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Yo lo escribo, tú lo firmas: radiografía del ghostwriter

radiografía del ghostwriter
Foto: Cordon Press.

Autores como Juan Bonilla, Marta Sanz, Ignacio Peyró o Eduardo Jordá han puesto alguna vez su prosa al servicio de otras firmas. El ejercicio, aunque suponga una renuncia al ego del escritor, suele ser lucrativo y de alto valor pedagógico.   

A veces, escribir no es un oficio tan solitario como suele decirse. Con más frecuencia de lo que el mercado quiere admitir, tras los autores que firman las portadas de sus libros hay otros escritores a la sombra, o incluso verdaderos equipos. Son lo que en el mundo anglosajón se conoce como ghostwriters (escritores fantasmas), y en España «negros literarios». De su número en activo o el volumen que aportan a la producción editorial no hay datos, naturalmente, y a menudo pesa sobre ellos un silencio que los convierte casi en un tabú. Pero haberlos los ha habido y los sigue habiendo hoy. Desde el Alejandro Dumas que contaba a sus negros por docenas a la María Lejárraga que, según se ha demostrado, fue la autora de la extensa obra que encumbró a su esposo, Gregorio Martínez Sierra, pasando por un sinfín de especulaciones, el asunto viene de largo y sigue de candente vigencia. Incluso han ejercido como negros literarios alguna vez nombres conocidos de las letras actuales.  

«La primera regla del negro literario es no decir para quién has trabajado», asevera el jerezano Juan Bonilla, quien en el pasado desempeñara varias faenas de este tipo y atesora en su biblioteca algún que otro título firmado por alguien distinto a quien lo escribió. «El más famoso es el que escribió Mario Vargas Llosa para una señora rica de Lima, Cata Podestá, titulado Pieles negras y blancas», apunta.    

Bonilla recuerda que, como periodista, fue en sus comienzos, «tenía el ego mínimo para ciertas cosas», por lo que nunca le dolieron prendas en escribir algo que no llevara su firma. «Si se compara la producción que haces en una redacción con la que de hecho firmas, sale una cantidad inmensa. En una agencia pueden ser cinco boletines informativos al día: echa cuentas —comenta—. Por eso, cuando te ofrecen un trabajo de negro, no tiene nada malo: hay alguien que no sabe escribir, tú sí sabes. Es tan sencillo como eso. No eres más que una herramienta y ya está, lo demás es pura artesanía».

El autor se avino a esta fórmula en los noventa, «cuando decidí pasar del periodismo, porque estaba harto de cubrir entierros de ETA y crímenes en Valencia. Entonces me salió esto», recuerda. En concreto, Bonilla fue requerido por una prestigiosa editorial para colaborar en una colección de memorias de personajes más o menos notables, el género que más negros suele requerir. «La técnica no es ni más ni menos que lo que estás haciendo tú en este momento, grabar o tomar nota de lo que te cuenta otro. Luego solo tienes que sustituir la tercera persona por la primera», añade.

«Contar significa poner orden: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Hay gente a la que a eso no se le da bien, ¿a ti sí? Pues eres un buen candidato a negro literario. Y la verdad es que no te juegas mucho, a menos que cometas una pamplina como incurrir en plagio, que tengo entendido que fue lo que le pasó a Ana Rosa Quintana con su negro. Es el colmo de la desfachatez», ríe Bonilla.

Para acometer su labor, Bonilla echó mano de dos referentes cercanos: la novela Las mil noches de Hortensia Romero, del gaditano Fernando Quiñones, y el libro Yo tenía mu güena estrella, de José Luis Ortiz Nuevo. «Tiré de esa tradición oral, de la técnica de escribir como si el personaje le contara su vida a un magnetofón. O como si Belmonte hubiera firmado el libro que le dedicó Chaves Nogales. Así lo propuse y les pareció perfecto a todas las partes implicadas».

Para el autor de Prohibido entrar sin pantalones o Totalidad sexual del cosmos —premio Nacional de Narrativa del año pasado–, ejercer como negro literario «puede ser incluso divertido, porque te coloca fuera de tus intereses. Y también un ejercicio interesante: las grandes casas editoriales son exigentes, no quieren nada de literatura profunda o retórica. Se trata de ir al hueso, y se aprende mucho haciéndolo». 

«Yo me lo pasé muy bien haciendo de negro —concluye el escritor—. Y lo hubiera hecho más si no me hubiera ido un año de España, perdiendo la comba y los contactos. Cada libro te daba como tres o cuatro meses de sueldo, y me parece un entrenamiento muy bueno para un escritor. Te obliga a no ser tú, y a emplear recursos que no utilizas habitualmente. Lo recomiendo».   

Lo que duda Bonilla es que haya habido autores consagrados que hayan acudido a ese recurso. «Yo al menos no lo he oído nunca. No sé, a lo mejor una firma de cierto porte que esté viejecito y al que quieran sacar partido… Pero me cuesta creerlo. Otra cosa es que haya superproducciones, por hablar en términos cinematográficos: autores que se rodean de un equipo para proveerse de información y luego darle forma. Como Centauros del desierto es una película de John Ford, aunque mucha gente haya trabajado ahí. Por otro lado, hay que ver si esa colaboración es remunerada o una simple consulta. Si Pérez-Reverte tiene un amigo en Cádiz que le busca libros sobre galeones o si le cuentan cosas de balística tomando café, esos no son evidentemente negros literarios», agrega.

En el equipo de Cela

En uno de esos equipos de los que habla Bonilla trabajó Eduardo Jordá, a las órdenes de nada más y nada menos que Camilo José Cela, a la sazón premio Nobel. Y lo hizo gratis: «Mis padres eran amigos de Cela en Mallorca, y mi madre le dijo una vez: ¿No podrías colar a Eduardito en tu casa, y que así vaya aprendiendo el oficio? Y así fui parte de su plantilla, el único que no cobraba. Los demás sí lo hacían, porque Charo Conde, la mujer del escritor, entregaba personalmente los sobrecitos cada mes», recuerda. 

La misión en la que se vio involucrado Jordá fue cierta Enciclopedia del erotismo, «una enciclopedia por entregas que coordinaba Joaquín Soler Serrano, el de la serie A fondo, un periodista muy listo que vio el filón que podían suponer estas publicaciones en los kioscos, en pleno destape. Cela ponía el nombre y un equipo de seis o siete redactores trabajaba en ello desde su casa», apunta Jordá.

«Mi trabajo consistía en leer artículos y libros y redactar luego entradas breves de la enciclopedia. Recuerdo, por ejemplo, que una iba de la orquitis, una inflamación de los testículos. Muy Cela —prosigue Jordá—. Tú le hacías el trabajo sucio, buscabas datos y fechas y todo eso, y luego el escritor lo revisaba todo, porque era muy, muy currante. Y también redactaba él mismo los que le gustaban».

Aquella fue una buena escuela para Jordá, según recuerda. «Aprendí que un escritor profesional tiene que hacer de todo. Ahora quizá haya gente que pueda defenderse de otras maneras, pero en aquel tiempo, en el año 75 o 76, sabíamos que, si queríamos vivir de la literatura más o menos bien, debíamos aceptar todos los encargos que cayeran. Pensaba que si fuera Cela no habría aceptado algo así, pero también es cierto que Camilo tenía una casa grande y preciosa, con dos criados, y eso hay que pagarlo».

«Además —apostilla—, para tener un negro literario hay que disfrutar de cierta solvencia. A mí desde luego no me van a poner uno».

Palabras para Zapatero y Rajoy  

Sí suelen tener negros literarios —integrados en sus correspondientes gabinetes— los políticos, especialmente cuando ostentan cargos. La misión principal de los speechwriters, como se los conoce, es básicamente la de escribir discursos y artículos. «Los políticos los retocan si tienen ganas y tiempo, pero, con frecuencia, los transmiten tal cual, porque el redactor ya los ha escrito de acuerdo con sus ideas y estilo», comenta Javier Valenzuela, periodista y escritor de novelas como Tangerina o Pólvora, tabaco y cuero, que realizó varios encargos de este tipo en materia internacional para el expresidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero.

Lo confirma también Ignacio Peyró, quien escribió para Mariano Rajoy desde la llegada del popular a la Moncloa hasta el año 2017. «En España los libros de los políticos suelen destacar por su blandura e insulsez, y suelen publicarse para cubrir el expediente, mientras que los discursos tienen un punto más atractivo», afirma el autor de Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida y Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas, actualmente director del Instituto Cervantes de Londres.

Su experiencia, asegura, fue enriquecedora. «Para escribir no necesitas haber vivido grandes aventuras, ya dijo Flannery O’Connor que bastaba con haber sido un niño. Pero si además eres periodista, se te supone una cierta inquietud por saber cómo funciona el mundo, y estar en un lugar reseñable puede ser divertido y revelador. Eso fue lo que más me motivó, la posibilidad de adquirir un conocimiento práctico privilegiado. La política se parece en todas partes, pero poder leer las deliberaciones del Consejo Europeo antes de que se hagan públicas tiene su interés indudable», recuerda. 

En lo que se refiere al aspecto puramente técnico, para Peyró «escribir discursos es como si estuvieras escribiendo octavas reales. Es un género literario en sí, no para compararse con Virgilio, pero sí que se parece a eso, a que te mandaran unos cuantos años a escribir sonetos. De ti se espera que tengas solidez y que seas rápido, a veces muy rápido. Al final logras que te salga solo, para bien y para mal, porque todos tenemos una manera de escribir, unos giros, y cuantos más discursos haces, más se quedan las marcas del artesano». 

El caso de los speechwriters es particular dentro del mundo de los negros literarios, pues entregan un trabajo que suele ser modificado a capricho por su receptor. Según Peyró, esto se debe a que «los políticos son infinitamente más listos que sus speechwriters, saben lo que tienen que decir y con qué se sienten cómodos. Y aunque estén muy expuestos, tu piel no es su piel. Al fin y al cabo, han llegado a lo más alto sin necesitarte a ti, ¿por qué iban a fiarse más de ti que de ellos mismos? —comenta—. Además, son personas que no tienen precisamente miedo escénico, les gusta hablar. Tienen esa facilidad y ese amor por la palabra, y esas ganas de tener cancha que les da mucha autonomía. Salvo casos raros de simbiosis como el de Kennedy y Sorensen, lo normal es que tú les pases una partitura que ellos interpretan, unos ingredientes con los que ellos elaboran el plato», agrega Peyró. 

El escritor recuerda asimismo la extraña sensación que antaño le supuso «el hecho de que la primera tercera de ABC que escribí no fuera con mi nombre, y que solo años después pudiera escribir una firmándola yo. O la tribuna de El País. Recuerdo que un redactor jefe de este periódico me dijo que las tribunas de Rajoy estaban muy bien escritas, y eso me dio cierta satisfacción —dice—. Cuando exiges un nivel de compromiso y exposición mediática tan brutal como el actual, no puedes pedirles que estén todo el día ahí. Ya no estamos en los años veinte, cuando los políticos tenían mucha menos exposición».

«Además no todos los discursos son proclamas a lo Kennedy o Reagan pidiendo a Gorbachov que derribe el muro. Si te toca inaugurar unas jornadas de archivística o una sede de la Seguridad Social, no puedes ponerte muy pastelero. Tienes que hablar como si toda la humanidad te estuviera escuchando, y a la vez tienes que llegar lo más cerca posible, porque al final todo mensaje es local, ya sabes: “Muchas gracias, vuestro pueblo es precioso”», puntualiza Peyró.

El escritor recuerda alguna anécdota hilarante, como aquel encuentro de Rajoy con centroamericanos en el que se le deslizó la expresión «ir de Guatemala a Guatepeor», por suerte corregida a tiempo para evitar conflictos diplomáticos. Con la distancia actual, ve aquel trabajo como «algo de lo más normal, porque una parte importante de la política es comunicar, y no se puede esperar que los políticos lo hagan todo, como no curan personalmente a los enfermos. Pero ojo, cuando el político pronuncia su discurso, ya no es tuyo. Si lo hace suyo, es suyo. Como se pudo ver en el caso de Rajoy, lo importante no es tanto ser un buen orador como tener un estilo propio», concluye.                 

El negro literario como empresa

Tan institucionalizados como los speechwriters están las empresas especializadas, negros profesionales que ofrecen una amplísima gama de servicios al alcance de cualquiera. Basta teclear en Google «textos por encargo» para descubrir que solo en España hay un buen número de ellas. Por correo electrónico, manteniendo una discreción irreprochable, responde a las preguntas de Jot Down RqR Escritores, «una agencia virtual fundada en 2009 sin sede física. Los que trabajamos en ella vivimos en distintas ciudades de España. También hay algunos colaboradores en el extranjero. Si las reuniones con los clientes no se pueden resolver por teléfono, correo electrónico o videoconferencia nos desplazamos hasta su lugar de residencia o se fija un punto de encuentro intermedio. En estos dos últimos casos los gastos derivados corren por su cuenta», comentan.

Como señala su página web, ofrecen todo tipo de servicios de escritura, desde una biblia para una serie de televisión o un guion de cine a una ponencia empresarial, una reseña, una novela o una biografía. «Por hacer un cálculo aproximado, cada escritor de la plantilla podría asumir tres proyectos largos al año y algunos otros de menor calado», afirman.

Las tarifas también varían según el carácter del encargo, hasta el punto de que no hay un mínimo ni un máximo. «Si aceptamos un encargo pequeño es porque nos compensa, ya sea económicamente o por el poco tiempo que nos ocupe —subrayan—. No hay un precio estándar ni siquiera para proyectos similares. Este se calcula a partir de las características de cada uno: formato, extensión, plazo de entrega, grado de dificultad, material original aportado por el cliente y documentación necesaria para llevarlo a cabo. Se aplican unas tarifas progresivas y cuantificables (por número de palabras o de páginas, matrices, etc.), y cuando esto no es posible se factura por el tiempo empleado. Procuramos adaptarnos a la disponibilidad financiera del cliente personalizando el presupuesto y ajustando las pretensiones de la obra demandada».

El perfil de los colaboradores de esta empresa es también variado: «Filólogos, periodistas, guionistas, economistas y escritores. Todos con obra propia publicada y experiencia en los sectores editorial, audiovisual y medios de comunicación», dicen, aunque por cuestiones de confidencialidad la identidad de todos ellos queda a salvo, como la de sus clientes. El sistema de trabajo de RqR Escritores es sencillo: según explican, «los encargos literarios son asumidos por un solo escritor, aunque otro suele ejercer la labor de apoyo si es necesario, y de revisión siempre. En proyectos de otro corte (audiovisuales, por ejemplo) a veces se forman equipos para hacer una puesta en común, luego se reparte la tarea y finalmente se coordina y afina el resultado para que haya coherencia y un estilo definido».

Entre esos diferentes grados de colaboración puede llegarse al encargo que parte de cero, es decir, aquel en el que el cliente solicita el proceso completo de escritura de una obra para limitarse luego a estampar su firma. «Sí, hemos tenido muchos encargos así, bien porque ya hemos trabajado antes con ese cliente y confía en nuestro criterio y además tenemos tomada la medida de sus gustos y estilo —es el caso de las sagas— o bien porque se trata de alguien sin aptitudes para la escritura al que le interesa presentar una obra que lleve su firma para otros fines profesionales o personales. Como todos los proyectos se realizan por fases que van aprobando los clientes, partir de cero no es más complicado que hacerlo con un soporte original mayor. Al contrario, hay más libertad creativa por nuestra parte, menos presión a la hora de acertar con el tono y en términos económicos el beneficio es mayor».

El hecho de que realicen productos que van a ser firmados por otras personas no supone ningún conflicto: «Una vez terminada y entregada la obra al cliente, no nos compete el uso que este haga de la misma, es suya. Nos limitamos a prestar el servicio profesional que se nos solicita sin entrar en otro tipo de consideraciones. En el mercado anglosajón los autores suelen citar en los agradecimientos a sus ghostwriters, pero aquí no es habitual esa práctica».

Una y no más

Por otro lado, el hecho de ir por libre tiene sus riesgos. Que se lo digan a Marta Sanz, uno de los nombres mayores de la narrativa hispánica actual, quien en sus años mozos se avino a escribir un texto por encargo destinado a ser firmado por otro. «Una escritora famosísima me pasó un encargo que le habían hecho a ella. Yo todavía no había publicado mi primera novela —recuerda—. La misión venía de un señor de la sierra de Madrid que tenía en mente una historia que él conocía de primera mano sobre los cuadros robados por los nazis. La historia la firmaría él y me pagaría trescientas mil pesetas». 

Una cantidad demasiado tentadora para una pluma en ciernes. «A mí me pareció un pastón y una buena manera de practicar un oficio que yo sabía al margen de los arcángeles y la pureza —añade con una sonrisa socarrona—. Y dije que sí. Y escribí la historia. Y el tío desapareció y no me pagó ningún duro. Luego yo escribí lo que a mí me apetecía escribir, que fue El frío, y ya no lo he vuelto a hacer más. No tengo ni idea de si la publicó o no. Pero el tío me invitó a su casa una vez y tenía pistolas y originales del expresionismo alemán, y me dio miedo, así que no indagué más».

«No sé si la escritora famosa quería destruirme para siempre o hacerme un favor —ironiza ahora Sanz—. Lo cierto es que algo aprendí. Desde entonces hago unas descripciones de imágenes o écfrasis maravillosas, y aprendí a enganchar con una trama. Trampillas del oficio con las que ahora me gusta jugar para llevarle la contraria a la literatura, al sistema y a aquel señor de la sierra de Madrid», señala la autora de novelas como Black, black, black y Clavícula.  

¿Volvería a hacer algo así, si le dieran más garantías? ¿Por cuánto alquilaría hoy Marta Sanz su prosa? «Ya no lo haría, ya no aprendería nada, y puedo vivir de mis libros, de mis clases y de mis críticas… Ya no me apetece hablar en un nombre que no sea el propio. Asumo mi responsabilidad sin máscara. Puede ser vanidad o valentía o respeto al espacio que me parece que me he ganado. Treinta años de curro casi..», apostilla. 

De Jesús Quintero a la Pantoja

Junto al paso fugaz de Marta Sanz por la negritud, hay otros casos que son casi corredores de fondo del oficio. Uno de ellos es Javier Salvago, poeta y narrador de larga trayectoria que, en el segundo volumen de sus memorias, Purgatorio, no duda en contar con nombres y apellidos la gente a cuyo servicio escribió durante años: desde Jesús Quintero, «el loco de la colina», de quien fue guionista impenitente, a la mismísima Isabel Pantoja, para la que escribió un pregón por encargo del entonces compañero sentimental de la tonadillera, Julián Muñoz, y que nunca llegó a cobrar. «No creo haber roto nada —por supuesto que nadie me pidió firmar nada que me comprometiera a estar callado— por haber contado en mis libros, que son mi vida, mi historia, las cosas que he hecho para vivir. Cuando escribo soy muy claro y muy sincero. No sé escribir para mí de otra manera. Para los demás, es otro tema. Puedo mentir como un bellaco, si hay que mentir. A veces, incluso he escrito cosas para otros gratis, por hacerle el favor o por no saber decir no».

En cuanto al trabajo de guionista radiofónico o televisivo —sobre todo, en este tipo de programas—, cree que «un guionista, salvo que trabaje para él y en su propio proyecto, es un negro, puesto que escribe para otro, o para otros, por dinero. La diferencia es que al guionista se le reconoce la existencia en los créditos, y al negro no», dice. 

«De todos modos, y contra lo que pueda pensarse, yo no he sido negro de Quintero salvo en sus libros, en los que no figuro como autor o coautor porque la editorial quería que libros como Cuerda de presos o Trece noches fuesen firmados por Quintero; y en El Loco de la Colina, que allí lo éramos todos los que escribíamos porque no aparecía en ningún sitio el nombre de ninguno de los guionistas. Aparte de eso, siempre he figurado en los créditos como guionista o coguionista de todos los programas que he hecho junto a Quintero durante casi treinta años. En este tiempo, no he sido negro de Quintero, he sido guionista de Quintero», subraya.

De lo que no tiene dudas Salvago es de que la negritud, como le gusta llamarla, puede ser una forma de ganarse el pan escribiendo más eficaz incluso que la escritura de la propia obra. «Hombre, si escribir la propia obra fuera eficaz económicamente, uno no tendría la necesidad de escribir como un negro. Escribes precisamente para otros porque escribiendo para ti no hay manera. Yo he publicado en la última década nueve o diez libros y no te miento si te digo que, por todos ellos, como derechos de autor, habré visto unos mil o mil quinientos euros. Y así tú me dirás cómo se vive. Resumiendo, para un escritor —que, además, no sabe hacer muchas cosas más— la negritud puede ser una buena manera de ganarse la vida. Ya que no se la puede ganar escribiendo sus cosas, se presta a escribir las cosas de otros por dinero», asevera.

Eso aunque los emolumentos sean muy desiguales según los encargos. «Las cositas hechas de pasada y casi como un favor para otros —discursitos de agradecimiento, pregones, textos para un libro de recetas, etc.—, cuando estaban pagadas, estaban bien pagadas, pero eran entradas puntuales. Lo otro, mi trabajo de guionista, desde que empezamos a trabajar en la tele, sí estaba muy bien pagado. Yo ganaba bastante dinero. Y cuando digo bastante, digo mucho. Tenía sueldo de yuppie. El único problema era que solo lo ganaba cuando había programa. Pero lo que ganaba era más que suficiente para aguantar unos meses sin trabajar, teóricamente. Porque los escritores, también los guionistas, estamos siempre trabajando».

Su actitud hacia la gente que firma libros escritos por otros es de sereno escepticismo. «Me parece que forma parte del juego de vanidades en el que nos movemos. Muchas veces la culpa, si se puede llamar culpa, no es ni siquiera del que firma el libro sin haberlo escrito, sino de la editorial que quiere un libro firmado por un figurón, aunque se lo escriba un negro. De hecho, así funciona la cosa. Si una editorial quiere un libro de Belén Esteban, por ejemplo, se encarga de buscarle al negro que se lo va a escribir. Es el mercado. Belén va a vender muchos libros y el negro que se lo escribe, no. Bueno, en este caso concreto, no es así, porque también el supuesto negro que se lo escribió vende mucho», dice Salvago a propósito de los rumores que apuntaban a Boris Izaguirre como autor del volumen Reflexiones y ambiciones, un éxito editorial que firmó el icono televisivo. 

Salvago lo tiene claro: «Todo el trabajo que he hecho para otros, como guionista o circunstancialmente como negro, es trabajo alimenticio. De los miles de folios que habré escrito en ese desempeño, no he usado ni uno solo para mí o mis libros. Son trabajos que me han permitido ganar dinero y poder escribir mi propia obra. Lo que no quita para que le reconozca todo su valor, que lo tiene, a mi trabajo de guionista». 

«Haber sido negro no ha aportado nada a mi escritura. Pero haber sido guionista durante treinta años, sí —prosigue el sevillano—. Sobre todo, lo estoy notando desde que dejé oficialmente de trabajar. Y lo noto especialmente escribiendo prosa. Desde entonces, he escrito un libro de memorias, tres de relatos y casi un cuarto, uno de aforismos y una novela, que son dos, que espero que salga esta primavera, escrita a los setenta años y publicada a los setenta y uno. Toda esta, digamos, “facilidad” para escribir prosa me la dio la obligación de tener que escribir diariamente por mi trabajo. Aunque hubo una época en que el trabajo me impidió escribir poesía, porque la poesía es más delicada y no le gusta el comercio de las palabras. Ahora puedo decir que el trabajo ha sido una gimnasia que me ha desarrollado los músculos como prosista».

Y concluye: «Para un escritor, escribir para otros es una faceta más, aunque sea la más negra, de su trabajo. Y a mí eso de haber escrito alguna vez para otros no me crea ningún mal rollo. Yo no me siento negro escribiendo un pregón para la Pantoja, pongamos por caso, porque eso no tiene nada que ver conmigo ni con mi obra. Es algo que se hace, se cobra y se olvida. Yo me sentiría un negro escribiendo libros de poemas o libros de cuentos para que los firmara otro. Porque eso sí tiene que ver conmigo. Eso sí me atañe. Lo otro es trabajo. Es más, podría escribir por encargo y sin firmar, siempre que me compensara económicamente, cualquier libro que no se me ocurriera a mí ni tuviera nada que ver con mi mundo sin sentirme un negro. Pero escribir libros para otros que podría escribir para mí mismo, eso sí me jodería, y por supuesto que no lo haría. Y, finalmente, ahora que hablamos del tema, pienso que yo he sido bastante menos negro de lo que dice mi leyenda negra. Yo he sido mucho más guionista que negro», resume.

Personajes históricos y vampiros

También Hipólito G. Navarro, uno de los imprescindibles del relato español actual, se ganó el pan durante dos años —entre 2002 y 2004— haciendo faenas de negro literario para la editorial La Esfera de los Libros. Su especialidad fue la novela histórica, género que paradójicamente nunca ha cultivado en su obra personal. «Éramos varios escritores los que íbamos trabajando sobre un chasis, mandando capítulo a capítulo para que el autor, es decir, quien firmaba el libro, los fuera aprobando». 

«Luego había un trabajo muy técnico de composición —prosigue Navarro—. A veces podía darse el caso de que el hijo de una reina, que había muerto en un capítulo muy lacrimógeno, reapareciera seis capítulos más tarde. “¡Pero si ese niño está muerto desde el capítulo 3!”, protestábamos entonces. A veces pasaban tres kilos de la estructura, y eso daba para mucha risa».

También ríe el escritor onubense al recordar el morro que echaban algunos de esos autores ocultos cuando, de vez en cuando, les preguntaban en televisión de dónde sacaban el tiempo para escribir aquellas voluminosas obras. «Uno respondió: “Tengo una capacidad fabulosa para concentrarme. Yo me encierro dos fines de semana en mi casa de la sierra y vuelvo con la novela terminada”».

Al igual que sus colegas Juan Bonilla y Eduardo Jordá, Hipólito G. Navarro da por buena la experiencia, incluso como aprendizaje de estilo. «Nunca he vuelto a leer aquellas novelas completas, pero reconozco que alguna vez he vuelto sobre sus páginas para recordar cómo resolví algún escollo narrativo —asegura—. Por otro lado, haciendo de negro descubrí que con aquellos encargos mi libertad como escritor crecía. Al releer algunos pasajes, no he tenido más remedio que decirme: “¡Con qué frescura y libertad escribí yo esto! ¡Oye, esto está muy bien escrito!”. Vas tan suelto, sin la responsabilidad de dar la cara, que se convierte en un plus».   

No obstante, Navarro también puso su prosa al servicio de otro tipo de productos editoriales. «Hay personas que saben mucho de un tema, pero no saben escribir o no tienen el tiempo o la dedicación para hacerlo. Ahí entrábamos nosotros para hacerlo, y a veces incluso insistían en que se pusieran nuestros nombres como coautores, pero ese deseo chocaba con dos obstáculos: uno, que la editorial prefería que no apareciéramos, y otro, que nosotros mismos no queríamos que se nos nombrara, porque esos libros no se corresponden con la idea que tenemos de nuestra obra». 

Tampoco fue mal ejercicio los dos tomos sobre la Semana Santa de Granada —un tema muy alejado de sus intereses personales— que preparó para la editorial Gemisa. «Todo estaba superdocumentado en aquel proyecto, y yo me limitaba a dar forma a los datos que me pasaban. Pero en el apartado de los pueblos no había información, solo fotografías, así que tuve que desarrollarlo todo a partir de aquellas imágenes. Conté la Semana Santa de Lanjarón y de Órgiva con lo que yo veía allí».   

En opinión del escritor, «la mayoría de los famosos que he conocido y que publican libros no quieren meterse en eso. Son los grupos editoriales los que se lo piden, ofreciéndoles a veces cantidades muy considerables para camelárselos. También hay quien quiere tener su libro, como quien le falta algo para la realización completa porque ya tienen su hijo criado y su árbol plantado. ¡Fíjate, yo he llegado a escribir la autobiografía de uno de esos personajes! ¡Yo escribiendo la autobiografía de otro!».

Un juego de identidades que, según observa Navarro, ha dado pie a productos tan estimables como Open, las memorias del tenista André Agassi escritas por el premio Pulitzer J. R. Moehringer —cuyo nombre no aparece en portada por su expreso deseo—, pero también «libros de ficción firmados por personas inventadas, que no existen, aunque en las solapas puedas ver su foto y su biobibliografía correspondiente. Por ejemplo, hubo una época en que las novelas de vampiros se vendían que te cagas, y las firmaban tíos con nombres anglosajones detrás de los cuales había negros españoles. Luego, cuando alguno tenía un éxito particularmente llamativo, los periodistas pedían entrevistas y los responsables de prensa de las editoriales se las veían en figurillas para darles largas», añade.    

Eso sí, según Navarro, el negro literario cobra en blanco y religiosamente. Todavía recuerda que el contrato con la editorial podía ser de dos tipos: a salario fijado de antemano o a porcentaje de ventas, «lo cual a veces podía ser mejor, porque si el libro tiraba podías ganar mucho dinero. Pero la mayoría prefería el pájaro en mano —dice—. La verdad es que cuando cobraba me provocaba sentimientos encontrados, porque hubo periodos en que yo ganaba más dinero siendo negro que con mi propia obra, en la que había puesto mi alma».   

En todo caso, el sentimiento que prevalece es el de la gratitud. «Y cualquier negro te dirá lo mismo: estaría feo criticar el fenómeno, porque nos ha dado de comer».    

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3 Comentarios

  1. Por un módico salario de 1€, yo le escribiría a Perreteverte una novela de 250 págs. En ella, ¡obviamente!, habría un personaje escritor, o a lo mejor el protagonista asistiría a un taller de escritura o —qué sé yo— se tropezaría con un esquizofrénico que desbarra hablando sobre literatura. En cualquier caso (justo en la pág. 125) el personaje en cuestión diría algo como esto: «No sabes cómo se articula, cómo emerge la narrativa sobre el papel», nuestro héroe quédase sorprendido por el áspero y amargo tono del profesor. «No lo sabes, joder. Construyes una casa apilando los ladrillos… vete a paseo, hombre. Si quieres levantar la primera pared de la vivienda, tienes que volcar, tienes que esculpir, tienes que pintar con palabras los golpecitos que da con la espátula el… ¿Me estás escuchando, avestruz? No saco punta de ti». (A ti habría que ponerle tilde porque Perreteverte ha puesto tildes en ti twitter).

  2. Chiquito de la calzada

    Todos recordamos a Sanchez Drago el día que llevó a su queridisima Ana Botella al telediario de telemadrid y fuera de camara le preguntó Botella a Dragó: ¿Que tal tu nuevo libro? a lo que Dragó en confianza de estar sin micro abierto respondió: Si esque no tengo tiempo, a mi me los escriben.
    Todo lo registro una camara traicionera que quedó grabando. Creo que el video andaba por youtube.

  3. Pingback: Notas para la Academia: de negros y fantasmas | Plein Soleil…

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