Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº4 especial Rutas.
Una de las más abultadas fantasías e ingenuidades humanas (si acaso ambas cosas no son lo mismo) es creer que hemos estado en lugares únicos, excepcionales, tanto si estos fueron maravillosos o lo contrario. Podríamos llamarlo «el complejo de Dante», aquel que hace referencia no solo al hecho de haber estado en el Paraíso o en el Infierno, sino también al de haber regresado para contarlo, o más exactamente, que hemos sido de los poquísimos que hemos entrado en tales lugares y de los poquísimos que salieron para contarlo. De hecho, se diría, que ni Paraíso ni Infierno acaban de cobrar un sentido completo hasta no formar parte de un relato, tanto si lo hacen Dante o Gluck en tercetos encadenados o conmovedoras melodías, como si apenas da para un balbuceo a lo Lucía, Jacinta y Francisco, famosos niños de Fátima.
Uno de los casos más comunes de complejo de Dante suele producirse con relación a Venecia.
Todo el mundo sabe, incluso los que jamás han estado en ella, que Venecia es una ciudad bellísima, la ciudad turística por excelencia, el destino de millones de personas de todo el mundo que la eligen por cifrar en sus canales, en sus palacios un tanto decrépitos y en sus callejuelas y campi no solo el dechado de exotismo, perfección, cultura y vida que conocemos, sino la metáfora de todo aquello que, al borde siempre de la muerte, el hundimiento y la desaparición en la laguna, ha logrado sobrevivir de modo jovial y suntuoso durante siglos. Que todo eso se dé cita en apenas unos palmos de terreno arrancado al agua, la hace además excepcional, un gran milagro.
Quiero decir que puede haber otras ciudades tan hermosas como Venecia, incluso más interesantes desde puntos de vista cosmopolitas: París, Londres, Viena, Praga, Lisboa, La Habana, pero solo Venecia, por su carácter restringido de pequeñísima ciudad que puede recorrerse en un día, resulta fascinante para muchos, especialmente en una época acelerada como la nuestra, que ha descubierto las escotillas de los microrrelatos, los haikús, las píldoras teóricas, los aforismos, los titulares, el Twitter y demás espasmos teóricos o sentimentales. Y claro que Venecia no es un descubrimiento moderno. Desde el Grand Tour forma parte de la educación sentimental de algunos privilegiados. Este es el punto en que hay que citar a Goethe o Proust, aunque conviene recordar que en Venecia no estuvieron nunca muchísimos otros sin menoscabo de sus vidas o de sus obras.
Brevemente: he aquí el hecho. En Venecia muchos tratan (hemos tratado) de descubrir la Venecia de hace cien años o más, antes de caer en manos de la horda turística, o sea, antes de que cayera en nuestras manos y en las de otros como nosotros. Y así nos salimos de las arterias y lugares habituales buscando, a través de venillas cada vez más angostas e intransitadas, con la ilusión de llegar a la pureza del pasado, a lo que no ha sucumbido a esa adulteración que acompaña al uso indiscriminado y abusivo de algo (Benjamin hablaría de la destrucción del aura). Es el momento en el que se manifiesta el famoso complejo de Dante, ese en el que alguien nos dice o nosotros mismos decimos a alguien: «Estuvimos en una Venecia sin turistas, maravillosa, silenciosa, desierta, detenida en el tiempo como en un trozo de ámbar, en fin, una Venecia única». Ni que decir tiene que quien pronuncia estas palabras se considera a sí mismo único también, merecedor de una ciudad que se hurta a la vista de los demás turistas allí presentes y que solo a él se le muestra en todo su secreto esplendor, tal la Virgen de Fátima. ¿Pero quién puede censurar las fantasías y las hipérboles? Sin ellas la vida se haría insoportable.
Y esto que se refiere de una ciudad como Venecia es extrapolable a otros muchos asuntos, libros, vestidos, músicas, vinos, personas… Proust nos habló de Venteuil (acaso Cesar Franck), Mariano Fortuny o Vermeer como de Paraísos que, en aquel momento, pocos conocían, añadiendo a su belleza, el placer de la rareza, muy parecido por otro lado, helas, a la erotización de lo exclusivo que sentía la odiosa madame Verdurin.
Lamento haberme extendido tanto para llegar a la Fervenza.
La Fervenza es uno de los lugares más hermosos en los que haya estado nunca. Fervenza viene en gallego, según tengo entendido, de la palabra hervir, y se aplica al caudal del río que al romperse se llena de burbujas. Probablemente no volverá uno a estar en ningún otro lugar que pueda comparársele. De hecho lo recuerdo de tal modo que empiezo a dudar de haber estado en él. Puede que yo mismo sea víctima ahora de mi propio complejo de Dante. En todo caso es cosa segura que si tuviese que volver allí no sabría encontrar el camino, pese a que la vieja carretera provincial que conducía a él son a mi modo de ver los once o doce kilómetros más asombrosos que nadie pueda recorrer. Busco en internet y aparece, cierto, el punto de llegada, la Fervenza, pero no soy capaz de encontrar fotografías de esa carretera que partía de Lugo. A la gente se ve que le interesan los puntos de partida o de llegada, pero mucho menos los trayectos que los unen. Pues lo que a nuestro modo de ver no se parecía a nada de lo que hubiéramos visto nunca (y hablo en plural porque íbamos mi mujer y yo como los Hansel y Gretel del cuento), fue ese trayecto, aquellos once o doce kilómetros de una carretera que, ignoro por qué razón, recibe el nombre de carretera del Páramo, transcurriendo como transcurre por uno de los paisajes más amenos, verdes e idílicos que quepa imaginar.
En cuanto advertimos lo extraordinario de ese camino, pusimos el coche a paso de caballo, para poder mirarlo todo a nuestro entero sabor.
Durante el tiempo que tardamos en recorrer aquellas dos leguas, no nos cruzamos con nadie ni vimos forma humana de vida a excepción del humo dormido en la chimenea de una casa de piedra retirada unos cien o doscientos metros, junto a un bosque. Y esto lo juraría ante el mismísimo Dante. A una y otra orilla había castaños y encinas tan viejos, copiosos y colosales como los que salen en las leyendas druídicas. Las ramas de los árboles de un lado se juntaban con las del otro hasta formar un alto túnel que solo en ciertos tramos filtraba los rayos del sol, que dejaban en la calzaba unos puñados de monedas de oro. Lo asombroso es que aquella visión no parecía acabar nunca, y se prolongaba más y más, tanto como tratábamos nosotros de retrasar el acabarla. Árboles de troncos formidables que precisarían los brazos unidos de tres o cuatro personas para ser rodeados, tan llenos de nudos, agallas y formas caprichosas que no nos hubiera extrañado en absoluto ver que cobraban vida liberando a los animales, trasgos, ninfas y princesas encantadas que vivían apresados en ellos, condenados a vivir de aquel modo como Diana. De hecho abundaban entre las encinas y castaños lauros centenarios de hojas de un verde casi negro.
La carreterita, muy estrecha, recordaba las seculares corredoiras por las que a duras penas podían circular los carros, y serpeaba aquí y allá de una forma muy dulce, como dulces eran los cantos de los pájaros que hablaban de nosotros. Creo que se preguntaban cómo habíamos logrado descubrir aquel lugar, lo mismo que se lo preguntaban los árboles. Cerca de la Fervenza, sentimos el final como una gran pérdida, y se diría que nos culpábamos por no haber encontrado una excusa para habernos quedado allí mucho más tiempo.
La Fervenza, con su pazo del siglo XVII, la pradera verde, los robles milenarios, el tumultuoso Miño y aquel viejo y romántico molino que aprovechaba el ímpetu de su caudal, está a la altura de cualquier lugar mítico, desde luego, pero en nuestra memoria no igualará al recuerdo de aquella carretera que ninguno de los invitados a la boda a la que habíamos acudido parecía conocer. Por eso decía al principio que no está uno muy seguro de si esto que he contado lo he soñado o realmente se trata de un Paraíso al que por alguna razón que se me escapa nos dejaron pasar y del que nos dejaron salir. Para contarlo.