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Dios, Lucifer y Venecia

Venecia
Venecia, 2019. Fotografía: Getty.

Veneziani, poi cristiani

(Primero venecianos, después cristianos)

Mientras el turista boquiabierto se recupera de la impresión recibida tras su entrada en la sala de culto de la Scuola Ponentina, el guía ofrece los datos de rigor: la sinagoga veneciana, también llamada Scuola Spagnola, fue fundada hacia 1581 por sefardíes que huyeron de España y Portugal tras la expulsiones decretadas en 1492 y 1497; el edificio, atribuido a Baldassare Longhena, fue remodelado en 1635; por sus dimensiones y por su matroneo elíptico, es la más espectacular de las cinco sinagogas de la ciudad. Cuando termina su salmodia cansada de fechas y nombres, el guía, que conoce bien su oficio, hace una pausa escénica, abandona su envarada pose profesoral, relaja el cuerpo y camina despacio hasta colocarse en medio del pasillo que se abre entre los bancos corridos a ambos lados de la sala. Aguarda paciente que su público baje los ojos de la galería superior y del techo. Cuando está seguro de concentrar la atención expectante de todos, pone fin a la parsimonia con la que ha alimentando el suspense y, con un gesto rápido, el dedo índice, disparado como una flecha, señala al suelo. Sí, allí está la anécdota con la que conquistará a su auditorio, en el lugar aparentemente más anodino e insospechado de la fastuosa estancia: todas las miradas se posan en una baldosa. El caso es que la modesta baldosa se hace notar porque estropea descaradamente el dibujo geométrico de cuadrados blancos y grises del piso. Resulta imposible que la pifia pasase inadvertida y, efectivamente, al parecer la losa fue descolocada adrede para convertirse en una declaración de humildad: dado que la perfección es un atributo de Dios y solo de Él, los seres humanos y sus obras están obligados a reconocerse imperfectos, falibles, dados al pecado y al error.

Hay que reconocer que la anécdota de la baldosa de marras era fabulosa y la puesta en escena, sencillamente impecable. Pero terminada la representación y desvanecido el sortilegio dramático, el turista se quedaba rumiando las dudas sobre si descuadrar una insignificante baldosa, justo en aquella suntuosa habitación y precisamente en la más espléndida de cuantas ciudades han levantado los hijos de Caín, era un ejercicio sincero de humildad o exactamente lo contrario, el gesto de la soberbia humana desafiando a Dios a echar un vistazo para comprobar por sí mismo que lo único fuera de lugar en la Serenísima República era aquella pieza del enlosado; y fuera de lugar como mera prueba de buena voluntad, como una concesión menor, poco más que una deferencia o cortesía diplomática. Al fin y al cabo, es tan legendaria la sagacidad de la diplomacia veneciana como es bien sabido que la falsa humildad es uno de los disfraces con los que acostumbra a vestirse la arrogancia.

La soberbia es el primero de los siete pecados capitales, encarnada en algunas demonologías por el mismísimo Lucifer, el ángel caído en castigo por el arrebato megalómano de creerse igual a Dios y pretender usurpar su puesto como señor de la creación. Si, como escribió algún teólogo, la soberbia está en los cimientos de la casa de Satán, esta solo puede ser Venecia. Fue la mismísima soberbia la que hincó sobre el lecho fangoso de la laguna los pilotes de madera para levantar sobre el agua una ciudad prodigiosa e inverosímil, rebelándose contra la inhóspita naturaleza del lugar y disputando a Dios el estatus de sumo creador. Quizá por eso no es extraño que muchas historias venecianas rindan culto al Diablo como artífice de obras perfectas, por ejemplo, la de la fábrica del icónico puente de Rialto.

Cuando a mediados del siglo XVI se decidió sustituir el viejo puente de madera por uno de piedra, al concurso de ideas se presentaron los más afamados arquitectos del momento. La comisión encargada de seleccionar el proyecto no tuvo reparos en descartar, uno detrás de otro, los de Miguel Ángel, Andrea Palladio, Jacopo Sansovino, Giacomo Barozzi da Vignola y Giovanni Alvise Boldù. Todos resultaban demasiado convencionales para una república empeñada en construir un decorado urbano que proclamase de forma inapelable su poderío. Por eso fue la propuesta más osada la finalmente elegida: la de Antonio da Ponte. Su diseño preveía un puente de un único arco de veintiocho metros de cuerda y que terminaría teniendo veintidós metros de altura. ¿Cómo sostener aquella mole sobre el fondo fangoso del Gran Canal? Parecía una empresa imposible y algunos vaticinaron su fracaso.

Entre los agoreros se encontraba Vincenzo Scamozzi. Quienes sabían que Scamozzi se había presentado al concurso y visto su proyecto rechazado no prestaron demasiada atención a su juicio, que parecía fruto del despecho. La imaginación popular, sin embargo, prefirió inventar un cuento. En él, las dudas de Scamozzi se verían corroboradas en cuanto arrancaron las obras. Lo que los obreros construían durante la jornada se desmoronaba por la noche. El capataz, Sebastiano Bortoloni, desesperaba. Aquel era su primer trabajo de importancia y sabía que con él se jugaba su futuro profesional. Así que un día decidió hacer guardia durante la madrugada para comprobar cuál era el problema. Llegada la medianoche parte de la gran arcada se desmoronó. Cuando se apaga el estruendo de los cascotes desplomándose en el agua, el capataz escucha a sus espaldas una carcajada tenebrosa. Era el Diablo, que venía a ofrecerle su ayuda para mantener en pie la estructura del puente. ¿A qué precio? ¿Su alma? No, la del primero que cruce el puente una vez terminado. Sin dudarlo, acepta. El pacto queda sellado y las obras pudieron terminarse sin incidencias. Como en tantos otros relatos que dan cuenta de tratos con el Demonio, los problemas surgen cuando llega la hora de pagar el precio acordado. Sebastiano, creyéndose más listo que el Diablo, dispuso todo para que fuese un gallo el primero en cruzar el flamante nuevo puente de Rialto. Pero el Diablo, que por algo es el Diablo, se las apañó para que la mujer del capataz fuese la primera en atravesarlo. Al día siguiente, ella y el hijo que esperaba mueren en el parto. Estas dos almas habrían pagado la minuta de ingeniero maligno y el puente sigue en su sitio más de cuatros siglos después. «Vanitas vanitatum et omnia vanitas», dice Eclesiastés; Rialto y toda Venecia lo desmienten. 

Tampoco Dios tuvo nada que ver con esta otra historia, aunque tenga por protagonista un hombre de fe y por escenario, un convento. Los mapas que Fra Mauro «el Cosmógrafo» trazaba sin necesidad de abandonar su retiro monástico en la isla de San Michele fueron considerados en su época, la primera mitad del siglo XV, un portento de exactitud. ¿Cómo era posible? Las crónicas cuentan que se servía de las informaciones que le facilitaban los comerciantes, soldados y diplomáticos venecianos al regreso de sus viajes. La leyenda prefirió otra versión: sus cartas no harían más que reproducir los sueños del Diablo, que el fraile era capaz, a saber por qué medios, de concentrar y proyectar en los nubarrones que se cernían sobre la isla antes de las tormentas. Era pues el Diablo el que conocía el dibujo y los límites del mundo, de Él, el milagro de precisión.

Se cuenta que fue este mismo monje quien recibió en cierta ocasión en su convento a un senador que, después de contemplar en un mapamundi el minúsculo puntito que representaba a Venecia en medio de la vasta extensión de los continentes entonces conocido, ordenó: «Haz el mundo más pequeño y Venecia más grande». El mandato era de una soberbia diabólica, exactamente la que Venecia demostró construyéndose laboriosamente contra los elementos para terminar ocupando el exacto lugar que le correspondía en su imago mundi. La ciudad se erigió también, más que ninguna otra, contra Dios. Las numerosas iglesias desperdigadas por sus sestieri no desdicen esta idea, porque su cristianismo es dionisíaco y sensual, como defiende Jean-Paul Kauffmann en Venise à double tour (Folio/Gallimard, 2020). Porque Venecia pudo encarcelar a Casanova, pero en el fondo lo reverencia hasta el punto de haberse apropiado de su lema «Sequere deum», con la d de dios en minúscula, como bien ha hecho notar Philippe Sollers. Ese dios es el hombre que se quiere libre y se rebela y, porque Dios ya ha demostrado su impericia con la creación del mundo, construye uno nuevo. 

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One Comment

  1. E.Roberto

    Venezia es una tortura tensada con el cielo y la impotencia de quien la admira, salvo la horrenda estación ferroviaria y los edificios grises e impersonales del tiempo fascista. Trato de no ir porque después estoy mal por un día. Todo se conjuga ahí para hacerte sentir inadecuado, insignificante o fuera de lugar; un rio esmeralda que la colma y la embellece, cúpulas como copas perfectas boca abajo, campanarios graves, cándidas y majestuosas gaviotas y antiguedades que ni por asomo dejarán de delirar tiempos remotos; dinteles con frases en latino que no estaban donde ahora están, jardines recónditos y siempre en sombras, fuera del trayecto de los turistas, porque aunque pareceria imposible hay empleados en sus periferías, y sobre todo con sus humildes ladrillos… “Ladrillos, entre el amarillo desvaído y el antiguo rojo ocre, consumidos, Venezia sobre el agua semejante a sus cielos… y en aquellos cielos flota al revés con el barrio de sus judíos y sus libros impenetrables de este Dios, que ojalá se expresase con la belleza de sus puentes y sus ventanas con geranios y sin gente a los canales, ¡Ventanas con arcos! ¡Arcos! de gusto gótico-árabe” Es un misterio la proveniencia de este pueblo no latino, los vénetos. Esta etnía es nombrada en las crónicas de Julio Cesar y de Tácito pero cerca de Bélgica, prácticos en cruzar el Canal de la Mancha. Luego, con el mismo vocablo aparecen en Aquileia, cerca de Trieste y de ahí huyen de las invasiones húngaras para fundar esta maravilla sobre pilotes de abete en el IV dc, los mismos que se usan para construir violines y violonchelos. Es una maravilla el proceso que experimentan dentro del agua salada de la laguna estos árboles: pueden durar eternamente sumergidos, pero cuando están por largo tiempo en contacto con la atmósfera, comienzan a pudrirse. Hay un curioso pasaje de Tácito que narra las costumbres de este pueblo. Además de no enemistarse con los romanos a quienes proveían de caballos, las jóvenes afortunadas que se casaban estaban obligadas a donar parte de los regalos del matrimonio a aquellas que por distintos motivos no encontrarían marido. Desconocía estas amistades “diabólicas”. Espléndida nota, señor.

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