no quede a expensas de algún doodle aislado.
Notas
(1) Torres Quevedo daba un ejemplo para entender su funcionamiento: «en el movimiento oscilatorio del péndulo simple existe cierta dependencia entre el tiempo que dura una oscilación y la longitud del péndulo: el tiempo es proporcional a la raíz cuadrada de la longitud. (…) inversamente, un péndulo dispuesto de modo que pueda hacerse variar su longitud, serviría para obtener la raíz de un número cualquiera, bastaría darle la longitud expresada por este número y medir cuánto dura una oscilación».
(2) Hay discrepancias al respecto. Hay quien cita como primer teleférico destinado únicamente al transporte de personas el de Schaffhausen (Suiza, 1866), construido para controlar unas turbinas. Otros mencionan el de Glynde (Reino Unido, 1885), realizado a partir de la patente de Flemming Jenkin de 1882. Y otros citan el de Dresde (Alemania, 1901), que sigue en funcionamiento. Las diferencias de todos ellos con el transbordador de Torres Quevedo son evidentes.
(3) El funcionamiento estructural de los puentes colgantes se describe en «Los puentes colgantes (I): una introducción».
(4) En 1903, durante la construcción de un puente sobre el río San Lorenzo, cuando una locomotora empleada en las obras circulaba sobre él, este se vino abajo costando la vida a más de ochenta personas.
Bibliografía imprescindible para saber más y bastante mejor
González Redondo, Francisco A. Protagonistas de la aeronáutica. Leonardo Torres Quevedo. Centro de Documentación y Publicaciones de AENA
Torres Quevedo, Leonardo. Mis inventos y otras páginas de vulgarización. Editorial Hesperia.
VV. AA. En torno a Leonardo Torres Quevedo y el transbordador del Niágara. Fundación ESTEYCO.
VV. AA. Revista de Obras Públicas (números 1710, 1808, 2043, 2048, 2117, 2697, 2831, 3265 y 3423).
Su recuerdo no se ha perdido. En la Escuela de Ingeniería de Zaragoza (no sé si ahora se llama EINA o Campus Ebro, porque cada poco cambia de nombre) hay un edificio con su nombre: Edif. Torres-Quevedo
Acabamos de abrir junto a su casa natal un Museo con la exposición permanente más importante de su obra y donde incluimos una ruta por los lugares donde creo su primer invento, el transbordador en su valle de Iguña natal (Cantabria).Tienes toda la información en http://www.elvalledelosinventos.es