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El tesoro prohibido de Andrés Caicedo

Andrés Caicedo
Andrés Caicedo. Foto: biblioteca Luis Ángel Arango. (DP)

El 4 de marzo de 1977 fue el día más importante en la vida de Andrés Caicedo. Primero recibió en su casa de Cali, Colombia, el ejemplar de muestra de su primera novela editada comercialmente. Horas después se tomó sesenta pastillas de Seconal, un barbitúrico, y se sentó a esperar la muerte frente a su máquina Remington haciendo lo que siempre hizo desde niño: escribir. Escribir cartas. Era la despedida preanunciada a una vida de tormento interior y lucidez exterior, a la que sacó toda la pulpa y luego desechó a tiempo, porque envejecer para él era una vergüenza. Tenía veinticinco años cuando se suicidó.

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Hoy Caicedo apenas habría cumplido los setenta. Nació en septiembre de 1951 en una familia bien de Cali. Criado entre mujeres —aparte de su madre, sus tres hermanas, María Victoria, Pilar y Rosario—, él fue el único varón, tras la muerte de dos niños. Desde la cuna su vida fue condicionada por ello: la expectativa, el deber ser, el rol asignado; de ello hizo un gurruño y lo tiró a la basura. Niño travieso y lector febril desde los cinco años, llevó una infancia de clase acomodada en una ciudad sudamericana, con carrusel de colegios y fútbol de patio. Pero rápidamente empezó a hacer lo contrario de lo que se esperaba de él. Se aficionó al teatro y al cine de manera compulsiva y agitó la vida cultural de su ciudad a edades casi irreales. También llegaron las drogas, sin que eso lo arredrase de su disciplina: Andrés era una esponja y absorbía todo lo que después volcaba en papel. Era un «vampiro de biblioteca» como él mismo decía. Por su obra circulan Poe, Lowry, Henry James, Peckinpah, Vargas Llosa, la nouvelle vague, Bergman, Hitchcock, Buñuel y mil influencias más. En una dicotomía que siguió hasta su muerte, alternó la imagen de chico con aura de maldito con la de empollón de gafas de culo de botella. Andrés era tartamudo. Por eso escribía. Y era miope. Por eso tenía esa mirada. Escribía porque no podía hablar. Y miraba porque no podía ver. Por eso y porque así curaba sus terrores internos, con los que hubo de convivir siempre.

No quería envejecer, pero decía tener una misión en la vida, dejar obra: «llegar bien armado a la hora de la muerte». Lo hizo en diez años escasos de vida creativa. Su voracidad lectora enseguida la tradujo en escritos: críticas de cine desde los catorce años, piezas de teatro desde los dieciséis, cuentos desde siempre. Abanderó movimientos culturales, fundó una revista (Ojo al Cine, la más renombrada del país mientras duró), montó un cineclub, dirigió una película inacabada a medias, publicó una primera novela en edición artesanal, pagada por su madre —El atravesado—. Y, finalmente, convenció al Instituto Colombiano de Cultura de lanzar su obra clave, Que viva la música. Salió a la calle una semana después de matarse. 

Pero además de todo eso, Caicedo escribía cartas sin cesar, incluso a sus amigos del día a día. Podía estar horas con alguien, pero reservaba lo importante para escribírselo en una carta, en las que también saldaba cuentas sabiendo que iba a morir, o eso dice su hermana Rosario en una entrevista antigua: «Su vida y su muerte fueron premeditadas». A ella la visitó en sus viajes a Estados Unidos, que le dieron gasolina y depresión a la vez: allá fue a vender sus guiones adaptados de obras de H. P. Lovecraft a Roger Corman, pero volvió de vacío a su universo personal, Cali. O Kali, o Calicalabozo, o Caliwood, sucesivos nombres que le daba a la ciudad donde vivió hasta su «destino fatal», con el que flirteaba día tras día. En 1975 cometió dos tentativas de suicidio. Estuvo en un psiquiátrico en el 76. En 1977, la definitiva dosis mortal de pepas. Sus últimas horas tienen versiones parecidas —no iguales— de amigos y de su novia, Patricia Restrepo: tras una rumba de beber y meter la noche anterior, discutió con ella al llegar la mañana, huyó, engulló sesenta secobarbitales y se sentó a escribir dos cartas. Una a Patricia, tratando de reconciliarse con una negación explícita que remite al origen de la discusión —«Yo no soy homosexual»— y que tiene más calado que una simple aclaración. 

La segunda carta, que estaba todavía en el carro de la Remington cuando lo encontraron, estaba dirigida al crítico español Miguel Marías. Era una misiva sobre cine, con calificaciones a las últimas películas vistas y el anuncio de que había recibido, al fin, su novela. No es una nota dirigida a un Sr. juez, lo que le da cierto toque cotidiano al trance y demuestra que las cartas eran su vehículo preferido de comunicación. Es al propio Marías a quien meses antes, en otra carta, le confía una suerte de testamento literario que debería ser clave para lo que vendría después: «Estimulado por tu ejemplo es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito». No todo el mundo lo interpretó como una herencia publicable.

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Era un baúl. Una silla-baúl, en realidad, un banco para dos, de madera oscura, que su madre había mandado hacer años antes para guardar cosas. Cuando Andrés se mató, allí metieron todo el archivo que dejó el joven a quien el mundo literario todavía no conocía. En la prensa local de Cali se publicó algún titular de pata de columna: «Crítico de cine se suicida». Ni una mención al literato, básicamente porque apenas había dejado obra publicada, aunque sí una pila de material prolijamente organizado: cuentos, novelas, piezas teatrales, críticas. Y cartas. En los meses siguientes, su padre, Carlos Alberto, ordenó, legajo a legajo, todo el material, lo metió en el arcón y le echó el candado.

Pasaron seis años hasta que el baúl se abrió de nuevo. Fueron sus amigos Luis Ospina y Sandro Romero los que pidieron a su padre acceder a lo que ellos sabían que era un potosí literario, pura arqueología de desván. Consiguieron así dar a conocer la herencia de Caicedo. El papel de su padre fue fundamental. Después de una compleja relación en vida —llegó a dudar de la autoría de Andrés en sus textos más precoces—, dijo: «Decidí entender en la muerte al hijo que se había matado». 

En 1984 al fin se publicó un primer recopilatorio de cuentos del material seleccionado, Destinitos fatales. En los años siguientes se publicaron Calicalabozo, Angelitos empantanados y la novela inacabada Noche sin fortuna. También Ojo al cine, un voluminoso tomo con los textos y críticas de Andrés. En 2007 se editó El cuento de mi vida, con fragmentos de diarios que escribió internado en un psiquiátrico y dos cartas. Al año siguiente, sin embargo, algo se quebró. El escritor chileno Alberto Fuguet lanzó una suerte de autobiografía de Caicedo a partir de textos del autor sobre sus obsesiones: literatura, cine y música, pero también sus relaciones familiares, sus cuitas sexuales, sus pleitos con la vida y la muerte. Parte de su familia —sus dos hermanas mayores, María Victoria y Pilar— pidió modificar algunas cosas del texto final. Vetaron, sobre todo, una carta de Caicedo a su amigo escritor Jaime Manrique, en la que aquel hacía referencia a las caricias de este. «Eso es de muy mal gusto», adujeron las dos hermanas mayores. En 2010, al morir el padre, las hermanas quedaron como albaceas de la obra. Las mayores se alejaron de la más joven, partidaria de publicarla íntegra. El baúl se había convertido en caja de Pandora.

La relación terminó de romperse hace unos meses. El Fondo de Cultura Económica acordó con las herederas la publicación de un volumen con las ciento noventa y ocho cartas que el propio Andrés guardó, ya que las copiaba en papel carbón antes de enviarlas. El volumen, que ya tenía título, Correspondencia, fue cuidadosamente preparado con la ayuda de Ospina y Romero, pero cuando les dieron a las hermanas el índice con las cartas, las dos mayores se negaron en redondo. Fueron acusadas de censoras, pero ellas adujeron que solo hacían «una selección del material». Por detrás se escondía, según los amigos de Caicedo, un intento por evitar la proyección de una imagen pública poco decorosa para la familia, a cambio de privar de la parte más desnuda del legado literario del autor. Por controlar su imagen pública, lo enterraron de nuevo y, con él, su tesoro. Como alguien dijo, fue «el mejor libro del año jamás publicado». Iván Gallo, coordinador editorial de la revista colombiana Las2Orillas y profundo conocedor del caso, cree que «son dos señoras de la alta sociedad caleña que tuvieron mucho que ver en las culpas que tenía Andrés, porque era homosexual y lo tenía que ocultar». Sin la publicación de Correspondencia, oficialmente Caicedo sigue en el armario cuatro décadas después de su fallecimiento.

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Que nadie sepa tu nombre y que nadie amparo te dé. Que no accedas a los tejemanejes de la celebridad. Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. (Que viva la música)

En 1986 Luis Ospina rodó el documental Unos pocos buenos amigos. El film comienza con una reportera preguntando en las calles de Cali quién era Andrés Caicedo. Después de varios noes, un sí: «Un guerrillero», dice uno. «Un nadaísta» (movimiento literario anterior a su generación), apunta el más enterado. Pero nadie en su propia ciudad acierta a saber quién es. Acababan de salir las primeras obras póstumas, pero la única obra de referencia era Que viva la música, y no era precisamente un best seller, sino un libro de culto, un tesoro adorado todavía por pocos. Hoy los caicedianos son legión y el libro es un clásico contemporáneo de Colombia. Ha sido traducido a seis idiomas. En España también se ha publicado (Alfaguara, 2015).

La novela tiene un argumento aparentemente simple: chica burguesa explora y detona su vida a través de un viaje nocturno, una fiesta interminable en una ciudad eléctrica. Es la novela un torrente en forma de monólogo, un enfebrecido relato vampiresco del descenso a los fondos de la noche de Cali, con todas las aristas, incluido el viaje norte-sur, que en las ciudades latinoamericanas no es un asunto cardinal, sino el tránsito violento entre clases y razas. El «llamado de la noche» de María del Carmen Huerta, así se llama la narradora, contiene todas las fijaciones de Caicedo, todo lo que consumía, literalmente: las drogas, las referencias literarias, las cinéfilas y, por supuesto, la música. En apenas doscientas páginas viaja, con el ritmo impregnando las letras, desde los primeros Rolling Stones a la música tropical, se llame son, salsa, boogaloo, bolero o guaguancó. En la novela Caicedo transita hacia la devoción a la música afrocubana frente a la penetración yanqui y el regionalismo folclórico, y sin saberlo se convierte en el altavoz precursor de la que hoy es conocida como la capital de la salsa. Ricardo Ray y su «Sonido bestial», «moliendo cocos» y al puro son de los cueros, tumba y percute en la ruta de los personajes. En ella se describen sucesivos colocones: perico, ácido, marihuana y un sinfín de fármacos. De ellos morirá Caicedo. No así María del Carmen, que se conforma con pedirle a la juventud que se muera antes que los padres, en una inquisitiva segunda persona que exhorta y a la vez adelanta acontecimientos a modo de epitafio.

Para los caicedianos la novela anticipa fenómenos urbanos contemporáneos. De hecho, se publica el año del punk por antonomasia, y propugna no una revolución sino una huida hacia adelante, una muerte rápida. «También hay otros que dicen que está sobredimensionado, que lo mejor que le podía haber pasado era haber muerto a los veinticinco. Porque siempre hay detractores, ¿no?», apunta Iván Gallo. Creen estos que la novela se queda en retrato juvenil y no envejece bien, y que el mito ha engullido al escritor.

En 2014 se publicó en inglés con el elocuente título de Liveforever, con lo que Caicedo pasó a ser el segundo colombiano en formar parte del catálogo de Penguin Modern Classics. El primero fue, claro, García Márquez, al que tantas veces oponen al joven caleño: ni Macondo ni sagas floreadas; Caicedo expresa la inquietud destructiva de la juventud urbana de Colombia. Si Cien años de soledad es un vallenato de trescientas cincuenta páginas, como dijo García Márquez, Que viva la música es el baile desatado hacia la última rumba.

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A través de las cartas se puede adivinar el dolor y las fragilidades que esconden las obras de sus autores, por más desnudas que estas sean. Ocurre con más intensidad en aquellos que buscaron la muerte voluntariamente: ahí están, por ejemplo, las cartas de Alejandra Pizarnik, especialmente la que le envía a Silvina Ocampo poco antes de matarse, qué curioso, engullendo cincuenta píldoras de secobarbital. También está ahí la relación —epistolar y física— de Virginia Woolf con Vita Sackville-West, antes de sumergirse aquella en el río Ouse con los bolsillos llenos de piedras. Hay hueco también para Sylvia Plath y las cartas inéditas desveladas recientemente que relatan episodios de violencia por parte de Ted Hughes. En este último caso el melodrama se acentúa con los litigios por documentos y derechos en un gigante legado de correspondencia. Algo así le ocurre a Caicedo, cuyas cartas también forman parte fundamental de su biografía y a la vez de su obra, pero que sin embargo sigue en el limbo por la censura de las hermanas mayores, a juicio de sus amigos.  

A ellos les dibuja, además del fervor de la amistad, sus mejores líneas epistolares. A falta de obra publicada en vida, Caicedo construyó una gigantesca correspondencia personal, con un sistema de escritura laborioso, mucho más que un simple texto mecánico. Como un guionista, el joven estrujaba mucho cerebro y más papel en redactar, editar, tachar y romper sucesivas versiones de cartas. Había cartas de cine y otras a editores que nunca respondían y alimentaban sus frustraciones. En las personales deja patente el horror de su vida. Esto escribía a su madre dos años antes de suicidarse. 

Por favor, trata de entender mi muerte. Yo no estaba hecho para vivir más tiempo (…) Madrecita querida, de no haber sido por ti, yo ya habría muerto hace ya muchos años. Ahora mi razón está extraviada, y lo que hago es solamente para parar el sufrimiento. 

Hay un tipo más de cartas, más íntimas, en las que deja caer sus inclinaciones sexuales o habla de personas a las que prefieren no citar. Son esas las cartas prohibidas por las hermanas mayores. Lo curioso es que, aunque se censuren, las cartas están a disposición del público, porque están en la biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, la más importante del país, aunque quien ha intentado acceder a ellas se ha encontrado con obstáculos sin fin. Es el último peaje sin sentido para intentar alcanzar la obra que hasta hoy sigue mutilada. El tesoro sigue incompleto. 

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