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Tres anillos

tres anillos
Imagen: Tau. tres anillos

I. Las trincheras de la calle Salta

En Buenos Aires, en la esquina de la Avenida de Mayo con Salta, se encuentra el bar Iberia. Ya estaba allí en 1936 y, en algún momento impreciso de aquel año, el local pasó a ser conocido popularmente por el apellido del general José Miaja, porque en él acostumbraban a reunirse en tertulia grupos de emigrantes españoles defensores de la legalidad republicana. El establecimiento, a poco más de una manzana de la redacción del diario Crítica, parecía situado muy a propósito para no perder de vista las pizarras que el periódico sacaba a la acera con las últimas noticias sobre la marcha de la guerra que se estaba librando en España. No menos pendiente de las breaking news de tiza estaría la clientela habitual del bar de enfrente, el Español, también compuesta de emigrantes, pero cuyas simpatías políticas explican que el café terminara por hacerse merecedor del apelativo «Junta de Burgos». Hoy, su lugar lo ocupa una sucursal bancaria. Es el tipo de sustituciones con las que se entretiene el paso del tiempo, que, sin embargo, se ha revelado incapaz de borrar la memoria porteña de las fenomenales trifulcas en las que se enzarzaron, en más de una ocasión, los atrincherados en cada uno de los costados de la angosta franja que dibujaba la calle Salta. 

Quizás el recuerdo de aquellas escaramuzas no se haya disipado porque condensa eficazmente la agitación beligerante con la que importantísima colonia de emigrantes españoles vivió los años de la guerra y que terminó por contagiarse a la ciudad de Buenos Aires y al país entero, inmediatamente impelido a tomar partido. El tejido societario de la emigración se movilizó desde primera hora y las muestras de solidaridad con uno u otro bando, así como las iniciativas de auxilio material y económico, no hicieron más que multiplicarse con el paso de los meses. La sensación era que la guerra, de alguna manera, también se libraba en Argentina. Sí, había que ganar la calle Salta.

II. Con un cigarrillo Leal en los labios

Tal vez fuese allí, en una de las orillas de la calle Salta, donde se concibió uno de los proyectos de auxilio a la República más insólitos de cuantos se pusieron en marcha por entonces: la creación de la marca de cigarrillos Leales. La conjetura no parece muy aventurada, dada la coincidencia del nombre comercial del tabaco con el de una de las peñas que solían darse cita en el Iberia; y porque, además, muchos de los miembros de aquella tertulia estaban vinculados a la entidad que se encargaría de llevar a la práctica la idea, la Federación de Sociedades Gallegas. 

En octubre de 1938 se establecen los primeros contactos con manufacturas tabacaleras y, en enero del año siguiente, tras formalizar un contrato con la compañía bonaerense ECICA, salen a la venta las primeras cajetillas. Su comercialización fue precedida por una potente campaña publicitaria. Cartelería, folletos y anuncios a toda plana en Galicia, el periódico que servía de órgano de expresión a la Federación, informaban sobre el porcentaje que se destinaba a ayuda al ejército republicano por la venta de cada paquete de cigarrillos. Con tipografía chillona, los lemas apelaban al «amigo fumador», al «antifascista» y a «todos los hombres de ideas democráticas de la República Argentina»: «Para ser leal hay que fumar Leales». «Con un cigarrillo Leal en los labios, se impone la colectividad gallega en la República Argentina. Con un cigarrillo Leal en los labios, avanzan confiados los hombres libres del mundo». «Tu conciencia te prohíbe proteger a los que mandan dinero para matar a tus compañeros. Fuma Leales y con ello matas dos pájaros de un solo tiro: fumas buen tabaco y ayudas a España». 

El balance sobre las ventas de los tres primeros meses de la iniciativa resultó ser desalentador: una vez deducidos los gastos, se había logrado reunir una suma muy modesta, apenas unos dos mil pesos. Un informe elaborado en el seno de la propia Federación de Sociedades atribuía el escaso éxito del proyecto a la «ola de desaliento y desmoralización» que cundió entre los consumidores en las últimas semanas de la guerra. No iba a servir de nada la campaña lanzada tras la victoria franquista que exhortaba a fumar Leales para sostener la ayuda a los exiliados, para «contribuir a mitigar los dolores de tanta gente, que, en los campos de concentración de Francia, purga el horrible “delito” de defender la dignidad de todos nosotros». Al resultar imposible vender la importante partida de cigarrillos almacenada, las cajetillas de los últimos Leales terminaron siendo donadas, entre otros, a los exiliados republicanos que empezaron en el puerto de Buenos Aires. 

III. Volutas y círculos 

Se llama composición anular a aquella forma narrativa que parece desviarse del argumento principal en una serie de interminables digresiones. En realidad, el relato está viajando en círculo, para regresar, finalmente, al momento en que pareció extraviarse. Es la técnica de toda una tradición cuyos primeros ejemplos se encuentran en la literatura griega clásica, en la Odisea, por ejemplo. Daniel Mendelsohn en su último libro, hermosísimo, Three Rings: A Tale of Exile, Narrative, and Fate (University of Virginia Press, 2020), sugiere que quizás los temas homéricos de la separación del hogar, el desplazamiento y el desarraigo no admitan más que esta estructura narrativa, porque solo ella parece capaz de imitar y recrear las revueltas que retuercen los caminos de la emigración y el exilio… antes de cerrar el círculo. 

A los exiliados gallegos que se instalaron en Buenos Aires a partir de 1939 no se les escapó la perfecta trayectoria circular de su odisea. No se trataba solo de la acusada consciencia que tuvieron de emprender la misma ruta que tantísimos otros emigrantes habían transitado desde la segunda mitad del siglo XIX y de pasar a formar parte, así, de la dolorosa historia colectiva de una estirpe condenada a la expatriación. Además, en no pocos casos, ellos mismos habían sido, antes que exiliados, emigrantes; o eran hijos de emigrantes, como Luis Seoane, que había nacido en la capital porteña, o Castelao, quien siendo niño había acompañado a sus padres en su emigración a Argentina. Aun así, apuntó este último en 1940, quien les conducía en esta ocasión fuera de Galicia era «un hada desconocida». De repente, sus biografías parecían una digresión, un rodeo lleno de avatares que terminaba de nuevo en Buenos Aires. Esta era, también según Castelao, «la metrópolis de la Galicia desterrada»: «Los gallegos suelen decir, por donaire, que Buenos Aires es la ciudad más grande de Galicia porque aquí residen unos trescientos mil gallegos y no tenemos ninguna población que pase de los cien mil. Para los gallegos esta ciudad es como Nueva York para los irlandeses (…) Para cumplir nuestro destierro hemos venido a la ciudad en donde se concentra la inmensa mayoría de nuestros emigrados, y que pasa a ser, por este hecho, la capital indiscutible de la Galicia libre». 

En el archivo del actor orensano Fernando Iglesias «Tacholas» se conserva una fotografía de la peña Los Leales. Él mismo aparece entre el grupo, apiñado en torno a un minúsculo velador de la terraza del bar Iberia. La imagen fue tomada por el escritor Eduardo Blanco Amor, quien, en 1915, con diecisiete años, se había instalado en Buenos Aires. ¿Sintió que su estatuto de emigrante había cambiado por el de exiliado? ¿Cuándo? ¿El 19 de agosto de 1936, la fecha en la que fueron asesinados Federico García Lorca y Ánxel Casal, el autor y el editor de Seis poemas galegos, la obra que él había prologado? La foto es del día 20 de febrero de 1938. En ella, nadie sonríe; en todas las caras, el gesto sombrío. En primer plano, alguien sujeta un periódico, sin duda con el detalle de las operaciones militares en la batalla de Teruel que se librara en aquellos días. La imagen no es lo suficientemente nítida para discernir si se trata del diario Crítica, inequívoco defensor de la causa republicana durante la guerra. Solo un poco más tarde, las gestiones de su editor, Natalio Botana, resultarían determinantes para que el gobierno argentino admitiese el desembarco de los exiliados españoles que llegaron a bordo del buque Massilia al puerto de Buenos Aires a principios de noviembre de 1939. Entre el pasaje había un nutrido grupo de periodistas, muchos de ellos antiguos trabajadores de Heraldo de Madrid, a los que Botana ofreció incorporarse a la plantilla del diario, que tenía su redacción en el edificio art decó del número 1333 de la Avenida de Mayo, a tiro de piedra de su confluencia con la calle Salta. 

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One Comment

  1. ¡Buenísimo artículo!
    En una cata a ciegas, hubiera puesto la mano en el fuego por creer que era de Enric González, ¡Brutal!

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