Sociedad

Meghan Daum, intentar comprender la cultura de la cancelación y no cancelarse en el intento

Meghan Daum cultura de la cancelación
Meghan Daum. (Imagen cedida).

El debate sobre la cancelación en Estados Unidos actualmente lo están protagonizando personajes como Dave Chappelle o Kanye West. Uno, por sostener los mismos puntos de vista que la autora de Harry Potter, J. K. Rowling, el otro por expresar, como hizo ante David Letterman, que aunque no te gusten las ideas de alguien o a quien vote no se le debe acosar por la calle. El denominador común que tienen ambos es que son ricos y famosos y, por su trayectoria, no le deben nada a nadie. Es una posición que contrasta con la de periodistas como Meghan Daum (California, 1970), mucho más vulnerable, pero que considera que su obligación profesional es entrar en los temas intocables, conflictivos o tabús. Conectamos por Skype y es lo primero que me explica. Ella, en sus años en el LA Times, aprendió que había que diseccionar los asuntos controvertidos para denunciar la hipocresía. 

Asegura que nunca se ha visto como una escritora que se dedique a la provocación gratuita, aunque le hayan considerado demasiado polémica, sino que ha reunido siempre el valor suficiente para hablar de lo que nadie quiere hablar por las consecuencias que conlleva. Sin embargo, hasta que escribió The Problem with Everything: My Journey Through the New Culture (Gallery Books, 2019) no tuvo que andarse con pies de plomo. «Fue el libro con el que más cuidado tuve al escribirlo, aunque creo que en realidad es menos polémico que otros que he publicado, pero así es el momento que estamos viviendo ahora mismo, si dices algo que es pura lógica parece que estés tirando una bomba». 

Las reacciones, no obstante, se las esperaba. «Mucha gente está enfadada y muchos milenials lo han malinterpretado o no lo han entendido, han sacado de contexto mis frases y me han criticado por ser una vieja blanca feminista que lo quiere todo para ella y se revuelve contra los jóvenes». Precisamente, ese era el punto de partida de su libro. Se pregunta a sí misma si piensa así por su edad, por estar haciéndose mayor. 

Como antropóloga, en su ensayo intentó comprender todo lo que era incapaz de entender de los nuevos fenómenos sociales y políticos. Lo que le fascinó fue que antiguamente la mentalidad de la gente se quedaba obsoleta cuando cumplían sesenta años e incluso más, pero desde la irrupción de los milenials, cree que gente de la generación X, antes de cumplir los cincuenta, ya está fuera. Un desfase que es incapaz de comprender: «Los milenials son una generación que lee menos, que han sustituido el pensamiento crítico por el pensamiento in-group/out-group —en lugar de pensar por uno mismo, ves primero lo que piensan los demás y te posicionas—. El problema tal vez sea que antes discutíamos por teléfono durante horas con los amigos y lo políticamente incorrecto se quedaba ahí, ahora en las redes sociales no hay margen de error, el contexto no te permite equivocarte ni cuando hablas tranquilamente con los amigos». 

El libro sigue con una serie de preguntas que ella misma se va contestando, pero sin hacer proselitismo de sus conclusiones, solo compartiendo sus razonamientos. En el tema que más se siente implicada es el del feminismo, entiende que hay demasiadas ideas insustanciales dentro del movimiento: «El activismo me parece uno de los pilares de la democracia, siempre iba a manifestaciones de mujeres por los derechos reproductivos, pero ahora creo que no hay estrategias serias, se habla de neutralidad de género en lugar de presionar a los políticos para conseguir derechos y mejorar la vida de la gente». 

Considera que grandes causas que se persiguen actualmente en nombre del feminismo en Estados Unidos, hace treinta años, eran las conversaciones banales que las mujeres tenían entre ellas. «Lo de la masculinidad tóxica ya lo hablábamos entre las amigas y ahora está en las redes, los blogs y los medios, al final el movimiento se basa solo en la queja, nuestras charlas coloquiales se han convertido en protestas legítimas y, mientras tanto, cuando en otros lugares del mundo hay matrimonios forzosos o todo tipo de barbaridades contra la mujer, nosotras nos quejamos del legspreading y demás…». 

En julio de 2020, Daum unió su firma a la de ciento cincuenta personalidades como Noam Chomsy, J. K. Rowling o Margaret Artwood, que se quejaban de que la libertad de expresión se estaba viendo reprimida por un creciente clima de intolerancia ante el simple hecho de discrepar. La mayor preocupación que surca todo su ensayo es la de que se eliminen los espacios de reflexión, donde diferentes puntos de vista tienen que entrar en conflicto por el bien de la opinión pública: «Ahora hay un fenómeno en el que los editores tienen lo que se llama «temas de riesgo» y se analiza muy meticulosamente si merece la pena publicar un artículo, por muy cuidadoso que haya sido el redactor y aunque lleve ideas con las que estaría de acuerdo el noventa por ciento de la población, si se da el caso de que contiene algo que se puede malinterpretar, por ejemplo, en Twitter. Solo por eso pueden decidir no publicarlo. Creo que los efectos pueden ser muy peligrosos, porque restringen el espacio para la reflexión». 

Cuando nuestra conversación llega a Twitter parece que he dado con el quid de la cuestión. Daum considera que a mediados de los años 10 se desencadenó una oleada de hipermoralismo: «No creo que haya sido ni por internet ni por las redes sociales. En 2015 confluyeron varios factores, fue cuando Twitter dejó de ser una mera red social para pasar a ser un lugar donde los periodistas intercambiaban sus ideas, una extensión de sus medios, de sus periódicos y revistas. Al mismo tiempo, coincidieron con toda una generación que acababa de terminar la universidad y, no quiero decir que hubiesen sido adoctrinados, pero sí estaban muy influenciados con la interseccionalidad y no era extraño que defendieran sus ideas con actitudes cercanas al acoso. Creo que se produjo una tormenta perfecta, entre el éxito de la red social, Twitter se había vuelto una herramienta muy influyente, y la llegada de una generación que no sabía separar lo teórico de lo práctico». Un fenómeno que habría que separar de la posterior cultura de la cancelación, que a Meghan le hace sonreír: «Me parece absurda porque va a llegar un momento en el que todo el mundo esté cancelado». 

Sobre este tema no ha teorizado, es algo que, según me cuenta, vive en el día a día. Lo observa con cada comentario que le hacen compañeros o amigos cercanos que le confiesan que para ellos es mejor callarse: «Mucha gente ha venido a decirme que no se atreven a hablar de estos temas en el trabajo o con otras madres en el parque cuando sacan a sus hijos. Nuestra cultura ya no permite dudas, si te sacan en las redes sociales para avergonzarte estás en el lado incorrecto de la historia y se acabó. Yo creo que los conflictos internos son positivos, pero hoy se ven como signo de debilidad». 

La siguiente pregunta cae por su propio peso: ¿se puede separar al artista de su obra? La escritora cree que es algo que va en contra de los propios sectores progresistas: «Si no lo haces, vas a eliminar el sesenta u ochenta por ciento de la historia del arte y la cultura occidental. No me parece tampoco una forma productiva de analizar el arte ponerse a buscar qué error han cometido los artistas en algún momento de su vida. Ahora, para participar en el mundo de la cultura, tienes que aprobar un test de moralidad. Si no, no entras. Y lo peor es que esto lo promueve la izquierda, que con esa autoexigencia tan elevada se carga a su propia gente. A los republicanos todo esto les da igual. La derecha opina tranquilamente, pero en la izquierda mucha gente inteligente da un paso atrás y se está quedando al margen por todo lo que hay». 

La autocensura, explica, está ya perfectamente organizada como una maquinaria bien engrasada en las organizaciones, pero es un fenómeno en el que advierte un importante sesgo generacional: «Las editoriales tienen una figura que se llama sensitive reader, un filtro para localizar si hay sesgos de raza, género, etc. En las redacciones puedes tener en puestos de responsabilidad a babyboomers y milenials, pero en algunos momentos va a tener más autoridad la gente superjoven que acaba de entrar, porque los periodistas más veteranos, cuando tienen dudas con un artículo, se lo pasan a los más jóvenes para que decidan ellos si hay que publicarlo o no. A mí, como escritora, me molesta tener que mandar mi trabajo a alguien que ni siquiera entiende lo que quiero decir». 

Su conclusión es contundente. En su opinión, ahora se prima la moralidad de un texto o su alineación con respecto a determinadas ideas antes que su calidad: «Es muy fuerte, porque antiguamente había gente encargada de estas cuestiones, el gatekeeper, que era un compañero con mucha cultura. Su trabajo era saber lo que era bueno y lo que no. Ahora el proceso es dárselo a las masas y que ellas decidan. Es una pérdida cultural tremenda». 

Con estos esquemas, dice, se llega a situaciones hilarantes. Verdadera confusión mental. Me lo ilustra con un incidente que le ocurrió en el metro que explica perfectamente la distorsión moral que denuncia en su trabajo: «Iba en el metro, tarde, estaba sentada frente a unos hípsters blancos. Al lado había unas chicas que no parecían de Nueva York e iban riéndose. Entonces llegó un hombre negro pidiendo dinero. Probablemente, tendría algún problema mental. Me habló y no le hice caso. Luego se fue con las chicas, que les pareció muy exótico hablar con un vagabundo en el metro y le dieron carrete. A mí, sinceramente, me pareció más ofensivo flirtear con él y tal, pero bueno… Cuando el hombre salió del metro, dijo a todo el mundo que tuvieran buena noche, menos a mí, que se me acercó y me gritó: «tú, que tengas la peor noche de tu vida, puta». No es la primera vez que me pasa algo así en Nueva York, créeme. Estoy acostumbrada. Entonces, los hípsters pusieron cara de alucinar, se me acercaron y me dijeron que lo sentían mucho. Me estaban pidiendo perdón por lo que había hecho el otro, me pedían disculpas como hombres, por el rollo patriarcal y todo eso… Les miré como diciendo «¿de qué vais?». Una persona que representa tantos fallos del sistema, empobrecida, sin seguro médico, que está pidiendo dinero, el que está más abajo en toda la pirámide, y se disculpaban como si yo estuviese oprimida por él».

Pocos días después de hacerse pública la carta de los ciento cincuenta intelectuales contra la intolerancia, muchos se retractaron. Pidieron que se retirara su firma y dijeron que se habían sumado por error. Daum remarcó que es un «deber» que los profesionales con una tribuna se planten y denuncien la situación. Cuando se despide de mí lo hace con una explicación pragmática, negar la posibilidad de dudar es negar la inteligencia, viene a decir: «El ser humano es confusión. Negarle a una persona que pueda ser contradictoria es negarle la humanidad. Para mí, una persona que no tenga conflictos internos o no es sincera, o no es muy lista. Por ahora pienso que los jóvenes no son tontos, pero creo que prefieren mentirse a sí mismos porque es socialmente más aceptable». 

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3 Comments

  1. Magnífico, ponderado y pertinente artículo de Jelena Arsić.
    Tras el diluvio universal llegará la cancelación universal: el adviento del dislate cósmico.

    Es un alivio que haya gente como Meghan Daum o la propia Jelena, con quienes aún se podría charlar y discutir, con la razón como trasfondo.

  2. @dgpastor

    Leo este magnífico artículo saliendo de una reunión donde alguien supuestamente informado y formado en derechos civiles defendía una *cancelación* because “la opinión pública se queja”.
    Pero esto qué es. A dónde vamos a llegar.
    ¿Qué es la opinión pública?¿Quién decide qué es la opinión pública y lo que esta aprueba o denigra?
    Cada vez detecto más autocensura y censura social difícilmente justificable ya en “consensos”, básicamente porque estamos en plena inmersión divisiva. Incluso ciertos consensos del pasado (políticos y/o sociales) empiezan a cuestionarse como reacción si la cancelación sube el tono. A mi este “nosotros” que anula el yo y su capacidad crítica me preocupa.
    Y aquí lo dejo, no voy a hacer más spoiler del próximo n.37 de JD donde me explayo.
    Nos vamos a volver todos tontos y como sociedad malos, muy malos.

  3. Pingback: El Marqués de Sade en la era digital: provocación, aislamiento y el vacío del placer virtual - Revista Mercurio

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