Cine y TV

Pauline Kael necesita un enema

Pauline Kael
Pauline Kael. Imagen: 29pictures.

Nadie sabía que ella estaba allí. Aquella noche de 1972 se camufló entre los asistentes del Festival de Cine de Nueva York como una espectadora más. La ocasión lo requería. Bernardo Bertolucci presentaba, en la ceremonia de clausura del festival, su nueva película, El último tango en París. Era un pase público. Ningún crítico había sido invitado al evento. Ella, por supuesto, tampoco. El presidente de United Artist —la distribuidora de Bertolucci— lo había dejado muy claro: debían proteger la película a toda costa antes de su estreno oficial en cines. No funcionó. Pero tuvieron suerte. A ella le entusiasmó la película. Tanto, que dos semanas más tarde la encumbró en una crítica para The New Yorker. En el día de su estreno, las colas para ver El último tango en París eran infinitas. Así era Pauline Kael, así era su influencia. Solo quedaba una pregunta por responder: «¿cómo?». ¿Cómo había conseguido colarse la crítica más importante de Estados Unidos en el preestreno de la película sin que nadie se enterase? Pues comprándose una entrada. Como todo el mundo.

A pesar de la astucia de Pauline aquella noche, el haberla reconocido entre la multitud no habría sido una tarea tan difícil. Quienes la conocían sabían que acudir al cine con ella conllevaba estar dispuesto a que te echasen en cualquier momento. Lejos de cualquier puritanismo cinéfilo, a Pauline no le importaba ser la persona más ruidosa de la sala. Suspiraba, jadeaba, carraspeaba. Afilaba el lápiz y la lengua. Entonces, comenzaba a escucharse el siseo de la mina gastándose poco a poco en el papel mientras tomaba anotaciones fugaces que más tarde transformaría en sus críticas en frases lapidarias:

El amor después de mediodía de Eric Rohmer podría catalogarse como una película perfecta, de una manera que supongo que lo es, pero he de decir que se ha evaporado de mi mente tan solo media hora después de verla. Es todo lo olvidable que una película puede ser […]. Ese juego de lo-hará-no-lo-hará que tiene el protagonista (una versión intelectualizada de la situación de las chicas vírgenes de Broadway) dura tanto tiempo que nuestro héroe aprensivo está destinado a no ser nada más que un completo imbécil.

Lo peor venía a la salida. En la puerta del cine, siempre la misma pregunta envenenada: «¿Qué te ha parecido?». Peligro. Todo el mundo sabía que, si no te gustaban las mismas películas que a ella, no podías ser su amigo. Menos aún su amante. «Creo que para una mujer es muy difícil salir con un hombre con el que claramente no está de acuerdo en términos de gustos. Realmente se sienten muy ofendidos si les discutes algo. Así que, o te callas, o encuentras a otro chico. O ninguna de las dos cosas», contó en una entrevista. Pauline hablaba desde la experiencia. Al primer novio que tuvo en la universidad lo dejó por West Side Story.

Por entonces soñaba Pauline Kael —veintidós años, rompecorazones y estudiante de Filosofía— con ser artista. Por eso se mudó a Nueva York. A la capital del mundo llegó haciendo autoestop, sin un centavo y con la esperanza de encontrar la manera de ganarse la vida escribiendo. Ya fuesen propuestas de guiones u obras de teatro. Consiguió malvivir. Pero nunca de lo que salía de su pluma. Trabajó como institutriz de niños de familias ricas, como oficinista en una editorial y como creativa de publicidad. Allí acabó obteniendo un puesto fijo del que dimitió el mismo día que se lo ofertaron: 

Cuando vi cómo colocaban mi nombre en la puerta de aquel despacho me di cuenta de que no quería que mi futuro tuviese lugar encerrada para siempre entre esas cuatro paredes. Lo que yo quería era escribir y para ello lo más importante en la vida es luchar contra los éxitos que te atrapan.

La culpa fue de Nueva York. Pauline detestaba el ambiente de la ciudad, «lleno de jóvenes «promesas» que, con treinta y cinco o cuarenta años, siguen escribiendo igual que hace quince, o mucho peor», escribió a una amiga. Y si la Gran Manzana no era la culpable de su fracaso, Kael al menos había encontrado una excusa para volverse a San Francisco. Tenía veintiséis años, una energía desbordante y un deseo irrefrenable de triunfar. En qué, aún lo desconocía. Pero no paró de buscarlo.

Para ello retomó las fiestas, los coloquios, las charlas en la universidad. Apenas tenía dinero para pagar las facturas, pero nunca perdía la oportunidad de acudir cada semana al cine con sus amigos. No ir habría significado perderse su parte favorita de la velada: tomar un café después y comentar la película. O, en su caso, despotricar sobre ella. «Siempre la encontrabas con un cigarro en la mano, hablando a mil por hora y con un brillo especial en sus ojos», contaba un amigo. Aquellas tardes eran para Pauline un pasatiempo, un hobbie, un placer. Jamás imaginó que meterse con Charlie Chaplin fuese una profesión. Su profesión. Ni que llamarle un día «filósofo de domingo» le fuese a salir tan rentable.

«Escríbelo para nosotros». Pauline no salía de su pasmo. Normalmente sus acalorados discursos recibían recriminaciones, no ofertas de trabajo. Aquel día el editor del magacín City Lights había acudido a una de las habituales reuniones de los amigos de Pauline y, al escuchar la pasión con la que ella explicaba por qué no le había gustado Candilejas, la recién estrenada película de Chaplin, le pidió que realizase una crítica sobre ella en su revista. Kael aceptó sin pensárselo. Le pudo la emoción de ver que esta vez su nombre, en vez de ir grabado sobre la puerta de una oficina, iba a aparecer, por fin, impreso en papel.

Publicada en el número de invierno de 1953 de City Lights, la primera crítica de Pauline Kael ya ofrecía pistas de lo que sería un estilo único e inimitable. Los textos de Kael eran mordaces, enérgicos y crueles. En sus críticas no analizaba, diseccionaba. Reparaba en detalles minúsculos casi inapreciables para el espectador. Un giro de cabeza, una mordida de labios, un suspiro en segundo plano. Leer sus críticas era como ver la película por primera vez, como visionarla a través de sus ojos. Pauline escribía como una kamikaze, sin miedo a nada ni a nadie. Sabía que la única manera de llegar al éxito era provocando emoción. Pasión u odio. Pero jamás dejando a nadie indiferente. 

Su siguiente trabajo como crítica se lo proporcionó un suicidio. Pauline relevó a su amigo Weldon Kees, el conductor de la sección de cine en la emisora de radio KPFA de Berkeley. Cuando Kees se quitó la vida, los directivos de la cadena recordaron a aquella joven a la que a veces invitaba a colaborar el presentador y a la que siempre introducía con una misma frase: «Pauline, empecemos siendo positivos». Por supuesto, ella nunca lo era. En sus intervenciones se mostraba polémica, cáustica y agresiva. Y esos rasgos fueron precisamente los que llamaron la atención de un oyente de la cadena: Edward Landberg.

Personaje algo excéntrico y propietario de un pequeño cine en la ciudad llamado Cinema Guild, Landberg se vio completamente engatusado por la retórica de Kael. Decidió llamarla. Quería hacerle saber lo mucho que admiraba su sección. Y, de paso, saber si podía surgir algo más. Al otro lado del teléfono, el corazón de Pauline comenzó a palpitar más rápido de lo normal. Salieron juntos varios meses. Él le pidió matrimonio. Y, poco antes de casarse, Pauline ya se había hecho con los mandos del Cinema Guild, su verdadero amor.

Como era de esperar, su matrimonio no duró. El divorcio lo propició el hecho de que Kael pusiera el símbolo de copyright junto a su nombre en las circulares con la programación del cine. Ella —argumentaba— simplemente estaba reclamando lo suyo. Para atraer más clientes al cine, Pauline había comenzado a incluir en las hojas volanderas que se repartían en la calle breves críticas de las películas que estaban en cartelera. La idea fue todo un éxito. El Cinema Guild consiguió abrir una sala más y la popularidad de Kael creció como la espuma. Hasta que Landberg cerró el grifo. Había algo que detestaba más que la terquedad de su mujer y era verla triunfar. La lucha de egos entre ambos se volvió tan insostenible que, para octubre de 1960, Pauline fue despedida del único empleo en el que había sido realmente feliz. 

Kael sobrevivió escribiendo. A todas horas y para cualquiera que se lo pidiese. Film Quartely, The Atlantic, Sight & Sound, Madmoiselle, Holliday o The New York Review of Books. Estaba agotada y cada vez más convencida de una idea que llevaba tiempo rondándole la cabeza: tirar la toalla. Sin embargo, un viaje en avión le hizo cambiar de parecer:

En 1965, estaba sobrevolando el país hacia Massachusetts para dar una conferencia cuando, de repente, un matrimonio que se encontraba unas filas delante de mí llamó mi atención. Me di cuenta de que ella estaba leyendo uno de mis artículos en la revista Madmoiselle y que él me leía al mismo tiempo en Holiday. Cuando terminaron, se intercambiaron las revistas el uno con el otro y siguieron leyéndome. ¡Fue tan esperanzador! Me hizo pensar que todavía merecía la pena intentarlo. 

Pauline Kael
Pauline Kael. Imagen: 29pictures.

Costó seis años y un libro, pero Pauline Kael finalmente volvió a vivir dignamente de la escritura. Cuando se publicó I Lost It At The Movies (Perdí la virginidad en un cine), nadie pensaba que una recopilación de críticas cinematográficas pudiese convertirse en un superventas. Se equivocaron. Tanto el público como sus compañeros de profesión la alabaron. Y, aunque Pauline no se hizo rica, ganó suficiente dinero como para mudarse a una ciudad a la que ya había disculpado: Nueva York. Esta vez aterrizaba en ella sobre seguro. Había conseguido un puesto de trabajo en la revista McCall’s reseñando películas para sus quince millones de suscriptores. El editor de la publicación buscaba que la vivacidad de Kael atrajese a las nuevas generaciones. Le hizo un contrato de seis meses. Duró tres.

De su despido se enteró leyendo el periódico. McCall’s había comprado un anuncio en The New York Times en el que promocionaba la revista haciendo gala de sus nuevos colaboradores. El nombre de Pauline Kael no aparecía por ningún lado. Al parecer, la gota que colmó el vaso había sido que Kael llamase «Sonrisas y dólares» a Sonrisas y lágrimas, y que la definiese además como «una mentira azucarada que nos convierte en unos imbéciles emocional y estéticamente cuando, sin darnos cuenta, tarareamos una de esas canciones empalagosas y bienintencionadas». Ni siquiera le había dado tiempo a enfadarse cuando The New Republic contactó con ella. Querían ofrecerle el puesto de crítica de cine de la revista. Pauline aceptó, escribió tres artículos y se largó. El editor de TNR se encargaba de cortar y modificar sus críticas a su antojo antes de publicarlas. La revista se defendió diciendo que debían «cubrirse las espaldas». 

Desesperada y hastiada de tanto pelear, Pauline desistió. «He llegado a la conclusión de que es imposible ganarse la vida como crítica de cine», escribió.

Entonces, sonó el teléfono. William Shawn, el editor de The New Yorker, había recibido su ensayo sobre Bonnie and Clyde. Quería publicárselo. Era tan bueno que habría sido un delito no hacerlo. Más aún cuando una horda de críticos neoyorkinos se estaba dedicando a hundir el prestigio de la película atacando la supuesta estetización de la violencia en ella. Con su crítica, Kael acudió al rescate. «¿Cómo se puede hacer una buena película en este país sin que se te echen encima?» comenzaban las primeras líneas. 

El resto es historia. En siete mil palabras Kael enloqueció a los lectores, convirtió Bonnie and Clyde en una película de culto y redefinió el concepto de crítica cinematográfica hasta nuestros días. Fue un golpe maestro. Sobre todo, porque, a sus cincuenta años, Pauline por fin alcanzó la estabilidad profesional que tanto había deseado. The New Yorker se convirtió en su refugio. Más, bien en su trinchera. La revista la incorporó a su plantilla como crítica de cine a tiempo completo y allí permaneció hasta el día en que se jubiló. No hubo más despidos. Ni más dimisiones. Ganó fama, reconocimiento, prestigio. Y odio. Mucho odio. Para ella, llegar a lo más alto tuvo un precio.

A veces lo pagaba con una sola palabra: «Lesbiana». «Frígida». «Puta». Otras veces los ataques se disparaban contra su criterio: «Señorita Kael, dado que sabe mucho sobre el arte del cine, ¿por qué no gasta su tiempo trabajando en él? Pero primero necesitará un par de zorras». En su buzón también aparecieron amenazas de muerte: «La gente me describe exactamente cómo van a trocear mi cuerpo y qué van a hacer con cada parte». Pauline se convirtió, además, en el chiste fácil de escritores como Norman Mailer, quien la apodó Lady Vinegar (Señora Vinagre), cineastas como Woody Allen: «Pauline Kael tiene todo lo que necesita un gran crítico excepto criterio» o autores como William Peter Blatty, escritor de El exorcista, quien, al ser preguntado por la crítica que Kael había hecho de la adaptación de su novela simplemente dijo:

Creo que Pauline Kael necesita un enema.

La frase no pudo ser más desafortunada. No por su mal gusto, su grosería o su impertinencia. Sino por su falta de sentido común. ¿Cómo iba a necesitar un enema la mujer que, si por algo se caracterizó, fue por no dejarse nunca nada dentro?

A principios de los noventa, no fueron sus detractores los que la apartaron de la escritura, sino el parkinson. Para entonces Pauline ya había publicado otros trece libros, ejercido como productora en dos películas de Warren Beatty y se había asegurado de haber enfadado, molestado y escandalizado a suficientes críticos y cineastas. Su trabajo en la tierra estaba hecho. 

Antes de fallecer en 2001, Pauline Kael concedió una última entrevista. Se la realizó su nieto de ocho años. En una cinta de audio grabada por Gina, su hija, puede escucharse al pequeño preguntar a su abuela: «¿De todo lo que has hecho en tu vida, de qué estás más orgullosa?».

Pauline simplemente contestó: «De haber sobrevivido».

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16 Comments

  1. Maestro Ciruela

    Curioso. Creo que su trayectoria se puede extrapolar a la de Carlos Boyero, incluso con afinidades en la falta de glamour por parte de ambos. «Por entonces soñaba Pauline Kael —veintidós años, rompecorazones…»`¡¡Rompecorazones!! Esto será un delirio personal de la autora del artículo porque he buscado imágenes de Pauline en la red, por si las aportadas aquí eran fruto de un mal día de nuestra protagonista y no he podido captar ese «sex-appeal» imprescindible para ser un rompecorazones. Creo que en lo tocante a sus críticas, quizá hubiese sido un admirador entregado; «Sonrisas y lágrimas» siempre me pareció una mierda y Bonnie and Clyde es una de mis películas favoritas desde que la vi en 1968 y con el paso del tiempo, solo ha hecho que ganar enteros en mi apreciación.

    • CarlosF

      Maestro, aquí discrepo con usted: Sonrisas y Lágrimas es un peliculón, lo único malo de ella es su traducción del título.

      No lo digo de broma, es un Peliculón, con mayúsculas, y lo sigue siendo por encima del 90% del cine «familiar» actual. Tiene absolutamente todos los ingredientes (también les puedes llamar tópicos, ¿por qué no?) para ser una maravillosa película familiar, para ver en familia una tarde de domingo. Lo digo por experiencia. Los buenos ganan, la bso es edulcorante, los niños son solo niños, no hay violencia gratuita ni dramas deprimentes, ni chistes groseros que no vienen a cuento….

      Pero claro, NO es una película para una mujer soltera con autoridad, mala leche y bastante autoconfianza (¡algo muy elogiable los 60!), porque no le dirá nada. Como tiene que ser.

      • Maestro Ciruela

        Comprendo su punto de vista, de verdad. Y es que la familia puede ser una densa tela de araña que mantiene a los niños y a sus padres, tíos y abuelos, prisioneros de patas en el azúcar que destilan estas cosas. Se empieza viendo «Sonrisas y lágrimas» y se acaba viendo «Cars» con los peques y jurando a nuestros conocidos «adultos» que son el no va más. Saludos.

      • Maestro Ciruela

        Casualmente, hay que ver lo que es el azar, ayer, buscando datos sobre Doug McClure (Trampas, en «El Virginiano») encontré esta opinión del muchacho sobre «Sonrisas y Lágrimas»:
        «Watching Sonrisas y lágrimas (1965) is like being beaten to death by a Hallmark card.»
        «Ver Sonrisas y lágrimas (1965) es estar siendo golpeado hasta la muerte por una tarjeta de felicitación de Hallmark.»
        Hallmark, la más importante empresa estadounidense radicada en Kansas City, dedicada entre otras cosas a la edición y difusión de christmas y postales de felicitación, consideradas por algunos, demasiado cursis o empalagosas.

      • La crítica cinematográfica no es una ciencia exacta. Los críticos opinan y algunos sustentan sus opiniones, pero sus opiniones no hacen que una película sea buena o mala.

  2. JoseB

    Seguramente usted desconoce el poder sensual de una persona muy inteligente, pero existe y es muy poderoso. Es bien sabido que doña Pauline dejó muchos corazones rotos, me imagino que su sex appeal venía más de su carácter y su inteligencia que de su apariencia. Hoy en día, en la era del porno, esto tal vez no se pueda entender, pero es real.

    • Maestro Ciruela

      Sé perfectamente que la inteligencia es muy sensual y poderosa, pero tiene que estar acompañada por una apariencia física lo más favorecida posible para poder romper corazones, expresión que aborrezco, por cierto. Me hace gracia cómo se penalizan los atributos físicos y se vierten loas sobre los intelectuales, como si éstos fueran fruto del esfuerzo y la dedicación, cuando no son más que dones incorporados con los que llegamos a esta vida, exactamente igual que la belleza y otras particularidades físicas y me refiero a lo que está a la vista, porque en última instancia, el cerebro también forma parte del físico, ¿no..? En cuanto a lo de «la era del porno», vamos a dejarlo porque intentar tachar de superficial a alguien, por algo que la biología lleva demostrando tercamente desde hace cientos de miles de años… No dudo de que Pauline, a causa de su carácter e inteligencia dejara tras de sí muchos corazones rotos, tantos como espejos en los que se mirara. Y es que, «Al César…»

  3. MacNaughton

    Ejem, ejem…

    ….sin ganas de ser aguafiestas en esta época tan puritana que nos ha tocado vivir, pero «I Lost It At The Movies» no signfica, «Perdí La Virginidad en un Cine» como lo ha traducido la autora sino «Me perdia la cabeza por el cine»… o «Me volvía loca por el cine»…

    Lo de saber leer y sin embargo no saber leer… ¿como una critica tan intelectual como P Kael va a titular un libro de criticas suyas «Perdi La Virginidad en un Cine»? Por favor…

    Interesante articulo por lo demás, gracias…

  4. CarlosF

    Mi primer problema con los críticos de cine es que no suelen fijarse en «¿cuál es el público objetivo de esta película?», pregunta que aparece en la primera página de todo «business case» de un guión. Por eso la crítica profesional y la taquilla no suelen ir parejos (con Internet parece que van cada vez más parejos, ya no mola ir tan de rebelde, parece).

    Mi segundo problema es qué hacer con ellos cuando patinan de forma alarmante. ¿Para qué vale un crítico, si no es para poner un poco de sentido común y objetividad ante la opinión «del populacho»?

    Porque no olvidemos que la insigne Pauline definió «2001: An space Odissey» como «basura enmascarada como arte» y «una película con una monumental falta de imaginación»…

    • Maestro Ciruela

      Bueno, amigo CarlosF, pues aquí sí que me separo totalmente de Pauline y es más, si la hubiera tenido delante cuando excretó esa definición, la habría agarrado de los tobillos y sacándola por la ventana, la hubiese puesto boca abajo pegada a la pared tal cual le hacía Kevin Kline a John Cleese en «Un pez llamado Wanda». Hasta que se retractara.

    • ¡y las tonterías que escribió sobre El cazador! Ni siquiera se dio cuenta de que el quid de la cuestión es que todos los protagonistas son de origen extranjero. El que no es ruso, es italiano… and so on… y se fueron a luchar en Vietnam por su país de acogida en una guerra de puro robo con el fantasma del comunismo en lontananza.
      Lo bueno de la Kael es que estaba viva y tenía arrestos, y parece que sí veía las películas que comentaba, no como otros…

  5. Tengo todos sus libros y me parece maravillosa, no siempre estoy de acuerdo con su opinión pero se nota que veía y amaba el cine. Escribía con una pasión que se echa de menos. Boyero es un burdo imitador.

    • Jairo

      Si, amigo, es una maravilla. Yo he leído también sus libros, en inglés, y podría atreverme a decir que era una gran escritora. Igual que usted no siempre estoy de acuerdo con ella, pero pertenecía a esa raza extinta de críticos que sabían escribir, argumentaban bien sus puntos de vista y hacían que sus textos se disfrutaran con su gran agudeza mental.
      Ebert era otro de los grandes, pero me parece que estaba más en la tradición de Woollcott, poca profundidad pero mucho humor y mala leche en su textos. Paulina era densa, culta e inyectaba mala leche cuando se requería…algo que echo de menos siempre que leo a toda la escuela de Cahiers du Cinéma, pretenciosos y aburridos…
      Boyero tuvo grandes momentos, la polémica con Almodóvar es de antología, dijo lo que había que decir en el momento preciso. Desde entonces se ha vuelto muy vanidoso, una vedette y sus textos no pasan de “me aburrí”, “bostecé”, “miraba el reloj”…hace años que no lo leo.

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