Música

Wilhelm Furtwängler: cuando no necesitábamos un reloj para poseer el tiempo

Wilhelm Furtwängler
Wilhelm Furtwängler. Foto: Warner Music.

Disertar sobre la pureza (sic) de la vida cultural en un artículo que tiene como protagonista a Wilhelm Furtwängler (1886-1954) entraña numerosos riesgos que estoy dispuesto a asumir. Defender sus palabras no responde de ningún modo a una elección azarosa de carácter personal, sino a una exigencia kantiana, imperativa y moral con la que —al menos en el ámbito de la prensa, la cultura o las humanidades— cada vez nos resulta más extraño (por ajeno) convivir. Me refiero a hacer algo por el simple hecho de tener que hacerlo sigue siendo un acto revolucionario, y no hablo sino de Furtwängler, un director de orquesta berlinés bien conocido por melómanos y aficionados a la música clásica, pero totalmente desconocido para el resto del público. Si el primer auditorio no ha aportado demasiada riqueza al debate y, más que vivificarla, ha sepultado la música en un laberinto inexpugnable de teorías que poco o nada ha contribuido a su comprensión, el segundo representa un terreno virgen donde todavía cabe el entusiasmo de los descubrimientos, la belleza ingenua por lo nuevo y el anhelo de una honestidad sin prejuicios. Es a este auditorio al que quiero dirigirme, pues, entre otras cosas, yo mismo he formado parte de él hasta hace muy poco y, quizá por ello, siento la necesidad de compartir con él este hallazgo.

Hasta entonces, los dos únicos anclajes por los que yo había oído el nombre de Wilhelm Furtwängler eran otros dos gigantes homólogos como Sergiu Celibidache (1912-1996) y Herbert von Karajan (1908-1989), y la razón por la que terminé llegando hasta él fue, sencillamente, la curiosidad. Curiosidad, en primer término, por esa rabia majestuosa y sin paliativos con que Celibidache reaccionó ante la elección de Karajan como titular de la Filarmónica de Berlín tras la muerte de Furtwängler. Muerto este y elegido ya su sucesor, Celibidache, que aspiraba definitivamente al puesto después de haber ocupado la plaza durante varios años, encajó el gesto como un grosero desplante y juró no volver a dirigir en Berlín nunca más. Pero en 1992, casi cuarenta años después, solo el presidente de la Alemania reunificada, Richard von Weizsäcker, pudo convencerlo para que regresara a lo que antes fue la Schauspielhaus y condujera dos veladas benéficas donde terminó firmando una de las interpretaciones más emocionantes que se conocen de la Séptima de Bruckner. A partir de aquí, solo tuve que tirar del hilo de Ariadna para llegar hasta Furtwängler. Fue escueto, pues la bibliografía es tan escasa como esencial. En español solo existen, hasta donde yo sé, Conversaciones sobre música (2011), Sonido y palabra (2012) —ambos editados en Acantilado, dónde si no— y un tercero titulado Legado (Editorial Cerix) que más que un libro parece un misterio, pues no he hallado forma humana de encontrarlo. Desde aquí, benévolo editor, si estás leyéndome, dibújame una señal en el cielo; te estaré agradecido.

Desafíos al margen, como digo, hacer comparecer a Furtwängler es de todo menos un capricho. Considerado por la crítica como un colaboracionista nazi más, tuvo que cargar con el peso plúmbeo de una responsabilidad más grande que cualquier opinión que uno pueda imaginar. Nacido en una familia culturalmente exquisita (su padre era arqueólogo y su madre pintora), su caso nunca fue resuelto y hoy, de hecho, sigue gravitando en una especie de limbo que siempre cae del lado de la balanza ideológica que lo juzga. Con todo, es evidente que tuvo que desarrollar algunas habilidades repugnantes para poder sobrevivir en esa jungla despiadada que debió ser el III Reich, pero también tenemos constancia de algunos episodios valientes en los que su voz se alzó por encima de algunas figuras temibles del régimen. Es famosa la carta que envía en 1933 al mismísimo Goebbels, en la que no quedándose a gusto indicándole que «el arte y los artistas están para unir, no para separar. […] yo solo reconozco una separación, la que existe entre el arte bueno y el malo», lo invita a considerar que diversos músicos judíos no deben abandonar Alemania porque «los artistas, sea donde sea, son demasiado raros como para que un país pueda darse el lujo de renunciar a su actividad sin sufrir un grave menoscabo cultural».

Esta carta, recogida en Sonido y palabra, es solo un ejemplo de los muchos en los que Furtwängler parece no arredrarse ante nada. Este libro, que recopila ensayos y discursos pronunciados desde 1918 hasta 1954 (año de su muerte), son el testimonio vivo de un hombre que lo hizo todo por clarificar y desbastar la inmensa confusión que existía (y tal vez sigue existiendo) sobre la música clásica. Su valor es incuantificable porque tratándose de uno de los directores de orquesta más valorados y reconocidos del mundo, es decir, uno de los expertos musicales más prestigiosos del planeta, cabría esperar que solo nos hablara de música, de acordes, de timbres, de ritmos o de compases, pero no. Su voz rebasa cualquier estereotipo anquilosado o académico y nos habla de un universo al que podemos dar el nombre de vida cultural. Y digo «vida cultural» y no «cultura» porque cada pasaje de Sonido y palabra (así como de Conversaciones sobre música, al que volveremos más tarde) destila una preocupación heroica —literalmente podríamos llamarla así— que insiste una y otra vez en definir la música como un acontecimiento vivo y no solo como una cita lúdica o placentera desvinculada de su propio medio, que siempre fue el humano.

De tal modo encontramos pensamientos diseminados que parecen dialogar incluso con nuestro siglo, como por ejemplo cuando en 1918 se pregunta por la vigencia de la obra de Beethoven: «Sobre el famoso al que todos creemos poseer, el músico clásico, cabría preguntarse si aún le interesa a la juventud actual, que mira hacia el futuro». No solo pregunta; también invita. E incluso interpela: «¿Podrá y querrá sentir este mundo lo que no le sale al encuentro, sino que, en cierto modo, le plantea exigencias?». Entre otras cosas, se asombra de la «pertinaz fidelidad de las masas» a un músico como Beethoven, un verdadero monstruo de la música convertido en un fantasma desfigurado gracias a toda la literatura que se le ha echado encima. En este sentido, es curioso que dos de los centones más recientes y ambiciosos sobre el compositor de Bonn —el libro de Jean y Brigitte Massin (Turner, 2003) y el último de Jan Swafford (Acantilado, 2017)— no mencionen siquiera el nombre de Furtwängler, cuando en realidad no ha habido nadie hasta la fecha (que alguien me corrija si me equivoco) que haya sabido explicar como él el enigma de Beethoven, un hombre que utilizaba el lenguaje musical para expresar imágenes con música y no ideas con palabras. Sí que recomendaría, por si alguien está interesado en la figura de Beethoven, el magnífico libelito de Wagner titulado lacónicamente Beethoven (Fórcola, 2016), uno de los autores que mejor supo leer al genio de Bonn.

También sobre Wagner diserta Furtwängler, y lo hace con profunda emoción sin dejar de señalar, con idéntico respeto, las debilidades de su obra. En otra, reflexionando sobre los programas de conciertos, denuncia que estos adopten una forma aparentemente atractiva y quieran ganarse al público a golpe de efecto, cuando un verdadero programa de conciertos, como la música misma —que «no quiere ser comprendida, abarcada ni ordenada en sus coordenadas históricas, sino vivida»—, consiste «en primer término y por encima de todo, en situar la obra individual de modo que llegue a su plenitud vital». Parece poca cosa, pero prosigue: «Para el teórico, para el científico ajeno a la vida, estas cuestiones no existen, son cuestiones de la realidad musical. Yo, por mi parte, debo confesar que solo me interesa esta realidad, y tanto más cuanto que hoy […] estamos al borde de perdernos entre boscajes de teorías e ideologías». Nos invita a superponer constantemente el presente con el pasado, y lo dice de un modo hermoso y sencillo: «una lucha que —aquí no hay escapatoria— debe proseguir hasta el final», para terminar diciendo que «una sola interpretación viva de una gran obra […] es más “programa” que todos los programas-manifiesto juntos. Aquí, y solo aquí, se sabe si un concierto es un “acontecimiento”, si ha llegado a ser realidad». A renglón seguido, esboza la única exigencia que debería tener un programa de conciertos: ceder a la música viva el puesto que le corresponde, y añade una de las mejores definiciones de misión cultural a la que debe aspirar cualquier gran disciplina artística: «conservarla y consolidarla en la conciencia de la gente». Tanto y tan poco.

En Sonido y palabra se recogen decenas de capítulos memorables, como por ejemplo el dedicado a Goethe, de quien opina que nadie como él se tomó tan en serio su responsabilidad con la totalidad del pasado, o el de Brahms (del que su abuelo paterno fue amigo y quién sabe si él no llegó a conocerlo en persona), un texto hermosísimo que habla de la personalidad, la necesidad interior o su fuerza expresiva: «Y así su arte permaneció sencillo y humano». Es difícil no emocionarse.

Vuelve a Wagner, al que considera un verdadero poeta: «Desligó la música de sus formas autocráticas, la hizo participar en el mundo de la realidad. Fue capaz de poner en música el viento tempestuoso del mar, la tormenta de la noche de primavera, los sonidos del bosque», sin dejar de reconocer que su ejemplo mal comprendido fue el comienzo de la corrupción de toda la música moderna. En el capítulo sobre la Filarmónica de Viena parece que los cimientos retumban: «Incluso allí donde solo se trata del simple sonido, no son los instrumentos los que hacen la música. Tampoco es la “escuela” ni la capacidad; son los hombres y su sentido personal de la vida lo que está detrás del rendimiento artístico». Y en otro, intentando arrancar de raíz esa imagen eternamente estereotipada, bobalicona y estúpida que se tiene sobre el Romanticismo, nos ofrece otra acepción más hermosa, un Romanticismo que no se evada del presente con fantasías. Y exclama con socarronería: «¡Ser calificado de “romántico” por los partidarios de ese mundo me ha parecido siempre una especie de título honorífico!».

El libro contiene más, mucho más, como por ejemplo otra digresión magistral sobre Los maestros cantores de Núremberg de Wagner —«uno de los poemas más hermosos de la literatura universal»— que puede ser interpretada en clave de arte total y que explica, a través del poeta Hans Sachs (1494-1576), el dilema imperecedero que existe entre el arte y la vida: «Dejar que los artistas mismos dispongan sobre los asuntos de la vida artística es, ni más ni menos, encomendar las ovejas al lobo». Es grandioso no solo porque sea extrapolable a cualquier dimensión cultural, sino porque lo está diciendo nada menos que un director de orquesta. Para terminar con el libro, sin detenernos en los de Paul Hindemith, Anton Bruckner o Joseph Haydn, encontramos dos artículos que sencillamente no son de este mundo: el que dedica a Johann Sebastian Bach —uno querría ser Bach para vivir siempre en esas palabras— y «Todo lo grande es simple», un texto tardío que cierra el volumen y donde ya no queda rastro del ensayista inteligente y agudo, del músico sabio y observador o del historiador prudente y sereno, sino de un profeta que lee el mundo, nos advierte de terribles peligros y nos ofrece una alternativa, es decir, una salvación. «Cada vez nos esforzamos más por ver las cosas desde lo alto, desde la perspectiva de las aves. Ya no queremos “experimentar” las distintas obras de arte y, en cierto modo, ponernos a su merced, sino comprenderlas y así dominarlas en su contexto. Pero ese es el método de la ciencia». Y añade como ayudándose de un martillo: «Viva la teoría, que es tanto más popular cuanto más necio y primitivo es su contenido».

Furtwängler condena la omnipresente conceptualización de la vida cultural y eleva la intuición del arte al de máxima rectora. «Desde Nietzsche estamos acostumbrados, también esto forma del pensamiento científico, a sentirnos y ponernos a nosotros mismos como la medida de todas las cosas. Pero ¿no podría ser también lo contrario? ¿Tiene que ser siempre Beethoven el que falla ante nosotros? ¿No podemos también nosotros fallar ante Beethoven?». Es como si nos hablase a nosotros en 2021: «El artista ya no es un recipiente de gracia; el respeto por su influencia ha desaparecido si no se deja enganchar de algún modo en el carruaje de los conceptos predominantes». ¿Todavía hay que explicarle a alguien por qué son actuales estas palabras? Espero que no.

Y sobre el último párrafo lo más prudente que puedo decir es que tendríamos que tallarlo en capitales romanas sobre un dintel de mármol, para que no se nos olvidara nunca. Permítanme: «Debemos tener muy claro que esta crisis en verdad para la vida solo puede superarse de una manera. De nada sirve atrasar el reloj al pasado, pero tampoco conformarse con la esperanza puesta en exigencias inciertas del futuro. Aquí solo ayuda una cosa: que la inteligencia, que exige lo vivo y lo nuevo […] sea aún más inteligente; que no se contente con la silueta del vuelo del arte y del artista que le sirve de fundamento […] sino que baje a la tierra, a las casas; que utilice para orientar, no para querer dominar […] que tenga en cuenta el acontecimiento único de la obra de arte […] que aprenda de nuevo el amor, el amor de la entrega fanática a la verdadera grandeza, sin reserva alguna. […] El terrible efecto del pensamiento unilateral que tenemos que ver hoy en nuestra opinión pública solo puede superarlo el pensamiento mismo, un pensamiento superior […] Que ésta sea la ingenuidad de la sabiduría, aquella segunda ingenuidad que corresponde únicamente a la madurez de nuestra cultura, hay que deseárselo a todos aquellos que hoy asumen la responsabilidad». Creo que no hacen falta comentarios.

Luego tenemos Taking Sides (István Szabó, 2001), una película de innumerables virtudes y escasos vicios, que intenta hacer balance de la legitimidad moral del director. El resultado es que la realidad, como la vida, no es una obra de arte total firmada por Wagner, sino una constante gradación tonal que rara vez admite la lógica. Por eso, cuando uno coteja sus textos, es difícil no pensar que, con el ascenso de Hitler, Furtwängler decidiera quedarse en Alemania para salvaguardar el legado cultural de la música europea, que fue precisamente lo que alegó durante los procesos de desnazificación de Viena y Berlín. Acusarlo de congraciarse con algunos dirigentes del partido nazi es como decir que un ser humano tiene que beber agua para vivir. Porque si algo vibra con intensidad en la obra de Wilhelm Furtwängler es el uso atemporal de la palabra, una palabra que dialoga con la eternidad, que revisa con atención el arte, la cultura y la vida invitándonos de nuevo a la infancia para observar el mundo con los ojos claros y el corazón noble, para perseguir los grandes anhelos que se pudrieron en el entumecimiento, para percibir el todo por encima de las partes y, en definitiva, para reinventar una realidad que muchas veces, por compleja, nos asfixia.

Si todavía quedan dudas sobre la vigencia de sus palabras, en Conversaciones sobre música, una larga entrevista que mantuvo con el crítico Walter Abendroth en 1937, Furtwängler vuelve a pronunciarse con toda la artillería pesada: «Todo arte que renuncia a esta concepción humana de la totalidad y la sustituye con detalles, la limita a lo puramente característico, a efectos especializados, a virtuosismos exagerados, sean los que sean, es fácil, pues ya no necesita la fuerza espiritual del hombre entero como medio de transmisión, ya no necesita ser representado e interpretado con el corazón, sino solo con la inteligencia y los nervios». Y termina: «El músico de hoy cree servir al progreso rindiéndose a las “exigencias del material”, convirtiéndolo en un fin en sí mismo, aumentando sus complejidades hasta perderse en ellas. La consecuencia necesaria es el sacrificio, en mayor o menor grado, de la coherencia emocional del todo. Pero si se ha llegado hasta aquí, ya no se puede parar».

No se sabe hasta dónde llega el profeta y hasta dónde el redentor, pero si extrapolásemos la figura del músico a los historiadores, los científicos, los artistas, los funcionarios o los políticos, tal vez tendríamos un lienzo exacto de la actualidad. En cierto modo, resulta aterrador que sus inquietudes, sus preguntas y sus preocupaciones sean las mismas que las nuestras. Por eso, si a estas alturas solo nos queda repetir el guion de la historia o romper la línea para escribir uno nuevo, prestar atención a Wilhelm Furtwängler podría ser un buen comienzo para buscar la razón universal de la cultura, tan falta siempre de esencia y honestidad, y olvidarnos un poco de nosotros mismos.

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Un comentario

  1. Para mí, Furtwängler está vinculado a la Filarmónica de Berlín de su época, probablemente la mejor orquesta sinfónica que haya existido, y a Beethoven. Sus interpretaciones de las sinfonías impares de Beethoven siguen siendo lo mejor que uno puede escuchar. Las de Karajan, Kubelik, Böhm o Suzuki poseen una cualidad sonora más depurada, lo que manifiesta aún mejor sus defectos, pues parecen tener demasiadas prisas. No se aprecia que respeten el tempo como Furtwängler. Pero Furtwängler es en esencia un integrante más de un momento histórico de la Filarmónica de Berlín en el que los músicos estaban tan bien conjuntados que la orquesta parecía un organismo autónomo capar de discurrir solo.

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