Ocio y Vicio Moda

No sufrirás como Yves Saint Laurent

Yves Saint Laurent en una imagen de Celebración Imagen Hold Up Films
Yves Saint Laurent en un fotograma de Celebration. Imagen: Hold Up Films.

Todo empieza en una piscina.

Es diciembre del año pasado. Martes. El reloj de un polideportivo del centro de Madrid marca las ocho y media de la tarde. Llevo diez minutos de pie en el bordillo de la piscina buscando una excusa lo suficientemente buena como para no saltar al agua. Ese día no tengo ganas de nadar y el no haberme mojado aún hace que la idea de huir de allí e irme a merendar una palmera de chocolate en vez de hacer deporte sea cada vez más apetecible. De repente, una voz interrumpe mi maquiavélico plan: «Perdona, ¿vas a entrar al agua?». 

Dios, ¿es él? No es él. Sí, si es él. ¿O no? Yo creo que sí. Pero, ¿y qué hace él aquí? ¿Los escritores famosos van a una piscina de barrio cualquiera? ¿No viven en edificios que tienen piscinas privadas? Bueno, es que él tampoco es tan famoso. Aunque para mí sí. Para mí es el mejor. Yo soy una fan loca. Qué vergüenza. ¿Le digo algo? ¿Le pido que me firme el gorro? No, no, que ya me firmó su libro en la presentación que hizo en la librería Alberti. Ay, esa en la que le dijiste: «me inspiras». Tú sí que estabas inspirada aquel día. Qué bochorno. ¿Se acordará de mí? Pues claro que no. Mierda, dile algo que llevas dos minutos callada mirándole. No me sale la voz, así que asiento, cojo aire como puedo y salto al agua. Plas. Planchazo. Le oigo reír por detrás. Definitivamente, es él.

Aunque no hay muchas fotos suyas en internet, he conseguido reconocerle por esa pose algo desgarbada y por el pelo rizado saliéndosele del gorro. Su voz también me era familiar. Le he oído muchas veces en la radio. Pobre hombre, sé que le encantaría parecerse a Don Draper en Mad Men cuando iba a nadar a la piscina para macerar esas ideas que después convertiría en anuncios de éxito, pero la pura realidad es que, con las orejillas fuera del gorro y los bañadores mal colocados, ambos parecemos sacados de una escena de El turismo es un gran invento de Pedro Lazaga. Él es José Luis López Vázquez, yo Paco Martínez Soria. Cuestión de altura.

La situación es surrealista. Tener a uno de mis escritores favoritos nadando a escasos centímetros de mí mientras yo le pataleo agua en la cara. Cada vez que lo pienso siento que me ahogo. Literalmente. Trago agua dos o tres veces y me regaño a mí misma. «No hagas más el ridículo, demuéstrale al menos que sabes nadar. Impresiónale». Me propongo ser perfecta. Una nadadora olímpica. Estira más los brazos. Respira menos. Nada más rápido. ¿Qué va a pensar de ti? ¿Cómo puedes hacerlo tan mal? No eres demasiado buena para estar nadando en la misma piscina que él. Nunca lo serás. Sal de ahí. Sal. Sal. Sal. 

Y al final lo hago. Tengo tanta presión encima que los músculos no responden a las órdenes que les manda mi cerebro. Me seco rápido y me voy a los vestuarios. Sigo tan nerviosa que en la ducha hasta se me olvida quitarme la mascarilla. Al pasar por recepción decido rellenar el formulario para darme de baja de la piscina. 

De camino a casa, reconozco un patrón. Los pensamientos que irrumpían en mi mente mientras intentaba no hundirme eran exactamente los mismos que surgen cada vez que me siento a escribir. En esos delirios de flaqueza, cada uno de los escritores que más admiro —incluido él— devoran lo que sea que haya puesto en pie ese día como una manada de hienas. Despedazan el texto y se parten de risa con cada frase, con cada palabra. Entonces el miedo de no estar a la altura se apodera de cada célula de mi cuerpo. Y lo dejo. El texto o la piscina. 

Ese martes de diciembre de 2020 volví a casa con el alma en los pies y con un único deseo: meterme en la cama con el libro Saint Laurent, chico malo. En él, la periodista francesa Marie Dominique Lelièvre cuenta la vida y obra de mi sufridor favorito, el diseñador francés Yves Saint Laurent. Una persona tan talentosa como perfeccionista, obsesiva y atormentada. Si el mal de muchos es consuelo de tontos, yo soy la reina de las tontas y la historia de Yves Saint Laurent, mi mayor consuelo.

***

El día que Yves Mathieu-Saint-Laurent tomó la decisión más importante de su vida se encontraba postrado en una cama del hospital militar Val-de-Grâce. Allí lo trasladaron cuando, durante la guerra de independencia argelina, el ejército francés calificó al soldado Saint Laurent como «inútil definitivo de segunda clase». Había durado dos meses en las filas. Sufría depresión nerviosa. La primera de todas las que vendrían años después. Quizá por su condición de novato, esa vez la enfermedad no pudo con él. Era demasiado pronto. Aún había en él demasiada fuerza, tenacidad, esperanza. Yves tenía entonces veinticinco años y un cometido en la vida: crear su propia firma de alta costura tan pronto como saliese de aquel hospital.

Fue en 1961. En diciembre de ese año, en el restaurante Le Débarcadère de París, junto a Pierre Bergé –su socio, amante y perro fiel– Yves observó por primera vez un folio blanco en el que tres letras negras se entrelazaban formando un sinuoso acrónimo: YSL. El papel rebosaba elegancia. Ygriegaesele. Hasta su sonido resultaba estiloso. Pierre e Yves no necesitaron ver más propuestas. Habían encontrado la que sería la seña de identidad de su recién inaugurada firma de alta costura. Al otro lado de la mesa, el artista gráfico Cassandre sonrió. Lo había vuelto a hacer. Había conseguido diseñar otro de los logotipos más famosos de la historia de la moda. El primer encargo se lo había hecho años atrás la casa de costura a la que Yves acababa de denunciar por despido improcedente: Dior.

Cuentan las malas lenguas que la casa de costura francesa fue la que se encargó de enviar a Yves Saint Laurent al servicio militar. Según relata el propio Yves, Marcel Boussac, el –por aquel entonces– poderoso propietario de Dior, nunca estuvo a favor de su nombramiento como director artístico de la casa, por lo que, en cuanto tuvo oportunidad, decidió deshacerse de él a toda costa. Y lo consiguió. 

Yves se hundió. La noticia le dejó devastado, desamparado. Dior había sido su escuela, su refugio, el hogar de un príncipe mimado y protegido. Y lo que era más importante de todo, la que era la más célebre casa de costura del mundo, había sido su trampolín al éxito. Con la presentación en 1958 de la colección Trapecio –la primera tras la muerte de Christian Dior– Yves Saint Laurent dio su primer golpe maestro. El New York Times lo declaró «French national hero» (El héroe nacional francés). Y en el Herald Tribune, Eugenia Sheppard afirmó «no haber visto nunca una colección de Dior mejor que esta». Yves vivió de forma efímera un momento de rara intensidad emocional. Estaba feliz. Todo lo feliz que podía estar una persona que, para presentar una colección como aquella, acarreaba a sus espaldas una desmesurada cantidad de sufrimiento. 

Sin embargo, para él aquello ya se había convertido en algo normal. Tras la muerte de Christian Dior en 1957, Yves Saint Laurent cambió por completo. El diseñador, antes alegre y seguro de sí mismo, se volvió tremendamente nervioso e inquieto. No concebía crear nada que estuviese por debajo de lo que él consideraba perfecto. Y eso sumado a la ansiedad que le producía la responsabilidad que adquirió en su nuevo puesto de trabajo le acabó carcomiendo por dentro. «No puedo decirte todo lo que siento, sería demasiado largo: tristeza, angustia y, al mismo tiempo, alegría, orgullo, miedo a no lograrlo», escribió a su madre en una carta. Yves era intolerante al fracaso. Por ello, cuando llegó su destitución y el momento de emprender su propio proyecto, las emociones le desbordaron. Hasta tal punto que, una tarde del verano de 1961, pocos meses antes de lanzar al mundo la firma Yves Saint Laurent, Victoire Doutreleau, modelo y amiga de Yves, se lo encontró en el baño vendándose rápidamente una muñeca. Había intentado cortarse las venas.

«Eres un estúpido», le reprendió Victoire, «todo va a salir bien, deja ya el chantaje». Él le contestó de una forma clara, simple y directa: pegándole una bofetada. Y es que el diseñador engañaba. Detrás de su aspecto tímido y frágil, Monsieur Saint Laurent —como se le llamaba en el atelier— escondía un temperamento de acero. Cuando entraba en acción, nadie podía doblegarlo. Salvo él mismo:

La víspera de la presentación de una colección, lo vi deshacer un vestido ¡por tres milímetros! Ya se le podía decir: «Pero mire usted, la costurera va a tener que trabajar en él toda la noche, y tampoco es algo tan importante» y es que, en efecto para él nunca era algo importante… ¡sino capital!

(Pierre Bergé)

A esa exigencia desmedida que se impuso desde el momento en que nació su firma, Yves sobrevivió gracias a una tenacidad y una capacidad para recomponerse extraordinarias. No importaba que su primer desfile lo hubiese terminado llorando en brazos de sus modelos, sintiéndose un completo fracasado. Él no se rendía. Por mucha angustia e inseguridad que le provocase el volver a embarcarse en otra colección, siempre cogía de nuevo el lapicero para dibujar. Porque, por encima de todo, Yves deseaba triunfar. Con veinticinco años, su ambición era más fuerte que su miedo. Al fin y al cabo, no había dejado de ser ese niño que, tras soplar las velas en su noveno cumpleaños, exclamó ante su familia: «Un día, mi nombre estará escrito en letras de fuego en los Campos Elíseos». Y no andaba tan desencaminado.

El éxito se hizo esperar cinco años, pero acabó llegando. 1966 fue el año de los hitos. Desde los escandalosos diseños transparentes, pasando por el esmoquin y el traje pantalón para mujer hasta llegar a Saint Laurent Rive Gauche, su línea de prêt-a-porter. Si tal y como dijo Coco Chanel, la genialidad del modista radica en anticiparse, en tener el futuro en la mente, Yves Saint Laurent resultó ser el gran adivino de su época. Con la mirada puesta en el futuro, supo bucear en el pasado para inventarse un nuevo presente. Su presente. Uno en el que la moda era cada vez más joven, más vívida, más libre. La idea caló. E Yves pasó a tenerlo todo. Fama, riqueza, prestigio. Pero, por supuesto, para él no era suficiente. Desde sus inicios, Saint Laurent se había condenado a la tristeza del eterno insatisfecho atormentado por la búsqueda de la perfección. Sufría a raudales y, sin embargo, no le ponía solución. Le gustaba el estatus de víctima, de desdichado. No cualquiera podía presumir de pertenecer a esa peculiar familia a la que Marcel Proust había bautizado como «la sal de la tierra»:

Aguante usted el ser calificada de nerviosa. Pertenece a esta familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra. Todo lo grande que conocemos nos viene de los nerviosos. Ellos y no otros son quienes han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. Jamás sabrá el mundo todo lo que se les debe, y sobre todo lo que han sufrido ellos para dárselo.

Con quince años, un adolescente Yves Saint Laurent grabó a fuego este pasaje de En busca del tiempo perdido en su memoria. Años después lo pegaría en el corcho de su estudio junto a otra frase extraída, esta vez, de El tiempo recobrado, también de Proust: «Las obras, como el agua en los pozos artesianos crecen más aún cuando el sufrimiento ha atravesado el corazón». Yves creía que el sufrimiento era la marca del artista. Por lo que sus colecciones se sucedían empalmando depresiones. Una detrás de otra. Hasta que el diseñador encontró un remedio poco ortodoxo, pero efectivo a corto plazo, que calmaba su dolor. Las drogas. 

Primero fue el hachís. Después vinieron el opio, el alcohol y la cocaína. Esa era la receta para soportar el imparable ritmo de la industria de la moda: cuatro colecciones al año que, en el caso de la maison Saint Laurent, exigían el más alto nivel técnico y artístico. De nuevo, una perfección enfermiza. Para aguantar la presión, Yves también abusaba de las anfetaminas. Y, por tanto, de los tranquilizantes para dormir. Un cóctel de excesos que comenzó a causarle daños psíquicos irreversibles. En 1976, consciente de esta realidad, Pierre Bergé decidió dejar el domicilio que ambos compartían: «No lo abandoné por otro sino por mí, para salvarme. […] Yves había empezado a vivir una vida autodestructiva que yo no quería presenciar», contó Bergé a la periodista Laurence Benaïm en 1993. Desde la partida de Pierre, la salud mental de Yves se deterioró aún más. Comenzó a mezclar whisky, Valium y cocaína. Acababa de cumplir cuarenta años y no sabía hacer nada excepto vestidos maravillosos.

A veces los estupefacientes que tomaba tuvieron parte de mérito en todo ello. Hubo temporadas en que las múltiples adicciones de Yves le provocaron delirios creativos tales que hacían que el diseñador estallase en ideas. Probablemente, el caso más extremo fue el de la colección Rive Gauche primavera-verano 1977. En Marrakech, su paraíso personal y lugar en que se encontraba preparando este nuevo proyecto, Yves dibujó bocetos con una agitación sin igual, profundizando en los detalles como nunca antes lo había hecho. Estaba enfermo, muy enfermo. Y, sin embargo, creó cientos de modelos de una belleza apabullante. De vuelta a París, completamente agotado, pidió que le ingresasen en el Hospital Americano para desintoxicarse, —y no sería la primera ni la última vez que lo hiciese—. El resto de los preparativos de la colección los dirigió desde la cama del hospital y solo se le autorizó salir dos días antes del desfile. Fuera de la moda, el diseñador estaba perdido. Había olvidado cómo pasárselo bien, cómo disfrutar de la existencia. En definitiva, Yves Saint Laurent se había olvidado de cómo vivir.

A pesar de ello, se mantuvo a flote otros treinta años. Durante su última etapa al frente de la firma YSL, el deterioro de Yves, tanto físico como mental, era claramente visible. Desde 1997 hasta 2001, el cineasta Olivier Meyrou se encargó de recoger estos últimos coletazos creativos del diseñador en un documental llamado Celebration. En él, Yves se muestra como un hombre abatido, torpe, que tropieza bajando las escaleras y que balbucea al hablar. Su mirada está perdida y apenas habla. «Es como un sonámbulo. No se le debe despertar», dice Pierre Bergé en un momento del largometraje. Sobre el atelier que Meyrou muestra en pantalla se respira un aire de tristeza colectiva. Hace tiempo que el desgastado y maltratado cuerpo de ese elegante fantasma que deambula por el taller ha entrado en una cuenta atrás que llegará a su fin el uno de junio de 2008. 

Ese día, a los setenta y dos años, Yves Saint Laurent dejó de sufrir para siempre.

***

Si como una vez dijo el ciclista Jacques Anquetil: «el vencedor es aquel que sabe sufrir mejor que los otros», ¿fue Yves Saint Laurent el gran vencedor de la historia de la moda? Más o menos. 

Desde luego que se convirtió en esa leyenda que tanto anhelaba ser de niño. Pero a qué precio. Para mí su vida es un modelo a seguir. De lo que no hay que hacer jamás, por supuesto. La primera vez que acabé este libro transformé la lección que había sacado de él en mi undécimo mandamiento: «No sufrirás como Yves Saint Laurent». Y, en las horas bajas, me obligo a recordarlo. Para llegar a su misma meta existen otros métodos. Otra manera de encarar los procesos creativos. Por ejemplo, el de la actriz y guionista Phoebe Waller Bridge, que al ser preguntada en una entrevista para Vogue con qué tres palabras definiría su proceso de escritura contestó: 

«Panic. Panic. Hope» (Pánico. Pánico. Esperanza).

Siempre, siempre debe quedar un mínimo esperanza.

Hoy he vuelto a apuntarme a la piscina.

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